Lejos de remitir o ralentizarse, la matanza masiva, el desplazamiento y el hambre provocada de la población palestina sitiada en la Franja de Gaza han continuado a toda máquina desde que Israel comenzó a atacar Irán hace dos semanas.
Pero en lugar de que esta cuestión ocupe un lugar central —incluso cuando hemos sido testigos, por primera vez en nuestras vidas, del bombardeo de ciudades y pueblos israelíes—, la destrucción deliberada de Gaza se ha reducido, en el mejor de los casos, a una estadística pasajera que contabiliza las muertes diarias. En el peor de los casos, se ha ignorado por completo.
Durante la noche del martes el presidente de Estados Unidos, Donald Trump, anunció que Irán e Israel habían acordado un alto el fuego, tras los ataques precoordinados del primero contra la base aérea estadounidense evacuada de Al Udaid, en territorio qatarí. Antes del mediodía del mismo día 71 palestinos habían muerto en la Franja de Gaza, el día anterior, 50, y en las 48 horas anteriores, 200 más.
El primer genocidio televisado del mundo continúa bajo el lema de la deshumanización abyecta y una verdad universalmente reconocida: que se espera que los palestinos mueran y que lo hagan en silencio, a pesar de la barbarie única de la matanza perpetrada por Israel con el apoyo de Occidente.
Durante el fin de semana el periodista palestino Amin Hamdan, junto con su esposa y sus dos hijas pequeñas, murieron en un ataque israelí. Al oficial de la defensa civil palestino Mohammad Ghorab (cuyo padre, también miembro de dicha defensa, murió durante la Gran Marcha del Retorno de 2018) y su hijo los asesinaron en un ataque israelí contra el campo de refugiados de Nuseirat. También murieron tres niños que recogían leña en Shujaiya.
Ahmad al-Farra, jefe de pediatría y obstetricia del hospital Nasser, advirtió de que los bebés ingresados en la unidad de cuidados intensivos neonatales corrían el riesgo de morir en un plazo de 24 a 48 horas debido a la escasez de leche de fórmula para prematuros, consecuencia directa del asedio israelí.
Un miembro del Knesset israelí se jactó recientemente de que, si 100 palestinos mueren en una sola noche, «no le importa a nadie».
Cuando pienso en los soldados israelíes de gatillo fácil que atraen a personas desesperadas y hambrientas a un lugar con la promesa de comida solo para dispararles con balas de francotirador y bombardeos de artillería, sin distinguir entre hombres, mujeres y niños, pienso en las limitaciones del idioma inglés a la hora de describir actos tan malvados.
«No hay comida»
Organizados por la Fundación Humanitaria de Gaza (GHF, por sus siglas en inglés), respaldada por Estados Unidos, un término orwelliano como pocos, estos «centros de ayuda» son esencialmente trampas mortales que han matado a más de 450 palestinos desde que comenzaron a repartir escasos suministros hace un mes.
Antes del 7 de octubre de 2023, en los días de gloria del bloqueo israelí-egipcio sobre Gaza, entraban en el territorio una media de 500 camiones al día. Pero después de que Israel impusiera un bloqueo total sobre Gaza el 2 de marzo, sin que haya entrado ningún tipo de ayuda alimentaria o humanitaria, la GHF se ha convertido en el único medio para entregar ayuda vital.
El genocidio de Israel ha matado a miles de niños, que constituyen la mitad de la población de la Franja de Gaza. Les ha robado el futuro al negarles la educación y una vida digna, incluida la seguridad de un hogar y la protección de una familia. Ha creado la mayor cohorte de niños amputados de la historia reciente.
Según las Naciones Unidas, el número de niños menores de cinco años que sufren desnutrición aguda en Gaza se triplicó en la segunda quincena de mayo en comparación con la situación de tres meses antes.
Esta hambruna provocada a gran escala lleva a las personas, con sus cuerpos consumidos, a los centros de la GHF, donde, si tienen suerte, pueden acceder a una bolsa de harina. De lo contrario, podrían enfrentarse a la muerte o volver a casa con las manos vacías tras soportar un viaje de varias horas con el estómago vacío.
Mohammad al-Darbi, un niño de 12 años que, tras caminar durante ocho horas, consiguió dos kilos de harina, solo para que luego unos ladrones se los robaran, suplicó clemencia a un mundo cómplice y se llenó la boca de arena. «No hay comida, no hay nada de comida», sollozó.
Unos días antes el cuerpo sin vida de Mohammad Yousef al-Zaanin, de 20 años, fue transportado entre la multitud sobre un palé de madera, con la ropa manchada de harina. El joven era de Beit Hanun, una ciudad del norte prácticamente destruida, y había salido con la esperanza de traer un saco de harina para su madre y sus siete hermanas, desplazadas y hambrientas. Pero su historia, su vida y su muerte han sido ignoradas en gran medida.
Al día siguiente un ataque israelí contra el barrio de Zaitun, en la ciudad de Gaza, hirió gravemente a Inas Farhat y mató a sus siete hijos. En mayo el marido y los nueve hijos de una pediatra murieron asesinados en un ataque aéreo contra su casa, algunos de sus cuerpos carbonizados e irreconocibles, reducidos a pedazos. La sádica normalización del asesinato de familias enteras se repite una y otra vez.
«El sufrimiento aquí es inmenso», escribió Fadel Naim, cirujano ortopédico de Gaza, quien afirma que los hospitales, que apenas funcionan, reciben cientos de heridos al día. «Las familias están destrozadas no solo por las bombas, sino también por el hambre, el miedo y la desesperación. Y, sin embargo, el mundo permanece en gran medida en silencio».
El hombre del saco perfecto
En este contexto el primer ministro israelí Benjamin Netanyahu ha estado buscando una guerra regional con el objetivo de salvar su carrera política y restaurar el paradigma de disuasión que se rompió tras el ataque de Hamás el 7 de octubre de 2023.
Incluso con el apoyo de los regímenes títeres árabes —principalmente Egipto, Jordania y los Emiratos Árabes Unidos— y el respaldo total de la mayoría de los países occidentales, la imagen de llevar a cabo un genocidio de casi dos años provoca inevitablemente algunas reacciones adversas. Irán y la acusación fácilmente refutable de que está a punto de conseguir una bomba nuclear (pensemos en las inexistentes armas de destrucción masiva de Iraq) era el enemigo perfecto, ese que se ha estado preparando durante años.
Los ataques con misiles y drones de Irán contra Tel Aviv y otras zonas de Israel sin duda han provocado cierto sentimiento de schadenfreude, después de muchos meses en los que los israelíes han respaldado sin reservas el castigo colectivo y el exterminio de dos millones de palestinos bloqueados.
Su propaganda victimista, incluida la avalancha de condenas hipócritas y acusaciones de «crímenes de guerra» tras el ataque a un hospital israelí, no engaña a nadie. Al mismo tiempo, desde el 12 de junio, Israel ha matado a más de 610 personas en Irán y ha herido a otras 4.746. El número de muertos no solo incluye a militares y científicos nucleares, sino también a poetas, atletas y niños.
Mientras tanto, Israel sigue lanzando bombas fabricadas en Estados Unidos sobre «zonas seguras» de Gaza, donde las tiendas de campaña son el único refugio para los palestinos desplazados, la mayoría de los cuales han perdido sus hogares y se han visto obligados a huir de un lugar a otro repetidamente durante los últimos 20 meses.
El bombardeo de espacios tan densamente poblados acaba con familias enteras. Entre los fallecidos recientemente se encuentran Mahmud Rasras y sus hijos, Nidal y Ward. Pilares de la comunidad, como el querido comediante y trabajador humanitario Mahmud Shurrab, son asesinados en el interior de sus tiendas de campaña, porque al parecer la seguridad de Israel depende de bombardear tiendas de campaña, matar de hambre a familias y quemar y enterrar vivos a niños bajo los escombros.
Incluso la teatralidad de Israel sopesando un alto el fuego ha desaparecido de las noticias, sin noticias de negociaciones ni delegaciones yendo y viniendo de El Cairo a Doha. Nadie habla en nombre de los palestinos de Gaza, ni la Autoridad Palestina colaboracionista de la Cisjordania ocupada, ni siquiera sus propios compatriotas, que parecen considerar los boicots, las protestas y la desobediencia civil efectivos de la Primera Intifada como una reliquia del pasado.
Como dijo Meqdad Jamil, escritor e investigador de la Franja de Gaza: «La gente se ha convertido en fantasmas. Todos viven con una ansiedad terrible, horrorizados al darse cuenta de que el genocidio continuará sin fin, sin pensar en cómo detenerlo».
Y estas personas, agotadas y profundamente traumatizadas, siguen siendo reducidas a estadísticas, en lugar de recibir la atención mundial que merecen. No perdáis de vista Gaza. Ya les hemos fallado estrepitosamente; lo menos que podemos hacer es seguir hablando, seguir haciendo ruido y seguir amplificando sus narrativas.
Tenemos que poner fin a la normalización de la matanza diaria de decenas de palestinos.
Linah Alsaafin es una periodista palestina que escribe para Al Jazeera, The Times Literary Supplement, Al Monitor, The News Internationalist, Open Democracy y Middle East Eye.
Texto en inglés: Middle East Eye, traducido por Sinfo Fernández.
Fuente: https://vocesdelmundoes.com/2025/06/25/por-que-debemos-seguir-hablando-de-gaza/