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Otra historia del 68 en Chicago

Fuentes: The American Prospect / Sin Permiso

Puede que quienes siguen esta columna tuvieran la esperanza de que conservase bastante autocontrol como para no infligirles otro más de los inacabables recordatorios del cincuenta aniversario de 1968 a los lectores incautos.   Pues se equivocaron ustedes. Ahí va: Hace cincuenta años esta semana, en la última noche del cataclismo de la Convención Demócrata que […]

Puede que quienes siguen esta columna tuvieran la esperanza de que conservase bastante autocontrol como para no infligirles otro más de los inacabables recordatorios del cincuenta aniversario de 1968 a los lectores incautos.  

Pues se equivocaron ustedes. Ahí va:

Hace cincuenta años esta semana, en la última noche del cataclismo de la Convención Demócrata que dejó el orden del New Deal hecho permanentemente trizas, yo estaba sombríamente sentado en el pasillo de un piso del Hotel Conrad Hilton de  Chicago, cuartel general de la Convención, el hotel en el que se domiciliaba el personal de la campaña de Eugene McCarthy [el candidato de los contrarios a la guerra], el hotel que daba a lo que quedaba del Parque Grant después de que la policía anduviera por allí desbocada las dos últimas tardes.

Tenía abundante compañía sombría. Este piso (lo recuerdo como el 15, pero Jamie Galbraith insiste en que era el 14) era el del personal más joven, entre el cual, con 18 años, yo era el más jovencito. Las despedidas tristes y el humor apocalíptico estaban a la orden del día, o para ser más exactos, de la noche. Después de dedicar muchos meses a una campaña presidencial centrada en acabar con nuestra horrenda guerra en Vietnam, nos quedaba poco salvo nuestra amistad y algunos ardores políticos modestamente mejorados para demostrarla. McCarthy no había conseguido la designación como candidato, había muerto Bobby Kennedy, la propuesta de un plan de paz en el programa del partido había sido rechazada por la mayoría de los delegados de la Convención nombrados maquinalmente (la era de las primarias y los caucus no había empezado de verdad); los manifestantes contra la guerra en los parques – a los que la mayoría de nosotros se había unido cuando podíamos hurtar r algunos momentos durante la semana – había sido apaleada, pateada y arrojada a los furgones policiales por la pasma de Chicago, la cual, al haberse quedado sin manifestantes, seguía alegremente desmandada golpeando a quienes pasaban ignorantes de todo por delante del hotel, y todo esto se transmitía al país en televisiones de pantallas partidas -en una mitad, los polis atacando a cualquier cosa que se moviera (el informe oficial del gobierno sobre la Convención denominaría su conducta «revuelta policial «); en la otra, los discursos para la designación del candidato en el auditorio de la Convención. Al apoyar la designación de un candidato, competidor tardío, por la paz [Hubert H. Humphrey], Abe Ribicoff, antiguo miembro del gabinete de JFK y gobernador de Connecticut, declaró: «Si George McGovern fuera presidente, no tendríamos estas tácticas propias de la Gestapo en las calles de Chicago». Una de las muchas cámaras que acechaban en el recinto de la Convención mostró al alcalde de Chicago, Richard Daley, dando brincos y chillándole a Ribicoff; no había ningún micrófono cerca de él para radiar lo que estaba diciendo, pero hasta el más novicio lector de labios podía descifrarlo: «Que te den, jodido judío, que te den».

Ay, recuerdos.

Pues bien, en las sombrías postrimerías de esos festejos, los chicos de McCarthy estaban tirados en las alfombras del pasillo y por las habitaciones, tocando la guitarra, cantando, sin tener ni idea de qué lúgubre futuro le esperaba al país, pero bastante seguros de que sería nefasto. El ánimo era afligido y dulce.

Y entonces, quiénes aparecieron ante nuestros deslumbrados ojos sino los polis de Chicago, saliendo en tropel de los ascensores de servicio. Su cuento (que no se molestaron en contarnos, los polis de Chicago no daban explicaciones en aquellos días, y tampoco parecen darlas hoy en día) era que alguien les había tirado algo desde una ventana del hotel, y que procedía de nuestra planta. Blandiendo la porra, cargaron por los pasillos, desalojaron las habitaciones y los corredores, golpeando a un par de tipos que ofreció algo de resistencia, y nos arrearon hasta los ascensores, cupiéramos o no. Aunque en aquellas época yo estaba como un palillo, me asomé lo bastante, con todo, desde uno de los ascensores atestados para que la puerta no se cerrara, así que un poli me echó hacia atrás atizándome en el pecho con la porra. La puerta se cerró, y abajo que nos fuimos, saliendo  disparados en el vestíbulo como los ocupantes de la escena del camarote de Una noche en la Ópera.

Mi historia sobre el Chicago del 68.

La guerra todavía coleaba con furia inútilmente, lo mismo que las manifestaciones antibelicistas cada vez mayores. Así que, una última anécdota, solo sea porque si acaso porque es menos deprimente: ésta de la inmensa manifestación en el National Mall [de Washington] en protesta por nuestra invasión de Camboya, y la muerte de los estudiantes en Kent State [en la Universidad del Estado de Ohio] en mayo de  1970. Había hecho dedo con un amigo entre Nueva York y el Distrito de Columbia y había vuelto a hacerlo de regreso en una ranchera llena de sedicentes cineastas independientes de Greenwich Village (todos los cineastas de Greenwich Village eran independientes en 1968). Las decenas de miles de manifestantes que habían llegado de Nueva York emprendieron entonces el regreso, lenta y luego glacialmente, por la I-95. En alguna parte del norte de Maryland, el tráfico acabó por detenerse por completo. En las primeras horas de un atardecer cálido, con el sol todavía por ponerse, seguimos sentados, y así nos quedamos.  Las ventanillas estaban bajadas, los chicos que se habían manifestado hablaban con los chicos de los coches de al lado. Alguien abrió la puerta de un coche, salió, anduvo hasta el coche siguiente y le pasó a una persona un canuto. Luego otra persona hizo otro tanto, y otra, y otras más, y en pocos momentos, todo la I-95 pareció iluminarse. No era el socialismo en un solo país, a buen seguro, sino la contracultura, los 60, en una autopista federal.

Tengo otras historias sobre los años 60, pero ahí lo dejo.

 

Harold Meyerson: columnista del diario The Washington Post y editor general de la revista The American Prospect, está considerado por la revista The Atlantic Monthly como uno de los cincuenta columnistas mas influyentes de Norteamérica. Meyerson es además vicepresidente del Comité Político Nacional de Democratic Socialists of America y, según propia confesión, «uno de los dos socialistas que te puedes encontrar caminando por la capital de la nación» (el otro es Bernie Sanders, combativo y legendario senador por el estado de Vermont).

 
Fuente del artículo original: The American Prospect 
Traducción: Lucas Antón
Fuente: http://www.sinpermiso.info/textos/otra-historia-del-68-en-chicago