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Una evaluación estadounidense

¿Por qué Vietnam sigue siendo importante? (Parte VII)

Fuentes: CounterPunch

Traducido del inglés para Rebelión por Sinfo Fernández


Saigón y el «intervalo decente» de Frank Snepp

 Hotel Continental, «el Conti», para los periodistas que en él se alojaban, en el centro de Saigón.

Matthew Stevenson, en exclusiva para CounterPunch, ha viajado desde Hài Phòng y Hanoi, en lo que antes era Vietnam del Norte, hasta las tierras altas centrales y Ciudad Ho Chi Minh, la antigua Saigón, en búsqueda de los vestigios de la guerra de EE. UU. en Vietnam. Esta es la VII Parte de una serie de ocho (Véase: I Parte , II Parte , III Parte , IV Parte , V Parte , VI Parte ).

La noche antes de abandonar Saigón salí a dar una vuelta por la ciudad, no tanto para ir de copas como para hacer un recorrido nocturno en bici a través del tráfico salvaje de la ciudad, que incluso después de medianoche registraba una avalancha de taxis, motos, coches y camiones.

Sin embargo, en vez de irme solo, me llevé a mi colega ciclista Mark Gibson. Contratamos juntos un guía, que llegó desde una tienda local con la orden de llevarnos por la ciudad. Nos dio su nombre con sólo la letra V y dijo que durante el día trabajaba en una tienda de bicicletas o acompañando turistas en los tours por los alrededores de la ciudad, a menudo hasta el parque nacional de Cat Tien, al noreste de la ciudad. Utilizaba una bici de montaña que era fácil seguir por el centro de la ciudad, incluyendo algunas de las rotondas en las que se mezclaban ocho carriles de tráfico enloquecido.

Durante el día, Saigón tiene la atmósfera plagada de hollín de las nuevas ciudades asiáticas propensas a los atascos; el clima es caluroso y húmedo y los coches, por no mencionar las motos por las aceras, hacen que sea penoso ir a cualquier parte, excepto quizá si vas en taxi. Pero, por la noche, Saigón enciende sus luces de neón, lo que convierte el alboroto de las calles en algo más refinado. Pasamos por delante de algunos de los deslumbrantes hoteles de cinco estrellas y de muchos cafés y restaurantes, aunque sin apartar nunca ambos ojos del tráfico que giraba por la siguiente intersección.

Cada vez que estoy en Saigón (el nombre de Ciudad Ho Chi Minh no lo asumí realmente nunca, excepto para los buscadores de líneas aéreas y hoteles), pienso siempre en la gran retirada estadounidense que tuvo lugar desde las azoteas y estacionamientos de la ciudad en abril de 1975.

Al menos para los planificadores estadounidenses de la guerra, el final llegó antes de lo esperado. La invasión de la división norvietnamita se abrió camino a través de las fuerzas del ejército de Vietnam del Sur, que estaban desordenadamente desplegadas en las tierras altas centrales, cortando su retirada y rodeando Saigón.

Si el presidente Nixon hubiera estado aún en el poder, podría haberse unido a la causa sudvietnamita con ataques aéreos contra las fuerzas del ejército de Vietnam del Norte (EVN) en avanzada, cuando no atacando Hanoi y Haiphong (como hizo en 1972, durante su anterior ofensiva).

Sin embargo, en la primavera de 1975, Nixon se había exiliado a San Clemente, y el nuevo presidente, Gerald Ford, no tenía estómago para reemprender la guerra en Vietnam, aunque la alternativa fuera la humillación del imperio estadounidense contemplada desde las azoteas.

El almirante Ky descubre la democracia

Cuando la guerra llegaba a su fin en Vietnam, yo era un estudiante de tercer curso en la universidad y estudiaba en el extranjero, en Viena. Esa primavera no disponía ni de televisión ni radio. Para seguir la marcha de Vietnam del Sur hacia el basurero de la historia, sólo contaba con el International Herald Tribune, que en aquellos días era una combinación de los despachos del New York Times, del Washington Post y varios servicios por cable. Todos contaban la misma historia de la retirada desde las tierras altas y el abandono de muchos colaboradores vietnamitas, para los que no había espacio cuando los helicópteros salieron volando con los últimos estadounidenses.

Tras la caída de Saigón, no me paré mucho a pensar en el destino de Vietnam. No simpatizaba mucho con los vencedores del EVN, especialmente porque empecé a viajar tras el Telón de Acero, en la Europa del Este, y pude entonces imaginar fácilmente que la «liberación» podría aportarle a Vietnam del Sur la atmósfera de una Rumania tropical.

Al mismo tiempo, estaba encantado de que, por vez primera en mis recuerdos, ninguna fuerza estadounidense estuviera implicada en Indochina. Y aunque estudiaba relaciones internacionales en una escuela de posgrado, muy pocos libros o conferencias abordaban el legado de la reciente guerra. A nivel académico y a otros niveles, EE. UU. había dejado de preocuparse por el destino de Vietnam y harían falta aún unos cuantos años para que Hollywood pudiera reescribir el desdichado final de las primeras agresiones.

En la escuela de posgrado, una tarde asistí por curiosidad a una conferencia ofrecida por el exvicepresidente vietnamita, Nguyen Cao Ky, que había sido un personaje habitual en los noticieros de mi infancia. No recuerdo el motivo por el que le habían invitado a hablar, pero puedo suponer que estaba allí para cobrar los honorarios y porque no todos los lingotes de oro de su ministerio del aire habían ido a parar a su bolsa de viaje cuando huyó de Vietnam del Sur en su helicóptero (Ky no estaba dispuesto a morir luchando en la última trinchera).

El discurso de Ky aquella tarde fue una variante de una de esas diatribas alemanas, a partir de la década de 1920, sobre cómo el fin de la guerra había representado una «puñalada por la espalda». Defendió un risorgimento sudvietnamita, confiando quizá en que Gerald Ford (ahora que sus patronos Lyndon Johnson y Richard Nixon se habían marchado) pudiera «soltar» a Ky del mismo modo que Dwight Eisenhower estaba siempre amenazando con soltar al Generalissimo Chiang Kai-shek contra la llamada China Roja. (Al columnista del New York Times, Russell Baker, le gustaba decir de Chiang que era «demasiado ‘issimo‘ y muy poco ‘general‘…»).

La audiencia de Ky, en su mayoría estudiantes de posgrado, no estaba precisamente pensando en otra guerra de liberación en Vietnam, aunque los boat people empezaban a aparecer por el horizonte del mar del Sur de China. A su vez, Ky no pensó demasiado en los abucheos que su discurso estaba generando y se volvió enfadado hacia los organizadores del acto, exigiéndoles que silenciaran a aquella chusma.

Cuando los moderadores se encogieron de hombros al mirarle para indicar que la disidencia era una tradición estadounidense, el mariscal del aire alzó su mano derecha y empezó a hacer gestos como de cortar gargantas, sugiriendo que esa era la forma mejor de lidiar con aquel público indisciplinado.

Como la guardia pretoriana no se abalanzó hacia la audiencia para empezar a cortar gargantas a los disidentes, Ky se marchó enfadado del escenario antes de que alguien pudiera recordar una infame cita suya anterior. Dijo una vez: «La gente me pregunta quiénes son mis héroes, pero sólo tengo uno: Hitler».

Estoy seguro de que una de las razones por las que la guerra de Vietnam tuvo tan amargo final es porque pocos estadounidenses podían creer que dirigentes sudvietnamitas como el almirante Ky, el presidente Nguyen Van Thieu o, con anterioridad, Ngo Dinh Diem, fueran algo más que un fraude, las variantes asiáticas de nuestro hombre en La Habana. Desprendían un aire de hombres de confianza que podían luchar junto al último estadounidense para después forrar sus maletines con bonos al portador del banco central y acabar en una mansión en Honolulu.

Lore Baritz escribe en Backfire: A History of How American Culture Led Us into Vietnam and Made Us Fight the Way We Did :

Un respetado periodista local le dijo a Daniel Ellsberg, por aquel entonces estacionado en Saigón, que el poder político de Ky era un «insulto al pueblo». «¿Por qué?», preguntaba, ¿tienen que humillarnos contratando a un tipo de ese calibre?». No era sólo que percibieran a Ky como un títere: «Podíamos vivir con un títere -estamos de su lado-, pero podríamos trabajar con Vds. con mucho más orgullo si tuvieran a alguien más representativo de los valores vietnamitas».

Cuando Lyndon Johnson fue a Vietnam del Sur en 1961 -en un ejercicio de ondear banderas-, comparó al presidente Diem con Winston Churchill. En American Reckoning , el profesor Christian Appy escribe: «Cuando un periodista le preguntó a Johnson si realmente creía en esa comparación, LBJ contestó: ‘Mierda, Diem es el único tipo que tenemos por allí'». Luego estaban Thieu y Ky.

El intervalo decente de Frank Snepp (y de Saigón)

Pedaleando por Saigón esa tarde me vino a la memoria Decent Interval: An Insider’s Account of Saigon’s Indecent End Told by the CIA’s Chief Strategy Analyst in Vietnam , de Frank Snepp, publicado a finales de 1977. Aquellas Navidades, un amigo de la familia me dio una copia con esta dedicatoria: «Quizá esto te ayude a escoger una carrera, aunque sólo sea por lo que implica de negativo».

En el invierno de 1977, pocos querían oír la opinión de un analista de la CIA sobre los últimos días del régimen de Saigón, aunque recuerdo haber leído, en varios tragos largos, el relato en los días posteriores a Navidad. Antes de decidirme a leerlo, recuerdo haberme preguntado si realmente necesitaba leer 580 páginas sobre la posición de la CIA en Saigón en el invierno-primavera de 1974-75. ¿No me sentía desbordado ya por el tema de la guerra de Vietnam? Cuando acabé el libro me sentí recompensado de haber leído una interesante narración en primera persona que había sabido captar un momento clave de la historia.

Al menos, Snepp había escrito la historia definitiva de los últimos días del imperio estadounidense -en Vietnam, en cualquier caso- en un estilo apasionante que se lee de un tirón. La huida desde las azoteas definió bastante la torpe experiencia estadounidense en Vietnam, y Snepp fue el único testigo de la sórdida retirada que fue capaz de escribirla como si se tratara de un Jenofonte moderno, a nómina de la CIA, en retirada de las guerras asiáticas.

Antes de leer el libro, no había oído hablar nunca de Frank Snepp, aunque cuando abrí el regalo, mi padre mencionó que había estado en la misma clase de pregrado con su padre (que se llamaba igual). Por la información de la solapa averigüé que estuve asistiendo a la misma escuela de posgrado en Columbia en la que Snepp se había graduado en 1968, antes de incorporarse a la CIA. Me licencié diez años después, cuando muy pocos entonces tenían interés por hacer carrera en el campo de la inteligencia. Esto sucedió tras las revelaciones del Comité de la Iglesia en el Senado estadounidense, que retrató a la CIA como un escuadrón de asesinos.

Aunque nunca me reuní en persona con Snepp, le admiraba desde la distancia y después seguí con interés un proceso contra él presentado ante el Tribunal Supremo por el gobierno de EE. UU. en nombre de la CIA.

El motivo fue una cláusula en el contrato de Snepp con la CIA en el que se le prohibía publicar material sobre la agencia sin que el manuscrito se hubiera revisado antes para ver si comprometía la seguridad nacional o de la CIA. Indignado por la forma en que la agencia había salido de Vietnam y por su negativa a considerar una investigación posterior sobre lo que habían hecho mal, Snepp había abandonado la CIA y publicó sus memorias sin su bendición.

En 1981, la CIA le arrastró ante el Tribunal Supremo intentando bloquear las ganancias obtenidas por el libro y así enseñar a otros agentes en el terreno que había costes asociados con los libros que revelaban los errores de la agencia. Recuerdo haberme quedado conmocionado cuando Snepp perdió su apelación ante el Tribunal Supremo, obligándole a pagar 300.000 dólares de los royalties del libro a sus anteriores responsables en la CIA.

En el proceso judicial, nadie alegó que Snepp hubiera comprometido las identidades de agentes sobre el terreno ni divulgado secretos nacionales que pudieran ayudar o secundar al enemigo. No le acusaron de traición, sencillamente no había cumplido la cláusula de su contrato de empleo que le vinculaba, antes de publicar algo sobre la agencia, a someter a revisión el manuscrito.

Snepp sintió -no olviden que eran los últimos años de la década de 1970- que la agencia había perdido el derecho a ejercer tal revisión por la forma lamentable en que le habían tratado al volver de Saigón, y por su negativa a considerar un serio estudio interno sobre los errores cometidos al final de la guerra estadounidense.

Los tribunales no estuvieron de acuerdo y, de repente, se convirtió en un oficial de inteligencia sin carrera y un autor cuyas ganancias iban a parar a manos de quienes había criticado. El único consuelo fue que Decent Interval quedó impreso. Estoy seguro que a muchos en la CIA les hubiera encantado verlo convertido en pulpa de celulosa.

Snepp en la línea de fuego junto a William F. Buckley Jr.

Esa noche, de regreso a la habitación de mi hotel tras haber sobrevivido al tráfico de Saigón, vi en YouTube una retrasmisión del Firing Line (de 1981) de William Buckley, en la cual sus invitados eran el ex alto oficial de la CIA Cord Meyer Jr. y Snepp. Al acecho entre los bastidores del programa, como «interrogador», estaba el abogado mccarthista Roy Cohn, a quien se recuerda desde entonces como mentor y abogado del aspirante a hotelero Donald Trump.

Buckley, Meyer y Cohn estaban en el aire como vestales vírgenes de la CIA, para recordar a los espectadores que Snepp se había avergonzado a sí mismo y a la agencia al no haber presentado a examen su libro. (Snepp recordó al exhombre de la CIA, Buckley -alias Blackford Oakes-, que también debía haber hecho revisar sus libros y artículos. La respuesta de Buckley fue una cita despectiva en latín: «de minimus«. Me sorprendió un poco que no irrumpiera en un canto gregoriano.)

Sin embargo, en la década de 1980, Cohn gastaba poco tiempo en cazar subversivos bajo las camas de Washington y sí más horas facturables para Donald Trump, redactando cosas como unos acuerdos prenupciales que podrían equivaler a un trabajo de tiempo completo.

En el programa de TV, Cohn se fue a por las investigaciones del Senado sobre el Comité de la Iglesia, como si hubieran atacado todo lo sagrado respecto a la CIA y el modo de vida estadounidense. Con su rasposo acento del Bronx, uno puede oír los antecedentes del estilo paranoico de la política estadounidense de Trump.

Los tres miembros del panel parecían muy complacidos con lo que Buckley llamó el «empobrecimiento» de Snepp a manos de los tribunales y la CIA. Ninguno parecía estar ni remotamente interesado en discutir los términos en los que EE. UU. salió corriendo desde las azoteas de Saigón. Al menos en este episodio de Firing Line, el imperio estadounidense había mantenido a raya a un rival. ¡Qué lástima que no fuera tan afortunado en Vietnam!

Matthew Stevenson es redactor colaborador de Harper’s Magazine y autor de varios libros, el más reciente de ellos Reading the Rails . Su próximo libro es Appalachia Spring. Vive en Suiza.

Fuente:

http://www.counterpunch.org/2018/04/09/why-vietnam-still-matters-saigons-and-frank-snepps-decent-interval/

Esta traducción puede reproducirse libremente a condición de respetar su integridad y mencionar al autor, a la traductora y a Rebelión.org como fuente de la misma.