Es bien conocido el axioma de De Quincey: «Si uno empieza por permitirse un asesinato, pronto no le da importancia a robar, del robo pasa a la bebida y a la inobservancia del día del Señor, y se acaba por faltar a la buena educación y por dejar las cosas para el día siguiente. Una […]
Es bien conocido el axioma de De Quincey: «Si uno empieza por permitirse un asesinato, pronto no le da importancia a robar, del robo pasa a la bebida y a la inobservancia del día del Señor, y se acaba por faltar a la buena educación y por dejar las cosas para el día siguiente. Una vez que empieza uno a deslizarse cuesta abajo ya no sabe dónde podrá detenerse».
Por alguna extraña conjunción de azares, la frase volvió a mi mente durante la final de la pelota cubana. En medio de la fiesta, de la innegable pasión que levantó la serie, se irguió -confundido con el furor del clásico nacional- un Mister Hyde que se impuso por la fuerza y el volumen de su grito. Ya sabemos que el deporte -ese celebrado espacio de la amistad y el encuentro- es también la estilización de una pugna, la continuación de la guerra por otros medios. Hemos sido testigos (los seguidores del fútbol europeo lo saben mejor que nadie) de que a pesar de la sofisticación del enfrentamiento, con frecuencia el deporte pierde su carácter metafórico y los estadios y sus alrededores se convierten en verdaderos campos de batalla. En medio de ese panorama, nuestra Serie Nacional hizo un modesto aporte como espacio de confrontación.
No voy a lamentar aquí una derrota lingüística refrendada por miles de acaloradas voces en todo el país: la desaparición de una vieja e ingeniosa imagen que había resistido durante décadas el uso por parte de indignados espectadores (¡ampaya, cuchillero!), avasallada por la poco sutil, nada imaginativa y ya gastada de ¡hijoeputa! No, no voy a referirme a la dolorosa extinción de una palabra apuñalada por la más previsible de todas, sino a la abrumadora expansión de otra.
Es imposible saber a ciencia cierta cómo y en qué momento entró en el vocabulario nacional el término palestino para designar, despectivamente, a los inmigrantes de la zona oriental del país llegados a La Habana. Era un término poco feliz porque utilizaba en tono de burla o de desprecio el nombre de un pueblo sufrido, heroico y admirable como pocos. Pero lo cierto es que tuvo fortuna y se incorporó sin grandes tropiezos al habla cotidiana. Su apoteosis, sin embargo, llegó durante los juegos finales de la serie entre Industriales y Santiago, cuando decenas de miles de voces se elevaron en el Latino y se dejaron escuchar por radio y televisión, como forma de insultar (y linchar moralmente) al adversario. Allí se mezclaban la pasión del juego con una suerte de histerismo colectivo concentrado en el grito de palestinos, acompañado de una amplia gama de epítetos y recomendaciones fáciles de imaginar. Nadie me lo contó. Yo estuve en las congestionadas gradas del right field en uno de esos juegos.
Como habanero nacido en Bayamo -que por esa y otras razones se considera de ambos sitios aunque apoye sin complejo de culpa a los Industriales-, la situación me parecía especialmente vergonzosa. Las fotografías de carteles callejeros o algunos mensajes que han circulado después por vía electrónica revelan más, incluso, de lo mucho que dicen.
No voy a cometer la ridiculez de hacer una lista de lo que la historia y la cultura de Cuba deben a los orientales. Primero porque sería interminable, y segundo, porque en el fondo ese desprecio no responde a una fatalidad geográfica; no es el oriental lo que irrita, sino (como suele ocurrir) un determinado tipo de ellos. A nadie parecen molestar las invisibles y constantes llegadas de profesionales, pero a muchos sí, en cambio, el arribo de una colorida y bien visible oleada de gente humilde. Nadie ha lamentado, hasta donde sé, la fuga de cerebros hacia La Habana, la persistente expoliación que ella ha ejercido sobre el resto del país incluidas, naturalmente, las provincias orientales. Esa visión aristocratizante y selectiva es especialmente patética si se tiene en cuenta que la reproducen incluso personas de los sectores menos favorecidos de La Habana (no había más que estar en las gradas del right field para saberlo), quienes parecen proyectar sobre el otro sus propias frustraciones.
Aunque tengo la sensación de que nuestro imaginario cultural ha contribuido a dar una visión simplificada de las cosas -recordemos, por ejemplo, el contraste entre las imágenes de barbudos y campesinos entrando en La Habana, por un lado, y la de alfabetizadores y equipos de Cine-móvil saliendo para el oriente, por otro; es decir, ellos nos mandaban la barbarie y nosotros les devolvíamos la civilización-, creo que fue la llegada de los años 90 con sus crisis, más que cualquiera de aquellas imágenes, lo que ahondó las diferencias sociales y los prejuicios.
De pronto afloraron entre nosotros males que nos parecen escandalosos cuando ocurren en otros sitios. Y tras la sacudida de los 90, la división del trabajo no se hizo esperar; la llamada «Capital de todos los cubanos» supo destinar a los inmigrantes espontáneos o dirigidos, ciertas labores que sus propios habitantes ya no estaban dispuestos (ni necesitaban) hacer. En dos de ellas ha sido especialmente notoria esa presencia que ha generado un copioso material humorístico y una curiosa paradoja: mientras en la realidad es llamativo el desempeño de los inmigrantes en la policía y la construcción, en la subjetividad capitalina se les asocia con la delincuencia y se les considera la fuente principal de destrucción de la urbe. Ironía si las hay, puesto que cualquier recién llegado a su Terminal de trenes no tiene más que caminar 200 metros para darse cuenta de que a La Habana hay que salvarla, en primerísimo lugar, de los habaneros. Por otra parte, aunque desconozco las estadísticas, no tengo la menor duda de que entre los inmigrantes orientales debe producirse un número desproporcionadamente alto de delitos, equivalente al grado de exclusión, pobreza y humillación que padecen muchos de ellos. En cualquier caso, su presencia en la capital es imprescindible. Hace unos años un cineasta imaginó cómo sería la ciudad de Los Ángeles en Un día sin mexicanos. Inútil decir que tampoco La Habana podría funcionar, no ya sin inmigrantes -que son un por ciento enorme de su población-, sino incluso sin ese grupo menos próspero que encaja en la designación de palestino.
Lo sabemos perfectamente: ni una canción de los Van Van (quienes musicalizaron la idea de que La Habana no aguantaba más), ni un muro legal, ni el grito de casi todos los industrialistas reunidos en el Latino, van a detener el flujo de inmigrantes que creen percibir en la capital su tierra de promisión. Volcar sobre ellos nuestros prejuicios no hace más que alimentar el encono social. Sin mencionar que ese desprecio disfrazado de fervor deportivo, que el estentóreo grito de palestinos, es una humillación para el que lo recibe y una vergüenza para quien lo profiere. La dignidad no es un valor subjetivo; aun si quienes forman parte de este círculo no sienten -en dependencia del lugar que ocupen- que están vejando a alguien o que están siendo injuriados, igual es un atropello a la dignidad de todos.
¿Dónde nos detendremos? ¿Qué viene después de los chistes, los gritos, los carteles, las amenazas? Recordemos la asombrosa lógica de De Quincey: empieza uno por permitirse un asesinato y acaba por dejar las cosas para el día siguiente.
Fuente: La Gaceta de Cuba, 2007.