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Rodolfo Walsh, las mudanzas del tiempo

Fuentes: Rebelión

Se ha publicado recientemente un libro que contiene tres relatos de Rodolfo Walsh cuyo título general es «Los irlandeses», tres anécdotas convertidas en magníficas joyas literarias de párrafos extensos, elípticos y de lenguaje oral de gran desarrollo que enseñan al lector a buscar la idea que cada uno de los textos contiene y va a […]


Se ha publicado recientemente un libro que contiene tres relatos de Rodolfo Walsh cuyo título general es «Los irlandeses», tres anécdotas convertidas en magníficas joyas literarias de párrafos extensos, elípticos y de lenguaje oral de gran desarrollo que enseñan al lector a buscar la idea que cada uno de los textos contiene y va a concentrar en el horizonte del lector.

El Prólogo a «Los irlandeses» lo firma Ricardo Piglia, y en el se refiere a una entrevista que hizo al autor en 1970, entrevista en la que se nos exponen algunos aspectos de su trabajo literario en relación con su obra. Posiblemente sea la misma en la que Rodolfo Walsh le declaró: «Nuestras clases dominantes han procurado siempre que los trabajadores no tengan historia, no tengan doctrina, no tengan héroes ni mártires. Cada lucha debe empezar de nuevo, separada de las luchas anteriores: la experiencia colectiva se pierde, las lecciones se olvidan. La historia aparece así como propiedad privada, cuyos dueños son los dueños de todas las otras cosas.»

Piglia advierte sobre la conciencia social y política de Walsh, (aspecto al que ya hice referencia en otro artículo titulado «Rodolfo Walsh. ¿Para quién trabajan los intelectuales?) en relación con el lenguaje, la importancia que le daba, y el por qué de su forma expresiva, tan particular y concentrada, forma y fondo de trabajo literario que le han hecho merecedor de un lugar seguro entre los más grandes escritores de América Latina.

Estas tres narraciones, conectadas entre sí por las vivencias de unos niños en un hospicio -Rodolfo Walsh estuvo interno en un hospicio para niños pobres- contienen, según reconoce él mismo, algún pequeño detalle de sus vivencias personales.

En el primero de los relatos titulado «Los oficios terrestres» se nos cuenta la llegada de un chico a dicho centro, síntesis del mundo exterior; allí las autoridades están sumergidas en la concepción violenta de la sociedad y la fomentan, sociedad de la división que, a su vez, interiormente se subdivide en grupos de chicos determinados por la violencia ejercida sobre ellos, y ellos, reproductores, ejercen sobre otros más débiles: es el ejercicio de sometimiento a la voluntad del poderoso y fuerte, sistema productor de un baso comunicante: conforme crece el sometimiento, en algunos crece la opresión hacia los demás, mientras, se desdibujan los intereses comunes y la experiencia social común. A la falta o la pérdida de conciencia colectiva asiste la pérdida de entidad de si mismos: «… y mientras vaciaban el cajón de la basura, oblicuo, poderoso y lleno, algo se vaciaba también en el corazón de los chicos, influyendo lentamente, chorreando en sordo gorgoteo», para llegado el momento, sin que aún sean conscientes de por qué lo hacen, sin haber pensado en ello, manifestar espontáneamente de una sola vez, en un gesto de aproximación emocional al otro, las ansias de esperanza de cambio en un pequeño acto individual solidario.

En el segundo de los relatos, «Irlandeses detrás de un gato», se nos cuenta a través del que parece más débil, el aprendizaje de la supervivencia, primero haciendo frente al desafío que presenta la estancia en la mayor soledad afectiva en aquel penal, y segundo al aprendizaje que presenta la convivencia con los demás chicos allí encerrados que, al ser el último en llegar, tendrá que vérselas con los que le quieren medir los huesos para someterle y hacer que sufra las peores pruebas, y de éste modo conseguir que su mente también supure lo que la suya propia, de cada uno de ellos, supura. El recién llegado, tras la durísima experiencia, hace que un celador piense que se ha asimilado al sistema y se ha convertido en uno más. Entonces el celador, en una maniobra de aproximación, le ofrece su ayuda envuelta en conciencia repulsiva; la contestación por parte del chico será un aldabonazo para el lector.

En el tercero, «Los irlandeses», la violencia descargada sobre uno de los chicos, le lleva a pedir socorro a un familiar que acudirá en su auxilio. Conocida por todos esa petición de ayuda, despierta tal expectación entre los sometidos a encierro de aquél centro que brota la conciencia colectiva en el sentido desestructurado y primitivo. Todavía no saben ellos mismos de lo que son capaces, y vuelcan todas sus esperanzas en el visitante.

La experiencia que resulta les hará descubrirse como grupo y descubrir su importancia como tal. El esperado «salvador» con su acción ha hecho nacer en ellos nuevos sentimientos, en ocasiones antagónicos, que les inquietan y abiertos a ellos les transforman. En sus mentes, que chispea el deseo de rebelión aún sin identificar, adquiere tanta importancia la solidaridad del que ha venido de fuera que le llegan a engrandecer y a caracterizar, en un lenguaje que parece ajeno a ellos pero que dibuja su estado moral, como «héroe en la guerra del Chaco o de España, donde fue condecorado por el presidente de Bolivia o por el general Miaja». Pero como consecuencia de reconocer el problema común y ver el resultado final del enfrentamiento de quien venido de lejos con la institución, para resolver el problema del sometimiento de ellos mismos por la fuerza al explotador, la concepción anterior que los dividía se ha agrietado y se derrumba. La maduración les hace comprender lo limitado de la ayuda exterior si ellos no toman parte, les enseña la realidad más cabal, les hace ver que solo ellos y nada más que ellos son los principales protagonistas de su destino: «… el pueblo aprendió que estaba solo y que debía pelear por sí mismo y que de su propia entraña sacaría los medios, el silencio, la astucia y la fuerza». El conocimiento de sus fuerzas reunidas como el motor de acción más emocionante, será la base que les separe del sometimiento anterior para empezar a trabajar a favor de su propia causa, para llevar a cabo la materialización del mayor de sus deseos. Experiencia sintetizada, traducida en conciencia de su lugar en el mundo, conciencia que les separa del orden establecido, conciencia de ser colectivo que revierte en acción renovadora porque en ella se asocian todas las necesidades, necesidades que para ser realizadas requieren una sociedad nueva, esa que en Rodolfo Walsh se convertiría en un objetivo de lucha sin final, una actitud consciente para siempre. Nuestro autor sabía de la importancia de dar a conocer las experiencias, sabía de la importancia de la transmisión de los valores que aporta la conciencia social, sabía de la necesidad de reconocer la fuerza propia, como también sabía del esfuerzo constante de las minorías que viven a costa de los demás para borrar las huellas dejadas por las luchas de los trabajadores a lo largo de la Historia, por eso le declaraba a Ricardo Piglia: «Nuestras clases dominantes han procurado siempre que los trabajadores no tengan historia, no tengan doctrina, no tengan héroes ni mártires. Cada lucha debe empezar de nuevo, separada de las luchas anteriores: la experiencia colectiva se pierde, las lecciones se olvidan. La historia aparece así como propiedad privada, cuyos dueños son los dueños de las otras cosas». Para utilizar cuatro palabras suyas que metaforizan todo lo dicho, con la lectura de «Los irlandeses», usted no se quedará donde estaba al empezar, aprenderá con emoción cómo se producen individual y colectivamente «las mudanzas del tiempo».

Todo un ejemplo de intelectual al que el sistema convencional no es capaz de asimilar sin envenenarse, Rodolfo Walsh, de quien nos llega un libro de relatos cuyo sentido tiene carácter intemporal y universal, cuya construcción literaria nos empuja. El único de sus libros, hasta ahora, editado en España.


Título: Los irlandeses.

Autor: Rodolfo Walsh.

Editorial: El Aleph.