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¿Nuclear?

Fuentes: www.javierortiz.net

El cierre de la central de Zorita y el aniversario del terrible accidente de Chernobyl -¡vaya par de asuntos tan dispares!- han puesto de actualidad por aquí las discusiones sobre «lo nuclear». Echaré yo también mi cuarto a espadas, empezando por avisar de que lo que sigue no pretende ser un análisis técnico -que malamente […]

El cierre de la central de Zorita y el aniversario del terrible accidente de Chernobyl -¡vaya par de asuntos tan dispares!- han puesto de actualidad por aquí las discusiones sobre «lo nuclear». Echaré yo también mi cuarto a espadas, empezando por avisar de que lo que sigue no pretende ser un análisis técnico -que malamente podría hacer: soy un perfecto ignorante en la materia-, sino tan sólo un recuento de algunas reflexiones que me he ido haciendo a lo largo del tiempo en relación a este complejo asunto.

Lo primero de lo que debo dejar constancia es de la diferente estima que me han merecido siempre (bueno, sin exagerar: desde los 16 años) la industria nuclear, como fuente generadora de energía, de un lado, y el armamento nuclear, del otro.

Mi punto de vista sobre el armamento nuclear estuvo desde mi primera juventud muy condicionado por dos influencias: de un lado, la francesa; del otro, la china. Cuando empecé a interesarme por este asunto, me enteré de que los EUA, por su cuenta, y la URSS, por la suya, estaban tratando de establecer un oligopolio del armamento atómico, dificultando por todos los medios que otros estados pudieran acceder al estatus de intangibilidad que confiere el poderío nuclear. Fue por aquel entonces cuando los EUA y la URSS patrocinaron la prohibición internacional de las pruebas nucleares atmosféricas. Me pareció una perfecta muestra de cinismo: promovieron esa prohibición justo a partir del momento en el que su desarrollo tecnológico les permitió seguir con sus programas de armamento nuclear recurriendo exclusivamente a pruebas subterráneas. Tanto la Francia de Charles de Gaulle como la China de Mao Zedong denunciaron la complicidad de las dos superpotencias y se negaron a suscribir el Tratado de No Proliferación de Armas Nucleares. Excuso decir que la existencia de bombas atómicas me producía verdadero horror pero, puesto que existían, consideré preferible que no fueran patrimonio exclusivo de las dos superpotencias, que por entonces rivalizaban en ganarse zonas de influencia en el mundo a costa de boicotear, cada una a su modo, los movimientos de emancipación nacional y social.

Esa reflexión -que en realidad es también, y no sé si sobre todo, un sentimiento- ha pervivido subrepticiamente por algún rincón de mis entretelas hasta hoy. Me lo he descubierto, no sin cierta sorpresa, cuando ha surgido la crisis sobre los proyectos nucleares de Irán.

Haciendo un poco de introspección psicológica barata, he llegado a la conclusión de que acabé interiorizando las teóricas ventajas de lo que en los años 60 se llamó «el equilibrio del terror», es decir, la idea de que la paz, si no hay modo de que resulte de convicciones más elevadas, puede derivarse de un sistema de miedos mutuos, en el que nadie se atreve a hacer la guerra en serio por miedo a que el enemigo lo borre del mapa con media docena de bombazos.

Extrañamente, mis sentimientos hacia la industria nuclear pacífica no han tenido nunca tantos matices, cuando lo cierto es que podían haber seguido una vía de razonamiento similar: a fin de cuentas, cuando un Estado carece de otras fuentes energéticas poderosas, la puesta en marcha de una red importante de centrales nucleares puede ser un recurso para asegurar su autoabastecimiento y, por ende, su independencia. Ésa fue la coartada que manejaron los gaullistas franceses para desarrollar a tope su programa de centrales nucleares. Y ésa fue también, por curioso que pueda resultar ahora, la razón que adujo el PNV para apoyar la construcción de la central nuclear de Lemoiz: estaba con el runrrún de asegurar la «independencia energética» de Euskadi. (Un argumento que ETA también llegó a manejar durante un cierto tiempo y que abandonó cuando vio el filón político que podía suponer el movimiento antinuclear.)

Quizá la diferencia mayor que hay entre las bombas atómicas y las centrales nucleares estribe en que las primeras son terribles en potencia, en tanto que las segundas son peligrosas ya, en acto. Dicen los defensores de la industria nuclear, y supongo que algo habrá de cierto en ello, que en los últimos años se ha avanzado mucho en la mejora de los mecanismos de seguridad. Pero no niegan que el problema de los residuos continúa sin tener una solución aceptable. Y que el margen de error que ofrece la torpeza humana sigue siendo aterrador. En 1983 pude acceder a información de primera mano, con pruebas fotográficas incluidas, que demostraba que la aún inactiva central nuclear extremeña de Valdecaballeros 2 -me parece recordar que se llamaba así- tenía tal cantidad de fallos de construcción que, si aquello se ponía en marcha, era fácil que acabara en catástrofe. Publiqué varios artículos, con el resplado irrefutable de las fotografías, y aquella central nunca llegó a ponerse en marcha, entre otras cosas porque el Gobierno de Felipe González decretó una moratoria nuclear. Pero varios técnicos de la central nuclear fueron a juicio acusados de haberme pasado la información y de haber incurrido en algunos delitos rarísimos. Los técnicos que sentaron en el banquillo no eran los que me habían hecho llegar la información, y así lo declaré en el juicio, pero me pareció aberrante que la justicia pudiera acusar a alguien de algo que, de haberlo hecho, habría sido un servicio público digno de encomio. Pero el poder de las eléctricas y el servicio público caminan por caminos divergentes.

Bueno, ya sé que nada de todo esto que he escrito conduce a conclusiones demasiado claras. Pero son reflexiones, ideas y recuerdos que me rondaban por la cabeza y que a lo mejor os pueden ser de alguna utilidad.