Traducido del inglés por Sinfo Fernández
Soy un palestino de Nazaret, un ciudadano de Israel y, hasta el mes pasado, era miembro del parlamento israelí.
Pero ahora, en un giro irónico reminiscencia del asunto Dreyfuss en Francia -por el cual un judío francés fue acusado de deslealtad al estado-, el gobierno de Israel me está acusando de haber ayudado al enemigo durante la fracasada guerra de Israel contra el Líbano en el mes de julio del pasado año.
Al parecer, la policía israelí sospecha que pasé información a un agente extranjero y que recibí dinero a cambio. Bajo la ley israelí, cualquiera -un periodista o un amigo personal- puede ser definido como «agente del extranjero» por el aparato de seguridad israelí. Tales acusaciones pueden condenarte a cadena perpetua e incluso a pena de muerte.
Las alegaciones son ridículas. Ni que decir tiene que Hizbollah -el enemigo israelí en Líbano- ha reunido de forma independiente más información de seguridad sobre Israel que ningún miembro árabe de la Knesset podría posiblemente haberle proporcionado. Además, a diferencia de los que están en el parlamento israelí que se han visto implicados en actos de violencia, yo nunca he usado la violencia ni he participado en guerras. En contraste, mis herramientas son la persuasión y el uso de la palabra en libros, artículos y discursos.
Esas falsas acusaciones, que rechazo y niego con toda firmeza, constituyen sólo el último de una serie de intentos de silenciarme a mí y a otros que están implicados en la lucha de los ciudadanos árabes palestinos de Israel para vivir en un estado que acoja a todos sus ciudadanos, no uno que garantice derechos y privilegios a los judíos y se los niegue a los no judíos.
En 1948, cuando se estableció Israel, más de 700.000 palestinos fueron expulsados o huyeron atemorizados. Mi familia estaba entre la minoría que escapó a ese destino, permaneciendo sobre la tierra donde habían vivido siempre. El estado israelí, establecido exclusivamente para judíos, se embarcó inmediatamente en la tarea de convertirnos en extranjeros en nuestro propio país.
Durante los primeros dieciocho años de estatalidad israelí, nosotros, como ciudadanos israelíes, vivimos bajo leyes militares con normas de paso que controlaban todos nuestros movimientos. Y tuvimos que contemplar cómo surgían las ciudades israelíes judías sobre nuestros destruidos pueblos palestinos.
Hoy formamos el 20% de la población de Israel. No bebemos agua en fuentes separadas ni nos sentamos en la parte de atrás de los autobuses. Votamos y podemos servir en el parlamento. Pero nos vemos obligados a enfrentar discriminación legal, institucional e informal en todas las facetas de nuestras vidas.
Más de 20 leyes israelíes privilegian de forma explícita a los judíos de los no judíos. La Ley de Retorno, por ejemplo, garantiza la ciudadanía automática a los judíos de cualquier parte del mundo. Sin embargo, a los refugiados palestinos se les niega el derecho a regresar al país del que fueron forzados a marcharse en 1948. La Ley Básica de la Dignidad y la Libertad Humanas -la «Carta de Derechos» de Israel- define al estado como «judío» en vez de un estado para todos sus ciudadanos. De esa forma, Israel es más un estado para los judíos que vivan en Los Angeles o en París que para sus palestinos nativos.
Israel se define a si mismo como un estado de un grupo religioso particular. Cualquiera que esté comprometido con la democracia admitirá fácilmente que una ciudadanía en igualdad no puede existir en condiciones tales.
La mayor parte de nuestros niños asisten a colegios no sólo separados sino desiguales. Según recientes encuestas, las dos terceras partes de judíos israelíes rechazarían vivir cerca de un árabe y casi la mitad no permitirían que un palestino entrara en sus hogares.
Es verdad que he levantado ampollas en Israel. Además de hablar de los temas anteriores también he defendido el derecho del pueblo libanés, y el del palestino en Cisjordania y en la Franja de Gaza, a resistir la ocupación militar ilegal de Israel. No considero enemigos a quienes luchan por la libertad.
Esto puede molestar a los israelíes judíos, pero no pueden negarnos nuestra historia e identidad al igual que no podemos negar los lazos que les unen al mundo judío. Después de todo, no fuimos nosotros, sino los judíos israelíes, quienes inmigraron a esta tierra. Se puede pedir a los inmigrantes que dejen su anterior identidad a cambio de una ciudadanía en igualdad, pero nosotros no somos inmigrantes.
Durante mis años en la Knesset, el fiscal general me acusó de manifestar mis opiniones políticas (las acusaciones fueron desestimadas), presionó para que mi inmunidad parlamentaria fuera revocada y buscó sin éxito descalificar a mi partido político para que no pudiera participar en las elecciones, todo ello porque creo que Israel debería ser un estado para todos sus ciudadanos y porque he hablado en contra de la ocupación militar israelí. El pasado año, el miembro del gabinete Avigdor Lieberman -un inmigrante de Moldavia- declaró que los ciudadanos palestinos de Israel «no tienen sitio aquí», que deberíamos «coger nuestros bultos y perdernos». Después de reunirme con un dirigente de Hamas de la Autoridad Palestina, Lieberman pidió mi ejecución.
Las autoridades israelíes están tratando de intimidar no sólo a mí sino a todos los ciudadanos palestinos de Israel. Pero no lo van a conseguir. No nos van a hacer inclinar la cabeza en vasallaje permanente en la tierra de nuestros antecesores ni van a amputar nuestros vínculos naturales con el mundo árabe. Nuestros dirigentes comunitarios se reunieron recientemente para publicar un anteproyecto para un estado libre de discriminaciones étnicas y religiosas en todas las esferas. Si volviéramos ahora atrás en nuestro sendero hacia la libertad, condenaríamos a las futuras generaciones a la misma discriminación que hemos enfrentado durante seis décadas.
Los estadounidenses conocen por nuestra propia historia de discriminación institucional las tácticas que se utilizaron contra los dirigentes de los derechos civiles. Estas tácticas incluyen pinchazos telefónicos, vigilancia policial, deslegitimación política y criminalización de la disensión mediante falsas acusaciones. Israel continúa utilizando esas tácticas en una época en la que el mundo no las tolera ya por ser incompatibles con la democracia.
¿Por qué entonces el gobierno de EEUU continúa dando un apoyo total a un país cuyas instituciones e identidad se basan en la discriminación étnica y religiosa que victimiza a sus propios ciudadanos?
Enlace texto original en inglés:
http://www.counterpunch.org/bishara05042007.html
Sinfo Fernández forma parte del colectivo de Rebelión y Cubadebate