Sin el menor asomo de sarcasmo o ironía, puedo decir que por primera vez en mi vida -y mucho más en estos días- me alegro de haber sido tan mal interpretado o de haber sido interpretado tan lejos de mis propósitos y mis conocimientos. Gracias a este malentendido, Miguel León ha proporcionado a los lectores […]
Sin el menor asomo de sarcasmo o ironía, puedo decir que por primera vez en mi vida -y mucho más en estos días- me alegro de haber sido tan mal interpretado o de haber sido interpretado tan lejos de mis propósitos y mis conocimientos. Gracias a este malentendido, Miguel León ha proporcionado a los lectores de Rebelión una brillante, rigurosa y erudita explicación histórica del concepto de «califato», muy instructiva para los que no somos especialistas en el imperio otomano1. Creo, en todo caso, que ha sobrevalorado mis palabras y que esta sobrevaloración merece, a su vez, un comentario y dos aclaraciones.
Empecemos por el comentario.
Miguel León da cuenta, con fina intuición, de las diferencias de fundamento entre el cristianismo y el islam, dos religiones de salvación que surgen en contextos muy distintos: la primera nace en los nichos de un imperio al que va dando sucesivos zarpazos hasta devenir «secular» (mientras las instituciones, por eso mismo, se «clericalizan»); la segunda -el islam- se forja al mismo tiempo, en un solo molde, como vía individual de salvación y proyecto de regulación político-social de la comunidad musulmana. El islam incluye in ovo, por así decirlo, una «soteriología social», el principio de que -tal y como revelan los cinco preceptos fundamentales- el camino al paraíso obliga a pasar en medio de la gente, de que la salvación sólo se obtiene en sociedad con los otros hombres. Por supuesto, ninguna religión histórica está encerrada sólo en sus principios sino también en la historia y por eso, mientras que el cristianismo ha podido desarrollar formas de poder secular tan refinadas como brutales (si no queremos pensar en la guerra político-militar contra herejes, moriscos y hebreos, consideremos al menos el hecho de que el Vaticano es un Estado reconocido a nivel internacional) el islam, por su parte, ha desplegado a su vez alas de una belleza mística sin parangón en otras tradiciones. Louis Massignon o Henry Corbin han dedicado miles de páginas a recorrer este prodigioso hilo de mística sufí que une a nuestro maestro Eckhart o a nuestra Santa Teresa con Al-Hallay, Al-Hurqani o Ibn-Arabi.
Pero los principios también cuentan y Miguel León los expone con bastante acierto, salvo porque confunde, a mi juicio, «laicismo» y «secularidad». «Laico» es un cultismo que llega a España en el siglo XIX (desde Francia, como es natural) para definir una frontera: la que trata de despejar el espacio público institucional de todo rastro religioso, incluso para dejar entrar luego las creencias individuales, y de reivindicar la razón profana como única fuente de soberanía ( laos en griego es «pueblo»). Por contra, el término «secular» presupone de algún modo el estado religioso mismo e identifica un proceso o una continuidad: es el punto de unión entre la religión y el «siglo», la penetración de la religión en las «cosas de este mundo». Tras siglos de oscurantismo, persecución religiosa y sangrientas guerras sectarias, Europa acomete a partir del siglo XVIII un proceso aún incompleto de «laicización», no contra la mística o contra el dogma de la Santísima Trinidad, sino precisamente contra la «secularización» de la Iglesia.
Podemos decir -si hablamos de principio- que el caso del islam es diferente. No sé cuál es la palabra turca o si hay más de una, pero hasta donde yo sé el árabe no distingue entre «laicismo» y «secularidad»; el término muy reciente de ‘olmaniya (formado precisamente a partir de ‘alam, mundo) parecería relacionarse etimológicamente más con nuestro «secular», pero en realidad -sobre el terreno- es todo lo contrario. Las palabras son decisiones sociales inconscientes, acumulaciones geológicas de luchas colectivas, y el uso que se hace de ‘olmaniya en el mundo árabe remite más bien, por su impulso político y por su valor contrastivo, a nuestro «laicismo»: es el término, por ejemplo, que los manifestantes tunecinos utilizan para reclamar al partido Nahda una separación total entre la Religión y el Estado.
Este proceso de separación en el mundo islámico encuentra, si se quiere, un obstáculo interno que Miguel Leon ha nombrado muy bien: el hecho de que el islam es, desde el principio, una religión «secular». Es lo que Maxime Rodinson, el gran arabista marxista francés, llamaba un «patriotismo de comunidad» para definir una doctrina religiosa vinculada -horizontalmente- a las relaciones públicas entre los seres humanos más que -verticalmente- a la intimidad con Dios 2. Louis Gardet, por su parte, describía la organización islámica original, a la que se remiten los salafitas, como «una teocracia igualitaria y secular». Y Hassan Hanafi, autor egipcio inscrito en una corriente islamista autodenominada «de izquierdas», escribía tajantemente hace unos años: «El islam es en su esencia una religión secular; de ahí que no tengamos necesidad de ninguna secularización adicional importada de Occidente» 3 .
Se puede «desecularizar» la Iglesia, pero es más difícil «laicizar» el islam, y ello precisamente porque la filiación musulmana implica, en efecto, una suerte de «patriotismo» que es, al mismo tiempo, comunitario, lingüístico y civilizacional. El pecado mayor dentro del islam, más que la apostasía (irtidad) es la fitna, la promoción de la división o el conflicto civil dentro de la Umma o comunidad de los creyentes. Puede imaginarse hasta qué punto califas, emires y walíes han utilizado a lo largo de la historia este dogma, refrendado por ulemas y muftis, para mantener a las poblaciones sometidas y resignadas. En contra de lo que puede hacer creer la islamofobia actual, el islam, como el cristianismo, ha constituido y constituye un verdadero «opio del pueblo» y, si la politización islamista ha rendido a veces servicios a los intereses imperiales («sólo combatiremos el integrismo en la medida en que convenga a nuestros intereses nacionales», declaraba James Baker en 1985), lo cierto es que muchos mayores servicios ha prestado a los tugha’ (los tiranos) este islam socialmente integrador y pacífico, analgésico y alienante, o el sufí popular y festivo, auto-organizado y solidario, de los barrios populares de Marruecos o Egipto.
Al contrario de lo que dice Miguel León, no ha habido un proceso histórico de «secularización» porque -como él mismo indica- el islam ha disfrutado desde el principio del poder secular. Naturalmente el poder secular implica someterse ininterrumpidamente a las reglas del «siglo», y no sólo a las del Corán, y por eso el califato (omeya, abbasí u otomano) tuvo siempre que legitimar su autoridad a partir de otras fuentes de legislación. Al mismo tiempo, y al menos hasta el siglo XII, el carácter secular de la sociedad musulmana, enriquecido por el legado griego y persa, produjo una altísima cultura de libre pensamiento -en Bagdad, en Damasco, en Córdoba- orientada, esta sí, a la «laicización» del califato; son esos focos de «ruptura epistemológica», internas a la cultura islámica, que el intelectual marroquí recientemente fallecido, Mohamed Abdel-Yabiri, estudia en su imprescindible «Nosotros y la tradición» 4 : los mu’atazila citados por Miguel León, pero también Ibn Al-Muqaffa, Ibn Ishaq, Al-Warraq, Ar-Riwandi, Ar-Razi, Al-Maarri y, por supuesto, Ibn-Rushd, nuestro Averroes, sin el cual la propia laicización de Occidente habría sido imposible 5 . Al contrario que en Europa, en el mundo islámico el Renacimiento precede a la Edad Media, cuya sombra se prolonga, a partir de la clausura del ijtihad o «libre interpretación» en el siglo XIII, hasta nuestros días.
La laicización tiene también su historia en el mundo islámico moderno, aunque desgraciadamente ligada a la intervención europea. Con una excepción: el movimiento llamado nahda o «renacimiento» -al que remite precisamente el nombre del partido tunecino-, una corriente heterogénea de pensamiento que, entre 1870 y 1920, trató de integrar el islam en la «modernidad», según la definición que tomamos del crítico e historiador egipcio Nasr Hamed Abu Zaid: «La Nahda se basa en el equilibrio de sus dos elementos: la cultura árabe islámica por una parte (…) y la cultura europea occidental representada por sus descubrimientos científicos y sus logros tecnológicos por la otra» 6 . O como sostenía uno de los pioneros del movimiento, Rifaah At-Tantawi, viajero cultísimo de finales del siglo XIX, con una fórmula inequívocamente ilustrada y jacobina: «Que la patria sea el lugar de nuestra felicidad común construida mediante la libertad, el pensamiento y la fábrica» 7 . Desde las páginas de Al-Manar, la publicación del egipcio Mohamed Abdu (1849-1905) y del sirio Rachid Reda (1865-1935), la Nahda llamó a una reconstitución del islam basada en el ‘aql (la razón), el iytihad (la libre interpretación) y el ‘ilm (la ciencia), como medios imprescindibles para el acceso a una mayoría de edad, política y social, en la que -dice Abdu- «el pensamiento quede libre de la tradición y la superstición» 8 .
Podemos decir que fue precisamente el colonialismo europeo, tras la disolución del imperio otomano, la que impidió el cumplimiento de este programa. En eso también tiene razón Miguel León: hay una «historia inconclusa» que se retoma ahora -al socaire de las revoluciones árabes- tras una especie de impasse traumático y atroz de un siglo en el que la Nahda (el «renacimiento ilustrado musulmán») encuentra paradójicamente su corolario y su fracaso en Al-Qaeda y Ben Laden. Los últimos cien años han visto en esta zona del mundo -asumiendo todas las diferencias que puede haber entre machreq y maghreb– la intervención colonial directa e indirecta de las potencias occidentales, el asentamiento del puñal israelí en el corazón del Próximo Oriente, una descolonización incompleta, fallida y finalmente autoritaria, el empuje de movimientos «revolucionarios» islamistas dirigidos al mismo tiempo contra occidente y contra los dictadores locales, la victoria de Jomeini en Irán en 1979 con la creación subsiguiente de un amplio campo yihadista insurgente transversal al sunnismo y al chiismo (como lo demuestra la alianza entre Hizbullá y Hamas en Palestina o el hecho de que los primeros sellos de la república islámica de Irán llevasen la efigie de Sayyed Qutb, el teórico islamista sunní ahorcado por Nasser en 1966) y finalmente la instrumentalización interesada de uno de estos grupos islamistas, por parte de EEUU, Israel y la UE (y sus dictaduras ancilares), para hacer retroceder o anular, al mismo tiempo, las fuerzas de izquierdas y las alternativas islamistas democráticas. Conviene detenerse aquí un momento.
Nada de lo que ha ocurrido en el mundo árabe en los últimos setenta años puede entenderse sin referirse al Pacto del Quincey. El 14 de febrero de 1945, en la nave militar de ese nombre, el presidente Roosvelt, virtual vencedor de la segunda guerra mundial, recibe a Ibn Saud, monarca de Arabia Saudí, y establece con él el acuerdo que dará a los EEUU el control energético del mundo entero durante las décadas siguientes. A cambio, Ibn Saud recibirá como regalo una silla de ruedas, un avión con un sillón giratorio orientado siempre hacia la Meca y… carta blanca para difundir el wahabismo en la región (y entre los inmigrantes en Europa). Como se sabe, el reino de Arabia Saudí, el único país que lleva el nombre de sus propietarios, es el resultado de un pacto anterior, el del Nadjd, establecido en 1745 entre el primer eslabón de la dinastía saudí y Mohamed Abdel Wahab, un reformista retrógrado cuyos seguidores conquistaron gran parte de la península arábiga y saquearon dos veces la tumba de Mahoma. El wahabismo era una pequeña secta puritana, violenta y reaccionaria, considerada sacrílega por turcos y árabes, hasta que el petróleo permitió a la familia Saud, a golpes de talonario, convertirla -como sugiere Hamadi Redissi- en una nueva ortodoxia 9 . A partir de 1945, el wahabismo fue utilizado para contrarrestar todas las corrientes laicas, izquierdistas o panarabistas, que trataron de imprimir su sello a la descolonización del mundo árabe. Ben Laden y Al-Qaeda, como sabemos, instrumentalizados también en Afganistán contra la URSS, surgen como una tentativa de restablecer el wahabismo original frente a la traición del reino saudí, demasiado complaciente con los kufar (infieles) occidentales. Las revoluciones árabes han demostrado el fracaso de Al-Qaeda, han amenazado la hegemonía de Arabia Saudí -que sustituyó a El Cairo como polo gravitatorio tras los acuerdos de Camp David- y hacen peligrar también ahora, con el levantamiento sirio, la influencia chií de Irán y Hizbullá. Se impone, pues, un reordenamiento de las fuerzas islamistas y sus alianzas, así como del propio discurso islamista, que descubre que su gran oportunidad de alcanzar el poder pasa ahora por revoluciones populares democráticas y la celebración de elecciones. Y pasa asimismo por el amortiguamiento de la secularización en favor del laicismo, que es donde, a mi juicio, hay que inscribir el «modelo turco» como único en su género, al menos hasta la victoria del partido Nahda el 23 de octubre en Túnez.
Es fácil concluir de todo esto -digamos de paso- que el verdadero enemigo de la democracia y el soberanismo en el mundo árabe es Arabia Saudí, peón ambicioso de los EEUU, y por eso es extraño que desde la izquierda en general, mientras nos indignábamos muy justamente por la intervención de la OTAN en Libia, hayamos prestado muy poca atención a los retoños disidentes en Arabia Saudí y -más importante- a la intervención militar saudí en Yemen y Bahrein, país este último donde se encuentra la V Flota para defender los intereses medulares de EEUU en el Golfo Pérsico.
*********
Hasta aquí el comentario a esa interesante reflexión de Miguel León sobre «secularidad e islam». Pero del contenido de este comentario -y del ligero clinamen introducido por mí a partir de sus conclusiones- se desprenden dos aclaraciones que me parece importante resaltar.
La primera exige de antemano comprender que la frase de mi artículo citada por Miguel León resulta menos «traída por los pelos» o menos «forzada» si se juzga como lo que es, no una tesis provocativa sin justificar o una «apuesta» desiderativa poco fundamentada sino una simple descripción, en la que el término «califato» vendría usado a modo de licencia literaria para designar simplemente una continuidad geográfica -de Marruecos a Turquía- con un centro gravitatorio en Estambul (o en Ankara, por citar la actual capital administrativa del antiguo imperio otomano). No tiene más ambición que la de definir el campo de la influencia histórica turca, lo que por lo demás se ajusta a las intenciones no ocultas del propio gobierno del AKP. Así Ahmet Davutoglu, ex-profesor de ciencias políticas en Estambul y en la Universidad Islámica de Malasia, así como ministro de Relaciones Exteriores, escribió un libro en 2001 titulado Strategic Depth, en el que argumenta que el destino histórico y geográfico de Turquía se extiende desde el mar Negro y Asia occidental hasta las costas de Marruecos sobre el océano Atlántico -más o menos las fronteras del imperio otomano- y que es ese «destino» el que debe decidir la política exterior, comercial y militar, de este país.
Hablar de «neocalifato moderno y democrático» implica sólo referirse a estas ambiciones turcas y a ese modelo turco, en el que hay menos secularidad y más laicismo, y ello sin el menor entusiasmo por mi parte. Es probable que ya no sepamos quiénes son ni dónde están los nuestros, pero sabemos al menos que no han ganado en Túnez. A la espera del nuevo gobierno de unidad nacional, encabezado por Nahda y negociado con Marzouki y Ben Jaafer -los dirigentes de los dos partidos de izquierdas que ocuparon la segunda y tercera plaza-, Rachid Ghanoushi se ha apresurado a tranquilizar en todos los sentidos a las potencias europeas: «Formaremos un gobierno democrático, no un gobierno islámico». Asimismo se ha reunido con UTICA, la organización empresarial, para hacer llegar también a las instituciones financieras internacionales la garantía de que se respetarán los compromisos y se asumirán los grandes ejes de las políticas económicas neoliberales. La importancia de Túnez es, en este sentido, fundamental. Este pequeño país del norte de Africa, que ha accedido a las libertades democráticas a través de una revolución, se ha convertido en el laboratorio de un nuevo orden geopolítico en la zona. La UE, EEUU e Israel combatieron la democracia y apoyaron las dictaduras locales para evitar precisamente el gobierno de partidos islámicos en la región. La democratización popular les obliga ahora a negociar con aquellos a los que han perseguido, torturado y asesinado durante las últimas décadas, a sabiendas de que no pueden volver a cometer el error que cometieron en Argelia en 1990. Este cambio en las reglas de juego no se puede desdeñar: las potencias occidentales ahora tienen que controlar el norte de Africa, no a través de dictadores laicos sino de islamistas democráticos. Las declaraciones de Hilary Clinton sobre la disposición de EEUU a colaborar con Nahda o las de Jerzy Buzek, presidente del Parlamento europeo, en su reciente visita a Túnez («una democracia islámica es posible»), deben sin duda frenar nuestro optimismo en torno a las posibilidades de una verdadera «ruptura», al menos por el momento, pero dan también la medida de hasta qué punto la revolución tunecina representa una derrota de la política de las potencias neocoloniales en la región.
Como ocurrió en toda América Latina tras la victoria electoral de Chávez en 1998, la experiencia de Túnez -foco primero de las revoluciones árabes- marcará la pauta de lo que ocurrirá en todo el mundo árabe si se deja votar a egipcios, argelinos, marroquíes, libios, sirios, etc. La democratización del norte de Africa y de Oriente Próximo implica necesariamente -hay que aceptarlo así- una reislamización provisional, aun si en otro formato, de toda la región (como la democratización de América Latina llevó al poder a movimientos indígenas e izquierdas sociales). Se contagió el levantamiento y se contagiará también el voto, allí donde, por lo demás, los partidos islamistas constituyen las únicas fuerzas realmente organizadas para administrar los Estados. No debemos alegrarnos, pero tampoco asustarnos. Cuando un sector de la izquierda europea prolonga y alimenta la «alarma islamista» que legitimó durante años las más feroces dictaduras está apoyando objetivamente a las fuerzas más reaccionarias en Europa -y a sus cómplices regionales, residuos muy activos y muy desestabilizadores del Ancien Regime – y está además renunciando a la posibilidad de moldear desde dentro un islamismo que sea no sólo democrático sino además soberanista y contrahegemónico. La complacencia a regañadientes de la UE y EEUU no debe hacer olvidar que las únicas fuerzas locales que se muestran absolutamente intolerantes con Nahda, en nombre del laicismo, son precisamente los antiguos partidarios de Ben Alí y los dos partidos ya legales bajo la dictadura, el Partido Democrático Progresista y el Movimiento Renovación (antiguo PCT), a los que la revolución primero y la voluntad popular después han dejado fuera de juego. Han pasado más de 30 años desde que Jomeini apartó de entrada y masacró a continuación a los comunistas para convertir el Irán revolucionario en un Irán tiránico y reaccionario. El mundo no es el mismo, la relación de fuerzas tampoco; no hay guerra fría ni Unión Soviética, la UE se hace pedazos, los EEUU se tambalean y, si todo puede ser mucho peor, nada es igual. Y no es Irán sino Turquía el que domina en estos momentos el imaginario islámico de unos pueblos, reprimidos y humillados durante décadas, que quieren conciliar su identidad musulmana con el acceso a bienestar económico y libertades democráticas. Podemos decir que esa ilusión es tan alienante como el sueño del retorno a los Primeros Califas, pero concedamos al menos que hemos cambiado de «alienación». Y que la alienación es tan rica o más que la verdad y produce efectos muy variados, según el tipo de sueños que imponga. Los sueños, productos materiales, introducen también efectos materiales; y hay sueños desde los que es más fácil pasar a la realidad.
La situación se complica por el hecho de que la intervención occidental, siempre muy versátil, ha escogido su versión militar en Libia. No voy a repetir aquí de nuevo lo que he dicho tantas veces: la revuelta popular espontánea original fue secuestrada y corrompida por una intervención occidental que moldeó a su antojo, a partir de elementos liberales y desertores del régimen gadafiano, un órgano de gobierno, el CNT, que hoy encabeza Abdelrahim Elkib, tecnócrata vinculado al sector petrolífero. A la espera de que se nombre un gobierno provisional, la situación en Libia es muy complicada, aunque no tanto a causa de la destrucción limitada resultado de la guerra -salvo en Misrata, Sirte y Beni Walid, completamente destruidas por la artillería- o por las ingoniminiosas cadenas impuestas a la soberanía libia por la «ayuda humanitaria» de la OTAN como por la «doble fractura social» a la que se refiere el periodista Alberto Pradilla 10 y por la imposibilidad de desarmar a las milicias, sobre todo a las de Misrata, que se han apoderado de Trípoli y, llevadas del ansia de venganza, cometen toda clase de excesos criminales contra presuntos partidarios del dictador (cuando no se enfrentan a otras milicias locales). «¿Por qué nos convertimos en un país pobre teniendo tantos recursos? ¿Por qué nuestro pueblo carece de educación? ¿Por qué Libia era uno de los países más corruptos? «, se pregunta Fathi Ben Khalifa, presidente del Congreso Mundial Amazigh y miembro del CNT hasta su dimisión el pasado 20 de agosto 11 . Y es que de alguna manera el pueblo que se levantó contra Gadafi también es obra suya -fruto de esa tiranía de 43 años- y es ese pueblo, desprovisto de información y de instituciones, escasamente formado desde el punto de vista político, el que tiene que levantar ahora un país entero, sin andamios y desde cero y en medio de un arsenal inagotable de misiles y bombas. En este contexto, y a partir de las condiciones dadas, puede considerarse cualquier cosa salvo optimismo la evidencia realista de que sólo los Hermanos Musulmanes libios, estrechamente vinculados al Nahda tunecino, pueden construir un poco de sociedad civil -como ya están haciendo- y poner de acuerdo a las facciones en pugna. La inquietante referencia a la sharia del liberal Mustafa Abdeljalil no debe hacer olvidar que no fueron los sectores islamistas los que la reclamaron y que, en cualquier caso, el reconocimiento de la «ley islámica» como fuente de derecho está incluido en constituciones tan «modernas» como la de Jordania o la de Egipto. En Libia el islam moderado es la única posibilidad que hay de «civilización» frente al caos de las milicias; una democracia islámica en Libia sería un gran avance, mucho más «progresista» que la dictadura de Gadafi, por supuesto, y la salida más realista a la posibilidad de un enfrentamiento entre facciones enloquecidas o de una victoria improbable del salafismo radical. Turquía, una vez más, podría jugar un papel democratizador importante en esta zona, contra Qatar y Arabia Saudí, a través de Túnez, de quien en estos momentos depende de algún modo -en términos humanos y comerciales- el funcionamiento del país*. Estoy en contra del «evolucionismo» histórico del que Marx se desmarcó claramente en los últimos años de su vida, pero hay saltos imposibles. No se puede pasar un río si no se tiene un puente o un barco o al menos brazos para nadar. No es que el régimen de Gadafi no fuese socialista; es que destruyó sistemáticamente todas las condiciones a partir de las cuales se podía construir sencillamente un acuerdo o un discurso.
El problema, en todo caso, no reside en el hecho de que un «islamismo democrático» en el mundo árabe sea demasiado islámico sino en que no será lo bastante democrático o lo será tan poco como cualquiera de las democracias burguesas establecidas en el formato del Estado-Nación capitalista en Europa. Nuestras democracias tienen dos clases de límites; uno, estructural, de carácter económico; el otro, ideológico, de carácter ontológico. España, por ejemplo, es un país capitalista que reconoce el derecho a la vivienda y, al mismo tiempo, el derecho a que los bancos se apoderen de todas ellas; pero es también un país fundado sobre una violencia original que impide cinco siglos después, por ejemplo, la autodeterminación de vascos o catalanes y cuyo racismo euro-católico permite o apoya la marginación, el encarcelamiento y hasta el exterminio (en sus lugares de origen) de los inmigrantes extranjeros. Pues bien, el límite de una democracia islámica en el mundo árabe tiene que ver precisamente con su identidad «árabe-islámica», entendida precisamente como ese «patriotismo de comunidad» al que se refería Maxime Rodinson. No es una cuestión estrictamente religiosa sino más bien -sí- ontológica. Basta pensar en el monopolio de la lengua árabe como rasgo definidor, inevitable, de la pertenencia nacional, y esto con independencia de la filiación religiosa. Michel Aflaq y Zaki Arsouzi, ambos cristianos, fundadores del partido Baath en 1942 (al que pertenecía Saddam Hussein y al que pertenece Bachar Al-Assad) escribían, por ejemplo, frases como la siguiente, cuyas resonancias hegelianas y fichteanas producen escalofríos: «Las otras lenguas no tienen raíces en la naturaleza. En consecuencia la nación árabe tiene una esencia propia, es la Auténtica. Esto quiere decir que la aparición de la nación árabe en la escena de la historia coincide con la aparición del humanismo» 12 . Hay dos revoluciones pendientes en el mundo árabe: la revolución sexual y la revolución lingüística y mientras no se acometan -aunque se llevara a cabo la revolución económica- una democracia real seguirá siendo, como para los españoles o los estadounidenses, un simple conatus insatisfecho. En este sentido, el caso de Libia es elocuente. La población bereber, el 10% de los libios, viene reclamando sus derechos culturales y lingüísticos desde la independencia. En 1951 no era el momento de plantearse la cuestión amazigh; en 1969 Gadafi sencillamente negó su existencia; ahora han luchado contra el dictador, decidiendo además la suerte de la batalla de Trípoli, y sin embargo el borrador constitucional del 6 de agosto los ha dejado de nuevo fuera. Fue muy esperanzadora la celebración de la primera conferencia amazigh el 26 de septiembre en Trípoli -tras décadas de silencio y persecución- y fue bellísimo contemplar el ondear de las alegres banderas azules, verdes y amarillas en la Plaza de los Mártires, pero mucho me temo que la «democracia islámica» venidera se diferenciará muy poco en esto, como quizás en otras cosas, de la tiránica «yamahiriya» 13 .
*********
En cuanto a la segunda aclaración, tiene que ver con el «socialismo y la pedagogía del terror». Creo que ya ha quedado claro que no tomo «partido estratégico» por el «califato» sino que me limito a describir un avatar posible, entre cuatro o cinco más, para una zona del mundo convulsa y decisiva. Yo no apoyo nada; no milito en el AKP ni en el Nahda ni tampoco en ninguno de los partidos marxistas tunecinos que han considerado estratégicamente positivo -como Lenin en Alemania- participar en elecciones «permitidas por el sistema». Pero la definición de socialismo que aporta Miguel León (según la cual «toda opción permitida por el sistema es parte del sistema») no sólo permite poca flexibilidad de análisis sino que, en algún sentido, nos reduce a la impotencia al poner en la cuenta del sistema, como estrategias maquiavélicas de reproducción, todas aquellas conquistas que los pueblos han obligado a «aceptar» al mismo: desde la jornada de 8 horas hasta la declaración de DDHH. Es poco útil imaginar el capitalismo en términos prosopopéyicos, como un Sujeto hegeliano providente que sólo pondría delante de sí, o contra-sí, las cosas que puede comerse o al menos permitirse, de manera que, verdaderamente fuera , sólo quedarían al final los muertos, las desilusiones y las derrotas. Pero también porque esa definición implica la aceptación de su reverso; es decir, el hecho de que «toda opción no permitida por el sistema es socialismo». No sabemos lo que es el socialismo; el propio Fidel confesó que «Cuba creía saberlo y ha descubierto que no lo sabe»; pero si aceptamos esta definición de teología negativa acabamos por impedirnos distinguir entre Cuba y Libia, entre Venezuela y Siria, entre el ALBA e Irán, y por ese camino es muy difícil diferenciar también el Socialismo del Siglo XXI en construcción del viejo socialismo estalinista, criminalizador y alineado, con cuya tradición se quiere precisamente romper. Yo quiero una definición de socialismo que me garantice en todo momento que nadie puede confundir lo inconfundible (el ALBA con Bachar Al-Assad o Chávez con Gadafi, por ejemplo) y quiero, aún más, una definición de socialismo que impida al ALBA apoyar Al-Assad o a Gadafi -alimentando así la confusión- en virtud de una apuesta geoestratégica -esta sí desde posiciones de influencia- bastante más destructiva que mi presunto apoyo a un califato inexistente.
Pero en el texto de Miguel León hay una frase que me preocupa aún más, directamente asociada a su definición de socialismo y que me atañe personalmente. Me refiero a ésta: «Resulta llamativo que sea Santiago Alba Rico, que ha formulado con brillantez y dureza la idea de la «pedagogía del millón de muertos», quien parezca olvidarse ahora de esa misma idea para plantear que el socialismo pase por la elección estratégica de una opción propiciada por el sistema de acuerdo sobre la base de esa misma pedagogía». No la entiendo. O prefiero no entenderla para no llevarme un disgusto. Así que me limitaré a explicar la tesis y ver cómo encaja -si encaja- en mis posiciones sobre el mundo árabe.
Lo que yo sostenía en el artículo citado por Miguel León no es que el voto fuese una concesión del «sistema» sino que, una vez que el pueblo ha obtenido con sus luchas el derecho al voto, hay que enseñarle a votar bien. Para eso se han utilizado legislaciones capciosas, propaganda y sobornos, pero también el terror. Desde la Comuna de París hasta nuestra guerra civil, desde Gaza y Argelia hasta la América Latina de la postguerra mundial, el principio aplicado ha sido el que yo resumía en una frase sonora y bastante precisa: «matad a un millón y dejad votar al resto». A América Latina, tras décadas de escuadrones de la muerte y desaparecidos, se le permitió votar a partir de finales de los años 80, creyendo que los latinoamericanos habían aprendido a hacerlo correctamente. Pero no habían aprendido y en 1998 votaron a Chávez en Venezuela y, a partir de ahí, comenzaron a votar mal en Bolivia y en Ecuador y regular en Brasil, Argentina o ahora en Perú. El voto lo había permitido el sistema, pero el resultado no fue el esperado y el sistema aún no lo ha digerido 14 .
En el mundo árabe la «pedagogía del millón de muertos» ha funcionado a todo vapor también. Durante décadas, toda una serie de dictaduras -la más corta de las cuales es más larga que la de Pinochet- mataron, reprimieron, humillaron e hicieron desaparecer a miles de ciudadanos. El «sistema» que apoyaba a los dictadores ni siquiera los educaba para el voto; los educaba para aguantar el hambre, las burlas, la tortura, la muerte y la miseria vital. Y hete aquí que de pronto esos pueblos se han alzado para arrancar al sistema lo que el sistema permitió en América Latina: el derecho al voto. Miguel León podrá decir con razón que los tunecinos han votado mal, al contrario que los venezolanos; o que esas revoluciones no han sido socialistas; o que no hay ningún camino, ni siquiera largo, del islamismo a la soberanía (que es lo que hay, de manera limitada, en Venezuela, y no socialismo). Todo esto puedo aceptarlo. Lo que me inquieta es el «negacionismo» paradójico latente en la frase con la que cierra su artículo: «No se trata de negar a los tunecinos o a los turcos su derecho a decidir, se trata de hacer ver que nuestro compromiso con el socialismo nos obliga a no negar a los socialistas de estos países la posibilidad de romper los esquemas que nuestras élites gobernantes (y nosotros, cómplices pasivos) llevan años construyendo». Esa concesión un poco paternalista (que voten lo que quieran) presupone en realidad la negación del momento previo, el momento en el que los tunecinos y los otros pueblos árabes se «pronunciaron» y se están realmente «pronunciando», que no ha sido el de las urnas sino el del levantamiento popular. El momento no-permitido por el «sistema», el inesperado, el transgresor, el exterior, ha sido el de la rebelión, que aún hierve en Yemen, Siria y Bahrein. En cuanto a negar a los socialistas tunecinos su derecho a romper con los esquemas, creo que lo único que podemos hacer desde Europa, donde somos incapaces de defender el Estado de Bienestar y el Estado de Derecho, es romper con nuestros esquemas, los que nos impiden dejarles hablar a ellos (y los que nos impiden desde hace meses escucharlos).
Una revolución incompleta es, en cualquier caso, el umbral de otras luchas y otras revoluciones. Medida en términos regionales, la tunecina ha introducido -está introduciendo- cambios geológicos tan fundamentales que, pase lo que pase, incluso si acaban conduciendo al apocalipsis, marca un parteaguas histórico que no se puede ignorar. La intervención de las potencias occidentales (y sus peones del Golfo), el empecinamiento de los dictadores y la ceguera de un sector de la izquierda puede desembocar en una gran conflagración en el mundo árabe; pero esos son los riesgos indisociables del «retorno a la historia» de unos pueblos a los que durante décadas se había mantenido interesadamente sojuzgados, humillados y sofocados bajo la arena. Su despertar hace peligrar un estatus quo que tranquilizaba a todo el mundo; su despertar incomoda, por tanto, a todo el mundo. Ese estatus quo era dolor congelado, sufrimiento petrificado. Todo iba bien: unas matancitas de Israel, una invasioncita de EEUU, una respuestita de Hizbullá, una resistencita de los palestinos, unos atentaditos de Al-Qaeda, unas torturitas de Ben Alí, Moubarak o Gadafi, unos milloncitos de muertos por todas partes. Nadie quería tocar eso. El frágil equilibrio de la zona se levantaba sobre cadáveres, dolor, humillación, opresión, ignorancia y pobreza. Nadie -nadie- quería tocar eso. Es probable que la alternativa en el mundo árabe sea o dictadura o apocalipsis; después de tantos meses, con tantas intervenciones ya sobre el terreno, es esa la conclusión que Al-Assad y sus valedores quieren que extraigamos en el caso de Siria (o del pobre Yemen masacrado e ignorado). El peligro es desde luego grande.
Dictadura o apocalipsis.
Pero los árabes han decidido jugársela y piden democracia.
No seré yo el que se atreva a reprochárselo.
NOTAS
1Miguel León, ¿Turquía, Califato, Socialismo? Preguntas y respuestas a partir de un artículo de Santiago Alba Rico http://rebelion.org/noticia.php?id=138794
2Maxime Rodinson, L’islam, politique et croyance, 1993.
3Hassan Hanafi, Al-Hakimiya tatahadda , Qadaya Fifriya, El Cairo, 1993, pag. 452 (la traducción es nuestra)
4Mohamed Abdel Yabiri, Nahnu wa al turaz (nosotros y la tradición), lecturas contemporáneas de nuestra tradición filosófica, Beirut 1993
5Ver, por ejemplo, Dominique Urvoy, Les penseurs libres dans l’islam classique, París 1996
6Nasr Hamed Abu Zaid, An-nass wa as-sulta wa al-haqiqa (El texto, el poder y la verdad) , Beirut 2000, pag. 25 (la traducción es mía).
7De Manaheg al-albab al-misriya , citado por Anwar Abdel Malek, La pensée politique arabe contemporaine, París 1970, pag. 46.
8Mohamed Abdu, citado por Mohamed Imara en Hal al-islam huwa al-hal? (¿Es el islam la solución?) , pag. 63. Traducimos de un modo impreciso «taqlid» por tradición; con este término Abdu en realidad está rechazando tanto la «imitación» acrítica de las costumbres occidentales como la «repetición» mecánica de las propias tradiciones.
9Ver Hamadi Redissi, Le pacte de Nadjd ou comme l’islam sectaire est devenu l’islam, París 2007.
10Alberto Pradilla, La doble fragmentación social marca la Libia post Gadafi , http://rebelion.org/noticia.php?id=139090
11Karlos Zurutuza, Entrevista a Fathi Ben Khalifa, disidente del CNT y presidente del Congreso Mundial Amazigh
«El CNT utilizó al pueblo durante la revolución, pero ahora están trabajando en favor de sus propios intereses», http://rebelion.org/noticia.php?id=139092
12Zaki Arsouzi, La republique idéal, citado por Olivier Carré, Le nationalisme arabe , París 1993.
13Karlos Zurutuza, http://rebelion.org/noticia.php?id=139092
14Santiago Alba Rico, Pedagogía del millón de muertos , http://www.rebelion.org/noticia.php?id=32765
* Una vez editado este artículo, leo en Al-Quds Al-Arabi las declaraciones de Ali Salabi, comandante islamista de Benghasi, en las que anuncia la creación de un partido islamista moderado según el modelo de Túnez y Turquía. Leo también que el presidente en funciones Abdelrahim Elkib rechaza la instalación de bases militares o agencias de seguridad extranjeras en Libia.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.