«El tiempo que pasé en Abu Ghraib acabó con mi vida. Ahora soy sólo medio ser humano». Eso es lo que Talib al-Majli, superviviente de Abu Ghraib, tenía que decir sobre los 16 meses que pasó en esa tristemente célebre prisión de Irak tras ser capturado y detenido por las tropas estadounidenses el 31 de octubre de 2003. Tras su liberación, al-Majli ha seguido padeciendo un sinfín de dificultades, entre ellas la imposibilidad de mantener un empleo debido a deficiencias físicas y mentales y una vida familiar que sigue siendo un caos.
Nunca se le acusó de delito alguno, lo cual no es precisamente sorprendente, dado que la Cruz Roja calcula que entre el 70% y el 90% de las personas detenidas en Irak tras la invasión estadounidense de 2003 no eran culpables de nada. Pero, al igual que otros supervivientes, su paso por Abu Ghraib sigue persiguiéndole, a pesar de que, casi 20 años después, la falta de justicia y de rendición de cuentas en Estados Unidos por los crímenes de guerra cometidos en esa prisión ha quedado relegada a un pasado lejano y se considera un capítulo cerrado hace mucho tiempo de la Guerra contra el Terror de este país.
El «escándalo» de Abu Ghraib
El 28 de abril de 2004 el programa 60 Minutes de CBS News emitió un segmento sobre la prisión de Abu Ghraib, en el que se revelaban por primera vez fotos de los tipos de tortura que allí se habían perpetrado. Algunas de esas imágenes, ahora famosas, incluían a un prisionero con capucha negra al que hacían permanecer de pie sobre una caja, con los brazos extendidos y cables eléctricos atados a las manos; prisioneros desnudos apilados unos sobre otros en una estructura piramidal; y un prisionero en mono de rodillas al que amenazaban con un perro. Además de esas perturbadoras imágenes, varias fotos incluían a militares estadounidenses sonriendo o posando con signos de pulgar hacia arriba, indicios de que parecían sentir placer con la humillación y tortura de esos prisioneros iraquíes y de que las fotos estaban destinadas a ser vistas.
Una vez que esas fotos salieron a la luz, se produjo una indignación generalizada en todo el mundo en lo que se conoció como el escándalo de Abu Ghraib. Sin embargo, la palabra «escándalo» sigue centrando la atención en esas fotos y no en la violencia que sufrieron las víctimas o en el hecho de que, dos décadas después, no ha habido ninguna rendición de cuentas por parte de los funcionarios del gobierno que sancionaron una atmósfera propicia para la tortura.
Gracias a la existencia de la Ley Federal de Reclamaciones por Agravios, todas las demandas contra el gobierno federal, cuando se trataba de Abu Ghraib, fueron desestimadas. El gobierno tampoco proporcionó ninguna compensación o reparación a los supervivientes de Abu Ghraib, incluso después de que, en 2022, el Pentágono hiciera público un plan para minimizar los daños a los civiles en las operaciones militares estadounidenses. Sin embargo, existe una demanda civil presentada en 2008 –Al Shimari vs. CACI– interpuesta en nombre de tres demandantes contra el papel desempeñado por el contratista militar CACI en las torturas de Abu Ghraib. Aunque CACI intentó en veinte ocasiones que se desestimara el caso, el juicio -el primero que aborda los malos tratos infligidos a los detenidos de Abu Ghraib- comenzó finalmente a mediados de abril en el Tribunal del Distrito Este de Virginia. Si los demandantes consiguen una sentencia a su favor, será un paso bienvenido hacia cierta apariencia de justicia. Sin embargo, para otros supervivientes de Abu Ghraib, cualquier perspectiva de justicia sigue siendo, en el mejor de los casos, improbable.
El camino a Abu Ghraib
«Mi impresión es que de lo que se ha acusado hasta ahora es de abuso, que creo que técnicamente es diferente de tortura… Y por tanto, no voy a abordar la palabra ‘tortura’». Así se expresó el secretario de Defensa Donald Rumsfeld en una rueda de prensa en 2004. Por supuesto, ni siquiera mencionó que él y otros miembros de la administración del presidente George W. Bush habían hecho todo lo posible no sólo para autorizar brutales técnicas de tortura en su «Guerra Global contra el Terror», sino para elevar drásticamente el umbral de lo que podría considerarse tortura.
Como sostiene Vian Bakir en su libro Torture, Intelligence and Sousveillance in the War on Terror: Agenda-Building Struggles, sus comentarios formaban parte de una triple estrategia de la administración Bush para replantear los abusos descritos en esas fotos, que incluía aportar «pruebas» de la supuesta legalidad de las técnicas básicas de interrogatorio, enmarcar esos abusos como hechos aislados y no sistémicos, y hacer todo lo posible por destruir por completo las pruebas visuales de tortura.
Aunque los altos funcionarios de Bush afirmaron no saber nada de lo ocurrido en Abu Ghraib, la guerra contra el terror que lanzaron se construyó para deshumanizar completamente y negar cualquier derecho a los detenidos. Como se señalaba en un informe de Human Rights Watch de 2004, «The Road to Abu Ghraib«, la pauta de abusos en todo el mundo no era el resultado de las acciones de soldados individuales, sino de las políticas de la administración que eludían la ley, aplicaban métodos de interrogatorio claramente similares a la tortura para «ablandar» a los detenidos y adoptaban un enfoque de «no ver el mal, no oír el mal» ante cualquier denuncia de malos tratos a prisioneros.
De hecho, la administración Bush buscó activamente opiniones jurídicas sobre cómo excluir a los prisioneros de la guerra contra el terrorismo de cualquier marco legal. Un memorando del fiscal general Alberto Gonzales al presidente Bush argumentaba que las Convenciones de Ginebra simplemente no se aplicaban a los miembros del grupo terrorista Al Qaida o a los talibanes afganos. En cuanto a lo que constituiría tortura, un infame memorando, redactado por el abogado de la Oficina de Asesoría Jurídica John Yoo, sostenía que «el dolor físico equivalente a la tortura debe ser equivalente en intensidad al dolor que acompaña a una lesión física grave, como la insuficiencia orgánica, el deterioro de las funciones corporales o incluso la muerte». Incluso después de que se hicieran públicas las fotos de Abu Ghraib, Rumsfeld y otros funcionarios de la administración Bush nunca cejaron en su supuesta inaplicabilidad. Como dijo Rumsfeld en una entrevista televisiva, «no se aplicaron precisamente» en Irak.
En enero de 2004, el general de división Anthony Taguba fue nombrado para dirigir una investigación del Ejército sobre la unidad militar, la 800 Brigada de Policía Militar, que dirigía Abu Ghraib, donde se habían denunciado abusos desde octubre hasta diciembre de 2003. Su informe fue inequívoco sobre el carácter sistemático de la tortura allí: «Entre octubre y diciembre de 2003, en el Centro de Reclusión de Abu Ghraib (BCCF, por sus siglas en inglés), se infligieron numerosos incidentes de abusos criminales sádicos, flagrantes y gratuitos a varios detenidos. Estos malos tratos sistemáticos e ilegales a los detenidos fueron perpetrados intencionadamente por varios miembros del cuerpo de guardia de la policía militar (372ª Compañía de Policía Militar, 320º Batallón de Policía Militar, 800ª Brigada de la Policía Militar), en la sección 1-A de la prisión de Abu Ghraib».
Lamentablemente, el informe Taguba no fue ni el primero ni el último en documentar abusos y torturas en Abu Ghraib. Además, antes de su publicación, el Comité Internacional de la Cruz Roja había emitido múltiples advertencias de que tales abusos se estaban produciendo en Abu Ghraib y en otros lugares.
Simulación de reparación
Una vez reveladas las imágenes, el presidente Bush y otros miembros de su administración se apresuraron a condenar la violencia en la prisión. En menos de una semana, Bush había asegurado al rey Abdullah de Jordania, que se encontraba de visita en la Casa Blanca, que lamentaba lo que habían sufrido aquellos prisioneros iraquíes y que «lamentaba igualmente que la gente que había visto esas imágenes no comprendiera la verdadera naturaleza y el corazón de Estados Unidos».
Como señaló el académico Ryan Shepard, el comportamiento de Bush fue un caso clásico de «reparación simulada», cuyo objetivo era ofrecer una «apariencia de confesión genuina» mientras evitaba cualquier responsabilidad real por lo sucedido. Analizó cuatro casos en los que el presidente ofreció una «apología» por lo ocurrido: dos entrevistas con las televisiones Alhurra y Al Arabiya el 5 de mayo de 2004, y dos apariciones con el rey de Jordania al día siguiente.
En cada una de ellas, el presidente también responsable de la creación de una prisión de la injusticia en Guantánamo, en 2002, en suelo cubano ocupado, se las arregló para desviar la culpa de forma clásica, sugiriendo que la tortura no había sido sistemática y que la culpa recaía en unas pocas personas de bajo nivel. También negó que supiera nada de las torturas en Abu Ghraib antes de la publicación de las fotos e intentó restaurar la imagen de Estados Unidos estableciendo una comparación con lo que había hecho el régimen del autócrata iraquí Sadam Husein antes de la invasión estadounidense.
En su entrevista con Alhurra, por ejemplo, afirmó que la respuesta estadounidense a Abu Ghraib -investigaciones y justicia- no se parecería a nada de lo que había hecho Sadam Husein. Lamentablemente, sin embargo, la ocupación estadounidense de esa prisión y las torturas que allí se produjeron fueron cualquier cosa menos una ruptura con el reinado de Husein. Sin embargo, en el contexto de esa falsa disculpa, Bush aparentemente asumió que los iraquíes podrían ser fácilmente persuadidos en ese punto, independientemente de la violencia que habían soportado a manos estadounidenses; que, de hecho, como Ryan Shepard dijo, «aceptarían la ocupación estadounidense amante de la libertad y en busca de la verdad como enormemente superior al régimen anterior».
¿Una verdadera rendición de cuentas por Abu Ghraib? Ni por asomo. Pero revisar la apología de Bush tantos años después es un vívido recordatorio de que él y sus altos funcionarios nunca tuvieron la menor intención de abordar verdaderamente esos actos de tortura como sistémicos para la guerra de Estados Unidos contra el terror, especialmente porque él estaba directamente implicado en ellos.
Armas del imperialismo estadounidense
El 19 de marzo de 2003, el presidente Bush pronunció un discurso desde el Despacho Oval ante sus «conciudadanos». Comenzó diciendo que «las fuerzas estadounidenses y de la coalición se encuentran en las primeras fases de las operaciones militares para desarmar a Irak, liberar a su pueblo y defender al mundo de un grave peligro.» El pueblo liberado de Irak, dijo, sería «testigo del espíritu honorable y decente de los militares estadounidenses”.
Por supuesto, su invasión de Irak no tuvo nada de honorable o decente. Fue una guerra ilegal para la que Bush y su administración habían pasado meses recabando apoyos. De hecho, en su discurso sobre el Estado de la Unión de 2002, el presidente se refirió a Irak como parte de un «eje del mal» y un país que «sigue haciendo alarde de su hostilidad hacia Estados Unidos y apoyando el terror». Más tarde, ese mismo año, empezó a afirmar que el régimen de Sadam también tenía armas de destrucción masiva. (No las tenía y él lo sabía.) Por si eso no fuera suficiente para establecer la amenaza que supuestamente suponía Irak, en enero de 2003, el vicepresidente Dick Cheney afirmó que «ayuda y protege a terroristas, incluidos miembros de Al Qaeda».
Días después de que Cheney hiciera esas afirmaciones, el secretario de Estado Colin Powell afirmó falsamente ante los miembros del Consejo de Seguridad de la ONU que Sadam Husein tenía armas químicas, que las había utilizado antes y que no dudaría en volver a utilizarlas. Mencionó la frase «armas de destrucción masiva» 17 veces en su discurso, sin dejar lugar a equívocos sobre la urgencia de su mensaje. Del mismo modo, el presidente Bush insistió en que Estados Unidos no tenía «ninguna ambición en Irak, excepto eliminar una amenaza y devolver el control de ese país a su propio pueblo».
Las falsas pretensiones bajo las que Estados Unidos emprendió la guerra contra Iraq son un recordatorio de que la guerra contra el terror nunca tuvo como objetivo real frenar una amenaza, sino expandir el poder imperial estadounidense a escala mundial.
Cuando Estados Unidos se hizo con el control de esa prisión, sustituyó el retrato de Sadam Husein por un cartel que decía: «Estados Unidos es amigo de todos los iraquíes». Hacerse amigo de Estados Unidos en el contexto de Abu Ghraib, habría implicado, por supuesto, una especie de amnesia coaccionada.
En su ensayo «Abu Ghraiband its Shadow Archives«, el profesor de la Universidad Macquarie Joseph Pugliese establece esta conexión, escribiendo que «las fotografías de Abu Ghraib obligan al espectador a dar testimonio del despliegue y la promulgación del poder imperial absoluto de Estados Unidos sobre los cuerpos de los prisioneros árabes a través de los principios organizadores de la estética de la supremacía blanca que entrelaza la violencia y la sexualidad con el espectáculo orientalista».
Como proyecto de la construcción del imperio estadounidense posterior al 11-S, Abu Ghraib y la tortura de los presos que allí se produjeron deben verse a través de la lente de lo que yo llamo imperialismo carcelario: una extensión del Estado carcelario estadounidense más allá de sus fronteras al servicio de la dominación y la hegemonía. (The Alliance for Global Justice se refiere a un fenómeno relacionado con el que estoy tratando como «imperialismo carcelario«). La distinción que establezco se basa en que me he centrado en la guerra contra el terrorismo y en cómo la prisión se convirtió en una herramienta a través de la cual se libraba esa guerra. En el caso de Abu Ghraib, la captura, detención y tortura mediante las cuales se contenía y sometía a los iraquíes fue una estrategia primordial de la colonización estadounidense de Irak y se utilizó como forma de transformar a los iraquíes detenidos en una amenaza visible que legitimara la presencia estadounidense allí. (La prisión de Bagram en Afganistán fue otro ejemplo de imperialismo carcelario).
Más allá del espectáculo y hacia la justicia
Para empezar, ¿qué hizo posible la tortura en Abu Ghraib? Aunque, por supuesto, hubo varios factores, es importante considerar uno por encima de todos: el modo en que la guerra estadounidense no contra el terror, sino del terror, hizo que los cuerpos iraquíes fueran totalmente desechables.
Una forma de ver esta deshumanización es a través del Homo Sacer del filósofo Giorgio Agamben, que define una relación entre el poder y dos formas de vida: zoe y bios. Zoe se refiere a un individuo reconocido como plenamente humano con una vida política y social, mientras que bios se refiere únicamente a la vida física. Los prisioneros iraquíes de Abu Ghraib fueron reducidos a bios, o vida desnuda, al tiempo que se les despojaba de todos sus derechos y protecciones, lo que los dejaba vulnerables a una violencia desinhibida e inexplicable y a horribles torturas.
Veinte años después, esas inolvidables imágenes de tortura en Abu Ghraib sirven como recordatorio continuo de la naturaleza de la brutalidad estadounidense en esa Guerra Global contra el Terror que no ha terminado. Siguen persiguiéndome -y persiguiendo a otros musulmanes y árabes- veinte años después. Sin duda, quedarán grabados en mi memoria de por vida.
Independientemente de que prevalezca o no de algún modo la justicia para los supervivientes de Abu Ghraib, como testigos -incluso lejanos- de lo que ocurrió en esa prisión, nuestra labor debe seguir siendo buscar las historias que se esconden tras las capuchas, los barrotes y los indescriptibles actos de tortura que allí tuvieron lugar. Es crucial, incluso tantos años después, garantizar que no se olvida a quienes soportaron tan horrible violencia a manos estadounidenses. De lo contrario, nuestra mirada se convertirá en un arma más de tortura, prolongando la vida de los horribles actos de aquellas imágenes y garantizando que la humillación de aquellos prisioneros de la Guerra contra el Terror siga siendo un espectáculo pasajero para nuestro consumo.
Dos décadas después de que se publicaran esas fotos, lo crucial de la violencia y el horror insoportables que captan es la elección que siguen obligando a hacer a los espectadores: convertirse en un espectador más de la violencia y el horror que este país perpetró bajo la etiqueta de la Guerra contra el Terror o asumir la tortura y exigir justicia para los supervivientes.
Artículo original TomDispatch.com. Traducido del inglés por Sinfo Fernández.
La Dra. Maha Hilal es la directora ejecutiva fundadora del Muslim Counterpublics Lab y autora de Innocent Until Proven Muslim: Islamophobia, the War on Terror, and the Muslim Experience Since 9/11. Sus escritos han aparecido en Vox, Al Jazeera, Middle East Eye, The Daily Beast, Newsweek, Business Insider y Truthout, entre otros.