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Aumenta sin cesar la lista de niños palestinos asesinados impunemente por las fuerzas de ocupación israelíes

Mi corazón está muerto

Fuentes: Haaretz

Traducido para Rebelión por LB

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Abir Aramin, de 11 años de edad, asesinada por la Policía israelí de Fronteras el 16 de enero del 2007

Fue la granada aturdidora que se estrelló contra su cabeza, la conmoción causada por su explosión o la bala de goma que le disparó la policía israelí de fronteras? ¿Hay alguna diferencia? ¿Quiso el policía israelí de fronteras matar a una niña de 11 años o no? ¿Qué diferencia hay? La verdadera cuestión es: ¿por qué los policías israelíes de fronteras se plantan casi a diario en [la localidad cisjordana de] Anata para hacer el trabajo del diablo, por así decir, justo cuando los niños se dirigen de la escuela a su casa? ¿Qué es lo que buscan, cielo santo, en las proximidad de una escuela en Anata, población palestina situada al noreste de Jerusalén? La policía israelí de fronteras viene, los escolares les lanzan piedras, los policías disparan, matan a otra inocente niña y a nadie se le piden responsabilidades. La policía del distrito de Shai (Samaria y Judea) (1) está investigando, pero no lo está haciendo el Departamento de Investigación de la Policía.

A lo largo de las últimas semanas hemos escrito aquí acerca del obrero Wahib al-Dik, de la aldea de Al-Dik (2), y del «niño caballo», Jamil Jabji, del campamento de refugiados de Askar, asesinados por el crimen de lanzar piedras (3). Ahora Abir Aramin, de 11 años, ha engrosado el grupo. ¡Muerte a los lanzadores de piedras o a quienes les rodean!

Sin embargo, la historia de Abir es un tanto diferente: se trata de «la hija de«. Su padre es un activista de Luchadores por la Paz, una organización compuesta por palestinos e israelíes que han decidido quitarse el uniforme, dejar a un lado las armas y hablar de paz. En los últimos meses Aramin ha dado charlas en docenas de lugares a lo largo y ancho de todo el país, en salones privados, en escuelas y universidades, desde Hatzor Haglilit hasta Kfar Sava. Pocos días antes de perder a su hija habló ante los estudiantes de la Universidad de Tel Aviv. Ahora también él es un padre en duelo.

La tienda de los deudos situada cerca del edificio del ayuntamiento de Anata la arrancó un golpe de viento esta misma semana. En el interior del edificio servían cuencos de cordero, arroz y yogur extraídos de enormes perolas utilizadas antaño por el ejército israelí, kosher para productos lácteos. Decenas de varones con aire afligido deambulaban conmocionados por el lugar. En la oficina del alcalde, en una de cuyas paredes cuelga una reproducción ampliada del pasaporte de Yasser Arafat, escuchamos durante largo tiempo a Bassam Aramin. Lea su doloroso monólogo, escuche lo que tiene que decir. Palabras tales no se oyeron en mucho tiempo.

Aramin tiene 38 años y es padre de seis niños, entre ellos Abir. Pasó siete años preso en cárceles israelíes y es oriundo de la aldea de Seir, cercana a Hebrón. Desde que se casó ha vivido en Anata, el patio trasero de Jerusalén. Trabaja en el Centro del Archivo Nacional Palestino de Ramallah y habla hebreo con fluidez. Gracias al carnet de identidad azul de su madre jerusalemita, Abir era residente en Israel.

«La primera vez que nos reunimos fue el 16 de enero del 2005, exactamente dos años antes del día en que los israelíes mataron a Abir. Nos reunimos con algunos soldados israelíes que se negaban a prestar servicio y deseaban encontrarse con combatientes palestinos. Nos reunimos en el hotel Everets de Belén. Éramos cuatro palestinos y siete israelíes. La reunión fue muy difícil. Por primera vez te encuentras sentado frente a los tipos que te están humillando, que disparan contra ti, que te detienen en los puestos de control, que participan en todos la operativos que se desarrollan contra ti en Cisjordania. Al principio pensamos que podrían ser agentes del Shin Bet, el servicio de seguridad israelí, o soldados del Duvdevan [una unidad de soldados que operan clandestinamente] que venían a tendernos una trampa. Pero también pude ver miedo en los ojos de los israelíes: temían que pudiéramos secuestrarlos o quizá matarlos.

«La primera y última vez que me detuvieron fue en 1985, cuando tenía 16 años. Cuando eres un niño tienes cierto background. Un niño como yo, que comenzó su lucha izando una bandera palestina cierta noche, no precisaba de adoctrinamiento ni de incitación alguna. Sentía que no tenía otra opción salvo enfrentarme a las personas que habían venido a golpearme, extraños que no hablaban nuestro idioma y de los no entendíamos lo que querían. Cuando preguntaba a mi padre, que ahora tiene 95 años, qué era aquello, quiénes eran aquellas gentes, él solía responderme: ‘Son judíos’. ¿Y qué es lo que quieren? ‘Quieren ocuparnos’. ¿Por qué? Eso ya no me lo sabía explicar. Lo único que queríamos era que aquellos extranjeros se marcharan de nuestra aldea, de nuestro patio de recreo, y que nadie nos molestara. En la época a la que me estoy refiriendo ni siquiera habría sido capaz de explicar el significado de las palabras libertad, independencia, Palestina. Todo eso no me interesaba.

«Un día hubo una manifestación en Halhul en memoria de una estudiante que los israelíes habían matado. Yo tenía entonces 12 años y los soldados israelíes vinieron y comenzaron a disparar. ¿Cómo pudieron venir tan rápido, como caídos del cielo? Se inicia una manifestación y resulta que en un abrir y cerrar de ojos los tienes ahí, disparando gases lacrimógenos y balas. Estaba aterrado. La muchedumbre se dispersó. Soy cojo de nacimiento y quise huir, pero no podía correr como los demás niños y los soldados israelíes me atraparon. Nunca olvidaré ese momento. Unos soldados gigantescos, aterradores, me golpearon repetidamente y caí al suelo. Huí y pensé que tenía que vengarme. Yo no les había hecho nada y ellos siempre nos trataban así a nosotros. Me escapé hacia las montañas y escuché una gritería en el wadi. Encontramos a un campesino con seis tiros en las piernas cuyo único crimen había sido el de cultivar sus campos. Cómo lloré al verlo en aquel estado.

«Me di cuenta de que los soldados israelíes se volvían locos cuando veían una bandera palestina. Yo no sabía exactamente lo que simbolizaba la bandera, y no tenía armas, no tenía forma de resistir, así que pensé: si éstos odian la bandera, se la voy a poner yo. Así es como empecé a apreciar ese objeto, aunque seguía sin comprender su significado. Regresé a casa y registré mis ropas buscando los colores necesarios. A escondidas de mi madre, cogí todas mis prendas de color negro, rojo, verde y blanco, fui donde mis amigos y cosimos una bandera. De noche nos dirigimos al árbol más alto de la escuela y atamos la bandera al árbol. Al día siguiente vinieron los soldados. Ése fue nuestro juego infantil, nuestra lucha armada durante meses, hasta que los soldados se cansaron y cortaron todos los árboles de la escuela. Luego comenzamos a colocar la bandera en los postes de la luz y del teléfono y a escribir en las paredes «¡Viva palestina!». Ésa era nuestra esperanza: redimir Palestina. Si esa bandera se mantiene en pie, pensábamos, venceremos.

«Más tarde comprobamos que la cosa no funcionaba. Hablar y escribir no servía para nada y arrojar piedras era una pérdida de tiempo, de modo que queríamos armas. Por suerte o por desgracia, sólo pudimos encontrar en una cueva una armas vetustas que habían pertenecido a soldados jordanos que huyeron en 1967. Eran dos granadas de mano y una pistola. Me dije: a partir de ahora ya no existe Israel. Tengo armas. Todo lo que tenemos que hacer es conseguir balas, una bala por cada israelí.

«Sentí que era un adulto, que había dejado de ser un niño, pero mis amigos me dijeron que no podía ir con ellos porque cojeaba y queríamos que nuestra misión tuviera éxito. Arrojaron dos granadas contra los soldados pero no alcanzaron a ninguno; dispararon contra un jeep y no hirieron a nadie. A todos ellos los metieron en la cárcel durante muchos años, y eso que no tenían las manos manchadas de sangre. También me arrestaron a mí y me pasé siete años en la cárcel. Era un combatiente, un héroe. Pasé de los juegos infantiles a ser una persona seria, y en la cárcel me entraron ganas de leer sobre la lucha, de saber en qué consistía el problema palestino, quiénes eran los judíos, por qué había una ocupación, entender la situación de la que yo mismo era parte. Comencé a comprender nuestro problema, nuestra historia y la de los judíos, desde los tiempos de la esclavitud en Egipto hasta el Holocausto, y supe que nosotros estábamos pagando el precio de su sufrimiento.

«Cuando en 1986, en la sala nº 6 del Ala C de la cárcel de Hebrón, vi una película sobre el Holocausto, comprendí muchas cosas. Antes de ver la película me había preguntado por qué Hitler no se había cargado a todos; si lo hubiera hecho yo no estaría en la cárcel. Sin embargo, quise concentrarme en la película para comprender qué era exactamente el Holocausto. Tras los primeros quince minutos de proyección comencé a llorar por aquella gente que estaba a punto de morir desnuda por el único delito de ser judíos. La mayoría de los demás presos dormía. Yo no quise que nadie me viera llorando. ‘¿Por quién lloras? ¿Por la gente que te ha encerrado en la cárcel y que ocupa nuestra patria?’.

«En la película vi a gente con la cabeza agachada. Gente que no oponía resistencia. Personas a las que los alemanes enterraban vivas con excavadoras, que entraban mansamente a la cámara de gas, donde se asfixiaban y morían. Me dolíó terriblemente y estaba furioso al ver cómo aquella gente se disponía a morir sin oponer ninguna resistencia. Ni siquiera un grito para hacer ver que estaban vivos.

«El 1 de octubre de 1987 alrededor de 100 soldados israelíes irrumpieron en el ala juvenil [de nuestra cárcel], la mayoría de ellos provistos de máscaras. Nos obligaron a desnudarnos a todos, algo muy humillante para nosotros, y después nos hicieron pasar por el pasillo, a cuyos lados los soldados habían formado dos hileras. A medida que avanzábamos por el pasillo los soldados nos iban aporreando por ambos lados hasta que finalmente alcanzábamos el patio. Entonces me acordé de la rabia que había sentido al ver que los judíos no plantaban cara durante el Holocausto y, sin darme cuenta, comencé a gritar. Al cabo de unos minutos ya no veía a los soldados. Sentí que era más fuerte que ellos. Éramos unos 120 niños a los que los soldados israelíes apaleaban. Cuando le pregunté al oficial al mando la razón de la paliza me respondió lo siguiente: ‘No pertenecen a la cárcel. Son soldados que realizan un ejercicio de entrenamiento’. Les estaban entrenando para matar la humanidad de las personas, para generar únicamente ansias de venganza en la gente.

«Muchas de las cosas que vi en aquella película sobre el Holocausto las he visto después en la vida real. Durante la Intifada vi cómo quemaban viva a la gente en Salem, y cómo mataban a una mujer y la dejaban en la carretera, exactamente igual que en la película, en la que se veía a un oficial nazi disparar a una mujer desde su ventana y abandonar luego el cadáver sobre el pavimento. ¿Cómo puede una persona que ha conocido el sufrimiento, la esclavitud y el racismo hacer lo mismo a otro pueblo? A pesar de todo tenía muchos amigos entre los guardias de la cárcel, pero para mí los israelíes eran soldados, colonos y carceleros.

«Cuando me liberaron en 1992 flotaba en el aire una atmósfera de esperanza. Me casé y comencé a tener hijos. Siempre soñaba con ellos, que no padecieran la mala vida que ha padecido mi generación. Deseaba protegerlos, explicarles todas las cosas para que no crecieran como crecí yo, sumido en la ignorancia. Que supieran lo que son los palestinos y lo que son los israelíes… que lucharan contra la ocupación y contribuyeran a la prosperidad de la economía, que jugaran, crearan y estudiaran como hacen todos los niños. Todos los niños quieren ser médicos; bueno, en realidad Abir quería ser ingeniera. Así es como yo quería educar a mis hijos.

«Me encontré formando parte de Luchadores por la Paz y ya tras la primera reunión supimos que íbamos a permanecer juntos por mucho tiempo y que teníamos una gran responsabilidad para luchar por la vida, por la libertad, para explicar el valor de la vida humana, ya que somos los instrumentos de guerra de las dos partes. [Se trata de] Explicar a los israelíes que ignoran lo que es la ocupación que sus hijos se están convirtiendo en crueles asesinos convencidos de que con sus actos contribuyen a proteger su seguridad, cuando lo que en realidad hacen es lo contrario, ponerla en peligro.

«En cierta ocasión una estudiante se me acercó al finalizar una conferencia en Hatzor Haglilit (me habían dicho que era un sitio especialmente difícil que había sido blanco de varios katiushas), y me dijo: ‘Eres el primer palestino con el que hablo’. Me abrazó y me confesó: ‘Ahora he hecho las paces con los palestinos. Nunca más volveré a creerme las noticias o al Gobierno o todas esas mentiras. Simplemente, he comprendido’. Eso me dio muchos ánimos, pues me mostró que había alguien del otro lado que entendía y comprendía al otro.

«El martes pasado aún dormía yo cuando Abir se fue a la escuela. Tenía una prueba de matemáticas. A las 09:30 salí a trabajar en dirección a Ramallah. El día anterior Abir me había dicho que quería ir a estudiar a casa de una amiga y yo le dije: ‘Oh, no, no irás. Yo te ayudaré a estudiar’.

«Conducía el taxi buscando a mis hijas que regresaban de la escuela. A la izquierda vi un jeep de la policía de fronteras. Les miré y pensé: ‘¿A qué vendrán ahora? ¿A abusar de nuestros niños? Ojalá no suceda nada malo. Mis hijas sólo inhalarán gas’. Cuando llegué al cruce de Al-Ram me llamó un maestro de la escuela y me dijo que Abir había caído y pidió que su madre fuera a recogerla a la escuela. Telefoneé a casa para comunicárselo a su madre y Arin, mi hija mayor, que tiene 12 años, estaba llorando. Yo no comprendía nada. Un vecino me cogió el teléfono y me dijo: los soldados israelíes han disparado a tu hija en la cabeza. Está herida.

«Llamé a la escuela y me dijeron que se la habían llevado al hospital Makassed [de Jerusalén Este]. Conduje inmediatamente a Makassed y en el camino vi el jeep de la policía israelí de fronteras aparcado cerca del edificio del ayuntamiento; sin embargo, pensé que no era momento para discursos. Cuando llegué a Makassed me dijeron que la niña se encontraba en estado crítico y que había que operarla. Yo tenía miedo y les dije que mi hija tenía un carnet de identidad israelí y que deseaba llevarla al hospital Hadassah. A fin de agilizar los trámites contacté con el Centro Peres por la Paz, cuyos empleados me prestaron una gran ayuda y enviaron una ambulancia israelí que trasladó a Abir al hospital de Hadassah. Allí decidieron que no hacía falta operarla. Gracias a Dios, suspiré aliviado.

«A las 7 de la tarde su estado se agravó: de pronto necesitaba ser operada. Hay que confiar en que se produzca un milagro, me dijeron los médicos. Comprendí que mi hija necesitaba un milagro, y en nuestros días los milagros ya no ocurren. Me dije a mí mismo que no deseaba venganza. Mi venganza será que ese «héroe» cuya vida mi hijita puso en riesgo y a la que disparó sea llevado ante los tribunales. Inmediatamente después la declararon clínicamente muerta.

«Según lo que me contaron, parece ser que los niños lanzaron piedras y que la policía israelí de fronteras disparó una granada a la cabeza de Abril desde atrás y desde una distancia de cuatro metros. Al principio dijeron que la había herido una piedra. Sus embustes ya me los conozco, pero jamás pensé que fueran a caer tan despreciablemente bajo -discúlpenme por emplear esa expresión- como cuando dijeron en el Canal 2 que Abir había estado jugando con un artilugio que le explotó en la cabeza. ¿Cómo se explica entonces que tuviera los dedos intactos pero la cabeza reventada? Son despreciables, pensé. Vulgares embusteros. Despachan a un chaval de 18 años armado con un M16 y le dicen que nuestros niños son sus enemigos, y como el chico sabe que nadie le va a llevar ante un tribunal no tiene problemas para disparar a sangre fría, convirtiéndose en un asesino.

«No pienso explotar políticamente la sangre de mi hija. Esto es un escándalo humano. No pienso renunciar a mi sentido común, a la ruta que me he trazado, solo porque he perdido a mi corazón, a mi niña. Continuaré luchando para proteger a sus hermanos, a sus compañeros de clase y a sus amigas, tanto palestinas como israelíes. Todos ellos son nuestros hijos.»

Notas:

(1) Cisjordania, en la jerga israelí.

(2) La historia de Wahib al-Dik se puede leer aquí: http://www.rebelion.org/noticia.php?id=45704

(3) Según el relato de testigos presenciales que recoge el propio Levy en su crónica, Wahib al-Dik no lanzó ninguna piedra. Se limitaba a mezclar masa en una obra.

Texto original: http://www.haaretz.com/hasen/spages/817894.html