El 14 de mayo del año 1948, antes que la medianoche de ese nefasto día señalara el fin del mandato británico en Palestina, en forma unilateral, y con la complicidad de las superpotencias surgidas tras el fin de la Segunda Guerra Mundial, unido al sostén político, militar y diplomático del agonizante imperio británico, los líderes sionistas, apoyados por sus bandas terroristas, declaran el nacimiento de la entidad israelí.
Aquella proclamación desencadenaría el primer conflicto armado entre Israel y países árabes, opuestos a aceptar aquel quiste incrustado en Oriente medio. En la conformación de esa entidad ajena a la historia y desarrollo de la región, el plan de dominio expresado por la Declaración Balfour fue un eslabón más en esa cadena de hegemonía imperialista, que comenzó a concretarse tras la caída del Imperio otomano, aquel “hombre enfermo de Europa” que vería sus anteriores posesiones repartidas en la ambición y poderes de las potencias europeas: Francia y Gran Bretaña, que como aves de rapiña acudirán presurosas al reparto de las migajas surgidas del fin de un imperio que tuvo dominio sobre la región durante 4 siglos y medio, desde las primeras conquistas de Mehmed I en el 1450.
Sykes-Picot y Balfour son los antecedentes de la división del Levante mediterráneo y la idea de entregar Palestina a las manos del sionismo. El fin de la PGM traería, para esa región, consecuencias cuyos efectos se viven hasta el día de hoy. En el marco de las condiciones impuestas a los derrotados y en la idea de crear un nuevo orden mundial se funda la llamada Sociedad de las Naciones (enero 1920) cuyo pacto, en su artículo N.º 22, estableció un sistema de mandatos – a cargo de las potencias vencedoras, principalmente Francia y Gran Bretaña – que administraría los ex dominios imperiales, tanto del derrotado Imperio Aleman (segundo Reich) como del Imperio otomano, a través de variados órganos creados junto a la Sociedad de las Naciones, tales como: el Consejo de la Sociedad de Naciones, Comisión Permanente de Mandatos y el Tribunal Permanente de Justicia Internacional.
Es en ese plano que se entiende la división territorial del extinto Imperio otomano. En un interesante trabajo de la profesora de relaciones internacionales española, Paloma García, esta señala: “Al estallar la guerra en Europa, en julio del año 1914, la postura otomana era todavía una incógnita. Aun cuando Gran Bretaña había ejercido de inequívoca defensora de su integridad territorial, parecía improbable que los turcos se vincularan con quien a su vez pactaba con Rusia, su rival secular. De modo que, cuando la Sublime Puerta optó por asociarse a los Imperios Centrales, las potencias aliadas evaluaron de inmediato las ganancias adicionales derivadas de la que esperaban fuese una derrota conjunta, y ello como consecuencia del viejo derecho de conquista: la adquisición de un título válido sobre un territorio como resultado de una victoria militar”
Nos señala García, que el principal interés británico consistía en controlar con seguridad el crítico paso por el Canal de Suez, vital en la ruta más directa hacia la India y decisivo para las comunicaciones marítimas de un imperio que centraba su poder en el control de los mares. A esto se agregaban las tensiones en los denominados Santos Lugares, sede milenaria de las iglesias cristianas orientales, reclamando los ortodoxos de Siria y Palestina el valimiento del zar frente a unos católicos respaldados principalmente por Francia. Amparándose en su secular tutela sobre los cristianos maronitas, entre otros, ésta proclamaba también indiscutibles “derechos históricos” sobre aquellos territorios, los actuales Siria y el Líbano, donde compañías francesas habían invertido en el tendido ferroviario y en la industria de la seda”.
Mientras Gran Bretaña y Francia se repartían Asia Occidental, haciendo concreto el acuerdo firmado cuatro años antes y con ello hacer real el prorrateo del Levante Mediterráneo, el general Mustafá Kemal Atatürk y el derrotado ejército turco se retiraron a la región de Anatolia. Establecidos allí, pudieron acometer la configuración de la moderna nación turca, comenzando por hacer frente a un ataque griego y el rechazo del Tratado de Sevrés (firmado por el sultán y el gobierno turco de la postguerra) que pretendía conformar en Anatolia Oriental la nación kurda. Algunos distritos pasaron a formar parte de Armenia. Grecia recibió su tajada en Tracia oriental y Esmirna. Se reconoció la separación de Egipto, Hiyaz y Yemen. Mosul, Palestina, y Transjordania pasaron a manos británicas, Siria y El Líbano a manos francesas.
Contra Sevrés se levantaron los nacionalistas encabezados por Mustafá Kemal Atatürk que lograron retener Anatolia, parte de Tracia oriental, derrotando a griegos y armenios, poniendo fin, además, a las zonas de influencia francesa e italiana. Se firma así el tratado de Lausana, el año 1923, que anula Sevrés y donde Turquía adquiría la línea de fronteras que se mantiene hasta el día de hoy abriendo así el camino, para establecer la nación que hoy conocemos. Un país que bajo otras condiciones políticas y hegemónicas busca relanzar aquel poderío perdido. Esto bajo el concepto del neotomanismo. Una Turquía que se debate entre estas nociones que han marcado sus 97 años de vida: el Kemalismo y el Neotomanismo, a pesar que analistas internacionales hablan de cierta superación del neootomanismo, mi visión es que esa doctrina está más vigente que nunca, a pesar de las tensiones subyacentes en su escenario regional.
Así lo afirmé en un artículo escrito hace un lustro donde este Neo- Otomanismo tiene en su seno una ambiciosa visión estratégica – que se supone centrada en cero problemas con sus vecinos. Una realidad geoestratégica que tensiona el Neo-Otomanismo en sus aristas de “Profundidad Estratégica y Cero Problemas con los vecinos”, lo cual resulta una ficción en una región donde las alianzas se tejen en función de intereses, objetivos y realidades disímiles. Hablar de cero problemas en esa realidad, resulta falsario, más aún cuando en el conflicto sirio observamos, nítidamente, una Turquía con afanes claramente expansionistas.
Para entender esta Turquía que pretende reflotar viejas glorias, hay que entender entonces el concepto de «profundidad estratégica» desarrollado por el académico y ex primer ministro Ahmed Davutoglu, que sedujo a Recep Tayyip Erdogan. Noción, que en la teoría significa ahondar las relaciones turcas y hacerlo en virtud de prioridades diplomáticas, económicas de cooperación y militares, con su entorno inmediato: países árabes y musulmanes tanto de Asia Occidental como Central, países balcánicos y aquellos situados en el Cáucaso Sur. Una visión más amplia que la meramente europea del extinto Kemalismo.
El Neo-Otomanismo inicia así un trabajo de entendimiento con sus vecinos, incluso en ese entonces Siria (previo a la agresión del año 2011) desempeña un papel activo en el conflicto palestino con relación a la entidad sionista, sobre todo aprovechando la sensible caída de la influencia egipcia y el peso cada día más disminuido de la política exterior saudí. El paradigma político instaurado por la dupla Erdogan-Davutoglu, bajo el nombre de Neo-Otomanismo se empeñó en instaurar una zona de estabilidad para las pretensiones turcas cumpliendo así su agenda de trabajo explicitada por Davutoglu bajo claras directrices:
- Turquía debe adaptarse a la realidad dictada por la postguerra fría.
- Turquía no estaba para inclinarse a uno u otro eje de poder en la zona, debería construir su propio eje y radio de influencia.
- Las crisis regionales dan la posibilidad de mostrar el poderío turco, no sólo mostrar un “poderío blando· sino también el “poderío militar”.
El Neo -Otomanismo merece un artículo especial pero lo claro es que la historia nos señala que los despojos de aquel “hombre enfermo de Europa”, la agonizante administración imperial de la “sublime puerta”, el Imperio otomano que rigió los destinos de millones de personas entre los años 1299 al año 1923, fueron repartidos entre las potencias occidentales de Francia y Gran Bretaña, que a la par de buscar provecho económico, político, geoestratégico, permitieron afianzar el proceso colonizador del sionismo, que movía sus tentáculos en los pasillos políticos y diplomáticos de Londres y París, con el fin de conseguir el aval y el apoyo concreto para hacer carne su objetivo mítico de ocupar Palestina, bajo las máximas falsarias de considerarse un “pueblo elegido” para una “tierra prometida”.
La caída de la sublime puerta fue el paso decisivo, no sólo para el reparto como botín de guerra de Siria, El Líbano, Transjordania, Irak, sino en forma principalísima, para la irrupción de Gran Bretaña como potencia con Mandato sobre Palestina y con ello la doxa y praxis sionista, que tras su proclamación el año 1948 como entidad, ha significado un proceso de ocupación y colonización, que se ha saldado con decenas de miles de asesinatos, cientos de miles de heridos, millones de refugiados y sobre todo la creación de un modelo de dominio donde el apartheid, la construcción de muros, la conformación de bantustanes, como también la segregación y el crimen son parte componente del sionismo.
El papel inicial de Gran Bretaña ha sido tomado, en forma fundamental por Washington a partir, sobre todo, del fin de la guerra del año 1967, que ha significado poner en marcha el tercer diseño de este esquema de dominio de Asia Occidental, expresado en la disposición del régimen israelí como punta de lanza de los intereses de Estados Unidos y sus aliados occidentales, dotando para ello a esta entidad de recurso militares, apoyo político y diplomático, donde el AIPAC y las administraciones de gobierno estadounidense han jugado un papel preponderante. Pero, así como han caído imperios, también caerán bajo el peso de la justicia y la lucha de los pueblos, las ideologías y su práctica de dominio, desarrolladas al amparo del reparto de Asia occidental, como son el wahabismo y el sionismo.
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