Va para treinta años, cuando era frecuente oír hablar de marxismo, un combatiente revolucionario me dijo: «Yo estoy seguro de que algún día aparecerá un documento que pruebe que José Martí era marxista». La afirmación daría para un tratado, pero apenas rozaré algunas consideraciones. Para empezar, quede claro que no sería acertado, ni la grandeza […]
Va para treinta años, cuando era frecuente oír hablar de marxismo, un combatiente revolucionario me dijo: «Yo estoy seguro de que algún día aparecerá un documento que pruebe que José Martí era marxista». La afirmación daría para un tratado, pero apenas rozaré algunas consideraciones. Para empezar, quede claro que no sería acertado, ni la grandeza de Martí lo necesitaría, valorar a nuestro héroe como si nada hubiese encontrado él hecho y hubiera tenido que partir de cero. Él mismo nos desmentiría.
Por otra parte, aunque tal vez extrema en el modo como la planteó, la expectativa de aquel compañero que daba por sentado algo así como una secreta filiación marxista de Martí no fue un hecho aislado, ni nació de la nada. Se relacionaba con virtudes y defectos del modo como fue frecuente invocar el marxismo -asumido a veces desde una suerte de conversión o de impulso iniciático- y con el hecho de que, si únicamente el marxismo, entendido con prismas que venían de la escolástica, era capaz de aportar aciertos, y Martí los cosechó en tan alto grado, no cabía sino una conclusión silogística: Martí era marxista.
De sus textos podría extraerse acerca de la inteligencia una teoría inseparable de su raigal eticidad. Recordemos un juicio suyo de 1883: «Sobre la tierra no hay más que un poder definitivo: la inteligencia humana. El derecho mismo, ejercitado por gentes incultas, se parece al crimen. Los hombres fuertes que se sienten torpes, se abrazan a las rodillas de los hombres inteligentes, como Hércules montuoso a las rodillas mórbidas de Omphala».
Reclamaba, y se aprecia a continuación de esas palabras, no una inteligencia cualquiera, sino la que permitiese afirmar: «La inteligencia da bondad, justicia y hermosura: como un ala, levanta el espíritu; como una corona, hace monarca al que la ostenta; como un crisol, deja al tigre en la taza y da curso feliz a las águilas y a las palomas». Con una orientación similar a la que le hizo admirar a Darwin -quien, a su juicio, «bien vio, a pesar de sus yerros, que le vinieron de ver, en la mitad del ser, y no en todo el ser»-, estimaba, y lo dijo en la semblanza de «Bronson Alcott, el platoniano», que «la inteligencia no es más que medio hombre». Por ello se preguntaba glosando al propio Alcott: «¿qué escuelas son éstas donde solo se educa la inteligencia?».
En general, reaccionaba -lo expresó en uno de sus cuadernos de apuntes empleando como referencia al Wagner del Fausto de Goethe- «la inutilidad de la ciencia sin el espíritu». Con esa perspectiva sostuvo en el propio cuaderno: «No hay verdad moral que no quede expresada, como la mejor de las comparaciones poéticas, con un hecho físico». Y añadió: «No se puede abrir un libro de ciencia sin que salten en montón ilustraciones preciosas de los hechos del espíritu.-Sí: hechos del espíritu«. Reaccionaba contra el positivismo, que hizo aportes favorables en una América marcada por la herencia de la escolástica, pero que también resultó un elemento reductor del pensamiento y una puerta de entrada para la colonización cultural impuesta por las metrópolis que capitalizaban el avance científico, o así considerado. Un resumen de la perspectiva de Martí ante esa realidad se halla en la conocida máxima con la cual, sin nombrarlo, refutó en el ensayo «Nuestra América» a Domingo Faustino Sarmiento: «No hay lucha entre la civilización y la barbarie, sino entre la falsa erudición y la naturaleza».
Esa orientación signó también su modo de leer, y su actitud misional de luchador revolucionario. Entre los fragmentos reunidos en el tomo 22 de sus Obras completas vigentes, hay uno donde se lee: «Napoleón nació sobre una alfombra donde estaba la guerra de Europa», e inmediatamente añade: «Yo debí nacer sobre una pila de libros». Lo que sigue tiene jerarquía de párrafo independiente y pudiera referirse a una etapa del mismo personaje mencionado, o a otra figura histórica: «Si yo tuviera ocasión, haría lo mismo», y lo que acota a seguidas entre paréntesis precisa el sentido: «(Revolución.)».
Su vocación de hacer -por la cual prefería ser poeta en actos más que en versos- no se detiene en el mero fisgoneo: busca luz para la acción. Siendo el lector voraz que era, confiesa en lo que parece ser entre los fragmentos mencionados un párrafo de carta: «Ud. me ha de perdonar que no le cite libros, no porque no lea yo uno que otro, que es aún más de lo que deseo, sino porque el libro que más me interesa es el de la vida, que es también el más difícil de leer, y el que más se ha de consultar en todo lo que se refiere a la política, que al fin y al cabo es el arte de asegurar al hombre el goce de sus facultades naturales en el bienestar de la existencia». En otro fragmento afirma: «Para saborear los libros es preciso leerlos, no con la imaginación, sino con la experiencia».
He aquí otro de los fragmentos que cabe citar como prueba de su perspectiva y de su actitud: «No es mi convicción la del libro últimamente llegado, ni me atraen sistemas incompletos, ni me seducen innovaciones caprichosas, ni me enamoro del libro que últimamente leo, ni tiene para mí autoridad hombre alguno, a no ser que lo que diga se confirme por el acuerdo entre su intuición de lo verdadero y el conjunto de hechos históricos».
De ahí que nunca se perciba en él la índole nubácea de la mente libresca ni la rodilla de quien sucumbe a la neomanía. Menos aún la pose de lo que en «Nuestra América» llamó «pensadores de lámparas». Se distinguió por el arraigo de quien, por ser plenamente un hombre de su tiempo, fue capaz de desbordarlo y proyectarse hacia el futuro. Al elogiar en 1884 a Mark Twain, escribió: «¿De qué nace, sino de desatentada coquetería, ese callar o desfigurar lo que se ve por sí propio, en el afán de demostrar que se está en cuenta de lo que otros dijeron?» No proponía desconocer el aporte ajeno, sino asumirlo desde la necesaria organicidad propia: «Bueno es saberlo y aprovecharlo; pero con ser un índice de su tiempo, no se pasará a los venideros. Mire cada uno por sí, y escriba por sí, y entre en sí por luz, y palpe en sí y en su torno la naturaleza».
En el mismo texto expresa cómo leer, y la perspectiva que debe tener quien escribe. Que esa perspectiva era la suya, se percibe desde el inicio: «No se ha de escribir para hacer muestra de sí, y abanicar como el pavón la enorme cola; sino para el bien del prójimo, y poner fuera de los labios, como un depósito que se entrega, lo que la naturaleza ha puesto del lado adentro de ellos. Los motivos, los abominables y ruidosos motivos, se han puesto de moda en la literatura como en la música».
Su mayor interés estaba en la vida, no en los libros, por extraordinarios que estos fuesen, y aunque él mismo dejó testimonio de la gran cantidad de ellos que planeó escribir, propósito que su agitada y trunca existencia le impidió hacer realidad. Entre sus fragmentos hay uno donde señaló: «Toda tentativa de comparar, generalizar o razonar sobre textos, debe ser abandonada, so pena de sustituir una mera imitación verbal del raciocinio a un esfuerzo real de la mente», a lo cual agregó como conclusión: «Sólo el trabajo directo fructifica». Con vocación de utilidad y sin acomodarse a lo utilitario, con sentido práctico y libre del pragmatismo frustrante, estaba atento a los requerimientos de la práctica. Lo hacía con el poder del pensamiento creador que podía nutrirse de textos, pero se basaba primordial y decisivamente en la realidad.
Para un logro como ese era necesario ser de los seres humanos que «se forjan por sí propios sus coronas», como expresó en un comentario sobre Tipos y costumbres bonaerenses, libro de Juan A. Piaggio. Al reseñar otro volumen sobre Argentina –La Pampa, del francés Alfredo Abelot-, proclamó algo que de distintas maneras está asimismo en otros textos suyos: «estos son los tiempos de pensar por sí, sin perifollos de frase ni dilaciones inútiles, y lo que el que lee quiere y necesita son hechos en que fundar su juicio; por lo que le impacientan con razón, por satisfechos e intrusos, los juicios de otro».
Procura a todas luces fomentar una actitud crítica, creativa, necesaria para hacer frente a los requerimientos de pueblos donde el colonialismo había inoculado el vicio de la imitación. En uno de sus artículos mexicanos de 1875 -«La política económica.-A conflictos propios, soluciones propias […]»- sostuvo: «La imitación servil extravía, en Economía, como en literatura y en política». Por eso elogió en otros una virtud de la cual él mismo fue portador ejemplar: la originalidad, que no debe confundirse con pretensiones neómanas, sino con el afán de ir a las raíces, a los orígenes de lo que estudiaba.
En un fragmento que parece pertenecer a un borrador para el elogio fúnebre del uruguayo Juan Carlos Gómez, escribió de este: «como todo espíritu esencial y primario, que por merced de la creación arranca directamente sus ideas de la naturaleza, no entendía que razonzuelas transitorias pudiesen estar por encima de las generosas razones naturales». Y en 1885, refiriéndose al presidente estadounidense Stephen Grover Cleveland, que representaba al Partido Demócrata y en ese momento aportaba esperanzas que lo distanciaban de la rapacidad republicana, escribió: «Tiene la inocencia poderosa de los caracteres primarios, que salen derechamente de la naturaleza, y deben menos a los hombres que al influjo de su propia originalidad».
Martí fue un ejemplo mayor de espíritu esencial y primario, de carácter primario, en el sentido que dio a esas expresiones en las citas que acaban de leerse. No se habían hallado respuestas satisfactorias y originales a los problemas básicos que debían resolverse en nuestra América, y él se dio a buscarlas. No se sentó a esperar que otros las respondiesen. Sabía que lo que solía pasar por universal era el pensamiento propio de las aldeas dominantes en el mundo. En su cuaderno de apuntes numerado 21 dice haber estado «leyendo de limosna, y lo que me caía en las manos, no lo que quería ni lo que necesitaba yo leer», y añade: «¡Cuánto tiempo suspiré por una buena Historia Universal!».
Con esas palabras deploraba un déficit que hoy sigue lejos de haberse subsanado, y ante el cual sigue siendo especialmente necesario cumplir reclamos como este, contenido en otro de sus artículos mexicanos de 1875: «La inteligencia tiene dos fases distintas: la de creación y la de aplicación: cuando aquella no se une a esta, hace desventurados y mártires, enfermos incurables del dolor perpetuo de la vida».
El acto creativo de pensamiento no debe parar en sí mismo, sino fructificar en la práctica: «la [inteligencia] de aplicación, con ser menos noble, es más adecuada y necesaria a la existencia: una y otra mezcladas, son el germen escondido del bienestar de un país». Quien echaba de veras su suerte «con los pobres de la tierra», estaba en condiciones de afirmar: «En los unos, necios de libro, predomina el odio a lo popular, [odio] que es señal segura de mente rudimentaria y corazón soberbio, y puestos sobre un pedestal de libros, que cuando se estudian para bien de los hombres constituyen una verdadera aristocracia, miran con desdén a los que han aprendido su política de la vida, que es el libro más difícil de leer, y cuyas hojas no se vuelven ¡ay! sin dejar en ellas la sangre de las manos».
Con la conciencia de lo necesario, justo y moral, enjuiciaba el papel de las ciencias en la sociedad. En «Crece», artículo publicado en Patria el 5 de abril de 1894, escribió: «La ciencia, en las cosas de los pueblos, no es el ahitar el cañón de la pluma de digestos extraños, y remedios de otras sociedades y países, sino estudiar, a pecho de hombre, los elementos, ásperos o lisos, del país, y acomodar al fin humano del bienestar en el decoro los elementos peculiares de la patria, por métodos que convengan a su estado, y puedan fungir sin choque dentro de él. Lo demás es yerba seca y pedantería».
No hablaba un aspirante iluso a la unidad abstracta en la población cubana, sino quien sabía de las fuerzas opuestas al bien de todos por el cual era necesario luchar. Ese fue el dirigente político que añadió las siguientes palabras a las antes citadas: «De esta ciencia, estricta e implacable-y menos socorrida por más difícil-de esta ciencia pobre y dolorosa, menos brillante y asequible que la copiadiza e imitada, surge en Cuba, por la hostilidad incurable y creciente de sus elementos, y la opresión del elemento propio y apto por el elemento extraño e inepto, la revolución. Así lo saben todos, y lo confiesan. En lo que cabe duda es en la posibilidad de la revolución. Eso es lo de hombres: hacerla posible. Eso es el deber patrio de hoy, y el verdadero y único deber científico en la sociedad cubana».
Volvamos al semillero que reunió en su varias veces citado cuaderno de apuntes número 18. En uno de sus pasajes reflexiona sobre la relación entre los colores y el pensar según las edades y los temperamentos de cada quien. Lo hizo para refutar planteamientos racistas de boga entonces, y que aún hoy no han desaparecido en el mundo. En ese contexto reclamó ir, «por la ciencia verdadera, a la equidad humana: mientras que lo otro es ir, por la ciencia superficial, a la justificación de la desigualdad, que en el gobierno de los hombres es la de la tiranía». La significación de tan aguda advertencia crece en la actualidad, cuando ante el repliegue de gran parte de las izquierdas, y la euforia que el capitalismo mantiene a pesar de su crisis, parecería que la igualdad no tiene posibilidad de triunfo, y se le confunde con el igualitarismo impracticable, para tildarla de irrealizable fantasmagoría, con lo cual se justifica la «legitimidad» de las desigualdades.
En estos apuntes apenas se ha pasado la vista someramente por el ideario martiano, pero lo reunido traza la caracterización de un héroe de pensamiento y acción que no se limitó a ser un índice de su tiempo, y por ello puede acompañarnos en los desafíos a los cuales estamos abocados. Un leve esbozo de lo que pudiera ser su relación con el marxismo tendría como referencia obligada el obituario que dedicó a Carlos Marx en 1883.
Por lo conocido -aunque tal vez no tanto ni tan bien como merecería- que es ese texto, podemos ahorrarnos citas. Basta recordar que en él expresó admiración por el fundador de la Internacional, quien, como él mismo, vivió «comido del ansia de hacer bien»; pero le recriminó el haber echado «a los hombres sobre los hombres». No cabe pensar que repudiaba la violencia en general, pues él, Martí, desde que en el ingenio Demajagua estalló la insurrección patriótica, fue un temprano vocero de la causa por la que el pueblo cubano se puso en pie de lucha armada «del ancho Cauto a la escambraica sierra», y creció como organizador de una nueva etapa bélica.
En su discrepancia de 1883 con Marx aludía a la lucha de clases, que él hubiera querido evitar, como habría preferido que no fuese necesaria la contienda independentista. Pero cuando daba los pasos decisivos en la organización de esta última, previó, en un artículo titulado «Los pobres de la tierra», que los opulentos que abandonaban o intentaban frustrar la causa patriótica, entonces sostenida fundamentalmente por los más humildes, querrían, en la república «ingrata acaso» por la cual se luchaba, sentarse sobre estos. No es banal, pues, que en un artículo dedicado a Cuba y Puerto Rico con el título de «¡Vengo a darte patria!», declarase un violento programa de futuro, sin temor a enajenarse apoyos que de hecho ya habían abandonado o estaban abandonando la causa independentista: «Volverá a haber, en Cuba y en Puerto Rico, hombres que mueran puramente, sin mancha de interés, en la defensa del derecho de los demás hombres».
Aun así, los criterios marxistas que existían en el mundo, y particularmente los que Martí pudo conocer en los Estados Unidos, no respondían a las necesidades de Cuba y de nuestra América, donde todavía la contradicción fundamental no era la planteada entre burguesía y proletariado, la que hoy está en el centro de la realidad planetaria, aunque los medios y los intereses dominantes, y las deserciones en el bando contrario, puedan o intenten ocultarlo. En los Estados Unidos de su tiempo, Martí podía reaccionar de este modo a lo que oía y veía en aquel ambiente social: «Cada pueblo se cura conforme a su naturaleza, que pide diversos grados de la medicina, según falte este u otro factor en el mal, o medicina diferente. Ni Saint-Simon, ni Karl Marx, ni Marlo, ni Bakunin. Las reformas que nos vengan al cuerpo»; y a ello, que se lee en «Desde el Hudson», crónica aparecida en La Nación bonaerense el 20 de febrero de 1890, agregó: «Asimilarse lo útil es tan juicioso, como insensato imitar».
No rehuía la confrontación, en que habría muertos, como en la gesta por la independencia. Su perspectiva, opuesta a los «sensatos patricios», como expresó en El Diablo Cojuelo, de enero de 1869, quedó testamentariamente plasmada en su carta póstuma a Manuel Mercado, del 18 de mayo de 1895, víspera de su muerte. En ese texto, en leal coherencia con la trayectoria seguida desde el citado periódico juvenil, repudió a los «prohombres, desdeñosos de la masa pujante,-la masa mestiza, hábil y conmovedora del país,-la masa inteligente y creadora de blancos y negros». Había ricos fieles a la independencia, pero eran minoría, y a quienes él desde el distanciamiento inocultable llama «prohombres» eran los que nutrían el anexionismo y el autonomismo, sobre todo en sus respectivas cúpulas.
No hay que presentar a Martí como marxista o filomarxista, ni siquiera como socialista, para apreciar en su pensamiento y en sus actos claras señales que aquí ni remotamente se agotan, y que autorizan a sostener que tampoco era antimarxista, ni antisocialista. Predisposiciones o indisposiciones temperamentales aparte, abrió para la vanguardia cubana un camino que, por su radicalidad política y social, puede calificarse de prosocialista. Pensamos, desde luego, en un socialismo plenamente emancipador, capaz de combinar los grandes propósitos colectivos con requerimientos como los insoslayables y legítimos de la individualidad y, sobre todo, una eticidad consciente y firme cuyos déficits en los dirigentes del llamado socialismo real -a menudo divorciados del pueblo, y con modos de vida que les impedían saber el significado de «los pobres de la tierra»- estuvieron entre las causas del desastre de ese sistema.
Pero habría sido absurdo y paralizante, cuando no objetivamente contrarrevolucionario en la práctica, atenerse en Cuba a la ortodoxia de un marxismo que no había calado, ni había sido ese el centro de la realidad a la cual respondía, en el conflicto metrópoli-colonia, la cuestión fundamental para Martí. El acierto de un marxista como Carlos Baliño estuvo en comprender, a diferencia de un marxista europeo nacido en Santiago de Cuba, como Paul Lafargue, que lo pertinente era sumarse al proyecto revolucionario de Martí, quien de distintas maneras dejó ver que con la guerra podía ganarse la independencia, pero fundar una república moral y justiciera exigía una revolución.
De ahí que en Cuba el marxismo entrase por Martí, y de ello dio testimonio Julio Antonio Mella. Al morir el Maestro en 1895, faltaban años para que desde el marxismo se lograsen las claridades alcanzadas por Lenin en torno a la cuestión colonial. Tal vez si la escolástica no hubiera dejado tanta huella incluso en la política revolucionaria más avanzada, sería más fácil comprender que las ideas y la acción revolucionarias, sobre todo de mediados del siglo XIX para acá, han sido el saldo de toda una familia de luchadores y pensadores entre los cuales tiene Martí un espacio propio. Y, aunque sería injusto y castrador olvidar el marxismo, de seguro a ese pensamiento, como a otros, incluido el de Martí, le viene mucho mejor ser aplicado creativamente que convertirlo en una lluvia de citas.
La luz de Martí, centro de estos comentarios y del pensamiento en nuestra patria, aporta orientación para no detenernos en los límites de lo posible necesario. Alimenta ideales que van más allá de esos límites. Se corresponde con la historia de un pueblo que, por lo menos desde 1868, viene asegurando su independencia, su existencia como nación y su soberanía, precisamente porque se ha trazado metas que parecían imposibles, y tal vez lo eran. Esa lección no ha caducado, ni parece que vaya a caducar.
También puede Martí servirnos de referencia guiadora cuando, ante la necesidad de hacer cambios para salvar las conquistas sociales del país -que no se lograron con resignaciones pragmáticas, sino con la defensa apasionada de los sueños-, hay quienes se proclaman afincados en una ultraizquierda de signo libresco.
* Conferencia en el Segundo Simposio Con todos y para el bien de todos, celebrado en Trinidad por la Sociedad Cultural José Martí del 26 al 28 de enero de 2012.
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