Otra vez las bombas. De nuevo, las imágenes tremebundas de inocentes ensangrentados, masas aterradas cuyos miembros escapan sin saber hacia dónde, festejo que termina en hospitales atestados, en escenas desgarradoras en cementerios y en vidas alteradas para siempre por las heridas físicas o emocionales. Y una vez más, el desconcierto: ¿quién y por qué? Otra […]
Otra vez las bombas. De nuevo, las imágenes tremebundas de inocentes ensangrentados, masas aterradas cuyos miembros escapan sin saber hacia dónde, festejo que termina en hospitales atestados, en escenas desgarradoras en cementerios y en vidas alteradas para siempre por las heridas físicas o emocionales. Y una vez más, el desconcierto: ¿quién y por qué?
Otra cosa: sin afán de ofender el dolor de las víctimas de Boston, vuelve a los medios la obscena desigualdad entre la cobertura hipertrofiada de un atentado en esa ciudad y el desdén por los baños de sangre que tienen lugar todos los días en los escenarios bélicos creados por Estados Unidos en medio planeta: Irak, Afganistán, México, Libia, Siria… Día tras día, muchos pierden la vida o una extremidad o un ser querido en esos y en otros conflictos, pero las historias correspondientes resultan aburridas. Será que los habitantes de naciones pobres no son tan simpáticos como los de Boston o será, tal vez, que el aparato mediático mundial sufre de un estadocentrismo desde el cual sólo es noticia lo que le sucede a los felices poseedores de la citizenship.
Un ejemplo: si googlean Afganistán y amputados, se encontrarán con listados interminables de soldados estadunidenses e ingleses que sufrieron reducciones físicas en la ocupación de ese país centroasiático. En sexto o séptimo lugar hallarán algún reporte sobre afganos lesionados en atentados terroristas, categoría que se enfoca únicamente en los perpetrados por fundamentalistas, pero que excluye los cometidos por las fuerzas occidentales, aunque los segundos también dejen, por norma, decenas o cientos de muertos y heridos graves.
Las tres diferencias sustanciales entre, por una parte, las bombas lanzadas desde aviones, helicópteros y aeronaves no tripuladas (UAV) sobre bodas y celebraciones en las montañas de Waziristán y, por la otra, las ollas de presión llenas de clavos que estallaron el lunes en el maratón de Boylston Street, residen en: a) la tecnología, b) el grado de riesgo que corren los responsables materiales e intelectuales del ataque y c) la atención asimétrica que los medios brindarán a los afectados. Durante más de siglo y medio Estados Unidos ha estado regando con bombas los rencores que luego florecerán en atentados contra su propia ciudadanía, metiendo la nariz donde no le importa (¿quién carajos le dijo a John Kerry que los venezolanos le deben a Washington una explicación sobre el apretado triunfo electoral de Nicolás Maduro y la crisis política subsecuente?) y hostigando en forma mucho más peligrosa a potencias medias a las que les choca ser acosadas.
Desde luego, eso no necesariamente implica que el o los autores de los ataques de Boston provengan del exterior. No hay que olvidar que, antes del 11-S, el atentado terrorista más cruento de la historia estadunidense era el bombazo del edificio federal en Oklahoma y que éste fue planeado y ejecutado por un ex soldado gringo. Sin contar las masacres en centros de enseñanza, templos, salas de cine, oficinas públicas y hamburgueserías, perpetradas generalmente por enfermos mentales solitarios, las expresiones terroristas que se gestan en la profundidad de la sociedad estadunidense son la otra cara de la moneda del terrorismo de Estado que ha sido instrumento regular de la política exterior del país.
Un informe de 1990 del Departamento de Justicia, Terrorism in the United States, reseñó en ese año siete incidentes terroristas y otros cinco que fueron evitados. Entre los responsables de las amenazas internas, la dependencia mencionó al terrorismo cubano anticastrista, al grupo supremacista Naciones Arias, a la Organización Comunista 19 de Mayo, a la Nación de Yahweh (un grupo de judíos afroestadunidenses con sede en Miami) y a algunos agentes de la dictadura pinochetista vinculados al asesinato de Orlando Letelier en Washington, 14 años antes.
De las organizaciones extranjeras destacaban el grupo palestino de Abú Nidal, el ala provisional del Ejército Republicano Irlandés, un grupo terrorista sij, un filipino no identificado y dos colombianos que trabajaban para el cártel de Pablo Escobar y que fueron a Estados Unidos con la idea de comprar misilies antiaéreos Stinger. El documento menciona además a grupos independentistas puertorriqueños, a elementos terroristas judíos, al Frente de Liberación Animal, a la Conspiración Internacional Eco-Terrorista Evan-Mecham (E, por sus siglas en inglés), a la Alianza de la Intransigencia Cubana y a Eart Night Action Group, ambientalista radical. Las acciones reseñadas son, en su mayor parte, atentados con explosivos.
Hacia 1999 la FBI alertaba sobre el hecho de que en los últimos 30 años la gran mayoría de los ataques terroristas letales perpetrados en Estados Unidos fueron realizados por extremistas internos. Y sí: cuatro años antes, el 19 de abril de 1995, un joven condecorado en la primera guerra de Irak y afiliado al Partido Republicano y a la Asociación Nacional de Rifle (NRA) estacionó frente al edificio federal de Oklahoma un camión cargado con 2 mil 300 kilos de explosivos de alto rendimiento, activó un detonador y se retiró. A las 9:02 la explosión mató a 168 personas (entre ellas, 19 niños de la guardería ubicada en la segunda planta de la construcción), hirió a 680, demolió una tercera parte de la sede y dañó más de 300 construcciones cercanas. Thimoty McVeigh nunca se arrepintió de lo que había hecho y cuando le fue leída la sentencia capital pidió que la ejecución fuera televisada en cadena nacional. El 11 de junio de 2001 le fue suministrado veneno vía intravenosa en la penitenciaría federal de Terre Haute, Indiana.
Pero tres meses exactos después de aquella ejecución los de Al Qaeda hicieron lo que hicieron y desde entonces el terrorismo realizado por ciudadanos estadunidenses ha sido mantenido en tercer plano y ha pasado a ser un tema de menor importancia para las autoridades gringas, muy por debajo de las actividades de los grupos integristas y de las armas de destrucción masiva reales o ficticias que pudieran encontrarse en poder de gobiernos a los que Washington considera enemigos. Nada ha cambiado, en esta materia, entre las administraciones de Bush y de Obama.
A principios del milenio había 148 grupos patrióticos supremacistas y de ultraderecha -McVeigh mantenía vínculos con algunos de ellos-, incluidas 334 milicias, es decir, grupos paramilitares cuyos integrantes entrenan con regularidad para enfrentar la amenaza de Irán, la de los indocumentados, la de Corea del Norte o la del fin del mundo; para 2011 sumaban ya mil 274. Algunos de ellos amenizan sus reuniones con música de alguna de las cerca de 150 bandas que componen e interpretan canciones neonazis.
Washington no elabora listas de organizaciones terroristas internas -como sí lo hace, con un sesgo inocultable, con grupos extranjeros-; en cambio, se refiere a amenazas: animalistas y ambientalistas extremistas, anarquistas, supremacistas y racistas, extremistas antigobierno e integrantes del soberanismo ciudadano, separatistas negros, antiabortistas y extremistas islámicos estadunidenses, además de los peligrosísimos lobos solitarios que perpetran masacres nomás porque sí. Y, a todo esto, sigue sin saberse quién hizo lo de Boston y por qué.
Fuente: http://www.jornada.unam.mx/2013/04/18/opinion/048o1soc