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Los grandes partidos discrepan en la mentira pequeña, pero cierran filas para las grandes difamaciones como la emprendida contra Chávez

Los pactos, ni de progreso ni inmorales

Fuentes: Rebelión

Los pactos, ni de progreso ni inmorales Se puede esperar de todo -y se le puede hacer de todo- de una sociedad que es capaz de digerir la telebasura sin poner reparos morales, que es capaz de desarrollar empatía con una millonaria folclórica y saqueadora de nuestra Hacienda pública. Al apagar el televisor, esa misma […]

Los pactos, ni de progreso ni inmorales

Se puede esperar de todo -y se le puede hacer de todo- de una sociedad que es capaz de digerir la telebasura sin poner reparos morales, que es capaz de desarrollar empatía con una millonaria folclórica y saqueadora de nuestra Hacienda pública. Al apagar el televisor, esa misma sociedad no es capaz de detectar la injusticia en su barrio. Basta con exponer a la folclórica a cámara lenta, con música de violines y un par de frases hechas para que la falta de educación política en la que vivimos nos aparte del mundo real -el mileurista, el precario, la marginada, el vecino especulador, la crisis de Lo Público, de lo de todos- y mucha gente se sienta conmovida por lo superfluo. Así es facilísimo colocar en algunos sectores de la opinión pública mensajes simplones, mentiras absurdas y absolutas en el fondo pero a las que se les pone buena música. Y la música, sin letra, basta hoy en día.

En las pasadas elecciones se han consagrado dos de esos mensajes con mentira que vuelven a dividir en dos grupos a la mayoría del país, que representan a los dos grandes partidos. El primero de ellos es la maliciosa argucia del PSOE -seguida en todo el territorio español por otros partidos con cierta afinidad eventual- de atribuir la denominación de «gobiernos de progreso» a aquellos en los que gobiernan los concejales de su partido y en los que se impide la participación del Partido Popular. Ya es bastante atrevimiento conceptual que se llamen de izquierdas, pero el empleo de la palabra ‘progreso’ con la intención de relacionarlo automáticamente con el PSOE, con cierta apariencia de neutralidad de corresponsal extranjero, es una trampa de dudoso atractivo ético. Lo gracioso es ver a periodistas de medios de comunicación del PP que están tan atontados que llegan a caer en la trampa y referirse a los pactos del PSOE con otros partidos como «pactos de progreso», haciendo un enorme daño a quien le da de comer. Y esta es otra prueba de que, antes que maliciosos, muchos periodistas son unos loros incompetentes que corean el chiste o la consigna de un listillo de Madrid, a veces escondido en una agencia de marketing. Una cosa es el eslogan de campaña, que podría llegar a ser el que se quiera, pero otra muy distinta es pretender que la opinión pública convierta en sustantivo el calificativo que nos hemos sacado de la manga. El progreso habrá que demostrarlo, por mucho que se repita esta palabra hasta que se interiorice inconscientemente y se relacione con un partido político en concreto y contra la presencia de otro partido. Si el PSOE fuese más progresista y respetuoso con la política, no convertiría en un gesto elogiable la dimisión -bochornosa espantada- de su candidato por Madrid, Miguel Sebastián, y le obligaría a pasar cuatro años haciendo oposición para satisfacer a los miles de inocentes que le votaron. La práctica totalidad de los votantes del PP estarán conmigo en este asunto del progreso y pensarán que soy un columnista muy audaz y a tener en cuenta.

El segundo engaño está dirigido por el PP, y los lectores del PSOE estarán conmigo en este asunto y pensarán que soy un columnista muy audaz y a tener en cuenta. El Partido Popular se ha empeñado, y con cierto éxito, en que la sociedad vea como un hecho moralmente cuestionable la celebración de pactos entre fuerzas minoritarias cuando éstas dejan fuera del gobierno al propio PP. Se han sacado de la chistera que tiene que votar el partido más votado, como si la ley D’Hont no fuese suficientemente canalla regalando escaños y concejales a los partidos muy votados; como si alguna otra ley pusiera trabas a estos acuerdos en los que siempre participó el PP cuando era un partido dialogante; como si los partidos que pactan no tuviesen, sumados, más concejales (y muchos más votos, otra vez por D’Hont) y representación social que el propio PP, y a la postre acaben representando la nueva lista más votada, con una o mil siglas juntas. Es un mal perder tremendo. A mí, empleando cierta perspectiva, me preocupa qué sucede en España para que nadie quiera pactar con un partido votado por millones de personas. Me preocupa saber por qué está enfrentado a todos y, a la vez, es el paranoico agresivo el que se siente agredido por todos, cuando es él quien mete miedo a todo el mundo. La mayoría de los votantes desconoce la crueldad de la ley D’Hont aplicada por un pacto de no progreso de los grandes partidos: ningún ciudadano la emplearía en su vida normal para repartir algo. Es una ley a la defensiva, con miedo a la pluralidad de ideas. Permite, por poner un ejemplo práctico de un municipio cualquiera, que un partido con 1.000 votos pudiera no obtener ningún concejal pero que un partido con 6.000 votos -6 veces más- obtenga 10 ediles o incluso más. Yo la aplicaría pero al revés: en lugar de dar más escaños de los que les corresponden proporcionalmente a los partidos grandes, trataría de hacer un hueco a todas las voces y pensamientos posibles. «A vida é a arte do encontro», sentenció con amor Vinicius de Morais en un café de Buenos Aires. Hay en el PP algo de nostalgia franquista en esa reivindicación de una especie de voto más puro, con abolengo, más limpio que el de aquellos que lo entregan para negociar, para mercadear en el sentido más noble de la palabra. Con una ley D’Hont aplicada al revés, sería hermoso ver cómo todo tipo de ideologías diversas se ponen de acuerdo y juntan sus representantes para formar un gobierno demostrando que es mejor entenderse que facilitar el paso a un partido arrollador pero que no tiene la mayoría absoluta. En una sociedad ideal, nadie desearía el gobierno de un partido que no pacta. Porque todos acabamos siendo en esencia distintos y lo contrario es lo que pretendió Hitler.

Estas dos trampas citadas llaman la atención porque confrontan a los dos grandes partidos y uno de los dos tiene suficiente poder y altavoces para denunciar la manipulación. Sin embargo, la mayoría de mentiras mediáticas están pactadas y son propagadas por los dos grandes partidos sin que ningún gran grupo o medio las pueda denunciar ante la sociedad, y a partir de estas líneas ya he dejado de ser un columnista audaz y a ser tenido en cuenta. Sirva de ejemplo el uso tendencioso que se hace en España de la palabra ‘nacionalismo’, como si la palabra en sí misma entrañase un riesgo o como si no hubiese un nacionalismo español realmente peligroso e intolerante. En realidad, conciencia política no nacionalista no la tiene ni el dos por ciento de la población. Otra miseria mediática en boga es atizar al gobierno venezolano -objetivamente, una democracia bastante más asentada electoral y socialmente que la mayoría de las ‘occidentales’- buscando cualquier excusa para difamarlo. Sirva de muestra -una de tantas- la campaña por el cierre de una cadena de TV a la que se le había terminado el plazo de la concesión pública, del mismo modo que sucede en España, un país donde el Gobierno del PP entregó docenas de emisoras a la Cope y el PSOE hizo lo propio con Prisa, lo que no sucede en el país americano. Por cierto, esa cadena sólo tiene que devolver el espacio radioeléctrico público ocupado, pues puede seguir retransmitiendo por cable o satélite. Si fuera un acto de censura, no estarían abiertos más de cien canales privados que alientan directamente un golpe de Estado, lo que de suceder en España sería penado con la cárcel de manera inmediata. Es sorprendente que la gente, en España, no desconfíe de estas campañas cuando ven cómo se las gastan en otros países de los que, sin embargo, no se dice nada malo aunque ejecuten a cientos de personas, no tengan parlamento ni sistema electoral mínimo, corten la cabeza con una cimitarra a un pobre diablo o tengan a toda su población femenina secuestrada, por no hablar de los países ‘amigos’ en los que la gente se muere de hambre por las calles mientras las multinacionales se hacen de oro con los recursos que les pertenecen a ellos. España tuvo durante 40 años una dictadura y es evidente que los grandes medios de comunicación no decían una palabra contra el tirano ni su régimen, y mucho menos jaleaban un golpe de Estado. Con esta trágica experiencia nacional, parece mentira que al español medio no le resulte sospechoso que en Venezuela los grandes medios privados, que estuvieron con las multinacionales que saquearon el país, sigan abiertos sin censura, pidiendo un golpe militar o una invasión estadounidense contra un presidente que -y esto lo reconocen hasta sus enemigos- sigue siendo votado mayoritariamente por la población, sobre todo por la ciudadanía más pobre. Imaginemos una dictadura real con la mayoría de los grandes medios insultando al dictador. Aunque lo tenga claro, no voy a discutir si hay más libertad en España o en Venezuela, pero no tengan ninguna duda de que el motivo de la preocupación de Estados Unidos y sus amigos no es la presunta libertad o la presunta pobreza del pueblo venezolano. No se lo crean, es como lo de los «gobiernos de progreso» o la presunta inmoralidad de dejar fuera del acuerdo al partido más votado.