1- ¿Un gesto político? Desde hace algunas semanas, los medios masivos repiten el tópico de una España solidaria, basándose en el «gesto» del estado español por permitir el arribo del «Aquarius» en Valencia. Aunque podría señalarse que dicho «gesto» ha permitido que sus 629 tripulantes pongan fin a la zozobra de su viaje, pudiendo al […]
1- ¿Un gesto político?
Desde hace algunas semanas, los medios masivos repiten el tópico de una España solidaria, basándose en el «gesto» del estado español por permitir el arribo del «Aquarius» en Valencia. Aunque podría señalarse que dicho «gesto» ha permitido que sus 629 tripulantes pongan fin a la zozobra de su viaje, pudiendo al fin acceder a territorio europeo, estamos muy lejos de poder constatar que esos tripulantes adquirirán alguna forma de protección internacional y, por ese camino, poder regularizar su situación administrativa y reconstruir sus proyectos vitales en condiciones menos adversas. Lo mismo vale para los tripulantes del barco de Proactiva Open Arms llegado a Barcelona. La autoridad nacional que ha permitido el acceso a puertos españoles, de hecho, ya ha advertido que seguirá los protocolos ordinarios para estudiar las solicitudes de asilo de forma individualizada y, en virtud de ello, actuar de acuerdo a los procedimientos establecidos. Aunque todas las personas arribadas sean momentáneamente tratadas como solicitantes de asilo, es previsible que una parte relevante obtenga como respuesta la denegación de sus solicitudes y pase a engrosar las filas de inmigrantes en situación irregular, susceptibles de ser encerrados en un Centro de Internamiento de Extranjeros y deportados en caso que pudiera identificarse su nacionalidad (1). Si bien las personas que desembarcaron tienen autorizada una entrada extraordinaria a España por motivos humanitarios de 45 días, la «acogida» anunciada por lo alto contrasta no sólo con las reservas que el actual gobierno muestra para conceder algún tratamiento especial a estos cientos de personas sino también con un ordenamiento jurídico que obstruye de forma sistemática el acceso y permanencia regular de las personas migrantes y desplazadas a territorio español, comenzando por la actual Ley de Extranjería.
Que semejantes reservas se escuden en la presunta «igualdad jurídica» de esas personas con respecto a otras decenas de miles que arriban de forma irregular por costa o por valla cada año y en el presunto «efecto llamada» no deja de ser una lección de cinismo: en vez de replantearse las políticas de asilo e inmigración, claramente restrictivas, se pretende equiparar el trato de estas personas en función de un modelo inaceptable que criminaliza a las personas en situación irregular. Si la derecha española se entretiene con el «efecto llamado» -como si huir de una guerra, del cambio climático, de alguna forma de persecución o de situaciones de pobreza extrema no fueran causas suficientes para desplazarse por cualquier vía-, el actual gobierno nacional está frente a un desafío crucial: transformar de forma radical las políticas migratorias y de asilo que históricamente ha respaldado, cuando no impulsado de forma directa. Aunque dicha posibilidad no es descartable de antemano, dista de ser evidente que el gobierno del PSOE avance en esa dirección. El acuerdo alcanzado tras la cumbre de los 28 estados-miembro que conforman el Consejo Europeo hace suponer lo contrario, reforzando las medidas ya en curso para bloquear el acceso irregular a Europa por la frontera Sur (2).
Claro está, un «gesto» no configura una política, incluso si es celebrado por una parte de la ciudadanía como una conquista. La cuestión, sin embargo, no invita a la euforia: como «respuesta humanitaria» muestra márgenes posibles de autonomía por parte de los estados-miembro de la Unión Europea en esta materia y, sin embargo, no permite prever un giro político del estado español ni, mucho menos, su disposición real para cambiar de forma sustantiva sus actuaciones al respecto. En particular, las propias advertencias del gobierno con respecto al trato que han de recibir los tripulantes del Aquiarius, así como sus negociaciones con la Generalitat Valenciana para pactar los términos limitados de la «acogida», ya son indicio de que esa disposición al cambio político es más bien débil y más todavía en un contexto político donde la denegación de auxilio, la muerte por goteo en el Mediterráneo, la propia existencia de los CIE o las «devoluciones en caliente» (replanteadas por la ley mordaza como «rechazo en frontera») no constituyen materia central de debate, por no hablar de sus graves incumplimientos en materia de reubicación y reasentamiento de personas desplazadas o, más en general, de sus políticas de control migratorio, contracara visible de sus políticas neocoloniales en diferentes regiones del mundo (comenzando por Medio Oriente y África).
2- Un precedente funesto
Por si fuera poco, tanto el gobierno de Italia como el de Malta sientan un nuevo precedente funesto: rechazar el desembarco de los tripulantes del Aquarius (y de los que han venido después) sin que ello implique consecuencias de envergadura, comenzando por la aplicación de sanciones económicas o de otro tipo por parte del Consejo Europeo. Nada semejante es posible avizorar en el presente, atrapado como está el Consejo en la telaraña de sus decisiones orientadas a blindar las fronteras externas de cara a los flujos migratorios provenientes del Sur. ¿Cómo podría reprobar a Italia o Malta sin reprobarse a sí mismo? Más aun: ni siquiera ha dispuesto un programa especial de rescates en el Mediterráneo y desde hace años intenta tercerizar la gestión de la crisis de las cientos de miles personas desplazadas, aun cuando este drama colectivo le estalla en la cara como una rutina de fondo.
Dicho brevemente: el Consejo Europeo carece de autoridad moral para semejante reprobación y tampoco parece estar dispuesto a avanzar en esa dirección negando sus decisiones precedentes. El pacto UE/Turquía, por limitarme a un solo ejemplo, pone de manifiesto precisamente este cinismo institucional: mientras se proclama como defensor incondicional de los derechos humanos, no cesa de vulnerarlos de forma reiterada, transfiriendo el control a terceros países, restringiendo el ejercicio del derecho de asilo y delegando lo que es su responsabilidad: favorecer el acceso legal y seguro de cientos de miles de personas en peligro y poner fin a una política catastrófica que permite la muerte en masa sin inmutarse en lo más mínimo.
En efecto, el proyecto político europeo hegemónico sigue su curso indiferente: a la par que se erige como una fortaleza inexpugnable ante flujos migratorios que juzga indeseables, no cesa de participar tanto en una gigantesca maquinaria de guerra (que produce, entre otras causas, esos mismos flujos) como, en general, en un sistema capitalista y colonial que produce a cada paso desigualdades estructurales en el sistema-mundo, tanto en términos de profundos desequilibrios entre el Norte y el Sur global como en términos de expansión de las periferias internas en las propias sociedades europeas. La industria del control migratorio, sin dudas, es poderosa. Nada permite anticipar que la UE tenga siquiera en su agenda un giro que permita revertir este lucrativo negocio del que son víctimas muchas personas desplazadas.
3- La «tolerancia» española
Siguiendo un informe de «Por Causa» (3), España sería un «país de acogida». Según las conclusiones que recoge, basadas en una encuesta sobre la percepción de las personas migrantes por parte de personas españolas, «España es un país tolerante». Semejante afirmación se respalda a partir de algunos resultados estadísticos:
«En el momento de la realización de esta encuesta, en octubre de 2016, el 84,8 por ciento de la población ve de manera positiva a los inmigrantes.
La política de inmigración española sigue las directrices europeas de blindaje de fronteras, una política que la propia España ha ayudado a construir desde mediados de la década pasada. No obstante, la sociedad percibe este modelo de control como fracasado. Un 49,6 por ciento piensa que un mayor control sirve de poco o nada y un 61,3 por ciento piensa que lo que hay que hacer es abrir vías legales. Por tanto, la mayoría piensa que aplicando flexibilidad en la apertura de fronteras se mejoraría la situación».
El informe no ahonda especialmente en lo que significa esta «visión positiva». Pero incluso si aceptáramos que una mayoría social tiene una percepción positiva de las personas inmigrantes, que la mitad de la población española no vea necesario cambiar el sistema actual de control migratorio, cuando cada día constatamos los efectos nefastos del mismo, no es un dato que confirme precisamente la «tolerancia» consignada. En términos metodológicos, incluso, podría objetarse que la medición de percepciones sociales específicas no equivale en lo más mínimo a determinar estructuras y prácticas relativamente independientes a dichas percepciones. Entre la imagen de una sociedad tolerante y la realidad cotidiana del racismo y la xenofobia hay un abismo que es necesario explicar, como también lo es el hecho de que una «sociedad tolerante» no exija a sus dirigentes la adopción de medidas políticas de carácter urgente que detengan la sangría diaria en el Mediterráneo y que garanticen un trato justo con respecto a las personas en todas las fases de su desplazamiento.
Por lo demás, el informe de «Por Causa» no especifica lo que entiende por «tolerancia» en el actual contexto europeo, máxime cuando dicho concepto tiende a reenviar, en las coordenadas de los discursos dominantes, a una posición de poder privilegiada que decide desde la superioridad lo que acepta y lo que rechaza. Extraña forma de la «tolerancia»: a pesar de la presunta «visión positiva» sobre las migraciones, no parece haber ningún correlato que transforme esa visión en acción. ¿Por qué si la ciudadanía local valora de forma positiva las migraciones no se moviliza para defender y preservar sus derechos? Dicho directamente: la «tolerancia» proclamada ante el otro, salvando algunos colectivos antirracistas y específicas plataformas ciudadanas, no ha supuesto en lo más mínimo la consolidación de luchas específicas para exigir el fin de la exclusión institucional de las personas migrantes y racializadas en las administraciones y las universidades públicas, de la discriminación que padecen en los mercados de trabajo, de la reclusión vejatoria a la que son sometidas en los CIE, del tratamiento estereotipado que reciben en los medios masivos de comunicación, de su escasa visibilidad cultural, de su participación política marginal, de las deportaciones en masa de las que son objeto, de la desigualdad jurídica blindada a partir de la Ley de Extranjería vigente (4) o, en general, de las distintas formas de racismo y xenofobia institucionalizados que sufren. Dicho de otro modo: una «visión positiva» que apenas moviliza las energías colectivas para impedir el arrase de derechos que sufren estos colectivos se parece más a una racionalización de la propia pasividad -en el sentido freudiano del término- que a una verdadera aceptación del otro. De hecho, las iniciativas disidentes en curso para exigir cambios políticos sustanciales en materia de asilo e inmigración han contado con un exiguo apoyo social hasta el momento y, aunque no cabe subestimar su potencial a largo plazo, semejantes exigencias apenas han alterado el panorama político. La presión social para forzar un cambio radical de las políticas españolas de asilo e inmigración, pues, sigue siendo minoritaria. Por tanto, en el mejor de los casos, se trata de una «visión positiva» sin consecuencias en la práctica.
Ahora bien, una visión que no se transforma en defensa activa de los derechos de las minorías, en lucha contra las opresiones que padecen, en revisión de los propios privilegios, es una visión que, paradójicamente, tolera lo intolerable: la expansión de la desigualdad etno-racial, entre otras formas de desigualdad. No cabe descartar como hipótesis, por tanto, que la «tolerancia» de la sociedad española sea una coartada interpretativa que tiende a minimizar la gravedad del racismo y xenofobia en territorio nacional, cuando no a ocultarlo directamente.
A pesar de las evidencias en sentido contrario, Marina del Corral Téllez (ex Secretaria de Inmigración y Emigración de España), se refería a la cuestión del siguiente modo en la presentación del Informe del Observatorio Español de Racismo y Xenofobia de 2015 (5):
«Los resultados de 2015 muestran en líneas generales, que los españoles aceptan la diversidad
y son tolerantes con los ciudadanos que vienen de estados terceros, y que sus actitudes han ido evolucionando favorablemente. Así, España se configura como uno de los países europeos más acogedores con los ciudadanos procedentes de otros países».
Más sorprendentes todavía resultan las declaraciones que hacen los responsables del informe (6):
«A pesar de la larga recesión que sufrió nuestra economía entre 2007 y 2014, es de destacar la aceptación pacífica de las consecuencias de la crisis, la persistencia de la paz social, la práctica ausencia de incidentes racistas o xenófobos y el bajo grado de politización de la cuestión migratoria durante este período. De hecho, España, con un 14% de población de origen extranjero en el año 2015, se configura como uno de los países más acogedores hacia los extranjeros no comunitarios en la Europa de los 28».
Examinemos, pues, los resultados que presuntamente respaldarían tales afirmaciones. Si bien la comparativa histórica que plantea el informe con años previos (en plena crisis económica) indica, efectivamente, una mejoría relativa con respecto a percepciones sociales precedentes, de mínima resulta preocupante que casi el 40% de la población considere que se debe expulsar del país a inmigrantes en paro de larga duración; que el 43,5 % considere que su presencia empeora la calidad de la educación (43,5%), que el 43,3 % no considere que contribuye al desarrollo económico, que el 43,6% piense que los nacionales deben tener preferencia sobre los inmigrantes en el acceso a los recursos sanitarios, educativos (51,9%) o en el acceso a puestos de trabajo (59,8%). Ninguna de estas percepciones sociales parece compatible con la «tolerancia» declarada.
Referirse a la «práctica ausencia de incidentes racistas o xenófobos» (sic) cuando en España cada año se documentan cientos de casos -fuera del aparato estadístico oficial- no sólo es erróneo (7): consolida la imagen de una sociedad intercultural de la que estamos cada vez más alejados, comenzando por la propagación de la islamofobia o la persistencia del antigitanismo (8). Por tanto, tampoco en este caso sabemos exactamente a qué se refieren las personas responsables del informe cuando se refieren a España como «uno de los países más acogedores» (sic). Si el estudio distingue perfiles de grupo diferenciados («recelosos», «distantes» y «multiculturales»), de la identificación de España como uno de los países más acogedores de los 28 con respecto a la inmigración extracomunitaria cabría inferir, de mínima, que el multiculturalismo sería la variante hegemónica a nivel nacional. Los datos aportados, sin embargo, invalidan semejante interpretación o, en cualquier caso, semejante variante «multiculturalista» no sería incompatible con que entre el 54% y el 69% de los españoles considere que los inmigrantes perciben «mucha o bastante ayuda estatal» y entre el 60 y el 70 % de los españoles considere que los inmigrantes reciben más de lo que aportan (op.cit., pág. 58). Más todavía: lo que el informe presenta pero minimiza es que si se suma a aquellas personas que consideran «excesivo» el número de inmigrantes (un 30.6 %) y a las que consideran «elevado» su número (36,4%), superan con creces el 30,1% que representan aquellas personas que consideran «aceptable» el número de inmigrantes en España. Dicho de otra manera: en 2015, el 67 % de la población española consideraba que la presencia de la inmigración supera lo «aceptable» (op.cit., pág. 60) [9]. Además, el 66, 1% considera o bien que solo hay que regularizar a los que lleven varios años viviendo en España, tengan o no trabajo (24,8%) o regularizar solo a los que tengan trabajo en la actualidad, sea cual sea el tiempo que lleven en España (41,3%), vinculando estancia regular prioritariamente al mundo del trabajo, como si los sujetos migrantes fueran reductibles a su condición de fuerza productiva. A pesar de esa vinculación meramente instrumental planteada con respecto a los sujetos migrantes, el informe confina las actitudes «más intolerantes» a un casi 20% que considera que las personas en situación irregular deben ser devueltas a su país (op.cit., pág. 66). Así, ¿en qué sentido puede considerarse «tolerante» una sociedad que tiene estas percepciones, incluyendo la percepción dominante (59,5%) de que las estrategias preferidas de vinculación con la inmigración es la del «mantenimiento condicionado» («los inmigrantes solo deberían mantener aquellos aspectos de su cultura y costumbres que sean socialmente aceptables en nuestro entorno») o la «asimilación» («los inmigrantes deberían olvidar su cultura y costumbres y adaptarse a las españolas») [op.cit.., pág. 70]? ¿Qué clase de tolerancia puede derivarse del hecho de que casi un 60% opine que los españoles deberían tener preferencia respecto a los inmigrantes en la contratación laboral o que el 73,1 % opine que los inmigrantes deberían ser expulsados del país si cometen cualquier tipo delito? (op.cit., pág. 73).
Si bien podrían cotejarse otros datos, la información precedente es suficiente para poner en cuestión las conclusiones de los autores. No solo no corroboran la hipótesis de una «sociedad tolerante» sino que la invalidan. Que la valoración positiva de la inmigración llegue al 46% de los encuestados en 2015 señala exactamente que el 54% carece de esa visión. Ahora bien, una sociedad en la que al menos la mitad de sus miembros tiene una visión negativa de las migraciones no es en absoluto una «sociedad tolerante», incluso si se entiende por «tolerancia» una relación permisiva ante un Otro que se percibe como «inferior» o con «menos derechos». Si este fuera el caso, la «tolerancia multiculturalista» no significa otra cosa que permitir flujos migratorios de carácter instrumental (a efectos laborales), aceptando la coexistencia de ciudadanías jerárquicas en las que las personas migrantes ocuparían el peldaño inferior en el mejor de los casos o ninguno en absoluto en el peor. Ahora bien, una «tolerancia» que no implica la transformación de las desigualdades y que excluye la revisión de los privilegios de la «sociedad española» no es una actitud a reivindicar sino una actitud que hay que cuestionar como parte del problema.
En síntesis, un breve análisis de los resultados aportados por los informes comentados permite cuestionar las conclusiones a las que arriban sus autores. Refutan la hipótesis de una «sociedad tolerante», señalando niveles de rechazo significativos, que afectan al menos a la mitad de la población en algunos casos y a la mayoría en otros. Si bien es cierto que dichos datos negativos coexisten con otros datos favorables, el sesgo interpretativo de dichos informes es manifiesto: reconducen el análisis a una lectura optimista e incluso evolucionista de las «actitudes hacia la inmigración», sin siquiera confrontar esas «actitudes» -claramente condicionadas por la «deseabilidad social» de algunas respuestas- con las prácticas y estructuras sociales, económicas y culturales presentes en España.
4- La «sociedad española»
Tal como plantea Ernesto Laclau, la sociedad no existe en tanto orden racional unificado. Lo realmente existente es una formación social dividida, atravesada por diversos antagonismos, incluyendo el antagonismo que se plantea en la configuración hegemónica entre población nativa y población extranjera, no sólo a partir de su condición de clase sino también a partir de marcadores entrelazados como el género, la etnia o la raza.
De ahí cabe derivar no una hipótesis inversa -«la sociedad española es intolerante»- sino más bien una relativa heterogeneidad social en la que pueden constatarse actitudes variables e incluso contrapuestas hacia los fenómenos migratorios. No hay ninguna razón válida para soslayar esas actitudes variables y subsumirlas en una sola tendencia general ligada a la (in)tolerancia. No obstante, que no estemos en condiciones de identificar una sola tendencia general no equivale a no poder reconocer una dirección hegemónica, verdadera contracara de esta clase de «tolerancia multiculturalista»: la voluntad de preservar las prerrogativas económicas, políticas y culturales de la población nacional, manteniendo a los otros en posiciones subalternas.
¿Cómo se explica, pues, que la mayoría de españoles rechacen rotundamente a los partidos con ideología xenófoba o racista (Fernández, Valbuena y Caro, 2015, op.cit., pág. 61)? Sin negar otros factores explicativos, considero que investigar en la línea de un racismo implícito, de «buenos modales», podría resultar fructífero: permitiría ir más allá de nuestras identificaciones conscientes y sumergirse en el universo de valores, significaciones y prácticas que nos atraviesan de manera desapercibida o inconsciente, así como las instituciones que legitiman ese universo. Semejante opción permitiría mostrar cómo el racismo y la xenofobia tienen una base social mucho más vasta que aquella que la reduce a sus variantes más explícitas y, a menudo, más extremas. Si en el propio imaginario europeo el racismo y la xenofobia explícitos son mayoritariamente reprobados, cuando dichos elementos se articulan en un discurso que no tiene ese signo explícito, las adhesiones sociales cambian significativamente. Mientras que sólo una minoría podría adherir a un proyecto brutalmente racista (a lo Trump), la información precedente permite afirmar que una mayoría social sí adhiere a un proyecto político en el que la igualdad entre personas diversas queda rigurosamente excluida. La construcción del Otro como ciudadano de segunda mano (con derechos mermados), pues, constituye una variante del racismo, un racismo de «buenos modales», que no necesita ensuciarse las manos porque delega en terceros semejante tarea. Desde luego, un «racismo de buenos modales» no es menos implacable en sus actuaciones ni menos repudiable en sus principios. Más pronto que tarde «pierde los papeles»; se muestra como lo que es verdaderamente: un racismo hipócrita, que finge la máscara de la igualdad mientras la hace estrictamente imposible en la práctica. O, si prefiere, un racismo que retacea su papel de verdugo (procurando desentenderse de lo que provoca), que permanece, por así decirlo, latente, pronto a manifestarse ante situaciones de crisis. Un racismo de este tipo, que no se reconoce como tal y que incluso se ampara en una retórica formalmente igualitaria, es el racismo hegemónico que podemos constatar en el contexto nacional y comunitario.
La aceptación minoritaria de partidos de «extrema derecha», en este sentido, no tiene que llamar a engaño: partidos como el PP y Ciudadanos ya se han apropiado de gran parte de su ideario sin necesidad de explicitar las consecuencias de sus políticas y actuaciones (exclusión sanitaria, ley de extranjería, devoluciones en caliente, deportaciones masivas, etc.). Por su parte, en grado menor, mientras el PSOE oscila entre repetir sus políticas racistas (recuérdese por ejemplo que la creación de los CIE se remonta al período de Felipe González) o hacer algún gesto político que vaya en otra dirección, Podemos no parece decidido a revocar el racismo institucional presente en las estructuras en las que participa o en sus propios presupuestos ideológicos que apenas contemplan una crítica a la colonialidad y al racismo que implica. Nada de ello, desde luego, equivale a la equiparación abstracta de estos partidos políticos. Antes bien, intenta dar cuenta de algunas razones por las cuales en España no ha habido un giro electoral mayoritario hacia la «extrema derecha» (suponiendo que el PP y Ciudadanos no lo fueran, lo que no resulta evidente en absoluto). En las condiciones presentes, no se presenta ningún vacío electoral que la ultraderecha pueda llenar en la medida en que el resto de ofertas partidarias ya se han apropiado en buena medida de sus demandas.
En síntesis, dentro del sistema político español se plantea un abanico suficientemente amplio como para identificarse con algunos estereotipos racistas sin tener que enfrentarse de forma abierta al fantasma del racismo y poner en crisis la propia representación de sí como garante (o defensor) de la igualdad. En el plano europeo, alcanza con que alguna situación crítica arrecie para que el velo de los «buenos modales» se caiga e irrumpa el verdadero rostro del Consejo de Europa: un órgano que erige sus muros blancos frente al drama colectivo del que es, sin género de dudas, corresponsable.
5- El nuevo acuerdo europeo
Pocos días después del arribo del Aquarius, la Europa de los 28 convocó una cumbre en Bruselas, acordando la creación de «centros controlados» dentro de la UE para alojar a quienes llegan por mar. Según el acuerdo, se trata de facilitar la separación entre posibles refugiados e inmigrantes económicos, reubicando de forma voluntaria a los primeros y deportando a los segundos. Al tratarse de una reubicación de carácter voluntario, las propias cuotas obligatorias de reparto se eliminan, reforzando la posición de aquellos estados que rechazan la recepción de personas refugiadas e inmigradas en su territorio (10). Que los 28 además contemplen que dichos «centros controlados» (un mero eufemismo para no referirse al encierro que sufren estas personas) puedan ser creados fuera de la UE ya indica la dirección política que el CE se empecina en proseguir: tercerizar el control sobre sus fronteras exteriores y delegar, mediante inyecciones de dinero comunitario, las tareas de vigilancia (y represión) de las personas en tránsito. Referirse a esas políticas de control como parte de una «política de acogida» es, sencillamente, un oxímoron. Mucho más ajustado sería referirse a esas políticas como una estrategia de blindaje destinada a obstruir el acceso de los flujos migratorios irregulares provenientes del Sur.
Por lo demás, la propia «voluntariedad» de las «reubicaciones» presupone o admite tácitamente que no hay ninguna obligación política y jurídica por parte de los estados europeos frente a estas vidas en peligro. No sólo se desentiende de las personas que migran por razones económicas -como si no fueran producto de un sistema mundial desigual que las insta a desplazarse de sus espacios natales- sino que ni siquiera asume el deber europeo de asistir a quienes son expulsados de sus países por motivos que Europa contribuye a producir, comenzando por las guerras en las que participa de múltiples maneras, las alianzas estratégicas que construye con estados monárquicos o autocráticos -como es el caso de Arabia Saudí o Israel- o la economía extractivista que promueve entre sus presuntos «socios» africanos, de medio oriente o latinoamericanos con el incontable apoyo de organismos internacionales como el FMI o el Banco Mundial. Dicho de otro modo: si bien cabe diferenciar entre distintos tipos de desplazamiento, de ahí no se sigue que la UE no tenga responsabilidad con respecto a los sujetos migrantes. Semejantes desplazamientos no sólo son producto de la desigualdad socioeconómica internacional sino también de una historia política colonial que retorna bajo la forma de cientos de miles de seres humanos que buscan en las metrópolis lo que les han arrebatado: oportunidades vitales en los propios contextos locales.
En suma, la «nueva propuesta» de los líderes europeos no es otra que replicar la «vieja política» de criminalizar a quienes no han cometido ningún delito. Mientras rápidamente se ponen de acuerdo para restringir el ejercicio del derecho de asilo, desregulan el deber de asistencia y acogida, planteándolo como una cuestión voluntaria e incluso susceptible de tercerizarse en países que vulneran de forma sistemática los derechos humanos.
6- La euforia injustificada
No hay razón para la euforia bajo el signo de una catástrofe social con escasos precedentes históricos. El acuerdo de los 28 no solo no ofrece una solución global sino que además permite el desentendimiento de algunos estados miembro con respecto a esta problemática. No deja de ser llamativo que el presidente del gobierno, tras la cumbre europea, celebre como una victoria lo que no es más que nueva concesión ante las presiones racistas y xenófobas que se ejercen institucionalmente y se respaldan socialmente. Prueba de esas presiones son las propias medidas de la Comisión Europea, no solo incentivando -a cambio de unos miles de euros- la recepción de migrantes en centros cerrados que permitirían la «clasificación» de las personas arribadas, sino introduciendo la posibilidad de «plataformas regionales de desembarco» consistentes en la creación de grandes centros de detención tanto en países miembros como en diferentes países del continente africano (11). El objetivo de fondo no es otro que frenar por diversos medios las migraciones del Sur, procurando salvar las formas (jurídicas) con respecto a quienes no tienen más remedio que echarse al mar.
La «buena nueva» de permitir algunos desembarcos en territorio nacional mal disimula la consolidación de unas políticas de asilo y migración europeas que siguen dando las espaldas a millones de seres humanos. A nivel nacional, las cosas siguen igual. Ni siquiera han cesado las devoluciones en caliente, pese al compromiso declarado del nuevo gobierno de desterrar estas prácticas policiales por las que el estado español fue amonestado por el Tribunal de Estrasburgo (12).
La producción de masas desplazadas, claro está, no es producto de la generación espontánea, sino de una política colonial y de una economía desigual que, crecientemente, están arrasando el planeta, expulsando a millones de personas de sus hogares. La valoración de algunos gestos aislados no debería hacernos perder de vista una configuración de fondo que ha decidido dar las espaldas a un proyecto con vocación igualitaria.
Notas:
-
De hecho, el flamante nuevo ministro del interior, Marlasca, ya ha advertido que los tripulantes del Aquiarius recibirán a su llegada a España «tratamiento y trato idénticos» a los cientos de migrantes que arriban a la frontera sur en patera. Ello supone que quienes no reúnan las condiciones para solicitar asilo serán susceptibles de ser expulsados e incluso internados en un CIE que, según la versión ministerial, no vulnera los derechos humanos fundamentales, pese a los informes que denuncian lo contrario. Al respecto, cf. https://www.infolibre.es/noticias/politica/2018/06/14/grande_marlaska_dice_que_los_migrantes_del_aquarius_recibiran_tratamiento_trato_identicos_los_que_llegan_patera_83960_1012.html?utm_source=facebook.com&utm_medium=smmshare&utm_campaign=noticias
-
Cf. «La UE acuerda la creación voluntaria de centros «controlados» para migrantes en los países miembros», «El diario», 29/06/2018, versión electrónica en https://www.eldiario.es/desalambre/UE-acuerda-creacion-voluntaria-inmigrantes_0_787421311.html .
-
Cf., «España es país de acogida», en «Por Causa», 14/12/2016, versión digital en https://porcausa.org/articulo/espana-pais-acogida/
-
Que el actual gobierno se está planteando la modificación de la Ley de extranjería para suprimir los CIE (cf. https://www.eldiario.es/cv/Gobierno-modificar-Ley-Extranjeria-CIE_0_791271173.html) no deja de ser llamativo, considerando las propias declaraciones de Marlaska, que considera que «los CIE no pueden desaparecer», aunque sí deban ser «redefinidos» (sic) (https://www.elsaltodiario.com/cie/marlaska-cierre-cie-llegadas-mar-expulsiones).
-
En Mercedes Fernández, Consuelo Valbuena y Raquel Caro (2015): «Evolución del racismo, la xenofobia y otras formas de intolerancia», Subdirección General de Información Administrativa y Publicaciones, Madrid, pág. 4, versión electrónica en http://www.empleo.gob.es/oberaxe/ficheros/ejes/informes/2015_Evolucion_racismo.pdf.
-
En Fernández, Valbuena y Caro (2015), op.cit., pág. 8, versión electrónica en http://www.empleo.gob.es/oberaxe/ficheros/ejes/informes/2015_Evolucion_racismo.pdf.
-
Al respecto, cf. «Figuras de lo repudiado. Desplazamientos y fascismo contemporáneo», Periódico «Rebelión», 15/10/2016, versión electrónica en http://www.rebelion.org/noticia.php?id=217974
-
Cf. «La interculturalidad en crisis. Clausura institucional y migraciones», Periódico «Rebelión», 8/01/2015, versión electrónica en http://www.rebelion.org/noticia.php?id=194070.
-
En el propio informe se señala: «Aunque el porcentaje de españoles que considera que el número de inmigrantes es excesivo o elevado en 2015 es el menor de todo el periodo, sigue siendo alto (67%), lo que vuelve a poner de manifiesto la percepción que se tiene de ellos como potenciales competidores y la necesidad de insistir en estrategias que favorezcan una apreciación más positiva» (op.cit., pág. 60).
-
Cf. «La UE acuerda la creación voluntaria de centros para migrantes en su territorio», «El País», 28/06/2018, versión electrónica en https://elpais.com/internacional/2018/06/28/actualidad/1530211799_743899.html.
-
Cf. «Bruselas propone dar 6.000 euros por refugiado que acojan los Estados miembro desde los «centros cerrados» de migrantes», «Público», 25/07/2018, versión electrónica en https://www.publico.es/internacional/bruselas-propone-dar-6-000-euros-refugiado-acojan-estados-miembro-centros-cerrados-migrantes.html
-
Cf. «La Guardia Civil vuelve a hacer devoluciones en caliente en Ceuta pese a las promesas de Sánchez», versión electrónico en https://www.infolibre.es/noticias/politica/2018/07/26/la_guardia_civil_vuelve_hacer_devoluciones_caliente_ceuta_pese_las_promesas_sanchez_85432_1012.html.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.