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Más allá de las voces de la batalla

Fuentes: Madamasr.com

Traducido del inglés para Rebelión por Sinfo Fernández.

No importa cuántas veces lo contemplen, la transformación del paisaje sigue siendo vertiginosa. Los quioscos que una vez vendían chocolate y cigarrillos, parecen haberse desplegado como si fueran el escudo de un pistolero. Las persianas de los escaparates que enmarcaban azucarados pasteles o maniquíes con ropas sugerentes, componen ahora una barricada callejera anubarrada por gases lacrimógenos. En las azoteas, normalmente pobladas de antenas parabólicas y ruidosos aparatos de aire acondicionado, pueden apreciarse hoy los puntos de mira de los rifles de los francotiradores. Todas las cosas que nos resultaban familiares en la vieja realidad han sido arrebatadas para ser ahora utilizadas de forma diferente. Dos años y medio y el cambio urbano de lo cotidiano a lo marcial nos sigue pareciendo tan anormal como siempre.

¿Qué está sucediendo en Egipto en estos momentos y qué es lo que se ha perdido? Vidas, ante todo vidas; cientos de ellas, en su mayoría en las calles de El Cairo, pero también más allá de la capital, en pueblos y ciudades alejados de la mirada de los medios globales. Parece increíble tener que decir esto cuando el sentimiento resulta tan obvio, pero aún así, en la amarga atmósfera de recriminaciones y acusaciones que parece permear todo el debate en Egipto actualmente, hay que decirlo: la mayor tragedia de las recientes semanas es la muerte de tantos seres y las heridas y mutilaciones sufridas por muchos más.

Una vez más, los egipcios están garabateando sus nombres en sus brazos en un sencillo esfuerzo para evitar verse reducidos a un número en una morgue, o peor aún, consignados en las filas de los incontables. En medio de los videos de mezquitas asediadas, ametralladoras tipo robocop y la visión espantosa y desesperada de la gente arrojándose por los puentes para escapar de un aluvión de balas, es ese pequeño detalle -esa escritura en los brazos- la que mayores escalofríos me produce. Al igual que los esfuerzos de los voluntarios para recoger y catalogar las pertenencias de los muertos, algunos de los cuales arriesgaron sus vidas para recuperar bolsas de plástico repletas de fragmentos de la materia inorgánica que los buldózeres del ejército habían arrasado, escribir un nombre en un brazo parece ser la más básica afirmación de la presencia frente a un Estado empeñado en imponer ausencias por montones: ausencia de latidos, ausencia de humanidad, ausencia de todo salvo de una narrativa en la cual todo es blanco y negro y las personas meras unidades a las que encasillar en patrones políticos preestablecidos. Escribir un nombre en un brazo quiere decir, de forma devastadora: «No, yo también estaba ahí».

Pero, además de las personas, algo más está también perdiéndose, como habían previsto quienes más invirtieron en el viejo Egipto. Para mí, la expresión más poderosa de la revolución egipcia no ha sido nunca nada tangible sino más bien ese estado mental en que el mundo parece inclinar la cabeza hacia todo el bisel de posibilidades donde se moldea el paisaje de la imaginación. Lo encontré por vez primera el 25 de enero de 2011, cuando marchaba junto a un grupo de manifestantes por La Corniche en el centro de El Cairo, y sentí la distorsión palpitante del aire cuando una fila de fuerzas de seguridad armadas se desplegó a el ancho de la carretera levantando sus escudos para bloquear el camino que teníamos por delante.

Antes de ese día, había asistido a innumerables manifestaciones consistentes en unas cuantas docenas de egipcios que eran empujados hacia algún rincón poco visible de la calle, en medio de una demostración de energía política atrapada en un océano de tropas de uniformes negros. El despliegue de la policía a través de la carretera frente a nosotros era una señal de que la siguiente sección de ese guión iba a dar comienzo: tendríamos que pararnos, tomar parte en una escaramuza menor para después ser arreados como ganado hasta deshacer la protesta para que la capital prosiguiera su marcha cotidiana. Pero en esta ocasión, con las informaciones de disturbios masivos extendiéndose por toda la ciudad, algo era diferente. Nadie de entre los manifestantes se detuvo, nadie rompió filas, siguieron marchando, derechos hacia los escudos, gritando y mirando desafiantes a los ojos de los que los exhibían, que se miraban unos a otros con inquietud y se preguntaban nerviosamente cómo responder. Al final, sencillamente, las tropas cedieron. Y a medida que nos abríamos paso entre ellos hacia la calle vacía, varios manifestantes empezaron a correr -o, más exactamente, a saltar, a bailar, toda una mezcolanza de saltos y brincos- y muchos empezaron a dar vivas y a gritar e incluso a besar el suelo.

No cabe duda de que las cosas más importantes estaban sucediendo en otro lugar en ese momento, más allá de esa pequeña alfombra de asfalto liberado. Ciertamente, los episodios de mayor dramatismo se desarrollarían posteriormente por la noche, cuando las fuerzas de seguridad rompieron la ocupación de la Plaza Tahrir con descargas de gas lacrimógeno, y tres días después, cuando más de cien comisarías de policía fueron reducidas a cenizas y el pueblo egipcio obligó finalmente a huir a las fuerzas de seguridad de Mubarak hasta bien entrada la noche. Pero para mí, ese momento único en el tiempo, cuando los que me rodeaban decidieron espontáneamente romper el cordón policial y reescribir de arriba a abajo un guión paralizante, ese nanosegundo en el que el planeta giró y se recuperó una calle y todo en el viejo universo parecía tambalearse y venirse abajo hacia una oportunidad infinita, eso fue la revolución, destilada en su forma más pura. Sentí como si un tedioso paso de baile acabara en estilo libre mientras los intérpretes se replanteaban su horizonte colectivo desplazándose a toda velocidad por un espacio que siempre se les había dicho que no era para ellos. Sentíamos como si nada pudiera ser lo mismo de nuevo.

Ese sentimiento de potestad recién descubierto, de una capacidad de moldear el mundo a tu alrededor en formas que no sabías antes que existieran, eso fue lo que me dio mi definición de revolución: no un tiempo unido a un acontecimiento, ni una mezcla de normas y rostros mirando hacia arriba, sino más bien el colapso de los límites mentales y físicos desde abajo. Nada puede plantear una mayor amenaza para las elites que desean preservar sus privilegios políticos y económicos que ese sentido de empoderamiento, y desde que empezó la revolución egipcia, ni una sola granja, fábrica, aula o universidad sobre la tierra ha permanecido totalmente inmune a su influencia.

Esto nos lleva a las escenas de hoy en las calles de Egipto. La implacable imposición de la violencia estatal crea binarios, además de cadáveres: o estás con nosotros o contra nosotros, a favor del ejército o a favor de la Hermandad, o eres egipcio o eres terrorista. Y los binarios desde arriba consiguen lo contrario de la imaginación desde abajo. Cuando todo es o/o, y los contornos del cambio se fijan desde lo alto, es mucho más difícil soñar con crear tus propias alternativas, porque cada línea de pensamiento independiente está sometido a una dicotomía más fundamental: ¿de qué lado estás? Judith Butler, la filosofa feminista que se ha enfrentado al oprobio por su condena de la ocupación israelí, ha hablado de cómo quienes la critican tratan de destruir las situaciones de audibilidad y forzar una realidad en la que uno no pueda manifestarse contra la injusticia, una realidad en la que ni quiera puedan oírse palabras de disidencia. Al igual que los defensores del statu quo, obligados a ponerse a la defensiva por una revolución que lucha contra el autoritarismo y la violencia estatal, han anhelado igualmente destruir las situaciones de audibilidad. En su «guerra contra el terror» actual, como señalan los titulares de la televisión estatal, por fin tienen el enemigo, la lucha y el escenario sobre el que hacerlo. Hasta ahora, sus esfuerzos están teniendo un éxito espectacular.

Desde luego, el liderazgo de la Hermandad Musulmana ha desempeñado también su papel en la perpetuación de falsos binarios; desde el principio, estos dirigentes han considerado la revolución como una oportunidad que les vino rodada para apropiarse privadamente del poder, sin permitir nunca que pudiera ser un proceso de cambio para todos los egipcios, sin admitir nunca la posibilidad de que su excluyente discurso, en ocasiones sectario, pudiera provocar una reacción violenta. En sus esferas más altas, este es el movimiento que intentó silenciar a quienes gritaban contra el dominio del ejército en noviembre de 2011, y después, una vez elegido democráticamente, utilizó su tiempo en el poder para aprovechar el aparato de seguridad mubarakista para sus propios fines en vez de destruirlo. Este es el movimiento que elaboró la constitución más partidista y divisiva imaginable para una nación post-Mubarak, y después arrestó y torturó a los activistas que se atrevieron a hablar en contra de la trayectoria retrógrada y tóxica por la que se deslizaba la nueva elite política de Egipto.

Sí, el ex Presidente Mohamad Mursi ganó el poder de forma justa en las urnas, pero la democracia no se agota en la mesa electoral. En un momento revolucionario en curso, después de observar cómo la Hermandad desenrollaba la alfombra roja ante todos los elementos del viejo Estado cuyos cimientos habían sido tan radicalmente sacudidos por los levantamientos populares -desde los generales del ejército a los corruptos magnates neoliberales del país-, los egipcios tomaron de nuevo las calles por millones y retiraron su consentimiento para ser gobernados. Envalentonados y protegidos por las múltiples concesiones que Mursi les había hecho, las fuerzas de seguridad vieron su oportunidad para devolver la jugada no solo contra de la Hermandad, sino contra la noción misma de la existencia de cualquier alternativa frente la política de las elites, de cualquier alternativa a la omnipotencia del poder estatal brutal. Y así ha ido tomando forma una nueva narrativa -la de los soldados patriotas frente a los terroristas de la yihad- y tantas son las cosas que se han ido marchitando en su estela.

En este escenario de armas y certezas, otras fallas de la revolución se desvanecen en la oscuridad. Al haberse destruido las condiciones de audibilidad, ya no podemos oír las voces de los residentes en Ramlet Bulaq, una mísera barriada sin agua corriente a la sombra de las gigantescas Torres de Ciudad del Nilo. Ahí, esos residentes, a quienes se niega el acceso a las ricas infraestructuras que les rodean, resisten frente al desalojo forzoso que persigue despejar el camino para nuevas construcciones de alta gama que forman parte de la estrategia de desarrollo urbano elitista diseñada por el viejo régimen, continuada por la Hermandad y defendida asimismo por la junta que reina ahora.

Ya no podemos oír los gritos de esperanza colectiva que llegaban desde Qursaya, una isla en el Nilo destinada igualmente a construir propiedades de lujo, donde los agricultores y pescadores locales se han enfrentado en dos ocasiones a las letales invasiones de las fuerzas armadas, una vez bajo Mubarak y otra bajo Mursi.

Ya no podemos oír las inspiradores discusiones de los trabajadores en una planta de cerámica en el Canal de Suez que, hartos de sus terribles condiciones de trabajo y de todas las promesas incumplidas de los gestores, sitiaron a su jefe, con buenas conexiones políticas, ante mis propios ojos y empezaron a hablar de forma emocionada de cómo podrían dirigir ellos mismos la fábrica.

Ya no podemos oír las proclamaciones de pueblos como Tahsin, en el gobernorado de Daqhalia, en el Delta del Nilo, que se ha declarado independiente en protesta por la pobreza y marginación rural a que les ha sometido tanto el Partido Democrático Nacional de Mubarak como la Hermandad, el pueblo donde un campesino me dijo el año pasado: «No podemos confiar en que las cosas vayan a ir mejor si nos quedamos durmiendo; ahora hacemos realidad nuestras esperanzas durante el día».

Casi todas las personas de estas comunidades se habían incorporado a las protestas contra Mubarak, habían votado con todo optimismo por Mursi y se habían unido después a la movilización masiva en su contra un año más tarde cuando vieron que su revolución estaba siendo secuestrada y traicionada. Sus luchas -a menudo tildadas despectivamente de protestas «parroquiales» o «sectoriales» por las elites egipcias-, y el sentimiento de empoderamiento y capacidad de acción desde la base que les potenció, son la revolución. Y en un Egipto binario cuyo futuro existencial depende de que un todopoderoso aparato de seguridad sea lo suficientemente fuerte como para derrotar una implacable oleada de terrorista, nadie puede oírles gritar.

En un paisaje sonoro tan bifurcado, parece absurdamente idealista creer que pueda estallar cualquier nota de disidencia revolucionaria. Pero antes de 2011, cuando Mubarak era todavía la querida de Occidente y al ex ministro de hacienda, Yusef Butros Ghali, se le preguntó en una cena si estaba preocupado de que los egipcios pudieran levantarse contra una nueva ley tributaria que concentraba aún más la riqueza en manos de los más privilegiados, contestó con una risita: «No se preocupen. Esto es Egipto… Hemos enseñado a los egipcios a aceptar cualquier cosa», parecía también absurdamente idealista creer que pudiera estallar una revolución, pero pocos meses después, Egipto cambiaba el mundo. En febrero de 2011, cuando Mubarak, en respuesta a las protestas sin precedentes, fue destituido por los generales y éstos se subieron a una ola de populismo patriótico, parecía absurdamente idealista creer que un movimiento que se oponía al encarcelamiento de civiles por los militares y exigía el fin del gobierno de la junta fuera a conseguir nada, pero en noviembre, un nuevo levantamiento había sacudido a las fuerzas armadas hasta lo más profundo.

Los egipcios, como los últimos dos años y medio han demostrado, son lo suficientemente responsables como para tomar las calles y provocar una crisis en cualquier pacto que las elites intenten imponerles. Precisamente ahora, en que en medio de un exceso casi fascista de patrioterismo, las perspectivas de una lucha revolucionaria contra el autoritarismo parecen sombrías, hay una lucha que rechaza los falsos binarios y articula los eslóganes del actualmente diminuto movimiento de la Tercera Plaza: «No a Mubarak, no a Mursi, no al Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas». Pero el idealismo absurdo, no solo en Egipto, sino en las ciudades de todo el planeta que se han inspirado al menos parcialmente en el levantamiento egipcio -desde Río a Atenas a Estambul-, nos ha sorprendido a todos estos últimos años. Aquellos que confían en que las condiciones de audibilidad hayan quedado destrozadas para siempre no deberían descansar tranquilos en sus camas.

Al leer algunas de las conmovedoras y melancólicas palabras escritas en los últimos días por amigos egipcios en las que reflejan lo que está sucediendo en su país y se lamentan por el asesinato de tantos seres, un tema común me impresiona: el dolor de sentir como si dentro de ellos les estuvieran robando algo inefable. El activista Moataz Atala hablaba en una ocasión con bellas palabras de Tahrir por posibilitar que la gente saboreara un lenguaje diferente, que saboreara la capacidad de lo posible; creo que a eso es a lo que se refería Yasmin el-Rifae cuando escribía de cómo la revolución acabó con su cinismo y como el actual «alarde de nuestra crueldad como fuente de orgullo» lo ha convocado de nuevo. De igual forma, Omar Robert Hamilton recuerda lo transformador que fue, esa «creencia que todos compartíamos, el hecho de creer en el otro». Y continúa: «En una eternidad de decepción y codicia y malicia, ese momento, el momento en el que el ser humano merecía realmente la pena, en el que tener una comunidad era preferible a estar a solas con un libro, tenía un valor que no se perderá nunca».

Tienen razón al reconocer cuánto ha destrozado y robado este baño de sangre y también tienen razón en creer que esto no es el final: lo que se ha robado puede recuperarse. Por ahora, puede que hayan conseguido callar a quienes luchan por un Egipto mejor en Ramlet Bulaq, en Qursaya, en Suez y en otras mil comunidades por todo el país, pero no van a quedarse en silencio para siempre. Y cuando hablen, se encontrarán con que este régimen no tiene más que balas y binarios para contestarles. Eso no va a bastarles y por tanto la revolución continuará. Como me dijo el Sheij de Tahsin: «No volveré a vivir como un ciudadano de tercera clase. He dejado de aceptar el statu quo. Este es el fruto del 25 de enero y no hay vuelta atrás».

Jack Shenker es periodista y vive entre Londres y El Cairo. Penguin and Allen Lane publicará el año que viene el libro que está elaborando sobre la revolución egipcia.

Fuente: http://madamasr.com/content/beyond-voice-battle