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La educación pública a debate

Por una pedagogía crítica

Fuentes: Rebelión

I. El giro neoliberal de las políticas educativas Que el giro neoliberal de los gobiernos europeos ponga a debate el sentido de la educación pública -invocando una retórica de la austeridad que ni siquiera cuadra con las cuantiosas subvenciones que proveen a la educación concertada y religiosa, por no mencionar subvenciones de otra índole- no resulta sorprendente: antes incluso del Plan Bolonia, […]

I. El giro neoliberal de las políticas educativas

Que el giro neoliberal de los gobiernos europeos ponga a debate el sentido de la educación pública -invocando una retórica de la austeridad que ni siquiera cuadra con las cuantiosas subvenciones que proveen a la educación concertada y religiosa, por no mencionar subvenciones de otra índole- no resulta sorprendente: antes incluso del Plan Bolonia, la tendencia a la hiperespecialización universitaria en España sólo podía conducir a un modelo educativo de corte profesionalista que, a la vista de la alta tasa de paro juvenil, no es precisamente una garantía de inserción profesional.

De forma similar, la instauración generalizada de la formación profesional como alternativa al bachillerato apuntó a la producción de sujetos laborales con una cualificación básica que permitiera su acceso rápido a mercados laborales entonces en crecimiento. Aunque esa producción a la carta de miras estrechas, enfocada a dar pronta salida laboral a miles de jóvenes, puede ser interpretada como un fracaso notable desde la perspectiva del empleo, no ocurre lo mismo si lo consideramos desde la perspectiva del capital, que dispone de una fuerza laboral mínimamente cualificada a la que puede contratar de forma temporal, en condiciones laborales precarizadas, con niveles salariales irrisorios y despedir con la misma facilidad ante las fluctuaciones de la demanda. Así considerada, la presente crisis capitalista tiene como uno de sus beneficiarios principales a las grandes empresas que mantienen (o incrementan) su rentabilidad sobre la base, entre otras cuestiones, de la precarización del empleo, las reducciones salariales y el subsidio indirecto a sus necesidades formativas.

Una política educativa así formulada reserva de facto el acceso a la educación universitaria a unas elites sociales técnicamente funcionales a los mandatos empresariales. En este contexto, la actual arremetida contra la educación pública no es meramente una política de recorte del «gasto educativo» (ligada a un presunto ahogo de las cuentas públicas), sino parte de un proyecto educativo neoliberal que acentúa la dualización sociolaboral: por un lado, disponer de una elite altamente cualificada para ejercer funciones directivas y gerenciales y, por otro lado, de una masa de trabajadores con una cualificación básica para ocupar puestos de trabajo precarios e inestables. Ante la falta de alternativas de mejores empleos, esa masa termina ingresando, si puede y en condiciones desfavorables, a un mercado en el que, crecientemente, se incrementa la «flexo-explotación» (por tomar una expresión de Bourdieu).

Dicho lo cual, el giro en política educativa que se está produciendo y que con toda seguridad se acentuará en los años venideros (incluso cuando se plantee en términos puramente económicos) responde a un proyecto más amplio de sociedad, en el que las desigualdades no sólo no quedan abolidas, sino completamente legitimadas en función de un supuesto mérito diferencial entre los «actores económicos». Aunque esa política educativa sea completamente regresiva, no debería extrañarnos que la justifiquen en términos de «modernización cultural y económica».

Así lo han hecho en América Latina y, puesto que se trata de los mismos patrocinadores internacionales (empezando por el FMI y el BM), no hay razones para suponer que no vaya a repetir su discurso modernizante (de racionalización económica y disciplinamiento social).

II. La restauración del neoconservadurismo educativo

En la década de los 90, en algunos países de Latinoamérica -como es el caso de Argentina- las políticas educativas oficiales procuraron instalar un modelo universitario privatizado y orientado ideológicamente por el neoconservadurismo: no sólo las autoridades gubernamentales propusieron el arancelamiento universitario, sino además la restricción en el ingreso, la superación de «pruebas» o «exámenes de acceso» por parte de los estudiantes universitarios -realizada por el ministerio de educación, sin ningún criterio de especialidad-, la externalización de los controles de la mentada «calidad educativa», la tendencia a transferir del ciclo básico a los postgrados ciertos saberes técnicos, convertidos en bienes intelectuales comercializables, la incentivación de carreras orientadas a la ingeniería y la industria y la instauración de un sistema de distribución en los que los centros beneficiados serían aquellos que más implantaran estas políticas elitistas promovidas por los organismos financieros internacionales.

El proyecto, desde luego, no sólo apuntaba a «rentabilizar» un espacio que no tiene por qué ser rentable; también instituía la mercantilización de los saberes, la instrumentalización profesionalista de las carreras universitarias y la creciente despolitización de la formación, reduciéndola a un producto económico, más allá de sus dimensiones políticas e intelectuales. El corolario de todas esas medidas nefastas fue la impugnación de una educación reflexiva y crítica que no aceptara su subordinación unilateral a un mercado capitalista que reduce a los sujetos educativos a mera fuerza de trabajo (calificada) o, para citar al actual presidente chileno S. Piñera, a un «instrumento al servicio de la economía» (sic).

Una década y media después, las mismas injerencias político-culturales y las mismas estrategias de selectividad económica se repiten en Europa, en buena medida, como método de afianzar la alianza entre mercado y educación pública y como forma de dar acceso sólo a aquellos que de antemano ya están alineados a una sociedad que no cuestiona las relaciones de propiedad ni mucho menos la existencia misma de las clases sociales. Otra vez, la centralización dogmática de la «economía de mercado» tiene como contracara la pretensión de reducir el sistema educativo (y la universidad en particular) a un espacio de adoctrinamiento acrítico y despolitizado.

Tomar nota de lo ocurrido en algunas regiones de América Latina puede ayudar al momento de elaborar respuestas colectivas mejor articuladas y políticamente más eficaces. No es propósito de esta reflexión ahondar en esa dirección pero en cualquier caso, por tomar el caso de Argentina, los logros pírricos de la comunidad universitaria ante el embate neoliberal de los 90 no se consiguió sino a fuerza de movilización del profesorado y de diferentes movimientos estudiantes. Que se haya impedido el arancelamiento universitario -pese a la aprobación gubernamental de la «Ley de Educación Superior»- sólo pudo conseguirse a fuerza de una activa resistencia por parte de los distintos sujetos educativos. Simultáneamente, uno de sus límites más claros fue no haber articulado esas luchas políticas con las de otros trabajadores (intelectuales o manuales), de modo de poder combatir con mayor eficacia política esa nueva ofensiva a la educación pública.

En ese sentido, subestimar las implicaciones ideológicas y políticas de las actuales reformas educativas en España, tanto a nivel secundario como universitario, constituye un grave error: hace perder de vista que los cambios propuestos no sólo afectan los presupuestos y las plantillas docentes sino también, y de modo fundamental, el tipo de educación que se está institucionalizando, orientada a la producción de sujetos económicos dóciles y útiles -como hubiera dicho Foucault-, subordinados a los imperativos sistémicos.

No se trata aquí de repetir el tópico de la ignorancia como condición de la dominación -aunque sea cierto hasta cierto punto-; lo que se discute, en primer lugar, tampoco es un modelo de financiación. Lo que está en juego, en términos más radicales, es el tipo de conocimientos y valores que deben producir las instituciones educativas y, en particular, la institución universitaria. Porque si hay algo que estas políticas neoconservadoras están poniendo en jaque es la legitimidad misma del espacio educativo como espacio crítico. La educación reducida a formación profesional elimina, sin más, la centralidad de la producción de un sujeto reflexivo capaz de intervenir políticamente en la vida social e institucional.

Deberíamos señalar que contra ese discurso modernizador y esas prácticas reaccionarias no alcanzan las movilizaciones ni los pronunciamientos públicos. Hay que dar batalla, simultáneamente, en un nivel técnico, mostrando las consecuencias sociales y culturales profundamente negativas del modelo educativo que se pretende instaurar. Ese modelo es, de forma indisociable, un modelo de sociedad que consagra la competencia económica como vínculo prioritario entre los seres humanos. Aunque el término mismo de «ciudadanía» esté depreciado dentro de algunas perspectivas teóricas -por considerarlo eufemístico y abstracto-, hay que enfatizar la centralidad de una formación pública que no se desentienda de la producción de una ciudadanía inclusiva y democrática.

En cualquier caso, la tarea de combatir el modelo socio-educativo excluyente y sectario que se quiere institucionalizar es parte de un desafío mucho más radical: que las políticas educativas contribuyan a formar una ciudadanía responsable de la construcción de una sociedad justa e igualitaria.

III. Dos concepciones educativas en disputa

Dentro del ámbito educativo, especialmente en el campo universitario, resulta previsible la creciente incertidumbre con respecto a las posibilidades profesionales de los egresados, en el contexto de mercados de trabajo en crisis. Es típico, en ese punto, que la incertidumbre quiera ser reducida con la exigencia tramposa que se traduce en «más práctica y menos teoría». Y es tramposa porque en nombre del «pragmatismo» se identifica el pensamiento crítico con un ejercicio carente de valor, cuando es, por el contrario, condición para concebir otras alternativas sociales y políticas más justas e igualitarias. Si el culto a lo dado favorece a los sujetos privilegiados del presente, atenerse a las prácticas profesionales actuales es aceptar de forma ciega la servidumbre intelectual.

En esa situación, algunas preguntas se hacen recurrentes: ¿qué responsabilidades y oportunidades tienen los profesionales egresados, especialmente aquellos perfiles ligados a las ciencias sociales? ¿Es posible obtener un trabajo remunerado que coincida con las expectativas y aspiraciones profesionales y personales? ¿Debería ajustarse la formación teórica y técnica a las demandas de potenciales empleadores?

Los profetas del mercado pretenden que esos interrogantes tienen su mejor respuesta en una simple claudicación del pensamiento: aceptar sin más el credo de que este mundo es el mejor de los posibles y, por tanto, que todos estos embrollos se disuelven si se acepta la configuración sociolaboral existente. Quienes descreemos radicalmente del credo de la autorregulación de los mercados y de su justicia inherente no tenemos más camino que proponer un proyecto de ciudadanía inclusivo y democrático, aunque el término «ciudadanía» esté en el tapete como tantos otros, no sólo por tratarse de un concepto ambivalente, sino porque oculta la realidad más primaria de las clases sociales.

Si bien más adelante volveré sobre ese término, quisiera detenerme sobre dos discursos pedagógicos que, en el presente, parecen instalarse, respectivamente, como las únicas perspectivas en disputa, especialmente en el ámbito universitario. El primero de ellos plantea que los sujetos educativos, especialmente los egresados universitarios, desde las ingenierías a las humanidades y las ciencias sociales, deben limitarse a desempeñar una labor técnica, propia de especialistas en determinado dominio de saber científico. Se trata de un planteamiento que concibe a la universidad -«pública» sólo para las clases propietarias, lo que es un oxímoron- como un espacio de producción de expertos. A este continente ideológico podemos identificarlo con el «profesionalismo», en tanto pretende fijar una relación puramente técnica con el mundo laboral, en la que el sujeto se representa como neutral con respecto a las finalidades políticas. Eso explica que sea infrecuente, dentro de esta perspectiva, la alusión al bien común, a la responsabilidad pública de los intelectuales, al desarrollo de las capacidades reflexivas y críticas, al desarrollo cultural y social o al compromiso con los intereses sociales mayoritarios. La mención excepcional de estas dimensiones extraeconómicas no debería inducir a engaño, no sólo porque se trata de mera demagogia, sino porque no constituye más que un elemento lateral dentro de una retórica privatista que liga el bienestar al crecimiento empresarial.

La funcionalidad económica de este discurso es clara: se apunta a fabricar individuos políticamente inactivos o, como suele decirse, de aportar «recursos humanos» cualificados al sistema económico, esto es, de producir mano de obra calificada que responda de forma acrítica a los intereses de las organizaciones privadas, reducidas de forma sospechosa a la actual lógica de la empresa, esto es, a una invariante institución capitalista.

Una segunda perspectiva, que opera de forma menos consensuada pero que a menudo se invoca como la única alternativa crítica, sostiene punto a punto lo contrario: la universidad debe apuntar, por sobre cualquier otra prioridad, a la excelencia académica, a la producción de conocimiento científico y filosófico y a lo que en, en una terminología equívoca, se insiste en remitir a la «investigación básica». El modelo de sujeto que de ello resulta es un «sujeto puro» (independiente a la experiencia histórica), ligado a una concepción del conocimiento abstracto, desvinculado del mundo de los intereses prácticos. Esta configuración puede denominarse «academicismo» por una doble razón: primero, considera la academia como centro exclusivo de la producción intelectual y, segundo, plantea la supremacía de la teoría por sobre la práctica, desconociendo por «inauténtico» el compromiso -a mi entender, ineludible- de la educación universitaria en la construcción de un mundo social más justo.

Para despejar un malentendido: el academicismo no consiste en defender la centralidad del conocimiento; de maneras distintas, lo hacen todas las posiciones en disputa. La especificidad radica en la finalidad abstracta que le asigna tanto a la enseñanza como a la investigación; a saber, acumular saberes eruditos, sin ningún vínculo explícito con lo extra-académico. La investigación «desinteresada» de la verdad, en verdad, está planteando un interés encubierto por producir discursos despolitizados. En otras palabras, se celebra la teoría como una construcción válida en sí misma. Por eso también el academicismo se ha planteado como «teoricismo», una celebración del pensamiento a secas, más allá de su valor práctico y de su capacidad de dar cuenta de algo que no sea el pensar mismo. Aunque en el campo económico esta posición es denostada, dentro del campo educativo -especialmente del campo universitario- parece la más consensuada al momento de replicar al profesionalismo.

El academicismo, sin embargo, no desborda lo que Horkheimer llamaba «teoría tradicional»: una visión que se pretende depurada de interés y desatiende, así, los intereses vitales que entran en juego en la producción teórica. Desplazarse hacia el campo de una «teoría crítica», en este sentido, supone reflexionar por los intereses cognoscitivos que están presentes en la práctica pedagógica e investigativa. Más concretamente, desconoce nuestros compromisos prácticos y en particular, nuestra eventual implicación en un horizonte emancipatorio. En este punto, más que un interés puramente técnico o teórico, lo que nos interesa es la producción de conocimientos y valores en el marco de una educación orientada a la autonomía.

Si el límite más pronunciado del profesionalismo es el carácter puramente instrumental que le asigna al campo educativo, la perspectiva academicista recae en una forma de idealismo, abstrayendo los saberes de sus condiciones de existencia y, por ende, denegando su implicación ética y política. Se desentiende así del horizonte de intervención al que habilita la producción de conocimientos específicos y reafirma una más vasta tendencia al auto-encierro de los intelectuales, al desentendimiento de realidades sociales drásticas en la que dicha producción se inscribe. La despreocupación por lo que es simultánea e indivisiblemente intelectual y político deriva en indiferencia ante la injusticia y penuria cotidianas. La actual proliferación de objetos teóricos auto-referenciados, constituidos en discursos especializados en las minucias de las disciplinas científicas es un claro indicio de que este horizonte academicista sigue teniendo una cierta importancia residual en el ámbito académico.

En ambos casos, un supuesto purismo económico -es decir, la defensa de un intelectual-experto en el mercado económico- y un supuesto purismo teórico -ese otro experto de la abstracción intelectual en el mercado académico- obstaculizan la necesaria «contaminación» de los sujetos intelectuales como agentes que intervienen en la construcción del mundo histórico concreto. La noción de «contaminación», sin embargo, connota un estado segundo en relación con una presunta «pureza originaria». Pero esta pureza originaria es un mito: cada uno de los discursos mencionados son producto de posicionamientos políticos que nacen de específicas relaciones de sentido y no pueden sustraerse de hibridaciones constitutivas. Vinculados a nuestros intereses primarios (ligados al mundo de la vida), no se trata de depurar los discursos, sino de objetivarlos, es decir, remitirlos a sus condiciones de producción para conocer su posición específica en un campo de lucha simbólica. Todo el lenguaje de la pureza y de las esencias no hace más que convertir en necesidad lo que es efecto de una decisión política: instituir de un modo determinado la educación pública.

En tanto toda identidad es relacional, esto es, en tanto toda posición de sujeto se constituye a partir de un sistema diferencial (para decirlo con Laclau y Mouffe), el desnivelamiento es constitutivo y no podemos ya reclamar de forma válida una separación radical entre saber y poder o educación y política. A pesar de sus críticas a la mercantilización del conocimiento, el academicismo no escapa a la pretendida separación entre lo «intelectual» y lo «político»: consagra la erudición, basada en la exhaustividad del especialista y, no con menos frecuencia, en sus polémicas con adversarios satisfechos de sus pequeños universos intelectuales. (Eso es evidente en algunos casos y las tendencias estetizantes o moralizantes que suelen atravesar a este tipo de posiciones intelectuales son indicio de ello).

Dicho lo cual, lo que hay que elucidar son las finalidades que asignamos, de derecho, a la educación pública. Distinguir en el campo universitario entre «investigación», lo que se ha dado en llamar de forma equívoca «extensión» y el campo de la «docencia» no esclarece demasiado: ninguna de esas actividades constituye una finalidad en sí misma. Lo relevante es preguntamos para qué queremos conocer, para qué queremos formar y para qué queremos interactuar con otros sectores sociales. Formular de forma crítica los objetivos de conocimiento es poner en suspenso la evidencia atribuida a esas actividades, remitiendo esas finalidades a contextos históricos concretos.

Debemos, por tanto, remitirnos a la formación social específica que es condición de existencia de toda educación. En tanto compleja red de relaciones de poder y sentido entre diferentes clases y grupos sociales, una formación social es irreductible a un conjunto de individuos atomizados. La pretensión de ser apolítico -y esa pretensión es común al academicismo y al profesionalismo- no hace más que ocultar las disputas simbólicas y económicas que se producen en las prácticas instituyentes, sin poner en cuestión en lo más mínimo la voluntad de maximizar el beneficio económico e intelectual.

La implicación profunda de estos discursos tan despolitizados (1) como políticos consiste en centrar el mercado económico e intelectual como instancia de validez: la aceptabilidad de nuestro trabajo (profesional, teórico) dependería en última instancia -desde estas perspectivas- de que nuestros empleadores y nuestros pares valoren nuestras concepciones y realizaciones. Tras una retórica purista o liberal, ponen el acento en el nivel de la demanda. Incluso si se alega que el academicismo no es necesariamente individualista el pasaje al colectivismo no resuelve nada: se puede sostener que la comunidad universitaria sólo puede lograr la excelencia académica sobre la base de un trabajo colectivo y, sin embargo, la idea de una separación entre lo académico y lo político sigue manteniéndose. En otras palabras, no se plantea ninguna articulación constitutiva con la formación social como su condición de posibilidad (2).

IV- El profesionalismo como neoconservadurismo

Si en la actualidad el profesionalismo aparece como el modelo educativo socialmente más valorado, ello se debe, en primer lugar, a que es correlativo al neoconservadurismo como configuración hegemónica. Avanzar en su crítica sistemática forma parte de las luchas teórico-políticas que necesitamos para contribuir a erosionar el orden social actual. Puesto que las ideas constituyen fuerzas materiales la crítica al modelo profesionalista resulta prioritaria desde una dimensión estratégica.

En el contexto actual, el academicismo es una forma de retirada ante el modelo educativo dominante: constituye una réplica elitista desfasada (3). Por contra, el profesionalismo es la punta de lanza del neoliberalismo, que reduce la libertad de cátedra a la sujeción a los imperativos sistémicos. El eslogan de la libertad de mercado se materializa en un mercado de la libertad: es libre quien paga, quien tiene poder para pagar sus elecciones. Ese eslogan, sin embargo, apenas describe el núcleo de este programa que ya nada tiene de nuevo y que requiere, sin embargo, ser diferenciado del liberalismo decimonónico. La apología del «mercado de la competencia perfecta» o de la «libre competencia» -y lo sabemos tras experiencias históricas funestas- tiene como contracara la desprotección de ciudadanos «pobres» -sistemáticamente relegados al lugar de no-ciudadanos o de ciudadanos de segunda mano-, la desocupación de trabajadores manuales -«no calificados»- desplazados por las nuevas tecnologías de la producción y la marginación de los sectores sociales que están sujetos a las fluctuaciones estructurales de la economía capitalista, por circunscribirnos a una dimensión económica, la explotación de los trabajadores -manuales e intelectuales- y la subocupación de millones de personas que siguen empobrecidas. No menos central resulta la exclusión escolar de una masa social que no puede acceder a un servicio semiprivatizado, la muerte extendida de poblaciones enteras, víctimas de los señores de la guerra y la industria del crimen, el desentendimiento de las franjas sociales que no encajan en la población económicamente activa, la destrucción medioambiental, entre otras cuestiones de primer orden. Dentro de la eficacia del neoliberalismo -como ideología legitimatoria del capitalismo- no debemos excluir la represión más o menos brutal a movimientos sociales de signo diverso, desde altermundistas a indignados.

De forma específica, las consecuencias sobre el campo educativo de esas políticas neoliberales es inequívoco: acentuar la desigualdad social y laboral, instrumentalizar la producción de conocimiento en función de la rentabilidad privada y, en suma, aumentar la producción de sujetos profesionales que no cuestionan el mundo histórico en el que participan, aceptando el orden existente como el único posible.

V- Inserción profesional y ciudadanía

Volvamos sobre la «inserción profesional» reenviando este eje a las condiciones sociales que hacen posible que uno hable, de forma sospechosa, de «profesionales» y no sencillamente de «trabajadores». De hecho, dentro de la moderna división social del trabajo, los trabajadores intelectuales apenas se reconocen formando parte de ese continente y no es de extrañar que se arroguen a menudo el derecho a situarse en otra categoría socio-laboral.

Inscribir estos procesos de separación entre trabajadores en el contexto de una economía mundial gobernada por la acumulación de capital es básico si queremos comprender lo que ocurre. Y esa acumulación nos deriva a preguntarnos por una organización social del trabajo en el que la educación superior dominante tiene notoriedad por contribuir, técnicamente, a reproducir el modelo actual de acumulación, sostenido en relaciones sociales de explotación. La necesidad satisfecha de elites cualificadas, en esta fase histórica del capitalismo, hace prescindente para las clases propietarias la educación pública, especialmente en sus niveles superiores. Las políticas neoliberales son consecuentes con esta necesidad: transfieren como negocio la formación superior a centros privados y, con ello, seleccionan las fracciones de clase que relevarán a las elites dominantes actuales.

La desfinanciación de la educación pública, por tanto, no responde a una coyuntura restrictiva, aunque se invoque como su justificación evidente. Si bien la crisis del estado de bienestar no es nueva, se acelera con la impronta crecientemente aceptada del neoliberalismo. Si éste es peculiarmente predador, se debe a que en su prohibición de toda forma de regulación económica, permite que los agentes más poderosos se apropien de forma ilegítima de la riqueza socialmente producida. En vez de luchar por distribución justa de los ingresos y la renta, perpetúa ese dispositivo selectivo que es el «mercado libre» y excluye por principio a quienes no disponen de poder económico para participar en ese «mercado de la libertad» (4). Para fortuna nuestra, la «utopía» neoliberal (más bien: una distopía radical) no se ha concretizado en toda su magnitud. Existen resistencias relativamente organizadas y hay indicios de que esas resistencias sociales pueden confluir en luchas políticas mayores.

El fatalismo cínico de ese discurso es inocultable: por un lado, pretende que no hay alternativas políticas sino meramente necesidades históricas inexorables; por otro, enfatiza su pesimismo antropológico: puesto que «la naturaleza humana es egoísta», lo único que cabe es tomar medidas que resulten lo menos perjudiciales posibles y subsanen los males más notorios. Ya conocemos cuáles serían esas medidas: la «mano invisible del mercado», la ley de la oferta y la demanda sin interferencias, intervenciones estatales mínimas (limitadas a servicios que ninguna iniciativa privada estaría dispuesta a asumir) y dar rienda suelta a la fórmula del laissez faire, laissez passer. 

Sin embargo, no tenemos por qué aceptar sin más la tesis de una «naturaleza humana» ni, mucho menos, concebida como esencialmente egoísta. Como ardid teórico, permite justificarlo todo, a condición de aceptar una presunta inmutabilidad y necesidad de la especie humana, que tornaría ilusoria cualquier tentativa de cambio social. Llamativamente, a pesar de insistir en la naturaleza egoísta del ser humano, no se ha tomado el trabajo de explicar por qué tanto en términos biológicos como en términos culturales no sólo los individuos sino también las sociedades han mutado de forma más o menos radical.

En síntesis, la tesis de la «naturaleza humana» -por definición extra-histórica- condena a una fatalidad deshistorizada las penurias de millones de sujetos humanos concretos, expoliados por mercados oligopólicos que, a través de sus voceros oficiales, se llaman a sí mismos «libres». Y en cierto sentido lo son: son libres de explotar, de elaborar las leyes más convenientes para ellos, de conseguir desgravaciones impositivas directamente proporcionales a su nivel de ingresos, de fabricar productos que dañan de forma irreparable nuestro contexto ecológico, de producir elites hipercualificadas y masas descalificadas, dinero y miseria, en suma, una lucha naturalizada por la apropiación privada de la producción social de la riqueza.

Esa apropiación, en tanto actualmente se basa en la expropiación, no es automática sino que requiere, por así decirlo, un trabajo intelectual tanto de legitimación como de producción de métodos y herramientas de dirección y gestión que permitan organizar de forma jerárquica el capital y subordinar la fuerza de trabajo. En esa producción, una vez más, ejercen un papel fundamental aquellos intelectuales orgánicos que defienden a nivel técnico lo que no es más que una versión elaborada de la explotación laboral. Hablar de méritos y talento para explicar las desigualdades presentes es tan burdo como hablar de paz cuando diariamente se fabrican guerras.

Todas estas «fatalidades», desde luego, son evitables. Incluso si no fuéramos capaces de evitarlas nosotros, eso no negaría que forman parte de un proceso histórico-social contingente y, como tal, reversible (lo que no da lugar a ningún facilismo). Sólo cuando se sostienen fundamentos extrasociales de lo social podemos creer que el mundo actual es algo dado e inevitable. Responde, más bien, a un proyecto político que tiene como objetivo central el enriquecimiento de unas elites y, como consecuencia, el empobrecimiento de las mayorías sociales. Para ese objetivo, los responsables principales de este estado de cosas no dudan en tachar de irresponsables a los intelectuales que consideran que este mundo no es el mejor de los posibles.

Hay que apresurarse a señalar, por lo demás, que la pauta de comparación para sostener qué es mejor y qué es peor no es sólo la historia efectiva o la imaginación pura, sino una historia futurible, que podemos imaginar razonablemente, de forma situada. Eso no implica ninguna idealidad pura, sino que tiene anclaje a realidades locales. Esa «memoria anticipada» -a la que se referían algunos teóricos frankfurtianos- es la que nos permite afirmar que una sociedad igualitaria y autónoma, en la que los sujetos educativos son formados como ciudadanos en una cultura democrática y pública, es mejor que una en la que son instruidos en la obediencia, esto es, conformados en una cultura autoritaria y privatizada.

En ese contexto también los trabajadores intelectuales que llamamos profesionales tienen oportunidades para intervenir en instituciones públicas y privadas en vistas al cambio social (evaluados en términos político-culturales y no sólo en términos económicos). Pero difícilmente podremos producir esos cambios deseables sin una educación pública que eduque en una ciudadanía en común o, como decía Paulo Freire en una terminología que a más de uno le produce urticaria, en una «pedagogía de la liberación». Esa ciudadanía supone construir al ser humano, ante todo, como sujeto político. Aunque la categoría de «ciudadanía» tiene una innegable ambigüedad -por tratar a sujetos desiguales como iguales, borrando de un plumazo la realidad primaria de las clases sociales-, por otro lado permite pensar en esa dimensión en común que necesitamos construir para que la igualdad política y económica sea efectiva.

V- Por una pedagogía crítica

Resituando en estas condiciones la problemática educativa resulta claro que no estamos abogando por abandonar un proceso de relativa especialización teórica, sino por articular de forma crítica esas especializaciones con otros conocimientos que hacen a la definición de un horizonte abierto y multidimensional, favoreciendo la inscripción de las prácticas profesionales y académicas dentro de proyectos políticos (aunque no partidarios) más amplios. Del mismo modo, tampoco se trata de renunciar a una educación pública profesionalmente habilitante, sino más bien de cuestionar la búsqueda del beneficio económico como objetivo profesional central.

En suma, se trata de producir sujetos críticos, capaces de intervenir en múltiples procesos institucionales. Como consecuencia, el objetivo de la educación pública superior se desplaza de la experticia y la erudición hacia la producción de un saber y unos valores situados que permitan apuntalar una ciudadanía crítica. En ese sentido, no hay nada semejante a una «neutralidad profesional»: en su posición de trabajadores intelectuales pueden contribuir a cambiar (o reproducir) una realidad histórica. Desnaturalizar el neoliberalismo es una posibilidad concreta de esa «pedagogía crítica» por la que abogamos y que en este trabajo no puedo más que mencionar. Sostener que no hay espacio para esa educación es resignar lo deseable en nombre de una servidumbre programada.

Reconocer que las intervenciones profesionales tienen una dimensión política irreductible -aún cuando ciertos profesionales hagan política inconsciente al predicar que son apolíticos-, abre el campo de oportunidades históricas de transformación de los espacios regulados en los que participamos. En ese punto, la lucha por la radicalización de la democracia significa también igualación en el acceso al poder simbólico por parte de diferentes clases sociales.

Si el profesionalismo se desentiende de los efectos negativos que los mismos profesionales generan, no por ello basta «tomar conciencia» para evitar dichos efectos: el punto de mira, una vez más, son las prácticas sociales. Politizar nuestras labores profesionales es, también, usar los márgenes de libertad para que la libertad no quede marginada dentro del sistema económico o reducida a libertad de consumo. Puesto que la formación profesional, terciaria y universitaria es por excelencia el dispositivo de producción de trabajadores especializados, necesitamos indagar más en la importancia relativa que tienen las instituciones educativas públicas tanto en la construcción de un sujeto que sostiene la actual hegemonía neoliberal como en su capacidad crítica para producir alternativas deseables y factibles.

Si cuestionamos el academicismo junto a cierto profesionalismo mercantilista ello se debe en primer orden a la constatación de que estas posiciones desconocen su carácter instituyente. No hay neutralidad en este intento desesperado por recluirse en una academia que se quiere purificada de interés; tampoco hay neutralidad en la desmedida preocupación por el cálculo de la medida económica. La figura del experto, considerado «políticamente inactivo» es tan falaz como la figura del erudito como «investigador desinteresado». En ambos casos, se produce una funcionalización del sujeto educativo: el experto deviene especialista del ajuste, el erudito en agente que se desentiende del mundo social.

Vivimos en un mundo social tecnocrático y luchar contra ese mundo es una decisión en primer lugar política. Subvertir la asimetría de las relaciones actuales de poder es también luchar por lo que Gramsci llamaba «hegemonía alternativa». Eso no es dar por sentado el carácter conclusivo de ese proceso alternativo, sino más bien, trazar una referencia en devenir de un lugar deseado, que apueste decididamente por un proyecto de autonomía individual y colectiva.

No caben dudas de que la educación pública tiene un papel central dentro de ese proceso hegemónico. Como complemento, tenemos que reinterrogar nuestro vínculo concreto con el mercado y nuestra condición de profesionales, reocupando una ciudadanía vacante. Reiventarnos en ese sentido es cuestionar la idea meritocrática de que los lugares son ocupados naturalmente por los mejores. Con ello seguiremos luchando contra esa ideología funcional que proclama la muerte de las ideologías, contra la histórica aunque efímera idea de un fin de la historia, la absolutista idea de que todo es relativo -a excepción de la propia posición-, contra el autoritario pensamiento que sostiene que sólo hay un único pensamiento, o la falsa profecía de que ya no existe la izquierda o la derecha sino un nuevo pensamiento de la moderación conservadora. El pragmatismo condena el futuro a la ceguera; es una mala teoría que reniega de su carácter teórico y quiere convertirse en acción inmediata, sin mediación, sin teoría.

Mostrar la contingencia del presente abre camino a iniciativas individuales y colectivas para transformar las políticas institucionales vigentes, para revalorizar las micropolíticas y apostar por su articulación en luchas mayores. Crear igualdad ciudadana implica un compromiso político que supere las retóricas electoralistas y los discursos que proclaman que las alternativas no son alternativas sino abismos, entregados a la profecía de lo inevitable que el cinismo contemporáneo instala como realidad efectiva.

También los profesionales participan en la naturalización y reactivación del imaginario social que estructura nuestras prácticas sociales. Pueden, por tanto, contribuir a perpetuar o subvertir este orden social. Si siempre tomamos decisiones, lo más razonable será procurar esclarecer sus implicaciones tanto técnicas como sociales. La lucha contra el academicismo y el economicismo son parte de una pugna en la que se nos juega una forma de vida colectiva.

Somos partícipes en la producción social de nuestras condiciones sociales de existencia y no se trata de sustituir el rostro de nuestros amos por otros nuevos sino de cuestionar radicalmente la política de autoridad que gobierna las academias y los mercados. En esa pluralidad de frentes, poner la educación a debate equivale, sin más, a interrogarse acerca de otras subjetivaciones deseables, capaces de desafiar el imperio de la economía.

Notas:

(1) La proclama del apoliticismo no es más que una buena manera de ocultar que, lo queramos o no, cualquier agente social tiene responsabilidades específicas e irreductibles en la institución efectiva de la sociedad, incluso cuando hay un proceso de desentendimiento de lo común, acorde a una ética exitista.

(2) Aunque el discurso neoliberal descalifique un planteamiento teórico por considerarlo político, es claro que ninguna perspectiva conceptual puede sustraerse de esa dimensión, como no sea a través de estrategias denegatorias. Apenas hace falta señalar que esa retórica antipolítica se sustrae de todo trabajo argumentativo. En ese sentido, tenemos que distinguir entre la evaluación crítica de diferentes argumentaciones de aquello que, en un momento dado, tiene un nivel mayor de legitimación social. En este punto, aunque es indudable que el profesionalismo cuenta con mayor legitimación social, su validez es dudosa.

(3) Incluso si se lo invoca como réplica ante la hegemonía neoliberal -en la resistencia política a ser asimilados a un mercado económico capitalista-, no por ello deja de ser menos reactiva. Más bien, sigue siendo funcional, en tanto mantiene la complicidad con respecto a las desigualdades culturales que contribuyen a producir las clases sociales. La producción de un sistema institucional de distinción produce tanto «intelectuales consagrados» como trabajadores intelectuales subalternizados.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.