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¿Qué pretende Israel?

Fuentes: PSUC Viu

Responder a esta pregunta desligándola de esta otra: ¿Qué pretenden los Estados Unidos?, es inútil y sólo puede llevar realmente, como algunos voceros del sionismo pretenden afectada e hipócritamente, a un cierto regreso del antijudaísmo (antisemitismo sería una actitud de odio a los pueblos de estirpe semita en general, árabes incluidos), esa peste que periódicamente […]

Responder a esta pregunta desligándola de esta otra: ¿Qué pretenden los Estados Unidos?, es inútil y sólo puede llevar realmente, como algunos voceros del sionismo pretenden afectada e hipócritamente, a un cierto regreso del antijudaísmo (antisemitismo sería una actitud de odio a los pueblos de estirpe semita en general, árabes incluidos), esa peste que periódicamente y desde tiempo inmemorial infecta la cultura europea.

Porque dejando de lado los viejos sueños sionistas radicales (la reconstrucción del Gran Israel de los tiempos bíblicos), lo cierto es que hasta los últimos veinte años (concretamente hasta la primera invasión del Líbano en 1982) la población israelí ha estado claramente dividida políticamente con arreglo al espectro común a otros países con instituciones democráticas: una derecha nacionalista y expansionista, un centro laborista siempre ambiguo pero nunca plegado incondicionalmente como ahora a las pretensiones de la derecha y una izquierda partidaria de la convivencia con la población palestina autóctona y más interesada por la construcción de una nueva sociedad socialista basada en los kibutz que por las cuestiones identitarias

Pero poco a poco, el pulso geoestratégico librado en la región durante la guerra fría, que llevó al alineamiento con la Unión Soviética de países como Egipto, Siria e Iraq, situó a Israel como peón de brega fundamental de la estrategia norteamericana. Israel, si quería subsistir como Estado, estaba obligado a desempeñar ese papel porque su dependencia económica y militar respecto de los Estados Unidos era total. Sin la ayuda norteamericana, ni la economía israelí habría podido desarrollarse en lucha con unas condiciones ambientales extremas (hoy sería poco más que un destino turístico al estilo de Túnez) ni el ejército israelí habría sobrevivido a la ofensiva conjunta sirio-egipcia de 1973 (guerra del Yom Kippur). Baste decir que su aviación fue barrida del mapa en los dos primeros días del conflicto y que los Estados Unidos la reconstruyeron sobre la marcha enviando directamente desde los portaviones de la VI Flota sus propios aviones, a los que apresuradamente se les pintaba la estrella de David encima de la enseña estadounidense.

El momento de inflexión clave fue, como es obvio, la caída del régimen del Sha en el Irán. El desequilibrio estratégico que ese revés supuso para «Occidente» reforzó ya de manera irreversible la necesidad de disponer de un Israel guerrero a ultranza. Vino entonces la mencionada invasión del Líbano, cuyo objetivo primario era liquidar los campamentos palestinos allí existentes pero que tenía como objetivo estratégico arrinconar a Siria. El cambio de bando del presidente egipcio Anuar El Sadat, que acabó firmando la paz con Israel bajo los auspicios norteamericanos, supuso un alivio enorme para la política imperial de los Estados Unidos, que pudo ya orientar tranquilamente la maquinaria de guerra israelí hacia sus vecinos del Norte.

La historia que empieza entonces, y que desemboca en la salvaje agresión actual al Líbano, pasando por todas las atrocidades cometidas diariamente contra los palestinos de los territorios ocupados (cuyos desesperados actos de violencia se magnifican para justificar la espiral de agresiones), es también la historia de la degradación moral de Israel como pueblo, tal como señalaba estos días el periodista israelí Gedeón Levy en un diario de su país («Días de tinieblas», Haaretz, 30-7-06). Los viejos sueños sionistas parecen haber adormecido la conciencia de la inmensa mayoría de la población, que aplaude sin recato las «heroicidades» de sus tropas. Claro que, como el propio Levy señala, la televisión israelí no se molesta en enseñar las imágenes de los centenares de víctimas civiles libanesas, sino que se recrea morbosamente en los funerales de los pocos soldados propios abatidos por Hezbollah. Así construyó Goebbels el consenso en torno a Hitler. Y así manejan Bush y su ministra pianista (pero, más propiamente, Cheney y la industria petrolera yanqui) a todo un pueblo que parece repetir una vez más el viejo grito contra Jesús, inspirado entonces por una clase sacerdotal temerosa de perder sus privilegios: «¡Caiga su sangre sobre nosotros y sobre nuestros hijos!»