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Entrevista a Luis Alegre Zahonero sobre El lugar de los poetas. Un ensayo sobre estética y política (II)

«Santiago Alba Rico es uno de los mejores filósofos vivos. Su Ser (o no ser) un cuerpo me parece una obra impresionante»

Fuentes: Rebelión

Profesor de la Facultad de Filosofía de la Universidad Complutense de Madrid, Luis Alegre Zahonero ha sido uno de los miembros fundadores de Podemos. Es coautor, junto a Carlos Fernández Liria, de El orden de El Capital (Madrid, Akal, 2010, Premio Libertador del Pensamiento Crítico) y de Educación para la Ciudadanía. Democracia, capitalismo y Estado […]

Profesor de la Facultad de Filosofía de la Universidad Complutense de Madrid, Luis Alegre Zahonero ha sido uno de los miembros fundadores de Podemos. Es coautor, junto a Carlos Fernández Liria, de El orden de El Capital (Madrid, Akal, 2010, Premio Libertador del Pensamiento Crítico) y de Educación para la Ciudadanía. Democracia, capitalismo y Estado de Derecho.

En esta conversación nos centramos, básicamente, en su último libro, publicado por Akal, Madrid, 2017. Una versión parcial se publicó en El Viejo Topo del mes de junio.

 

***

Nos habíamos quedado aquí. ¿Por qué te ha dado por poetas y estética? Habías hablado del orden del capital, de la educación ciudadana, pero no de estos temas. ¿Un giro copernicano, digámoslo así, en tus intereses filosóficos?

No, en absoluto. Creo que es una continuación lógica de todo lo que he hecho hasta ahora. Cabe incluso decir que con este libro cerramos en cierto modo el sistema de lo que hemos defendido siempre Carlos Fernández Liria y yo. En El orden de «El capital» desarrollamos nuestra posición fundamental respecto al orden teórico (el asunto, digamos, de la ciencia y la verdad; ese asunto del que se ocupa la Crítica de la razón pura); en la mayor parte de los textos que hemos publicado nos ocupamos del orden práctico (la moral y el derecho, es decir, la justicia; asunto del que se ocupa, digamos, la Crítica de la razón práctica) y nos quedaba pendiente esa misteriosa «raíz común», sobre la que se sostiene tanto la verdad como la justicia, y que depende precisamente de ese problema insondable que se juega en «el lugar de los poetas» (estrechamente relacionado con la cuestión de la belleza y que es el asunto del que se ocupa la Crítica del juicio).    

La dedicatoria del libro: «A Carlos Fernández Liria, mi maestro». ¿Qué es un maestro para ti? ¿Por qué lo ha sido, por qué lo es Carlos?

Resulta imposible exagerar la deuda que tengo contraída con Carlos Fernández Liria. Si no hubiera sido por él, ni siquiera habría decidido estudiar filosofía. Esta es una historia que me gusta mucho contar: a los 15 años, militando ya en la Juventud Comunista, decidí apuntarme a un curso de marxismo por correspondencia que organizó (si no me equivoco) Javier Mestre. El curso concluía con unas jornadas presenciales en la Facultad de Matemáticas de la UCM que se celebraron dos años después, justo cuando estaba decidiendo qué carrera quería estudiar. Y el caso es que me quedé tan impactado por la conferencia de Carlos que decidí estudiar «lo que enseñara ese señor» al margen de cualquier otra consideración. Así terminé optando por Filosofía en la UCM, cuando mi opción más probable hasta ese momento era estudiar políticas. A partir de ahí, los cursos de Carlos me organizaron por completo la cabeza en lo relativo al estudio de la historia de la filosofía, para empezar, imponiendo un respeto casi reverencial por los clásicos: si tienes la sensación de que algún gigante del pensamiento está diciendo tonterías, con toda seguridad no le estás entendiendo y, desde luego, si quieres discutir con alguno de los grandes, más te vale apoyarte en otro al menos tan grande como él porque, si no, vas a hacer el ridículo con toda seguridad. La lectura de la historia de la Filosofía que realiza Carlos Fernández Liria fue lo que estructuró el marco de a qué cabe llamar propiamente «entender» algo en filosofía y a qué no. Después hemos trabajado mucho en común, hemos escrito mucho juntos, fue mi director de Tesis, etc. Pero lo que verdaderamente le convierte en mi «maestro» es esa estructuración del comienzo con la que quedó fijado a qué llamo en rigor entender y explicar.  

Pero por cierto, en el epílogo, que es de él, de Carlos Fernández Liria, «La situación actual del libro» lo ha titulado, te refuta. Dice que él se considera un discípulo tuyo. ¿En qué quedamos? ¿Maestros-discípulos uno del otro?

Carlos es enormemente generoso. Eso es todo. Es verdad que llevamos mucho tiempo tiempo trabajando juntos y pensando juntos y llega un momento en que las ideas parece que surgen de la colaboración misma y de las discusiones compartidas más que de ninguna de las cabezas por separado. Sin embargo, yo tengo la sensación de pensar siempre con la cabeza de Carlos en el sentido en que decía antes.  

Abres con una cita de Santiago Alba Rico, muy próximo a ti en la aventura de Podemos desde hace años. ¿Qué significa para ti el autor de Ser (o no) ser un cuerpo?

Creo que Santi es sin duda uno de los mejores filósofos vivos, al menos en lengua castellana. Y creo que está lejos aún de obtener el reconocimiento que merece. Es uno de esos casos (lamentablemente frecuentes) en los que una posición implacablemente crítica le ha granjeado innumerables enemigos a derecha e izquierda. No estar dispuesto a ser un simple palmero de ningún grupo de poder pasa una factura muy alta. En todo caso, creo que poco a poco va llegando ese reconocimiento, y llegará cada vez más. En concreto, el libro de Ser (o o ser) un cuerpo me parece una obra impresionante. Lo leí al mismo tiempo en que él leía El lugar de los poetas, y la verdad es que ambos nos quedamos bastante impactados al comprobar que se trataba de libros completamente simétricos y complementarios. El mío es una especie de esqueleto (que enfoca el problema tomando el hilo de la historia de la filosofía) y el suyo incorpora todos los contenidos y referencias necesarias para pensar el problema en su materialidad. Pero el tema es el mismo, con un paralelismo incluso en pequeños detalles que a los dos nos ha llamado profundamente la atención. En cualquier caso, tampoco es tan extraño: pertenezco a esa comunidad de discusión y pensamiento que se articula alrededor de Carlos y Santi y, a partir de ahí, no tienen nada de milagroso estos casos de armonía preestablecida.  

El contenido de tu libro da para mil preguntas. No más de ocho que parece un número prudente. Muchas de las páginas de tu libro son aproximaciones a diferentes momentos de la historia de la filosofía. ¿Por qué es tan importante conocer bien la historia de la filosofía para el filosofar creativo y fructífero?

En una reseña que ha escrito hace poco sobre el libro, Carlos Fernández Liria comenzaba diciendo que «e n las situaciones de crisis de régimen, el peor negocio que se puede hacer es intentar descubrir el Mediterráneo a cada rato». Y creo que tiene toda la razón. 2500 años de historia de la filosofía hacen que la inmensa mayoría de los problemas más profundos y complejos a los que puede tener acceso la razón humana ya hayan sido pensados por otros mucho mejor de lo que podemos aspirar a hacerlo nosotros mismos. Evidentemente, cada época se encuentra con problemas nuevos que requieren enfoques específicos. Pero, en realidad, hay una serie de problemas fundamentales que no pueden dejar de surgir y, de hecho, han recorrido por completo la historia de la humanidad desde que exite la filosofía. Uno de ellos, desde luego, es el de cómo pensar la relación entre lo individual y lo colectivo (entre la voluntad particular y la voluntad general, si queremos decirlo con Rousseau). Y haría falta ser muy arrogante para pensar que una sola generación (por no hablar ya de un solo individuo) es capaz de producir por su cuenta algo que a la humanidad le ha costado siglos de discusiones entre gigantes.  

¿Por qué crees que la Crítica del juicio, salvo error por mi parte, es, de las tres grandes críticas kantianas, la menos citada, la menos estudiada, la menos cultivada?

En primer lugar, sin duda, porque es más difícil. Es difícil incluso saber de qué va. No es que las otras sean sencillas, claro está, pero con dedicación y esfuerzo se avanza en ellas con paso seguro. En la Crítica de la razón pura se levanta solemne el edificio del orden teórico y el asunto de la verdad; en la Crítica de la razón práctica se avanza con paso firme en la fundamentación de la moral, el derecho y, en general, en el problema de la justicia. Sin embargo, el sistema no cierra hasta que no se aborda el problema del juicio. Pero este asunto es mucho más complicado y establece un cierre mucho más precario de lo que cabría esperar tras el estudio de las otras dos críticas. De hecho, no es fácil ver siquiera en qué medida los problemas de orden, digamos, «estético» que se plantean ahí constituyen una desconocida y misteriosa raíz común sobre la que reposan en cierto modo tanto la verdad como la justicia. El caso es que es precisamente en la Crítica del juicio donde se ponen de manifiesto con mayor nitidez las fallas, los puntos en los que la filosofía se encuentra ante abismos insondables y límites que ya no se pueden franquear. El cierre que implica la Crítica del juicio es, como digo, mucho más precario. Y el pensamiento de la contingencia no suele correr buena suerte tampoco en la historia de la filosofía. La mayoría de los filósofos (como todos los humanos) tienen el anhelo constante de buscar el cierre perfecto, ese en el que todo cuadra de un modo perfectamente racional o, como mínimo, una respuesta firme, canónica y vinculante para todos los casos, aunque sea por la vía de defender todo lo contrario (el carácter azaroso, irracional y arbitrario de cualquier posible relación entre las palabras y las cosas). En ambos casos, se cuenta con un criterio estable. Por el contrario, el planteamiento kantiano deja una tarea descomunal en manos del buen juicio de la humanidad, sin posibilidad en último término de apelar nada más que a la convicción en la posibilidad del progreso. Y me temo que a los humanos nos inquieta tener que confiar en que la humanidad no pierda el juicio.  

Dos sorpresas como lector. La primera: tu cuidada aproximación a la obra de Schiller. ¿Por qué?

Creo que tiene toda la razón Heidegger cuando plantea que Schiller fue quien verdaderamente comprendió lo esencial de lo que se estaba jugando en la Crítica del juicio. Con frecuencia se ha pasado por alto la gravedad y la importancia política de lo que en esa obra se plantea. Sin embargo, Schiller lo ve a la perfección. Además, se trata (como es lógico) de un autor al que da gusto leer. La calidad y la tensión literaria de sus textos es comparable a la de otros autores como Platón. Se trata sin embargo de un autor bastante olvidado, entre otras cosas por lo mismo que comentaba en la pregunta anterior: los pensadores de la contingencia no suelen correr una gran suerte en la historia de la filosofía.  

La segunda: tu vindicación de un autor bastante olvidado por casi todas las tradiciones marxistas, Herbert Marcuse (Manuel Sacristán tradujo dos de sus obras). ¿Vale la pena leer, vale la pena releerle?

La verdad es que con Marcuse me ocurre un poco lo mismo que con Schiller. Me parece tremendamente injusto que se trate de un autor condenado a la marginalidad por defender la contingencia en un universo teórico (la tradición marxista) obsesionada por la necesidad. Creo que Marcuse es un autor que asume plenamente la precariedad del cierre que se plantea en la Crítica del juicio. No trata de dar gato por liebre ni mostrar reglas donde no las hay. Sin embargo, como marxista, también está lejos del puro relativismo posmoderno. Y esa posición (la más honesta y verdadera posible en mi opinión) es siempre penalizada. Es imposible convertirse en un fanático marcusiano (al modo como la ortodoxia marxista sí tiene mimbres para hacerse pasar por una religión). También los irracionalismos de corte nietzscheano son aptos para el fanatismo. Creo que Marcuse tiene razón en su pugna contra los dos polos: creo que tiene toda la razón cuando discute con Lukács de cuestiones estéticas al mismo tiempo que realiza una encendida defensa del concepto de progreso contra cualquier posible relativismo posmoderno. Lo más tentador es defender que todo cuadra (según un plan de la razón) o, en su defecto, defender que todo es un espejismo y que en realidad nada cuadra (esto, al menos, te da un criterio válido para todos los casos), pero no hay tantos autores que asuman hasta las últimas consecuencias que hay cosas que sí y cosas que no, haciendo depender la criba de recursos tan precarios como el juico (por ejemplo en Kant) o la prudencia (por ejemplo en Aristóteles). Y creo que nos encontramos en un momento histórico en el que es fundamental recuperar y releer a esos autores (y releerles desde esa perspectiva).  

Hablas de Goethe como era de esperar. Me vino a la memoria mientras te leía una reflexión goethiana que fue usada por Manuel Sacristán y Paco Fernández Buey en la colección que dirigían para Grijalbo, «Hipótesis». Te pregunto por ella.

A tu disposición, cuando quieras.  

 

Nota de edición:

La primera parte puede verse en: Entrevista a Luis Alegre Zahonero sobre El lugar de los poetas. Un ensayo sobre estética y política. La política siempre tiene un elemento de disputa por el poder. Aquí planteo que esa batalla se libra en gran medida en ‘el lugar de los poetas'» http://www.rebelion.org/noticia.php?id=228737

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.