Traducido para Rebelión por Germán Leyens
«´Decían: ‘Quiero Harpaya (eyaculación), yo les preguntaba qué significa ese Harpaya y me respondían: ‘no sólo harpaya, lo quiero ‘todo incluido’, sexo total’. Respondía que no lo hacemos y me lanzaban: ‘Escúchame bien, ‘las mujeres están todas incluidas’, ¡el vendedor en Tel Aviv nos prometió que es Akol Kalul!» A veces algunas de las jefas sugerían que cumpliéramos con las exigencias de los huéspedes simplemente como garantía para que volvieran.»
El 22 de noviembre de 2002, el Hotel Paradise Mombassa, un hotel israelí en Kenia, fue atacado por un grupo de terroristas. El artículo de Maariv que sigue no trata de Al Qaeda, sino de la devastación causada por los israelíes.
Es la historia de un hermoso hotel israelí en la costa africana. Es la historia de un centro turístico de propiedad israelí en Mombasa, Kenia, diseñado y construido exclusivamente para el mercado turístico israelí. Es también la historia del abuso total de la población empobrecida local. Es un relato de humillación, crueldad y de la violación diaria continua de mujeres africanas en situación difícil. Es la usual historia horrenda de israelíes que infligen dolor a otros, pero de vez en cuando es divertida a pesar de no ser su intención. Por ejemplo, una vez por semana, cuando los grupos israelíes partían en autobuses de vuelta al terminal de Mombasa, el equipo local ordenaba al personal africano que persiguieran a sus autobuses que partían con lágrimas en los ojos y que gritaran: «por favor no nos abandonen, los queremos, por favor vuelvan». Esta extravagante instrucción fue dada por la administración del hotel israelí como parte del paquete, la última imagen de unas vacaciones inolvidables. Me permite suponer que los gerentes israelíes detectaron una cierta ansia de amor en sus clientes israelíes. Uno podría preguntar cuál es la esencia de esa ansia de declaraciones de amor. En vista del hecho obvio que esos turistas israelíes estaban sobre todo involucrados en convertir Mombasa en un infierno sobre la tierra, ¿por qué necesitaban sentir que, después de todo eso, los quisieran? Me preguntó por qué el victimario israelí insiste en que su víctima lo quiera. Los seres humanos corrientes no esperan que las recepcionistas y las mucamas de los hoteles los amen. Pero, los seres humanos corrientes tampoco tienden a humillar, abusar y violar al personal de un hotel. Podrán pasar un cierto tiempo en el hotel, podrán aprovechar sus servicios y luego simplemente pagan y se van cortés y tranquilamente. Para los turistas israelíes, como lo verás a continuación, la estadía en el hotel es una clara posibilidad de «dejarse ir». Es el entorno ideal para manifestar los ímpetus más oscuros de cada cual y practicar una negación total de toda conducta moral. Para el turista israelí, las vacaciones son la materialización y la encarnación de su afán por el control. Para los israelíes, como leerás a continuación, ir de vacaciones a África es experimentar las variadas posibilidades de convertirse en un animal muy salvaje.
El siguiente artículo ofrece un vistazo a ciertas condiciones psicopáticas israelíes. Es una historia estrafalaria de una absurda identidad criminal que exige afecto de parte de sus víctimas. El artículo no lo escribí yo, sólo lo traduje al inglés. Apareció originalmente sólo en hebreo en Maariv, el segundo periódico de Israel por su tamaño. Invertí tiempo en su traducción porque creo que es algo crucial que se permita a gente fuera de Israel una mejor comprensión del carácter y las características israelíes. Al parecer hay quienes entre nosotros que tienden a creer que el enfoque israelí hacia los palestinos es el resultado de circunstancias coloniales específicas. Evidentemente se equivocan. La idiosincrasia israelí es una forma radical de crueldad ciega y a los israelíes no les cuesta llevársela con ellos a dondequiera van. En Palestina serán los palestinos los que sufren, en Goa son los pobres indios, En el siguiente artículo es la menesterosa fuerza laboral de Mombasa, Kenia, la que confronta el sadismo israelí. Hay un viejo y famoso adagio que dice: «puedes sacar al hombre de Israel, pero jamás podrás sacar a Israel del hombre». Sugiero que respires hondo antes de leer lo que hacen los hombres de Israel.
Miedo y menosprecio en el paraíso
http://www.nrg.co.il/online/1/ART/995/971.html
En el hotel Paradise Mombassa, miembros del personal fueron humillados por turistas israelíes. No puede sorprender que incluso después del ataque terrorista de 2002 contra el hotel se nieguen a perdonar, no a Al-Qaeda sino más a bien a nosotros (los israelíes).
Está sobre la blanca arena que se ve más bella que nunca. Los lujosos edificios te invitan a «un descanso soñado»: las habitaciones y las suites están repletas de muebles de madera excepcionales, hechos a mano. Entre los edificios restaurados hay un arroyo con peces de colores. En el bar escuchas el eco de un tranquilo ritmo africano. Alrededor de la gigantesca piscina saltan numerosos monos. Desde las ventanas del comedor ves la magnífica vista del mar. En camino al comedor puedes visitar el estanque del Alligátor, evidentemente el Alligátor creció un poco desde ese horrible día de terror.
Bienvenidos al paraíso. Hotel ‘Paradise Mombassa’
A sólo un kilómetro, en una aldea msomrini, dos niñas huérfanas se hacen una a otra rizos de estilo rastafari. No lejos detrás, hay un miserable cobertizo de barro y por todos lados juegan niños pequeños mal vestidos. Están sucios, sus narices gotean. Unas pocas sillas rotas están por doquier. En una de ellas, está sentada Dama Safaria. Antes de que Al-Qaeda hiciera volar lo poquísimo que tenía, trabajaba como bailarina en el hotel. Durante dos años bailó danzas tradicionales africanas, algo que le ayudaba a olvidar la miseria en la que nació. En Msomrini, todos estaban felices danzando por 2 dólares al día. Al principio Dama estuvo bastante feliz, pero luego, con el tiempo, los empleadores israelíes se dieron cuenta de que probablemente podrían salirse con la suya sin pagar. Después de las representaciones, su marido solía marchar desde la aldea al hotel a implorar que pagaran sus salarios. «Nos gustaba bailar para los israelíes», dice Dama, «pero entonces cuando llegó el día de la paga, nuestras sonrisas se evaporaron».
La mañana del 22 de noviembre de 2002, terroristas de Al-Qaeda atacaron el hotel. Después de la explosión, Dama no tardó mucho en darse cuenta de que su esposo había desaparecido. Se horrorizó, unos minutos después le dijeron que había muerto. Desde entonces, lucha sola por mantenerse con sus nueve huérfanos. Su hijo más joven tiene sólo cuatro años. De la administración del hotel no ha tenido contacto alguno. Nadie vino a visitarla, aunque fuera sólo para darle sus condolencias. Ni el gobierno israelí ni los funcionarios kenianos han mostrado interés alguno. «A nosotros, los que bailamos, nos deben todavía 120 dólares por las últimas cuatro representaciones frente a esos turistas israelíes», afirma desesperada.
«Después del ataque terrorista mi vida se hizo imposible. En invierno ruego a los campesinos que cultiven nuestra tierra por centavos», en el verano ella misma no comprende cómo se las arregla.
Hace dos meses, reabrieron el ‘Paradise Mombassa’ bajo una nueva administración que incluye a un israelí, un francés y un estadounidense. Tratan de minimizar el riesgo, de modo muy parecido al anterior dueño israelí, Yeuda Sulami, que niega hasta la fecha que haya tenido que ver con la administración antecedente. La nueva dirección hace lo posible por cambiar la imagen del hotel, tratan de dejar atrás el mercado israelí. En su lugar, quieren atraer a los mercados europeo y estadounidense.
Pero para mucha gente local, este nuevo remozamiento no significará una gran diferencia, precisamente el recuerdo de esos mismos años de abuso total por los turistas y la dirección israelíes no van a evaporarse. No olvidarán a los huéspedes israelíes que los agredían sexualmente o que simplemente eran descomedidos y arrogantes. No olvidarán a la dirección israelí que llegó con algunas extrañas exigencias profesionales, que no pagó a tiempo sus salarios mensuales y que finalmente dejó de pagarles. Ahora, tal vez por esperanza, o simplemente por la voluntad de abrir sus corazones, presentan su relato personal de ‘Paradise Mombassa’.
La idea de edificar un hotel israelí en la costa de Kenia a fines de los años noventa, resultó ser ingeniosa. Hasta entonces, Kenia era famosa por sus sensacionales aventuras en safaris. Yeuda Sulami y su socio Itzik Mamman tuvieron la idea de utilizar a Kenia como un centro turístico israelí. Fundaron una compañía y comenzaron a vender paquetes turísticos incluyendo, vuelos, alojamiento y aventuras turísticas locales. Al comienzo, compraban servicios de alojamiento de compañías locales. Pero el apetito israelí no tiene límites. «¿Por qué no ganamos nosotros mismos el gran dinero?» se dijeron los dos: «construiremos un hotel en la playa». Pronto, unieron sus fuerzas con inversionistas locales y fundaron una compañía basada en arriendos de «tiempo compartido» para las vacaciones de israelíes. La clientela israelí reaccionó con entusiasmo, al fin y al cabo era: un hermoso hotel con playas asoleadas durante el invierno israelí, completo con una floreciente industria del sexo barato y a sólo cuatro horas y media de vuelo desde Tel Aviv.
La idea central que guiaba a Sulami y Maman era que el turista israelí que fuera una vez a Kenia, volvería. Por lo tanto los paquetes de promoción fueron vendidos a un precio ridículamente bajo. Todo resultó perfectamente bien. Muchos israelíes volvieron e invirtieron en alojamiento para vacaciones (un israelí compró 52 unidades vacacionales por la suma de 1,5 millones de dólares.) Cada semana, 250 israelíes aterrizaban en el aeropuerto de Mombasa, encontraban un hotel israelí; era totalmente Kosher e incluso tenía una sinagoga adecuada.
El hotel comenzó a operar en el año 2000 y fue oficialmente inaugurado un año después. El personal local fue reclutado en los hoteles vecinos. La mayoría de los trabajadores admiten que al principio estaban bastante contentos, pero las cosas se deterioraron rápido poco después de la inauguración oficial. Bastante pronto fue obvio que alguien iba a pagar por el alarde israelí.
El hombre nunca debe estar solo
Tres años después, la humillante práctica sigue presente como una herida abierta, en la memoria de las veteranas del personal del hotel. Una vez por semana, precisamente cuando los israelíes se iban de vuelta al aeropuerto, sonaba una campana. «Prepárense, los huéspedes se van», anunciaba el jefe del equipo de animadores, persiguiendo frenéticamente al personal femenino. Se les ordenaba a todas que se reunieran cerca de la entrada y que corrieran detrás de los autobuses que partían, llorando en desesperación frente a los israelíes. Una vez que alcanzaban a los autobuses golpeaban la chapa derramando lágrimas.
«Era una orden extraña», ríe tontamente Saline Aching, la jefa de masajistas. «Se nos dijo que corriéramos tras el autobús, que cantáramos y lloráramos para que los huéspedes supieran que los amamos y que queremos que vuelvan. Recuerdo que yo misma corría como en un estado frenético. Golpeaba el autobús con mis puños, gritando a los turistas: «¿Por qué nos dejáis?», «Os echamos de menos». «Los israelíes nos miraban desde las ventanas, algunos creían que era en serio, otros nos filmaban con cámaras vídeo.»
Rahima Josef Katan: «Si no llorabas podía pasar que corrieras peligro de perder tu trabajo. Nos decían que pensáramos en que nos había ocurrido algo malo, para que las lágrimas fueran de verdad. No lloré». «No lloré», confiesa la masajista Catherine Khaa. «Cómo podría haberlo hecho. No los quería para nada. En realidad los odiaba».
La caza semanal al autobús era sólo un ejemplo de cómo se suponía que el personal tratara a los huéspedes israelíes. Los principios eran obvios, humillación, abandono de toda dignidad y trabajo duro. La orientación era clara. El cliente siempre tiene la razón, hay que satisfacer al cliente, el cliente debe volver. Los que llevaban la mayor parte del peso eran las mujeres en el equipo de animadores. Dorothy Maly recuerda que una vez por semana, el día de la llegada, cinco de ellas eran llevadas al aeropuerto de Mombasa. «Solíamos cantarles Jambo Jambo (hola, hola) y Evenu Shalom Aleichem. Los kenianos locales estaban convencidos de que habíamos perdido la razón, pero los israelíes estaban locos de contento. Adoraban el ruido, una vez que llegamos al hotel, comenzábamos a cantar fuerte. En la noche el gerente nos ordenó que cantáramos hasta que el último israelí abandonara la pista de baile. Si un visitante decidía no ir a dormir, se nos exigía que nos quedáramos con él hasta que se fuera a su habitación. Se nos exigía que hiciéramos ruido casi 24 horas al día. Cuando tomábamos un descanso, el gerente venía y vociferaba: ‘¿Qué les pasa? ¿Se quedaron dormidas? Les voy a reducir los salarios, muévanse… ‘»
La regla, dictada desde arriba, era que un huésped aburrido no volvería jamás. Rahima Raymond, masajista: «Estábamos condenadas a sentarnos con los huéspedes hasta la madrugada, a quedarnos con ellos. Sulami dejó en claro que debíamos mantener contentos a los huéspedes. Bailábamos con los hombres en los clubes nocturnos sólo para asegurar que no estuvieran solos. En caso de que nos negáramos a hacerlo, se quejaban a la dirección: ‘¿Por qué no salen con nosotros? Queremos ver la vida nocturna africana.’ Obviamente no les interesaban nuestros compromisos y nuestra vida familiar. Evidentemente, no recibimos ‘extra’ alguno por esos servicios. Al día siguiente, mientras ellos seguían en cama, teníamos que volver a comenzar a las ocho de la mañana. Dominaba la consigna ‘el cliente tiene siempre la razón’. Josef Katan: «nos enseñaron un código de conducta: si un hombre está cerca de su mujer debíamos sujetar su mano de una cierta manera, si su mujer no estaba presente, debíamos comportarnos de un modo bastante diferente».
«Había judíos religiosos que no firmaban las cuentas del servicio a la habitación durante el Sabbath judío. Entonces conservábamos una nota con el número de su habitación, sujeta a su cuenta. Una vez pasado el Sabbath algunos de ellos simplemente se negaban a pagar. Argüían que lo habíamos inventado todo, ‘ustedes falsificaron nuestras firmas’, decían. La dirección siempre les creía y esperaba que nosotros pagáramos las cuentas. Simplemente no podía creer que seres humanas pudieran comportarse de esa manera.»
Ser considerado como africano
La exigencia en continuo aumento de que se entretuviera a los huéspedes israelíes impuso una utilización al máximo del personal local. El personal era transferido de los diferentes departamentos al equipo de animación. «Podían sacarme de la cocina, diciéndome que los huéspedes querían pasarlo bien y que tenia que ir a quedarme con ellos», dice Josef Katan. «Yo les preguntaba entonces, ¿cómo puedo hornear galletas y bailar simultáneamente? Todo el hotel era una sola brigada de entretenimiento. Las personas de la cocina eran animadoras, las recepcionistas eran animadoras, los jardineros eran animadores». Mali, bailarina: «Saline, la jefa de masajistas, nos llamaba cuando demasiados israelíes querían un masaje al mismo tiempo. En aquel entonces no sabía nada de masajes. Había una mujer que había sido llevada por el rabino del hotel y que supuestamente nos enseñaría. Después de una breve lección de cinco minutos, parecieron considerar que ya podía hacerlo.»
A fin de mantener «un auténtico espíritu africano» obligaron al personal a ponerse un mínimo de ropa. A diferencia de otros hoteles vecinos, donde los hombres servían en uniforme, en el Paradise Mombassa el personal masculino iba medio desnudo y con los pies descalzos. A las mujeres sólo les permitían un mínimo de tela sobre sus pechos y sus pubis. «Incluso cuando las temperaturas bajaban no nos permitían que nos cubriéramos», dijo Marci Mawagambo Aching. «Sulami quería que nos viéramos ‘auténticas’ a fin de que cuando pasabas delante de ellos los huéspedes pudieran escogerte para la noche. Teníamos que ser atractivas para que volvieran a reservar otra vacación. Era horrible, ¿pero qué ibas a hacer?, necesitaba el dinero. Una de las jefas israelíes nos dijo que más valía que siguiéramos las órdenes de Sulami, si él quiere que se vean como africanas, más vale que así lo hagan».
Faltaban incluso las condiciones más elementales. El ‘Paradise Mombassa’ está situado a 8 kilómetros de la carretera principal. La pista de tierra al hotel pasa por una sabana repleta de forajidos. Pero cuando encontraron una solución, un camión construido originalmente para transportar ganado fue convertido al transporte de cuarenta seres humanos. Un empleado israelí dice: «era un tractor con un vagón sellado, sin bancos. La gente estaba tan apretada que teníamos que dejar abierta la puerta trasera». Josef Katan: «Nos sentíamos como animales. A veces nos faltaba el oxígeno, pero sabíamos que si nos quejábamos nos dirían que nos quedásemos en el hotel. Eso significaría, obviamente, que no podríamos ver a nuestras familias. Así que nos callábamos.» Una vez un gerente recién nombrado preguntó como se sentían los kenianos respecto a la manera como eran transportados. La respuesta fue bastante clara: «para ellos no importa, mientras sean entregados a su trabajo, están contentos.»
Incluso en cuanto a las comidas durante las horas de trabajo, el personal local tenía que arreglárselas como podía. Pero entonces encontraron una solución creativa. Aching: «hubo ocasiones en las que Sulami fue generoso y nos dejó comer los desechos de los huéspedes. Tuvimos suerte, porque los israelíes son codiciosos, van al buffet y colocan en sus platos mucho más de lo que sus cuerpos pueden absorber. Ponen montañas de ensaladas, e inmensos trozos de carne, pero luego, apenas los tocan y dejan casi todo.» Mali: «Si he de decir la verdad, podíamos ver que la comida ya había estado en el plato de otro, pero algunos teníamos que comerla, simplemente porque no nos podíamos permitir la compra de otra cosa. Teníamos hambre, ¿qué podíamos hacer?»
Pero la cosa va más lejos. El personal local no tardó en darse cuenta de que no estaba asegurado. Quedó en evidencia cuando un hombre de la seguridad fue asesinado y su colega fue herido durante un robo con fractura; hasta hoy, ni la familia desconsolada ni el hombre herido han recibido compensación alguna. Sólo recibieron contratos laborales los ejecutivos de máximo nivel. La jerarquía inferior recibió un papel sin valor que mencionaba una cifra acordada. Ese documento no fue nunca respetado por sus iniciadores.
Buena máquina, buena máquina
Saline Aching sintió curiosidad por comprender algunas expresiones hebreas, su interés
por el hebreo le ayudó a comprender el significado de Akol Kalul, todo incluido, que se convirtió en la filosofía empresarial del hotel. Todos los servicios del hotel estaban incluidos en el precio del paquete turístico adquirido en Israel. Pronto el personal llegó a comprender que ese modismo significa mucho para los israelíes.
«Durante todo el día escuchaba a los huéspedes gritando Akol Kalul,» dice Josef Katan.
«Algunos me sujetaban por el brazo y me gritaban Akol Kalul. Hasta en la playa a veces gritaban a los pasantes Akol Kalul, Akol Kalul. Yo entonces les preguntaba lo que significa ‘Akol Kalul’. Respondían: «todo, hasta tú». Solía decirles que yo no soy propiedad de Sulami. Es dueño del hotel pero no de mi persona. Pensaba ‘Dios mío, ¿se comportan así en su propio país?'»
En el mejor caso, Akol Kalul era practicado en el buffet gratuito, materializándose en gigantescos trozos de carne sobre un solo plato. En el peor, se mostraba en la sala de masajes. Sobra decir, ni un solo huésped evadió su derecho a ser masajeado. Aching dice: «Lo primero que los clientes varones hacían al llegar, incluso antes de desempacar sus valijas en las habitaciones, era correr a la sala de masajes. Entraban al hotel con sus ojos muy abiertos preguntando: «¿dónde está la sala de masajes?». Yo solía planificar el trabajo del día, existía una competencia entre ellos para ver quién llegaba primero.
Mali: «Mi papel era decirles: ‘Soy Dorothy y soy masajista del hotel’; en cuanto lo mencionaba gritaban ‘¡masaje, masaje!’. La mayoría no sabía hablar inglés. Simplemente decían: ‘Voy ahora’. Un turista de otro país esperaría hasta dos semanas, pero en Paradise querían todo de inmediato. Algunas veces, incluso antes del desayuno. Alguien llegaba y te decía: ‘Vengo por un mensaje akol kalul, si no haces akol kalul, tomo otra masajista’.»
«Decían: ‘Quiero Harpaya, (eyaculación), y yo les preguntaba lo que significa ese Harpaya, y respondían: ‘no sólo harpaya, lo quiero ‘todo incluido’, sexo total’. Yo solía decirles que no lo hacemos y respondían: ‘Fíjate en lo que te digo, ‘las mujeres están todas incluidas’ ¡nos lo prometió el vendedor en Tel Aviv y eso es Akol Kalul!’ A veces una de las jefas sugería que nos adaptáramos a las exigencias de los clientes, sólo como garantía de que volverían.»
Katherine Kaha, masajista, confiesa que tuvo que satisfacer las exigencias… ‘Yo comenzaba haciendo un masaje, y entonces el hombre me decía, ‘hazlo completo, tienes que hacerlo’. Si me negaba se quejaban a la gerencia. No me gustaba para nada, pero lo hacía. Me daban 1 dólar, a veces dos. Me sentía horrible».
Un frecuente visitante israelí al hotel: «Siempre ocurría este problema con el masaje. Los israelíes acostumbraban a abusar de las muchachas hasta el límite. Era espantoso y le daba un mal nombre a Israel. Me avergonzaba de estar cerca de ciertos grupos. Eran tan mandones y arrogantes, hacían lo que les daba la gana, y lo pasaban bien».
«Uno de los israelíes me dijo», dice Rahima, ‘sabes Rahima, anoche me dieron una bebé, de sólo 13 años. La follé y le di 5 dólares porque no tenía un centavo.’ Le pregunté: ‘¿No tenía la edad de tu nieta?’ No respondió. Esa misma noche podría haber vuelto al hotel gritando: ‘Las africanas son lo más barato que hay’. Permítame que le diga que, aquí en África, no es algo demasiado común que una vez que duermes con una mujer vas e informas al resto del mundo que lo has hecho. Pero los israelíes lo aireaban todo, solían decir de nosotros: Mechona Tova, Mechona Tova (Buena máquina, buena máquina).»
El poder de follar
La pasión por el sexo no se limitaba a las salas de masaje y no era sólo asunto de los clientes varones y solteros. Más bien estaba prohibido que las muchachas locales entraran al hotel. Pero encontraron una solución, al otro lado de la calle, de nuevo una sociedad israelí, fundaron un motel llamado Calypso. Es donde pasaban el rato los israelíes por la noche. «Los hombres solían ir a nuestras habitaciones a pedirnos que saliéramos con ellos», dice Josef Katan, «pero lo peor ocurría por la mañana, cuando compartían los detalles de sus actividades de la noche anterior con todo el comedor. Solían gritar cosas como ‘¡Ajá! Me fui con ella. Follé y follé toda la noche y todo por menos de un dólar’. Comprendimos exactamente de lo que estaban hablando. Cuando llegó el primer grupo, me decía que seguramente el segundo grupo sería mejor. Pero fue exactamente igual. De vez en cuando pedían servicio a las habitaciones, y una vez que la empleada del servicio a las habitaciones entraba a su pieza, trataban de tocarla. Las camareras estaban horrorizadas, nunca querían llevar comida a las habitaciones, pero mi caso personal fue diferente, me tenían miedo porque yo los trataba con poca amabilidad. Solían llamarme «gran imbécil». No importa: más vale ser una «gran imbécil» que ser su esclava sexual».
«Incluso los hombres casados encontraban manera de ir a las habitaciones de las chicas. Por ejemplo, uno le dijo a su mujer, ‘ándate al comedor, ya voy’. Al parecer desapareció hasta la mañana siguiente. Por la mañana vimos a la esposa gritándole a su marido durante el desayuno. Una vez un hombre respondió a su esposa: ‘las mujeres en Kenia son tremendas, tienen un agujero pequeño, no como tú que tienes uno grande tan aburrido’. Y todo eso durante el desayuno, en el comedor, en público. Cuando se desataba la animosidad nosotros siempre nos apurábamos y llevábamos al rabino del hotel y él hacia lo posible por restablecer la paz. Algunas veces, los hombres se sentaban en el comedor mientras los asnos se apareaban afuera. En cuanto los israelíes notaban la actividad de los asnos se levantaban y mostraban su apoyo: ‘bien, bien, bien, adelante, atrás, bien, bien’.»
«Ocasionalmente, uno venía y me decía delante de todos los demás: ‘Voy a tomar Viagra y después tendré el poder para follar. A propósito, ¿cómo te llamas?’ Yo decía Rahima. ‘Bien, Rahima. ¡Quiero follarte hoy!’ Le preguntaba qué le pasaba. Un huésped me dijo: ‘¿Conoces a Chartie? Fui con ella a la discoteca, la follé, pero no servía para nada. Primero quise darle 10 dólares, pero al final le di sólo uno.’ Gritaba como loco y entonces Chartie entró al salón. La mostró con el dedo y gritó: ‘¡Ahí está, fue ella!’.»
Karen Tiglo, mucama: «No podíamos comprender si los israelíes eran animales salvajes o seres humanos. Todo el tiempo me ofrecían 10 dólares. Me sentía tan humillada. Después de un tiempo sabían quiénes en el personal femenino estaban desesperadas por conseguir dinero y sólo las perseguían a ellas. Stela Matawa, camarera: ‘de cuando en vez un hombre se me aproximaba de manera insultante, y si me negaba, iba al comedor y gritaba: ‘¡olvídense de esa muchacha, es una porquería! La llevé a mi cuarto y es una inútil’.»
Katherine Kaa vivió un acontecimiento especialmente traumático cuando un hombre de setenta años decidió que estaba enamorado de ella. «Yo no lo quería para nada», dice. «Salimos a una discoteca. Estaba segura de que sólo lo acompañaba para que no se aburriera. Al volver, él y el taxista me engañaron, en lugar de volver al hotel, llegamos a un sitio en el que alquilan habitaciones por la noche. Trató de obligarme violentamente a dormir con él. Pero no pude. Cuando volvimos al hotel me dijo que nunca quería volver a verme. Y que informaría a la dirección que había desperdiciado su dinero sin darle nada a cambio. Después de que la dirección supo de mi negativa, me suspendieron durante una quincena.»
Según algunas de las empleadas, la dirección israelí no sólo no denunció los hechos, sino que algunos de los administradores se sumaban a la fiesta (sus nombres están en poder de los editores del periódico). Raymond: «En esos días, uno de los gerentes aprendió a gozar de los masajes. Comenzó a exigir ‘hazlo aquí, aquí y allá’ como cualquiera de los huéspedes. Otro gerente escogía chicas del equipo de animadores, y decía: ‘después de todo, soy gerente, nadie te preguntaría dónde vas’, Tuve que aceptarlo aunque fue bastante horrible. El día siguiente al pasar a mi lado, apenas me reconoció. Cada vez, después de nuestra representación, una bailarina desaparecía en una de las oficinas del gerente. Las chicas temían que fuera un asunto profesional que tendría que ver con su actuación, pero una vez que estaban en la oficina del gerente, se daban cuenta de qué se trataba».
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