El conflicto sirio, lejos de apaciguarse, se ha convertido en un reflejo inquietante de las estrategias fallidas y las consecuencias imprevistas de la política internacional. Desde los primeros días de la guerra civil, el tablero fue diseñado para aislar y desgastar a las fuerzas sirias y sus aliados, Irán y Rusia. Con hordas de combatientes yihadistas provenientes de grupos como ISIS, Al Qaeda y Al Nusra, bien armados y entrenados, se pretendía crear una tormenta perfecta que desangrara al régimen de Bashar al-Ásad. Los drones y la logística, en muchos casos proporcionados por actores externos como mercenarios ucranianos y apoyo militar occidental, reforzaron esta maquinaria de guerra.
Sin embargo, lo que comenzó como un intento bien calculado se transformó en un boomerang geopolítico. Rusia, con Vladimir Putin al frente, decidió no caer en la trampa. Tras un breve enfrentamiento inicial, Moscú optó por no desperdiciar energía en una guerra de desgaste en Siria y reorientó sus esfuerzos hacia Ucrania, donde avanza en su agenda con determinación. El resultado: un avispero en Siria que ahora es un problema heredado para los Estados Unidos y sus socios europeos.
El caos es palpable. Grupos extremistas han ganado terreno, mientras que ISIS, bajo diferentes nombres y configuraciones, sigue siendo una amenaza latente. Para agravar la situación, los gobiernos occidentales parecen haber subestimado el costo humano y político de sus acciones. En Europa, el miedo al terrorismo ha llevado a medidas extremas como la cancelación abrupta de solicitudes de refugio de ciudadanos sirios, creando una nueva crisis humanitaria.
La paradoja es alarmante. Occidente, al intentar debilitar a enemigos percibidos, alimentó indirectamente a las mismas fuerzas que dice combatir. Ahora, con un escenario que recuerda los peores momentos de Afganistán, Europa y Estados Unidos enfrentan las consecuencias de haber jugado con fuego en una región ya de por sí volátil. El temor de un nuevo 11-S o un ataque como el 11-M en Madrid está más presente que nunca.
Siria se ha convertido en una lección amarga de cómo las estrategias intervencionistas pueden degenerar en caos, poniendo en riesgo no solo la estabilidad regional, sino también la seguridad global. Y mientras tanto, Putin observa desde la distancia, como un jugador de ajedrez que dejó a sus oponentes con un tablero lleno de piezas desordenadas y sin movimientos claros.
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