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Palestina ¿un pueblo con derechos o individuos con necesidades?

Fuentes: Europe-Solidaire

«Palestina es un país sin pueblo; los judíos son un pueblo sin país». (Israël Zangwill, diciembre de 1901) (1). «Mi plan se basa en la idea según la cual la prosperidad económica permite preparar un arreglo político y no la inversa» (Benyamin Netanyahu, diciembre de 2008) (2). Más de 100 años separan estas dos declaraciones. […]

«Palestina es un país sin pueblo; los judíos son un pueblo sin país».
(Israël Zangwill, diciembre de 1901) (1).

«Mi plan se basa en la idea según la cual la prosperidad económica permite preparar un arreglo político y no la inversa»
(Benyamin Netanyahu, diciembre de 2008) (2).

Más de 100 años separan estas dos declaraciones. La primera, enunciada por un dirigente del movimiento sionista a comienzos del siglo XX, intentaba legitimar el proyecto de colonización de Palestina. La segunda, pronunciada por el actual Primer Ministro israelí, es ilustrativa de una retórica en boga hoy, la de la «paz económica» entre Israel y los palestinos. A pesar de las apariencias, estas dos sentencias no están tan alejadas una de la otra. Son en realidad reveladoras de una misma tendencia, vigente desde hace más de un siglo: la negación, por el movimiento sionista y luego por el estado de Israel, de la existencia de un pueblo palestino con derechos nacionales.

«Una tierra sin pueblo para un pueblo sin tierra»

El movimiento sionista se desarrolló en la segunda mitad del siglo XIX alrededor de la idea de que el resurgir del antisemitismo en Europa era la prueba de la imposibilidad de la coexistencia entre los judíos y las naciones europeas. Apoyados en esta constatación, los dirigentes sionistas afirmaron la necesidad de la constitución de un estado judío, único refugio posible contra las persecuciones. Al término de agrias discusiones, fue Palestina la elegida para ser el lugar del establecimiento del estado judío.

Popularizando la consigna de la «tierra sin pueblo», los dirigentes sionistas perseguían dos objetivos: defender la legitimidad y la posibilidad de la construcción de un estado judío en una tierra que ningún pueblo reivindicaría; adornar el proyecto de colonización con una dimensión de «domesticación de un territorio virgen», como lo que había existido en los Estados Unidos alrededor de la «Conquista del Oeste» y del mito de la Frontera.

El primer objetivo pretendía responder a una dificultad mayor: los equilibrios demográficos reales. Cuando el I Congreso sionista se reunía en Basilea en agosto de 1897, el 95% de los habitantes de Palestina, entonces bajo dominación otomana, eran no judíos. La creación de un estado judío implicaba, pues, un proceso de colonización sistemática que no podía atraer a los potenciales colonos más que si su dimensión conflictiva era descartada: no habrá pueblo indígena que reivindique también su soberanía sobre Palestina.

La segunda dimensión es a menudo subestimada. Es sin embargo una de las fuentes del entusiasmo suscitado por el proyecto sionista entre un cierto número de judíos europeos, en particular con la imagen de los «colonos que hacen un vergel del desierto». Esta mitología está hoy aún muy presente en la historiografía israelí, incluso entre «nuevos historiadores» como Tom Segev: «(Palestina en la época otomana) no era más que una provincia atrasada, sin leyes ni administración. La vida se desarrollaba allí al ralentí, en la sujeción a la tradición y al ritmo del camello» (3).

La negación de la existencia de un pueblo árabe palestino es pues uno de los pilares esenciales del proyecto sionista. Pero contrariamente a una interpretación corriente, la fórmula de la «tierra sin pueblo» no ha servido solo para afirmar que Palestina era una tierra virgen. Cuando cualquiera pudo constatar, desde los años 20 y las primeras revueltas de los autóctonos contra la colonización, que no era así en absoluto, se ha tratado de negar que los palestinos formaran propiamente hablando un pueblo que pudiera reivindicar una soberanía y derechos nacionales.

Refugiados que no lo son, territorios que no pertenecen a nadie

Cuando la ONU adoptó el plan de reparto de Palestina en noviembre de 1947, los judíos representaban 1/3 de la población. El 55% de Palestina fue atribuido al estado judío, el 45% al estado árabe. Incluso si aceptaron formalmente el reparto, los dirigentes del estado de Israel no renunciaron a su proyecto de construir un estado judío sobre «toda Palestina». Se trataba pues de conquistar territorio y desembarazarse de los no judíos.

Tras la guerra de 1948, Israel controla el 78% de Palestina. 800.000 palestinos se vieron obligados al exilio por una política de limpieza étnica sistemática (4), indispensable para proclamar un estado judío en la mayor superficie posible. Más allá de la negación, por Israel, de sus responsabilidades en este éxodo, es el desarrollo de una cierta retórica israelí lo que nos interesa aquí: los ex-habitantes de Palestina son árabes «como los demás», sería lógico que intentaran integrarse en el seno de los estados árabes en los que se han refugiado más que querer vivir en un estado judío.

Tras la guerra de junio de 1967, el estado de Israel ocupó, entre otras cosas, el 100% de Palestina. Cisjordania y la Banda de Gaza están bajo la ocupación israelí pero Israel no acepta que esos territorios sean «ocupados», en la medida en que no pertenecen a nadie. Es así como Golda Meir, primera ministra israelí, declara en marzo de 1969: «¿Cómo podríamos devolver esos territorios?. No hay nadie a quien entregarlos». La lógica es la misma que con los refugiados de 1948: los palestinos no eran un pueblo, no tienen ningún derecho sobre la tierra de Palestina. Los dirigentes israelíes no hablarán pues de «territorios ocupados» sino de «territorios disputados»; no habrá «colonias» en Cisjordania y Gaza, solo «implantaciones». Dan Ayalon, viceministro israelí de asuntos exteriores, escribía aún recientemente: «No se han comprendido los derechos de Israel sobre un territorio disputado, que se llama impropiamente «territorio ocupado». En efecto, conocido con el nombre de Cisjordania, este territorio al oeste del Jordán no puede, en forma alguna, ser considerado como ocupado, en el plano de la ley internacional, pues no ha tenido jamás una soberanía reconocida antes de su conquista por Israel» (5).

Un «reconocimiento» impuesto y relativo

A iniciativa de los estados árabes, y particularmente del Egipto de Nasser, la Organización de Liberación de Palestina (OLP) fue fundada en 1964. Al comienzo instrumento en manos de los regímenes árabes que rechazan a los palestinos toda autonomía institucional, la OLP pasa bajo control de las organizaciones palestinas en 1968. Durante los 25 años que siguen, Israel se negará a reconocer a la OLP y a negociar con ella. Este planteamiento se inscribe en la continuidad de las dinámicas expuestas hasta aquí: reconocer a la OLP, es reconocer que existe un pueblo palestino en lucha para la satisfacción de sus derechos nacionales.

Sin embargo el nacionalismo palestino se desarrolla, en los campos de refugiados del exterior y en los territorios ocupados. A finales del año 1987 se produce un levantamiento masivo y prolongado de la población de Cisjordania y de Gaza: es la 1ª Intifada. En el cambio de los años 1990 la cuestión palestina es un factor de inestabilidad en Medio Oriente, zona estratégica sobre la que los Estados Unidos quieren asegurar su dominio tras la caída de la URSS. La administración estadounidense obliga a Israel a negociar con la OLP, negociaciones que desembocarán en los Acuerdos de Oslo (1993-1994).

Yasser Arafat, presidente de la OLP, y Yitzhak Rabin, primer ministro israelí, intercambian entonces «cartas de reconocimiento mutuo». Pero mientras la OLP reconoce «el derecho del estado de Israel a vivir en paz y en seguridad (…), acepta las resoluciones 242 y 338 del Consejo de Seguridad de la ONU (…), renuncia a recurrir al terrorismo y a cualquier otro acto de violencia (…)» (6) y modifica su Carta, Israel se contenta con informar de su decisión de «reconocer a la OLP como el representante del pueblo palestino y comenzar las negociaciones con la OLP en el marco del proceso de paz en Próximo Oriente» (7).

Si Israel parece reconocer la existencia de un pueblo palestino, no se trata sin embargo de reconocer sus derechos. Lo demuestran las declaraciones de Rabin ante los diputados israelíes sobre los Acuerdos de Oslo: «El estado de Israel integrará la mayor parte de la Tierra de Israel en la época del mandato británico, con una entidad palestina a su lado que será un hogar para la mayoría de los palestinos que viven en Cisjordania y Gaza. Queremos que esta entidad sea menos que un estado y que administre, de forma independiente, la vida de los palestinos que estarán bajo su autoridad. Las fronteras del estado de Israel (…) estarán más allá de las líneas que existían antes de la Guerra de los 6 días. No volveremos a las líneas del 4 de junio de 1967» (8). No se trata de satisfacer las reivindicaciones de los palestinos sino de crear una entidad administrativa encargada de gobernarlos.

De la fragmentación al unilateralismo

Los Acuerdos de Oslo consagran una división de hecho entre los palestinos de Israel (hoy 1.1 millones), los palestinos de Cisjordania y de Gaza (cerca de 4 millones), los palestinos de Jerusalén (250.000) y los palestinos exilados (más de 6 millones). Esta fragmentación en 4 grupos con estatus diferentes participa de una «desnacionalización» de la cuestión palestina: los proyectores están enfocados solo sobre los palestinos de Cisjordania, de Gaza y de Jerusalén, cuyos derechos sin embargo internacionalmente reconocidos se convierten en un objeto de negociaciones subordinado a las exigencias israelíes, particularmente en materia de seguridad.

El proceso de fragmentación es en realidad doble, puesto que es también interno a los territorios ocupados con el desarrollo de la colonización, de las carreteras reservadas a los colonos y los múltiples puntos de control israelí: Jerusalén está aislada del resto de Cisjordania, Gaza está aislada del resto del mundo, Cisjordania está separada en diversas «zonas autónomas». La respuesta israelí a la «2ª Intifada» (septiembre de 2000) es un refuerzo de estas políticas, en particular con la construcción del Muro que, lejos de «separar» Israel y los territorios ocupados, encierra a los palestinos en enclaves aislados unos de otros.

Esta doble fragmentación y esta política de enclave apuntan en particular a destruir las bases materiales del sentimiento de pertenencia a una nación con una situación e intereses comunes, pero también a hacer imposible la existencia de una dirigencia nacional representativa y que reivindique derechos para el conjunto de los palestinos. Mientras la población adquiere cada día más reflejos localistas, las fuerzas políticas palestinas están cada vez más divididas, tanto sobre bases políticas como territoriales. División en seno del Movimiento nacional, pero también en el interior de los partidos.

Esta debilidad del Movimiento nacional será uno de los pretextos invocados por Ariel Sharon, primer ministro israelí entre 2001 y 2006, cuando afirme que es imposible negociar con los palestinos y que Israel debe actuar solo adoptando medidas «unilaterales», como la retirada-bloqueo de Gaza en 2005. Fenómeno aparentemente paradójico, los palestinos son de hecho excluidos del arreglo de la cuestión palestina. Se trata de hecho, una vez más, de hacer desaparecer a los palestinos de la escena no considerándoles como un pueblo con derechos sino como simples residentes a penas tolerados y sometidos a la buena voluntad de Israel.

¿La «paz económica» contra los derechos políticos?

Cuando Hamás gana las elecciones legislativas de enero de 2006, la Unión Europea, los Estados Unidos e Israel adoptan una actitud que equivale a un rechazo a reconocer los resultados del escrutinio: boicot diplomático del nuevo gobierno, suspensión de las ayudas económicas a la Autoridad Palestina, apoyo a la tentativa de derrocamiento de Hamás en Gaza… Esta actitud culmina en 2007 con el condicionamiento del reinicio de las ayudas internacionales al nombramiento de un nuevo gobierno palestino bajo la dirección del «candidato preferido» de Israel, de Europa y de los Estados Unidos: Salam Fayyad, cuya lista no tenía sin embargo más que dos diputados (de 132). El no reconocimiento de la victoria de Hamás y la imposición de Salam Fayyad en el puesto de primer ministro se inscriben en las dinámicas descritas hasta aquí. Negación de las aspiraciones reales de la población palestina, voluntad de despolitizar sus reivindicaciones. Salam Fayyad no es un dirigente del Movimiento nacional sino un antiguo alto funcionario del Banco Mundial y del FMI. Las negociaciones que siguen al nombramiento de Fayyad no estarán consagradas a la satisfacción de los derechos nacionales de los palestinos sino a la mejora de sus condiciones de vida: levantamiento de algunas barreras, aumento de las ayudas internacionales, proyectos de desarrollo económico… La temática de la «paz económica», particularmente planteada por el actual gobierno israelí, viene pues de lejos. La afirmación de Netanyahu según la cual «la prosperidad económica permite preparar un arreglo político» (9) no es en realidad más que el nuevo rostro de la retórica de la «tierra sin pueblo»: no se trata de considerar a los palestinos como un pueblo con derechos colectivos sino como individuos con necesidades. El derecho a la autodeterminación, el derecho al retorno de los refugiados, la igualdad de los derechos para los palestinos de Israel… están totalmente ausentes de los discursos.

Quienes, en las cancillerías u otros lugares, piensan que los palestinos están dispuestos a renunciar a sus derechos a cambio de contrapartidas económicas, se equivocan profundamente. La cuestión palestina es y sigue siendo una cuestión fundamentalmente política. Desde hace varias semanas la removilización visible de la población palestina debería sonar como una advertencia: nadie podrá comprar la paz (10).

Notas

1. Israel Zangwill, «The Return to Palestine», New Liberal Review, diciembre de 1901, p. 615.

2. Benyamin Netanyahu, entrevista en Le Figaro, 18 de diciembre de 2008.

3. Tom Segev, C’était en Palestine au temps des coquelicots, Liana Levi, 2000, p. 7.

4. Se pueden leer sobre este tema los libros del historiador israelí Ilan Pappe. La guerre de 1948 en Palestine, La Fabrique, 2000, La limpieza étnica de Palestina, traducción de  Luis A. Noriega Hederich, Crítica 2008, y la Historia de la Palestina Moderna, traducción de Beatriz Mariño,Akal 2007, así como el libro de Dominique Vidal y Sébastien Boussois, Comment Israël expulsa les Palestiniens (1947-1949), Editions de l’Atelier, 2007.

5. Dany Ayalon, «Israel’s Right in the «Disputed » Territories» (Los derechos de Israel en los territorios «disputados»), Wall Street Journal, 30 de diciembre de 2009.

6. Cartas de reconocimiento mutuo intercambiadas entre Yasser Arafat y Yitzhak Rabin, septiembre de 1993, disponibles en http://www.monde-diplomatique.fr/ 7/ Idem.

8. «Address to the Knesset by Prime Minister Rabin on the Israel-Palestinian Interim Agreement», 5 de octobre de 1995, disponible (en inglés) en la página web del Ministerio de Asuntos exteriores de Israel.

9. Cf. nota 2.

10. Ver sobre este tema mi artículo «L’échec programmé du plan » Silence contre Nourriture » (juin 2008)», disponible en http://juliensalingue.over-blog.com

www.europe-solidaire.org/  http://www.vientosur.info/

Traducción de Alberto Nadal para Viento Sur