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Tan lejos de las causas del cambio climático, tan cerca de sus consecuencias

Fuentes: New York Times

Las Islas Salomón, en el Pacífico Sur, no tienen autos ni carbón, pero son calificadas por los científicos como un «punto caliente global», ya que los mares circundantes se han elevado casi el triple del promedio global; sin embargo, sus habitantes no tienen intenciones de irse.

ISLA MAKARU, Islas Salomón – La primera isla a la que David Tebaubau se mudó hace catorce años ya desapareció: quedó sumergida por las fuertes corrientes y el aumento en el nivel del mar.

«Solía estar justo ahí», me dijo, señalando al este hacia un punto que simplemente parecía más océano. «Pensamos que todo saldría bien, pero las cosas se están complicando».

El trocito de tierra en el que habita actualmente en este rincón remoto del Pacífico Sur mide la mitad de la extensión que tenía cuando llegó, hace cinco años. Cuando la marea está a la mitad de su nivel, mide 24 pasos por su lado más ancho y 58 pasos a lo largo (de acuerdo con mi propio conteo caminando).

Si la marea sube se vuelve aún más pequeño, una lágrima de arena y coral con espacio apenas suficiente para su familia y unos cuantos montones de algas que cultivan en el mar.

Esas algas son las que los mantienen aquí. Las zonas bajas cercanas a su isla -y a otras dos donde también se han establecido familias recolectoras- son perfectas para la reproducción de un alga resistente que se exporta a toda Asia. Tebaubau, un hombre de 50 años con voz serena y una larga barba de sabio que antes trabajaba como mecánico, es experto en su cultivo.

Sus ingresos le han servido para enviar a sus hijos a una escuela privada en una isla más grande. Para sus vecinos recolectores de algas no es solo un ermitaño más. Es el Rey de las Algas.

Al menos mientras le dure el reino.

Las tres islas arenosas están a punto de desaparecer debido a las poderosas corrientes y al aumento del nivel del mar ocasionados por el cambio climático. La vida en este lugar, precario y precioso, es encantadora, tropical y serena, pero también es muy parecida a vivir en una tina con agua caliente que sale del grifo pero sin una coladera que la deje escurrirse. Jamás.

Esto es lo habitual en la mayoría de las Islas Salomón, un asombroso país que lucha por salir adelante formado por aproximadamente novecientas islas y 570.000 habitantes.

Los científicos le llaman «punto caliente global». Los mares circundantes se han elevado alrededor de 7 a 10 milímetros por año desde 1993, casi el triple del promedio global actual; los científicos prevén que esta cifra se presente en gran parte del Pacífico hacia la segunda mitad de este siglo. 

Recolectores ordenan las algas cosechadas para secarlas y plantarlas en la isla de Beniamina. Credit Adam Ferguson para The New York Times

Ante esta situación, los habitantes de pequeños poblados en varias islas han tomado sus cosas y se han marchado. Otros, en especial aquí en las tres islas rodeadas de algas, hacen todo lo posible por quedarse.

«La gente dice que estas islas son vulnerables y, además, suelen tratar a los seres humanos como si también lo fueran», comentó Simon Albert, investigador de la Universidad de Queensland en Australia, quien ha escrito varios ensayos acerca de la adaptación al cambio climático en el Pacífico. «Pero a mi parecer, sucede lo contrario: son fuertes y resilientes».

Quizá también sean un poco tercos, pero con razón.

Las familias que viven aquí están formadas por los hijos y nietos de migrantes que los británicos reubicaron en la década de los cincuenta, después de que sus islas en el Pacífico sufrieran intensas sequías.

No tienen intenciones de mudarse de nuevo.

«Dicen que estamos locos por quedarnos, pero sobrevivimos por nuestra cuenta», afirmó Andrew Nakuau, de 55 años, agricultor y líder comunitario en Beniamina, donde habitan sesenta personas amontonadas en una isla de apenas unos cientos de metros de extensión.

Nos encontramos en el centro, en una pequeña iglesia en el punto más alto de Beniamina, a una rodilla de altura del nivel del mar. Alcanzaba a ver la isla Makaru a solo un breve trayecto en bote de distancia.

Pequeños páneles solares del tamaño de una libreta resplandecían en los techos de paja y madera de las casas apiñadas en las cercanías. Los lavabos y cubetas para el agua de lluvia, la única agua dulce disponible, se alineaban por los caminos de la isla, sedientas de lluvia.

Le pregunté a Nakuau qué se sentía estar tan alejado de las causas del cambio climático, de los autos y el carbón, pero tan cerca de sus consecuencias.

Se encogió de hombros y me condujo hasta su línea de defensa. 

Cocinando arroz en la isla de Beniamina Credit Adam Ferguson para The New York Times

A la izquierda de una construcción adyacente ubicada sobre el agua verdeazulada, que solía ser tierra firme, señaló una pila de coral que se elevaba varios metros sobre la arena. Unas vigas de madera la mantenían en su lugar.

«Esta es la segunda muralla que construyo», dijo. «Edifiqué la primera hace cuatro años».

También añadió un segundo piso a su casa.

Cuando descubrí un reproductor de DVD le pregunté si tenía una película favorita. Rambo, respondió.

Horas más tarde, con la marea baja, regresé. La mayoría de los jóvenes de las islas se encontraban en el agua apilando algas en el interior de canoas o atando vástagos a unas cuerdas sumergidas.

Hacía calor, un calor ecuatorial, incluso dentro del agua.

Cuando la tormenta se aproximó, los hombres comenzaron a trasladar su pesca bajo las lonas para protegerla. 

Las familias en la isla de Beniamina Island son los hijos y los nietos de migrantes reubicados por los británicos en la década de los cincuenta después de que sus islas en el Pacífico sufrieron de sequías graves. Credit Adam Ferguson para The New York Times

Todos coincidieron en que casi nadie ocasiona problemas. Incluso el consumo de alcohol está en contra de las reglas; el castigo por beber es de veinte latigazos en el trasero. El último castigo se aplicó hace aproximadamente un año, contó Nakuau, a ocho jovencitos y dos jovencitas que fueron descubiertos en un rincón no muy lejano de su pequeña isla.

Los matrimonios entre habitantes de distintas islas son comunes (tres de los hijos de Tebaubau se casaron con miembros de familias de Beniamina) y la recreación es comunal: noches de bingo para las mujeres una vez a la semana, los cumpleaños que celebra toda la comunidad y, la mayoría de los días al anochecer, voleibol y música en Beniamina.

Los juegos son competitivos pero animados, con música que varía desde hip hop hasta ABBA. Al ver a los adolescentes jugar una noche especialmente gloriosa, casi era posible creer que la vida podría continuar en este lugar sin perturbaciones.

Sin embargo, a la distancia se observaban los árboles muertos que solían estar en tierra firme y las olas azul marino que chocaban contra el arrecife.

Ninguno de los isleños, en especial el Rey de las Algas, parecía notarlo. Cuando regresamos a Makaru, Tebaubau me mostró feliz su almacén con las algas que planeaba vender.

«No pienso mudarme», dijo. «Aquí no hay jefes; tú eres el jefe».

Sus hijos estaban afuera. Su muro de coral se mantenía en pie. «Seguiremos intentando», afirmó, «tratando de aguantar».

A excepción de algunos perros que gruñían, estaba completamente solo, inclinado hacia el remolino de los mares en ascenso.

Fuente: https://www.nytimes.com/es/2018/07/27/islas-salomon-nivel-del-mar/