Recomiendo:
0

Entrevista al periodista cubano Enrique Ubieta Gómez

«Nunca es suficiente lo que has hecho, o vivido, o leído, para ser revolucionario»

Fuentes: Rebelión

Enrique Ubieta Gómez (La Habana, 1958), es un ensayista y periodista cubano que, como tantos otros, mantiene vivos los ideales de su juventud. No se volvió «cuerdo» con la edad o los aparentes finales históricos. Quizás nació otras veces, sin saberlo, como revolucionario, que es la única forma -piensa él–, de continuar siéndolo. Aprovecho entonces […]

Enrique Ubieta Gómez (La Habana, 1958), es un ensayista y periodista cubano que, como tantos otros, mantiene vivos los ideales de su juventud. No se volvió «cuerdo» con la edad o los aparentes finales históricos. Quizás nació otras veces, sin saberlo, como revolucionario, que es la única forma -piensa él–, de continuar siéndolo.

Aprovecho entonces el hecho fortuito de compartir la trinchera, para pedirle –desde mis pocos años y mi afán por entender–, que me ayude a mirar la realidad que habitamos, la del día a día, la urgente, compleja y hermosa.

Por el camino iremos desbrozando certezas, incertidumbres y anhelos, muchos de ellos comunes y desde el convencimiento de que ser revolucionario, con todo lo que ello significa, no solo es hoy la única opción ética, también es la única postura cuerda y hasta pragmática ante el desastre ecológico y social que puede hundir a la civilización humana.

Terminando la primera década del siglo XXI ¿Cree que todavía es válido hablar de la utopía? ¿Qué sea atractiva su utilidad como impulsora de viajes impostergables y difíciles?

Debo primero aclarar un poco el concepto. La palabra utopía proviene del griego y significa no – lugar, es decir, «lugar que no existe». Tomás Moro la emplea para nombrar su Isla e imaginar en ella una sociedad alternativa, superior a las existentes. Y aunque el pensamiento socialista utópico se convierte en una opción retardataria cuando Marx y Engels descubren las leyes que mueven los procesos sociales, no podemos obviar el simbolismo de ese término en la cultura latinoamericana, surgida de la yuxtaposición de sucesivas utopías humanas. No olvides que la obra de Moro fue escrita en 1516, unos años después del descubrimiento de América. Por los conocimientos geográficos de la época, la Isla así nombrada por Moro pudo haber sido caribeña. Y me gusta pensar que era la isla de Cuba. Fuera de los marcos estrictamente filosóficos, el concepto adquiere un sentido movilizador y no tiene necesariamente que interpretarse como una carencia o una dejación de los instrumentos científicos aportados por el marxismo. Una cosa es ser un «socialista utópico», un fantaseador de realidades que se desentiende de, o desconoce, las leyes sociales, y otra, asumir el perenne anhelo humano (social) de superación y de perfección como el lugar al que nunca se llega. ¿Para qué sirve la utopía?, preguntaba Eduardo Galeano y respondía: «Ella está en el horizonte (…). Me acerco dos pasos, ella se aleja dos pasos. Camino diez pasos y el horizonte se corre diez pasos más allá. Por mucho que yo camine, nunca la alcanzaré. ¿Para que sirve la utopía? Para eso sirve: para caminar». A veces, desde un marxismo doctrinario, aparecen críticos del término que yerran el tiro; no se defiende al marxismo matando el espíritu metafórico de ciertos términos, aún cuando se usen en un sentido diferente al filosóficamente adoptado por Marx o Engels. No suelo responder a ese tipo de críticas, que nos empantanan en la escolástica seudo-revolucionaria.

Es significativo en cambio el uso que hacen del concepto declarados enemigos de la Revolución. El mexicano Jorge Castañeda, por ejemplo, escribe un libro que titula La utopía desarmada, en la corriente triunfalista de la Reacción de los años noventa, para referirse al fin de la lucha guerrillera -y de los sueños de redención social–, en el continente. Mi libro La utopía rearmada (2002) que describe la hazaña de las brigadas médicas cubanas en Centroamérica unos años después, es una respuesta indirecta a ese enunciado. Rafael Rojas, por su parte, traza dos líneas matrices para el pensamiento cubano, una supuestamente utilitaria y moderna, la otra, utópica y antimoderna. En este último caso, hay que anotar que Rojas identifica la modernidad con el capitalismo, y que el uso peyorativo del término utópico engloba los sucesivos proyectos revolucionarios que produjo Cuba en los siglos XIX y XX -por la independencia y la justicia social–, desde Caballero y Varela, pasando por José Martí, hasta Fidel Castro.

Mientras exista un horizonte, la Humanidad avanzará esperanzada hacia él. Como sabes, en los noventa el cielo se nubló de tal manera, que era imposible ver el horizonte. Sin horizonte no había viaje. Y se anunció el fin de la historia. Por eso en cuanto el tiempo empezó a mejorar (o a empeorar, porque en los procesos sociales mientras peor va la cosa, mejor se ve), la contrarrevolución trasnacional sustituyó la neblina original por humo de pirotecnia, para que nadie atisbase el horizonte. Ese efecto paralizante no podía mantenerse de forma indefinida, así que los pueblos volvieron muy pronto a vislumbrarlo y recuperaron la certeza de que un mundo mejor es posible. Hay un cuento largo de José Saramago que habla de una embarcación que a ratos parece una Isla, surcando los mares en busca de una Isla desconocida; una Isla buscando una Isla, buscándose, o si prefieres la Utopía buscándose a sí misma. Mi libro La utopía rearmada se inicia con una versión del cuento de Saramago, en el que la Isla que busca y se busca es por supuesto Cuba. Y mi blog en el ciberespacio se llama así, La isla desconocida. Pero hoy en América Latina se puede decir que hay muchas embarcaciones que navegan en pos de sí mismas.

En el libro Por la izquierda, del cual es el compilador, Tom Hayden, considerado por muchos como el líder social más carismático e influyente de los sesenta en Estados Unidos, argumentaba que «si todos decidiéramos regresar a los ideales de nuestra juventud, el mundo se estremecería». ¿Cree que los ideales de la juventud actual no son capaces de estremecer al mundo e incluso coadyuvar en su transformación?

Es cierto que los hombres no se parecen a sus padres sino a su tiempo, como sentenció Marx, pero esa frase parte de un importante sobreentendido: en cada tiempo hay diferentes tipos de hombres. Cuando Fidel atacó el Moncada, la mayoría de sus contemporáneos bailaba en los carnavales santiagueros. ¿Cuáles eran los hombres de su tiempo? ¿Los que bailaban o los que combatían? Los hombres escogen a qué grupo generacional, es decir, a qué tiempo quieren pertenecer. Porque hay dos tiempos que no son cronológicos y que igualan a cierto tipo de hombres en todas las épocas: el de las minorías que combaten y el de las mayorías que se acomodan. Pero incluso esas mayorías aparentemente desentendidas suelen respetar el honor ajeno, y suelen seguirlo.

¿Qué une a Tupac Amaru con los tupamaros, a Bolívar con los bolivarianos, a Martí con los revolucionarios cubanos de su centenario, a Sandino con los sandinistas? He mencionado nombres propios, pero ninguno de ellos se movía solo, con ellos estaba una generación. Creo que hay épocas opacas y épocas luminosas, pero en unas y otras existe una vanguardia de hombres y mujeres que se parece a la vanguardia de cualquier otra época: porque los grandes héroes y acontecimientos no se emparentan en la letra de sus discursos o acciones, sino en su espíritu. En el sentido de sus palabras y no en su mero significado, es que Varela, Céspedes, Martí, Mella, el Che y Fidel establecen un hilo de continuidad histórica. Los arqueólogos de la historia y los contrarrevolucionarios tratan en vano de diferenciarlos, oponiendo significantes vacíos de sentido.

Ahora bien, la vanguardia de una generación puede marcar la conducta, heroica incluso, del resto de sus coetáneos, pero no deja de ser una vanguardia: los «Adelantados» producen la chispa, pero si la hierba no está seca, si no existe un sentimiento de inconformidad y una vocación de justicia en las masas, no hay incendio. En la sicología social de los pueblos existe una tendencia al cambio extremo de consensos. Si revisas la historia del siglo XX, apreciarás el predominio de los valores de la izquierda en las décadas del veinte y del treinta, los de derecha en los años cuarenta y cincuenta, los de izquierda, nuevamente, en los sesenta y setenta; y el regreso de la derecha en los ochenta y noventa. Los intelectuales son celebrados según el color político de cada época: en los sesenta, hasta Borges y Paz se mostraban «izquierdosos» y publicaban entusiastas poemas rojos de los que después renegaron. Los noventa fueron opacos por muchas razones, pero tuvieron, tienen, una vanguardia, y los jóvenes que entonces se formaron en Cuba, aún los más apolíticos, heredaron valores que son visibles incluso en aquellos que abandonaron el proyecto social.

Por eso, no hay que hacerle demasiado caso a los signos de una época: el conservadurismo de las masas, que por lo general refleja cierto cansancio social o el agotamiento de alguna vía redentora, siempre es un estado pasajero si los problemas sociales persisten. No acepto explicaciones tan superficiales como las que se refugian en un «así piensa o siente la gente»: el optimismo, como el pesimismo, se construyen. En los sesenta la mayoría de los escritores se declaraba públicamente de izquierdas, y eso no impidió que la Reacción trabajara en la creación de escritores de derechas. Las generaciones literarias se construyen, y no por ello dejan de ser hijas de una época. La juventud es rebelde por naturaleza, porque las sociedades necesitan de un factor iconoclasta que las renueve. El capitalismo encausa esa rebeldía hacia el libre albedrío por la vía del mercado, de forma que en unos años, la transforma en un nuevo conservadurismo; el socialismo necesita encausar la rebeldía hacia el conocimiento (que conlleva responsabilidad) y liberarla de las atractivas ofertas de un mercado que vende y compra conciencias. No siempre lo logra.

¿Existe una manera nueva de ser revolucionario, es un término que también se ha resemantizado o sigue teniendo las mismas significaciones?

En primer lugar, un revolucionario no se conforma con la descripción y transformación de lo visible, que suele ser lo aparente, la manifestación inmediata del problema; busca las razones últimas, descubre la raíz, e intenta soluciones auténticas. En ese sentido es un radical. Es exactamente lo contrario a un reformista. Este último acepta el estado de cosas existente, lo describe minuciosamente como si fuese la inamovible Realidad, y proyecta sobre él los cambios que considera posibles; es cientificista, no científico, porque se atiene a lo visible, a lo empíricamente demostrable. Los positivistas cubanos del siglo XIX fueron casi todos reformistas. Un revolucionario –tenemos en Cuba dos ejemplos luminosos: José Martí y Fidel Castro–, sabe que tras lo visible o aparente, existen posibilidades ocultas. Hay una anécdota de Martí muy ilustrativa de lo que digo: después de un encendido discurso revolucionario en Tampa, cuentan que un emigrado recién llegado le dijo, pero señor, en la Isla no se respira la atmósfera que usted describe, a lo que el Apóstol respondió: es que yo no hablo de la atmósfera, yo hablo del subsuelo.

Un segundo aspecto, tan importante o más que el anterior, lo resume el Che en una frase: «Déjeme decirle, aún a costa de parecer ridículo –afirmaba sin titubear–, que el verdadero revolucionario está guiado por grandes sentimientos de amor». Si no existen motivaciones éticas, no se es revolucionario. La definición más reciente y completa de Revolución que hace Fidel es esencialmente ética. No se lucha por los pobres porque así lo dice una teoría o un libro; se lucha contra las injusticias, ocurran donde ocurran, porque es una necesidad ética. Las teorías explican las razones de las injusticias y las posibles soluciones, y pueden equivocarse y mejorarse, pero un revolucionario no se equivoca a la hora de tomar partido por los explotados. Roque Dalton se burla de los seudorevolucionarios de salón en unos versos certeros: «Los que / en el mejor de los casos / quieren hacer la revolución / para la Historia para la lógica / para la ciencia y la naturaleza / para los libros del próximo año o el futuro / para ganar la discusión e incluso / para salir por fin en los diarios y no simplemente / para eliminar el hambre / para eliminar la explotación de los explotados». Esos fueron los que no soportaron el derrumbe de lo que se llamó «el campo socialista».

La derecha, en su momento de mayor auge, allá por los años noventa, trató de trazar las coordenadas de una izquierda «civilizada», «democrática», «políticamente correcta» -imagínate a la derecha estableciendo un canon de comportamiento para la izquierda–, que se opusiera a la que identifica muy claramente como «izquierda revolucionaria». Todavía hoy intenta oponer ambos conceptos, con lo cual no hace sino ratificar la vigencia y la coherencia históricas de los revolucionarios.

¿Le parece que al final de esta primera década del siglo XXI esté la condición revolucionaria en vías de desaparecer, como parecía que sucedería con el internacionalismo en los umbrales del año 2000?

En lo absoluto. Ser revolucionario no solo es hoy la única opción ética, también es la única postura cuerda, casi diría que pragmática, ante el desastre ecológico y social que puede hundir a la civilización humana. Por eso Fidel insiste en que la batalla de los revolucionarios hoy es cultural. Los internacionalistas cubanos de la salud, por ejemplo, libran una batalla cultural, y hacen Revolución sin hablar de política, donde quiera que estén.

Usted ha planteado que deben organizarse estrategias culturales eficientes para reproducir los valores socialistas en la juventud cubana, ¿Cree que se ha sido certero en transmitirle a los jóvenes el éxtasis de la Historia que fue y sigue siendo el triunfo de la Revolución Cubana, cuando lo imposible se hizo posible, como le dijo Cintio Vitier en una entrevista?

El enemigo juega a la desmemoria: los cubanos de hoy no vivieron el pasado pre-revolucionario, ni han vivido la cotidianidad del capitalismo. A él se asoman desde la pantalla del televisor, una ventana de ficción construida para seducir, no para instruir, a pesar de los esfuerzos educacionales de nuestro país. Del capitalismo, lamentablemente, nos llega la luz de los escaparates, porque la cultura dominante en el mundo es la del consumismo. Hay que pelear, mente a mente, sin retoricismos. La historia debe enseñarse, desde luego, pero no van a comprender el éxtasis de la Historia, si no lo viven. Es decir, no se trata de cuan bien o mal lo expliquemos, sino de que la Revolución debe producir en ellos ese éxtasis en el presente.

Fíjate, creo que los internacionalistas -hablo de los verdaderos, los que se entregan de cuerpo y alma a dar y recibir–, lo sienten. Y cada internacionalista que ha vivido la experiencia de rescatar para sí el instante de poesía en el que una acción particular alcanza trascendencia histórica, vuelve a nacer como revolucionario. El capitalismo nos llena de objetos, de luces, de pirotecnia, y termina convirtiéndonos en objetos; una revolución -no quiero en este caso hablar de socialismo, algo aún por hacer–, debe transformarnos en sujetos. Las mujeres de origen humilde suelen ser las más entusiastas defensoras de una Revolución, porque pasan abruptamente de la condición de objetos del sistema y del hogar, a sujetos, a protagonistas de la Historia. El capitalismo mide la calidad de vida según la cantidad de dinero o de objetos que posea el individuo; la Revolución ofrece una nueva perspectiva: una vida es más plena si el individuo es protagonista de ella, de los acontecimientos de su época. Pero te advierto: ser objeto (vivir como un idiota) es cómodo, ser sujeto requiere esfuerzo. El capitalismo se reproduce sin explicaciones -prefiere mantener a las masas en la ignorancia o en un analfabetismo funcional, las idiotiza y las hace dependientes del «saber» que proporciona–, el socialismo necesita explicarse hasta el cansancio, por eso empieza siempre alfabetizando y promoviendo el estudio en las capas más humildes. Tanto debe explicar, y tantos deben hacerlo, que la explicación acaba por convertirse en teque. Y los jóvenes, por lo general más instruidos que los padres, suelen cansarse de las explicaciones que no se renuevan.

¿Cómo convertir la realización personal en necesidad colectiva? El sacrificio conciente no es una opción perdurable; pronto se convierte en un sacrificio a secas mediado por el teque, y la presión social, y deja de ser un medio de realización personal. Porque hay que advertir que -a diferencia del que se hace por compulsión–, el sacrificio conciente no es exactamente sacrificio: la entrega hasta la inmolación de Martí y del Che constituye también -por la manera que ambos tenían de entender la vida–, una forma elevada de realización personal. El único camino que existe para que los jóvenes entiendan la felicidad que experimentaron los jóvenes de ayer, es que la sientan hoy, y eso solo es posible si se asumen como protagonistas de la Revolución. Hace unos días le di botella a una muchacha recién graduada de física teórica que dejó su plaza en un importante centro de investigaciones para enseñar durante dos años en una escuela secundaria, porque el país necesitaba de profesores en ese nivel. Yo creía que eso ya no existía, pero la relativa excepcionalidad del hecho, casi a contracorriente de ciertas tendencias actuales, la hacía feliz.

¿Cómo propiciar el interés individual sin que contradiga o dañe el colectivo? La reproducción de valores socialistas será en lo adelante una tarea más compleja, que exigirá la ruptura de moldes desde hace tiempo ineficaces. Esa es la ganancia. Antes movilizabas a treinta trabajadores calificados en otras ramas para la campaña contra el mosquito, por ejemplo. Pagabas un salario desproporcionado, concebido para otras labores, por sustituir a los fumigadores que cobraban por no hacerlo. En realidad, esos treinta sobraban, no eran indispensables o en el peor de los casos, se dejaban de hacer cosas importantes en su centro. Con ello, ¿hacías o deshacías conciencias? Ahora no tendrás la nómina inflada, no puedes sacar a treinta personas de sus puestos, ni pagarle un salario a los fumigadores para que hagan mal las cosas. ¿Cómo haces el trabajo político, cómo involucras a toda la sociedad en las labores más urgentes? Si te olvidas de responder esas preguntas, si solo piensas en los estímulos salariales -sin duda, importantísimos–, y olvidas que tienes que reproducir valores que no se asocian exclusivamente con la relación necesaria entre lo producido y lo devengado, el socialismo se va a bolina. Si las respondes, bien, regular o mal, siempre alertas para rectificar, podremos avanzar por caminos nuevos hacia una sociedad diferente, más humana. Porque fíjate, todos los caminos conocidos nos llevan a una realización de corte individualista, ¿cómo reproduces los valores del socialismo en un mundo culturalmente dominado por valores capitalistas?, ¿cómo estimulas el interés individual, el que la propia Revolución creó en los jóvenes, sin que se convierta en individualista en un mundo en el que los medios audio-visuales (las películas, las telenovelas, los videos musicales) incentivan por lo general el consumismo?, ¿cómo conduces la realización del individuo hacia metas profesionales o laborales, de creación, que exijan de él lo mejor, en su bien y en el de la sociedad?

Nuestros padres hicieron una Revolución para solucionar grandes problemas colectivos que impedían la realización individual de todos y cada uno de los cubanos: la Revolución que toca ahora es la de hacer que cada interés personal sea un interés colectivo (y no al revés) e impedir, legal y moralmente, que pueda convertirse en un interés individualista. Hay que intentarlo, aunque ninguna sociedad lo ha logrado aún.

Usted ha expuesto que el socialismo no siempre ha sabido o ha podido desencadenar al máximo, como un interés social, las potencialidades del individuo y que la actualización cubana de su economía potencia esas posibilidades. ¿Puede abundar sobre ello?

Me pides que abunde en un tema que por el momento solo alcanzo a intuir. Creo que el socialismo se ha pensado hasta ahora solo en función de metas colectivas. Y que el reto que debe enfrentar es enorme: si ha creado una sociedad de profesionales, de técnicos, donde el nivel mínimo es de noveno grado, tiene que saber engranar esas individualidades sedientas de realización -que gracias a la Revolución tienen ahora la posibilidad de ser sujetos de su destino, en un país pobre y bloqueado–, para que la felicidad de cada una de ellas genere la corriente colectiva del desarrollo. No podemos ofrecerle al joven grandes salarios, pero somos una de las pocas sociedades del Tercer Mundo que puede propiciarle una realización profesional, es decir, espiritual. Un cubano al nacer puede aspirar a ser el mejor neurocirujano, el mejor bailarín clásico, el mejor pelotero o voleibolista, el mejor escritor o músico, sea cual sea su origen social.

No me creo el cuento -la antiutopía reaccionaria–, de una sociedad de clase media, de pequeños productores en un incipiente e idílico capitalismo que nunca en parte alguna existió. No se trata de avanzar moderadamente, bajo control, hacia el capitalismo. Al capitalismo no se avanza, se retrocede. Y el capitalismo siempre termina siendo incontrolable. Termina, en países como el nuestro, siendo dependiente de otros capitales, de otros intereses, y para Cuba está muy claro que eso implicaría una pérdida de independencia a favor del imperialismo norteamericano. Se trata de recontextualizar algunas formas de trabajo, de creatividad individual. Se trata de establecer una relación nueva entre el individuo y el Estado, en la que ninguno de los dos factores ceda responsabilidad. Detesto la mala interpretación del concepto de humildad. Hay que desterrar la absurda suposición de que si un individuo desea ser protagonista -en su trabajo o en el mundo, valga la exageración–, es alguien presuntuoso al que hay que detener. ¡Que vivan los hombres y las mujeres dispuestos a ser protagonistas! El socialismo crea masas de individuos -redibuja el rostro de cada persona en una multitud–, y solo puede triunfar si logra convertirlas a todas o a la mayoría en individualidades.

Los caminos que ha recorrido desde que se graduó de filosofía han sido diversos. El final de cada viaje geográfico o espiritual muchas veces ha tenido como resultado la escritura de un libro como los casos de Ensayos de identidad (1992), De la historia, los mitos y los hombres (1999), La utopía rearmada (2002) o Venezuela rebelde. Solidaridad contra dinero (2006). Hábleme de la persona que comenzó cada viaje y de la que los terminó.

Quisiera tener muchas vidas, para tener en cada ocasión una diferente. Como no puedo, como solo dispongo de una, he tratado de hacer cosas que rompan y enriquezcan lo que venía haciendo antes. Todos los viajes son espirituales, incluso los geográficos, de lo contrario no son viajes. Mis puntos cardinales son la filosofía, la literatura, la historia y la política, pero esta última domina, porque me siento en primer lugar un revolucionario. Digo, contrario a lo está de moda decir, que no vivo en Cuba porque me resulte imposible alejarme de mi paisaje de palmas o del Malecón habanero, ni siquiera porque en este país viva mi familia: vivo en Cuba porque existe una Revolución que le da sentido a mi vida. No vivo en Cuba porque sea cubano, sino porque soy revolucionario. Si no existiese la Revolución, quién sabe dónde estaría. Fui investigador de la Academia durante casi diez años, y participé en la elaboración colectiva de una Historia de la Literatura Cubana que me permitió entender el pensamiento cubano desde el estudio de la ensayística nacional, una carencia que traía de mis estudios de filosofía en Kiev, antigua Unión Soviética. Ese primer viaje culmina en José Martí. Todos los caminos humanísticos conducen en Cuba a José Martí, y una vez que llegas a él, no lo abandonas. Hay un texto mío sobre Martí que pudo haberse incluido en Ensayos de identidad (1992), pero que fue escrito cuando ya el libro estaba en fase de edición. Es mi último ensayo de corte puramente académico y sin embargo, ya en él polemizo con Rafael Rojas. Se publicó en la revista Casa de las Américas, en la saga de una discusión pública que desató una propuesta de división del pensamiento cubano en moderno y antimoderno, que lanzara en esos años Rojas, por entonces no totalmente definido en las filas de la contrarrevolución. Ese trabajo abriría sin embargo mi siguiente libro: De la historia, los mitos y los hombres (1999), un pequeño cuaderno de transición, donde el tono es más periodístico.

Es que entre un 1994 y 1999, ocurrió un terremoto en mi vida: acompañé a Cintio Vitier en la dirección del Centro de Estudios Martianos. Pasé abruptamente del tempo académico, que es más sosegado, de resultados semestrales, al tempo huracanado de la política en los años de Período Especial. Es la época en que surge y adquiere prestigio la revista Contracorriente (1995 – 2004), de la que fui fundador y director, que asimila por igual trabajos académicos que periodísticos, pensada como una publicación de corte político, que enfrentara la corriente de pesimismo y desesperanza en las filas de la izquierda, dominante por entonces. Fue un viaje, como todos, sin retorno. Cuando salí del Centro no volví a ocupar mi asiento en la Academia. Empezaba un tercer largo viaje en dos etapas, esta vez sí geográfico -entre 1999 y 2000, recorrí como un Indiana Jones, mochila al hombro, casi sin dinero, todas las ciudades y pueblos de Nicaragua, Honduras, Guatemala y Haití; y entre 2005 y 2006, en mejores condiciones, todo el territorio nacional de Venezuela–, para escribir dos libros políticos que mezclan sin rubor el ensayo, el periodismo, el testimonio: La utopía rearmada (2002) y Venezuela rebelde (2006). Entre uno y otro, recorrí algunas pocas millas interiores como director de la Cinemateca de Cuba, y conduje las primeras sesenta ediciones de la Videoteca Contracorriente, una memoria fílmica del pensamiento contemporáneo de la izquierda mundial. Me quedé con las maletas hechas para una tercera etapa, y un tercer libro, en Bolivia, porque en 2008, como sabes, tuve el privilegio de fundar una nueva publicación mensual, La Calle del Medio, que intenta pelear mente a mente, por los valores del socialismo, desde temas y tonos que simulan ser lights. Así que he sido profesor universitario, académico, funcionario cultural, periodista, y un poco aventurero. Y no renuncio a ser todas esas cosas a la vez. Martí, el Che y Don Quijote, son mis tres personajes de cabecera. Aún me invitan como ponente a Congresos Internacionales de Filosofía y siento que mi forma de pensar está definitivamente marcada por esa profesión. Pero mi vida es y será la Revolución.

¿No le agota siempre vivir a contracorriente de lo que dictan las modas, el mercado, las épocas, la lógica de los hombres?

Cuba sabe navegar a contracorriente. Cuando otras embarcaciones naufragaron, la nuestra prosiguió su viaje. A veces las contracorrientes marinas son las que en realidad establecen el movimiento de los océanos. Pero no es una elección premeditada, llegará el día en que la Humanidad tomará el camino de la Revolución y del socialismo. Entonces Cuba, y por supuesto yo, viviremos en la corriente. No trabajo ni me guío por modas o estrategias de mercado; no soy un anarquista siempre en contra. Creo en lo que hago y no concibo mi vida sino como participación revolucionaria. Nunca es suficiente lo que has hecho, o vivido, o leído (que es otra forma de vivir) para ser revolucionario, puedes serlo hoy y mañana no. Puedes dejar de serlo sin darte cuenta. Por eso, como dice Frei Betto, un revolucionario tiene que volver a nacer muchas veces en su vida. Espero tener la fuerza y el valor de volver a nacer muchas veces más.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso de la autora mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.