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Los perros de Ramón Mercader

Fuentes: IPS

Si de la estancia de Ramón Mercader en Cuba no quedan apenas testimonios gráficos -y muy pocos verbales-, del paso de sus perros por La Habana permanece un documento insólito: la participación de los animales en el filme Los sobrevivientes, rodado por el director Tomás Gutiérrez Alea, entre 1977 y 1978, y estrenado en los […]

Si de la estancia de Ramón Mercader en Cuba no quedan apenas testimonios gráficos -y muy pocos verbales-, del paso de sus perros por La Habana permanece un documento insólito: la participación de los animales en el filme Los sobrevivientes, rodado por el director Tomás Gutiérrez Alea, entre 1977 y 1978, y estrenado en los cines habaneros un año después.

El asesino de León Trotski llevaba tres años viviendo en Cuba y, desde que se trasladara a la isla, sus dos borzois rusos, regalo de su hermano Luis, habían vivido con él en la casa que le asignara el gobierno cubano, en la calle 7ma. A, esquina a 68, en Miramar.

La aclimatación y cuidado que requirieron aquellos dos perros, exóticos y bellísimos, significaron para Ramón un verdadero reto. Los miembros de esa raza, animales de un tamaño considerable, necesitan dos condiciones fundamentales para el desarrollo de su vida: bajas temperaturas y ejercicios físicos. La alimentación, en cambio, no es una gran preocupación, pues a pesar de su corpulencia, los borzois se contentan con muy poca cantidad de comida… siempre y cuando sea carne.

El problema gravísimo de la temperatura, que en la isla suele estar por encima de los veinte grados centígrados casi todo el año y más allá de los treinta durante cuatro meses, el refugiado lo resolvió a medias con el aire acondicionado -todo un lujo en la Cuba socialista de los años 1970 y todavía considerado un artículo suntuario en la Cuba del siglo XXI-, aunque no tanto como la carne de res. Por ello Ramón Mercader colocó un potente aire acondicionado soviético en la habitación donde los animales pasaban los largos y fogosos días de verano.

La necesidad de ejercicios, en cambio, implicaba toda una responsabilidad que se convirtió en una verdadera fuente de placer y un modo peculiar de conocer el país que lo había acogido. En los meses de invierno -como cuento en la novela- el lugar ideal para que los perros corrieran y gastaran energía eran las anchas franjas de arena de los balnearios del este de La Habana -Santa María, el Mégano, Boca Ciega-, pues los cubanos rara vez acuden a la playa en la temporada «fría», no tanto por la temperatura como por las condiciones del mar, que incluso se suele llenar de las medusas conocidas como «agua mala», tan raras en los meses cálidos.

En verano, o en los días de invierno que Ramón y los perros no iban a la playa, uno de los sitios por los que solían caminar era el paseo central de la Quinta Avenida de Miramar. Esta alameda, que a partir de los años 1980 se convirtió en una de las rutas de jogging para los habaneros, es sin duda la vía más aristocrática de La Habana. Desde su construcción por los arquitectos John F. Duncan y Leonardo Morales, en los años 1920 (cuando quiso bautizársele como Avenida de las Américas), tuvo una amplitud inusual en la ciudad. Mientras, a uno y otro lado de la avenida, se fue poblando de algunas de las casas más lujosas de la capital, entre ellas el palacete de la Condesa de Buenavista, galardonado con el Premio de Fachadas 1929-1930 del Club Rotario (y convertido después en un «solar» o casa multifamiliar), o la «choza» del expresidente Grau San Martín, que posee diecinueve cuartos de baño. Otras muchas residencias de esta calle recibieron premios de la escuela de Arquitectos de Cuba y de por sí sola es un muestrario del poderío económico de las clases altas de los años anteriores al triunfo revolucionario de 1959.

Luego de la estampida de la gran burguesía cubana, comenzada el mismo 1 de enero de 1959, muchas de esas casas se convirtieron en embajadas y otras en escuelas y becas en las que fueron matriculados y alojados jóvenes venidos del interior del país. Ya para los años 1970 muchas de esas casas habían sido recuperadas, remozadas y entregadas a diversas empresas y organismos del Estado y a técnicos extranjeros de alto nivel.

Así es que Ramón Mercader, o mejor, Jaime Ramón López, solía caminar con sus perros por el aristocrático paseo mientras disfrutaba del paisaje urbano más selecto de lo que fuera una ciudad potente, rica y hasta derrochadora. Quizás su curiosidad lo hizo investigar un poco la historia del lugar, de algunas de sus casas y sitios emblemáticos.

Pero Tomás Gutiérrez Alea también era un asiduo paseante por la Quinta Avenida. Para esa época Titón ya estaba casado con la actriz Mirta Ibarra y su casa estaba ubicada en la calle 2, entre las avenidas Tercera y Primera, muy cerca del río Almendares y, por tanto, del nacimiento del otrora elegante paseo. Esta situación de su morada le hacía muy fácil practicar por la Quinta Avenida su pasión por las caminatas, un ejercicio y tiempo que utilizaba para pensar, si las hacía en solitario; o para conversar, si lo acompañaba Mirta o algún colega o amigo.

La primera ocasión en que Mercader y Titón se cruzaron mientras caminaban por la Quinta Avenida, el asilado no se fijó en el cineasta ni el cineasta en el asilado… pero sí en sus hermosos perros, que nadie podía dejar de ver.

Según cuentan los que trabajaron con él, Gutiérrez Alea era un obseso, un buscador perpetuo de la perfección artística y por eso casi todos sus proyectos cinematográficos, finalmente realizados o no, le llevaban años de maduración antes de que escribiera la primera línea del guión y, por supuesto, de que filmara la primera secuencia, en el caso de los que llegaron a este nivel. Y Los sobrevivientes no fue la excepción. Como muchos de sus obras, esta partía de un texto literario que había desencadenado la chispa creativa. En este caso había sido un relato, «Estatuas sepultadas», que formaba parte del libro Tute de Reyes (Premio Casa de las Américas, 1967) del escritor Antonio Benítez Rojo. El cuento, como después la película, narra la historia de una familia de la aristocracia cubana que -a diferencia de tantos de los moradores originales de la Quinta Avenida- decide permanecer en Cuba, convencida de que el derrumbe del nuevo régimen sería cuestión de semanas o meses; pero mientras tanto, para no contaminarse, todos se encierran en sus predios, donde luchan porque nada cambie.

Desconozco si en la fase casi final del guión en que andaba por entonces Gutiérrez Alea se decía que la aristocrática familia tenía unos perros -también aristocráticos- que se «verían» en la película. Pero de lo que no hay dudas es que desde ese primer cruce con los borzois de Jaime Ramón López, Titón pensó que esos eran los perros que él quería para su película.

Mirtha Ibarra no recuerda cómo fue que el cineasta se acercó al asilado. De lo que sí está convencida es de que, en aquel momento, Titón no tenía la menor idea de quién era en realidad aquel hombre al cual finalmente abordó para celebrarle los perros y, por supuesto, preguntarle si estaba dispuesto a prestárselos para la inminente filmación. De haber sabido que el dueño de aquellos perros era Ramón Mercader del Río, el hombre que había asesinado a León Trotski de un pioletazo, ¿se le habría acercado igual? ¿No le habría importado la historia de aquel hombre, ni que fuera un criminal, y hubiera encarnado lo peor de la furia estalinista? Solo Titón habría podido darnos esas respuestas, pero lo probado es que se acercó al hombre de los borzois, conversó varias veces con él y le pidió los perros para la película.

¿Qué hizo entonces Jaime Ramón López? Quizás en un primer momento no le prestó demasiada atención al hombre que, como tantas personas, quedaba deslumbrado con los únicos borzois que existían en la isla de Cuba. Pero cuando se produjo la identificación del cineasta, seguramente consultó con sus contactos la identidad, filiación y los posibles intereses de aquel hombre tan persistente: en cualquier caso, la condición principal de su acogida en Cuba, presumiblemente negociada a los más altos niveles, era que conservase su anonimato y, por lo tanto, debía informar sobre cualquier persona a la que viera y, más aún, si se trataba de un desconocido que empezaba a asediarlo. Es posible que los encargados de la custodia de Mercader, hechas a su vez las consultas pertinentes, le dieran luz verde para que hablase con el prestigioso director cubano pero, según Mirtha Ibarra, sosteniendo que era un refugiado español y que su nombre de Jaime o Ramón López.

Cuando llegó la fase siguiente del acercamiento -decidir si accedía a la solicitud de que los perros intervinieran en la película-, las consultas volvieron a dar un resultado positivo: sí, sí él quería podía llevar los animales al set de filmación, la antigua casa de Flor Loynaz, en las afueras de la ciudad, siempre que se conservase su necesario anonimato.

¿Supo entonces Titón quién era el dueño de los perros? Sin duda, Gutiérrez Alea conocía a algunas de las personas que estaban al tanto de la verdadera identidad del republicano español, el músico Harold Gratmages entre ellos. Quizás incluso alguno de los «compañeros» que atendía el ICAIC, el Instituto Cubano de Cine donde trabajaba Titón y que era la empresa productora de Los sobrevivientes, fue comisionado de ponerlo al tanto de quién era en realidad Ramón López. Pero el director -enterado o no- siguió adelante y filmó varias escenas en las cuales aparecían los hermosos perros… que fueron llevados al set por su dueño.

Ni Mirta Ibarra ni otros amigos cercanos a Gutiérrez Alea supieron por esa época quién era en verdad aquel personaje. Algunos de esos amigos tenían, incluso, una relación de amistad con Arturo López, el hijo del refugiado, sin conocer tampoco por esa vía la identidad real de aquel hombre que, veintisiete años atrás, había asesinado a León Trotski.

Unos meses después de filmada la película, el estado de salud de Ramón Mercader empeoró. Su deterioro fue rápido y progresivo y, para caminar, pronto necesitó de un bastón. Siempre preocupado por su hermano, Luis Mercader le envió a La Habana un bellísimo bastón uzbeko, de madera dura, decorado con pinturas de vivos colores asiáticos. Mientras pudo andar, en sus meses finales, Ramón se apoyó en aquel bastón que, luego de su muerte, quedaría en la casa de 7ma y 68.

Diecisiete años después de la muerte de Mercader, aquel preciso bastón uzbeko cerraría una extraña relación de confluencia entre el más notable de los directores de cine cubano y uno de los asesinos más enigmáticos del siglo XX: cuando Titón, ya enfermo de cáncer en estado terminal necesitó un bastón para apoyarse, fue aquel mismo bastón que utilizara Ramón Mercader el que vendría en su auxilio… ¿Supo entonces Tomás Gutiérrez Alea a quien había pertenecido aquella hermosa pieza de la artesanía uzbeka? Estoy seguro de que lo supo, pues su amiga Hilda Barrios, la nueva propietaria del bastón, ya sabía también la identidad real de su dueño original. Lo que no puedo imaginar es qué pensó y sintió el cineasta cuando recibió el bastón y se apoyó en él para dar algunos de sus últimos pasos en la tierra.