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Preguntas y respuestas a partir de un artículo de Santiago Alba Rico

¿Turquía, Califato, Socialismo?

Fuentes: Rebelión

Hace unos días se publicaba en Rebelión un artículo de Santiago Alba Rico titulado «Túnez, las nuevas reglas del juego»1. Dicho artículo supone, y en eso no se distingue del resto de textos que el autor viene publicando desde que comenzó la «Primavera Árabe», una vez más un ejercicio brillante de análisis, síntesis y reflexión […]

Hace unos días se publicaba en Rebelión un artículo de Santiago Alba Rico titulado «Túnez, las nuevas reglas del juego»1. Dicho artículo supone, y en eso no se distingue del resto de textos que el autor viene publicando desde que comenzó la «Primavera Árabe», una vez más un ejercicio brillante de análisis, síntesis y reflexión que no puede dejar indiferente al lector. Todas las observaciones son pertinentes, y las explicaciones acertadas. El objetivo de este artículo, por tanto, no es una respuesta al artículo publicado (cosa que además no podría hacer porque mi conocimiento de la realidad tunecina es nulo), sino más bien responder a partir del artículo a otras preguntas. Preguntas que tienen que ver con la propia posición que tomamos frente a los procesos de transformación política que están teniendo lugar en el Norte de África y en Oriente Próximo. Preguntas que Santiago Alba parece estar implícitamente formulando y explícitamente respondiendo en un par de líneas que, por su falta de justificación, casi parecen introducidas de rebote. Llega a darme la impresión de que, de hecho, no pertenecen al artículo (que es un análisis de los resultados de las elecciones en Túnez) sino a una discusión mayor, que se ha abierto en el seno de la izquierda europea. La discusión acerca de cómo posicionarnos en este contexto.

El fragmento al que me refiero es el siguiente:

Túnez ha cambiado ya las reglas del juego en el Norte de Africa y en todo el mundo árabe y, a la espera del desenlace de los dolorosos y quizás apocalípticos procesos abiertos en otras partes, no cabe descartar la configuración en los próximos años de una especie de nuevo califato, guiado por una Turquía semi-independiente (y no por Arabia Saudí), de corte democrático, moderno y contrahegemónico. La situación es demasiado incierta para hacer predicciones, pero nada tiene de provocativa la afirmación de que en esta zona del mundo es el neocalifato el camino más probable -si lo hay- hacia el soberanismo y el socialismo.

Lo que Santiago Alba hace en un solo párrafo es vincular Turquía, Califato y socialismo, y ello sin ninguna justificación salvo, tal vez, la del fantasma de la influencia Saudí. Todavía más desconcertante resulta la inclusión de un párrafo así en un texto que, en principio, tiene como objetivo analizar los resultados de las elecciones celebradas en Túnez. No es que no sea necesario vincular esos resultados con las dinámicas políticas de transformación regional, pero ese problema no puede resolverse en un párrafo, y mucho menos cuando el análisis del problema plantea una asociación de ideas tan inusual.

Mi propósito es, por tanto, a formular las preguntas que Santiago Alba parece haberse hecho y justificar, respondiéndolas una a una en la medida en que sea posible, mi desacuerdo (más parcial que total).

I – ¿Qué significa el «modelo turco» para los países árabes?

La República de Turquía tiene fama (en cierto modo bien merecida) de ser un caso excepcional de equilibrio sociopolítico entre las instituciones religiosas y las gubernamentales. Pero, como toda fama, sólo se establece y se difunde a costa de construir versiones simplificadas y diluidas que reducen situaciones terriblemente complejas a afirmaciones del tipo: «El 99% de la población turca es musulmana y, sin embargo, Turquía es un país laico». Y son esas afirmaciones las que condensan lo que la expresión «el modelo turco» significa. Son esas afirmaciones, también, las que incorporan prejuicios y medias verdades.

El prejuicio queda implícitamente incorporado en el «sin embargo», que nos hace asumir de forma totalmente irreflexiva el supuesto de que el Islam es totalmente incompatible con el laicismo. Este prejuicio no sólo es falso, porque si fuera cierto el ejemplo turco sería imposible, sino que parte de dos presupuestos falsos.

El primero es que las sociedades «occidentales» (léase aquí «cristianas») han conseguido articular un laicismo institucional que ha desterrado las consideraciones religiosas del ámbito de lo político. Ello es absolutamente falso por dos razones: la primera es que el proceso de secularización no puede ser entendido como la marginalización de los principios religiosos sino más bien como su interiorización2; la segunda es que de hecho la influencia política del ámbito de la religión en esas sociedades cristianas laicas sigue siendo enorme, sobre todo en la medida en que quienes actúan políticamente pueden hacerlo guiados por principios de origen religioso por mucho que éstos sean sólo implícitos.

El segundo es que el caso turco es el único existente en el que una sociedad mayoritariamente musulmana ha pasado por un proceso exitoso de «secularización» (a falta de un término mejor). El efecto político más evidente de la secularización cristiana fue la toma de conciencia de la situación de abandono en que se encontraban los hombres frente a la divinidad, es decir, la asunción de la necesidad de construir un orden político humano y autónomo que no podía regirse, o no sólo, por las leyes divinas. Y la filosofía política islámica da cuenta del mismo fenómeno, que de hecho se produce en el Islam relativamente antes que en el Cristianismo.

La diferencia teológica entre Cristianismo e Islam es que, mientras que la tradición Cristiana (especialmente la Católica) reconoce, en términos teológico-políticos, la existencia de dos fuentes políticas de emanación del derecho (el poder secular y el religioso), para el Islam sólo existe un poder legislativo posible, que es el de Allah. El Cristianismo asume que la ley de Dios no sólo no es omnicomprensiva sino que además necesita de la ley de los hombres; el Islam parte de que la ley de Dios es omnicomprensiva y que los hombres sólo pueden interpretarla.

Este punto de partida teológico-político (que por cuestiones de extensión presentamos de forma horriblemente simplificada) no podía sostenerse mucho en el caso del Islam. Y, de hecho, diferentes obras filosófico-políticas escritas en contextos relativamente distintos entre los siglos XI y XII3 plantean cómo la necesidad política, el principio racional del protego ergo obligo, se sobrepone por necesidad a las consideraciones religiosas.

Las sociedades musulmanas llevan, por tanto, unos siete u ocho siglos inmersas en su propio proceso de «secularización», en su propia dinámica de reconfiguración del equilibrio entre el orden político y el teológico. Desde la óptica cristiana, no existe ningún desafío teológico-político en el hecho de que un gobernante emita sus propias leyes; desde la óptica islámica, por el contrario, es una auténtica revolución que de hecho no tiene nada que ver con el ingenio político de Atatürk, sino que se remonta fácilmente (y por lo menos) al kanun otomano desarrollado a partir del siglo XV.

Todo esto me sirve en realidad para decir que el «modelo turco» no significa en realidad nada para los países árabes, puesto que el modelo mismo es fruto de un desarrollo histórico colectivo en el que se fusionan prácticas y doctrinas políticas desarrolladas en todo el mundo islámico y que están en permanente conexión y diálogo con los procesos desarrollados en «occidente». La pretensión, compartida incluso por el propio Erdoğan, de que el modelo turco puede ser «exportado» supone en realidad ignorar que no hay nada que exportar porque lo que el modelo turco tiene de exportable es en realidad fruto de una experiencia colectiva que trasciende toda frontera.

Puesto que el «modelo turco», entendido como un particular equilibrio entre los órdenes político y religioso, no es exportable (porque es «patrimonio» del Islam en su conjunto), entonces tiene que ser otra cosa la que se exporta. Un problema distinto tiene que estar en juego, y no es una visión particular de la función política del Islam.

Vuelvo así a una cuestión, la del rol geopolítico de Turquía, que ya he tratado, de forma más argumentada, en un artículo anterior4. Salta a la vista que hay un giro de la política exterior turca hacia un cierto soberanismo que se vió por última vez, seguramente, con la acción militar en Chipre en los años 70. Salta a la vista también que las dinámicas que estructuraban la vida política turca (y que se hacen evidentes en los distintos períodos políticos en que se puede estructurar la historia del país, tomando los golpes de Estado como hitos que señalan los momentos de ruptura) se han visto de alguna forma trastocadas por la aparición en escena del AKP, un partido que ha roto los esquemas políticos existentes al mismo tiempo que se sigue moviendo en los esquemas tradicionales.

Santiago Alba hace referencia a una Turquía «semi-independiente», pero no sé hasta qué punto vemos los dos la misma Turquía. Yo veo una Turquía que, en definitiva, cumple la función estratégica de ejercer un poder blando en la región y que compensa el poder duro que podría representar Israel. Veo que el gobierno turco tiene claramente definido un proyecto político cuyo fin es hacer de Turquía una potencia hegemónica regional en el marco de una reconfiguración política de Oriente Medio. Dicha reconfiguración, marcada por la aparición de nuevos estados y una práctica política basada más en el diálogo y la negociación con «aliados incómodos» y menos en la supresión forzosa de esos aliados y su sustitución por títeres, implicaría terminar el trabajo de resolver la «cuestión oriental» allí donde se quedó tras la I Guerra Mundial.

El dar a Turquía semejante papel implica un ascenso de estatus político que no puede ser aceptado sin más porque tiene consecuencias a nivel global, en la medida en que más poder implica más reconocimiento y más reconocimiento implica menos capacidad para la imposición. Es desde esa óptica desde la que considero necesario analizar los roces entre el gobierno turco y las autoridades europeas, estadounidenses o israelíes.

Pero hablar de ascenso no es hablar de «semi-independencia». Es hablar de un cambio de estrategia, es hablar de un imperialismo que reconoce la utilidad del poder blando, es hablar, por muy blando que sea, de un ejercicio de poder. Y el gobierno turco actual es cómplice interesado de ese ejercicio como lo fueron otros gobiernos anteriores (de muy distinto signo y en muy distinta coyuntura) de servir de Estado-tapón durante la Guerra Fría. «Exportar el modelo turco» significa crear otros gobiernos cómplices que, aunque un poco menos sumisos, permitan en cualquier caso bloquear el crecimiento político de alternativas más «peligrosas».

II – ¿Qué sentido tiene hablar de Califato?

Si ya resulta complicado ponerse de acuerdo en cuanto al rol geopolítico regional de Turquía y a lo que, en ese contexto, el «modelo turco» significa, aún más controvertida es la referencia al califato (o a «una especie de»).

Jalîfa significa en árabe «lugarteniente o sucesor» y en su sentido literal es un término aplicable al conjunto de los seres humanos como «sucesores» de Allah en la tierra. Después, el término experimenta una primera transformación y es interpretado que el Profeta es «lugarteniente» de Allah. Finalmente, tras la muerte de Mohammed el término comenzó a emplearse ya no como «sucesor» de Allah en tanto que creación suya, sino como «sucesor» del Profeta. Ello nos devuelve a la idea de que el Califato como institución no detenta entonces, en sentido formal y estricto, un poder soberano, puesto que no tiene potestad para emitir leyes, ya que esa es una atribución exclusiva de la divnidad, sino sólo para interpretarlas y aplicarlas.

La historia del Califato es entonces complicada, puesto que son los sucesores del Profeta los que crean y mantienen la institución califal, cuya función y poder no son las mismas a lo largo del tiempo ni se adaptan de la misma manera a un marco jurídico-teológico que permanece relativamente inalterado. Grosso modo podemos distinguir cuatro fases en la historia de la institución califal, y, por ende, cuatro sentidos principales en los que es posible hablar de califato. Cada una de ellas viene marcada por profundas transformaciones que alteran aspectos sustanciales de la institución califal5:

(1) Califato ortodoxo. Se trata, de hecho, del período en que la institución califal emerge y se establece. También el Islam adquiere verdadera entidad como religión en la medida en que se unifican criterios en cuanto a los contenidos del Corán y el orden de los suras. Los cuatro Califas ortodoxos, más o menos cercanos al Profeta, van sucediéndose con relativa inercia dada la necesidad de que alguien siga cumpliendo funciones de coordinación en el marco del desarrollo y crecimiento de la unión comercial que Muhamed puso en marcha. Son elegidos por aclamación y no tienen capacidad ni pretensión de ejercer un poder centralizado, a pesar de que éste se presenta como necesario para resolver los desequilibrios constantes que amenazan a esa unión comercial que parece estar convirtiéndose en un imperio.

(2) Califato Omeya. Tras la muerte, en circunstancias extrañas, del Califa Utmán, se produce el conocido cisma en el seno del Islam entre los partidarios de Alí y los partidarios de Muawiya. Shaban propone interpretar este conflicto en términos político-económicos relacionados con los desequilibrios demográficos entre Siria e Irak, de manera que la interpretación tradicional, de clave religiosa, sería más bien un pretexto. La derrota de Alí en la batalla de Sifín significa el ascenso de Muawiya al poder y el comienzo del Califato Omeya.

El problema del Califato, antes y después del ascenso omeya, fue siempre el mismo: encontrar la forma de mantener la unidad territorial necesaria para la supervivencia del Imperio. Éste se había armado sobre una estructura relativamente descentralizada en la que, originalmente, el Califa ejercía funciones más de coordinación que de mando entre diferentes entidades menores que, a su vez, ejercían su poder sobre los territorios conquistados (en los cuales habitaban poblaciones no árabes y no musulmanas) con la colaboración de las elites locales. Esas relaciones, que no pueden ser consideradas ni totalmente jerárquicas ni tampoco horizontales, se basaban en lo que podemos llamar «políticas de reconocimiento» asociadas fundamentalmente a dos tipos de relaciones económicas: el reparto de beneficios y la recaudación de impuestos.

El problema aparecía cuando, debido a desequilibrios internos o externos, determinados colectivos no se veían reconocidos y se alzaban contra la autoridad competente (fuera la califal u otra). Entonces la función del Califa era la de solucionar el problema para recuperar la estabilidad necesaria que permitiera el normal funcionamiento del conjunto del Imperio. Ahora bien: ¿cómo alcanzar dicha estabilidad? Tan importante objetivo pasaba siempre, sin duda alguna, por reforzar de alguna forma la autoridad califal frente a la de otros (bien los rebeldes, bien los causantes del problema), pero semejante cosa no podía ser realizada sin entrar en contradicción con las potestades atribuidas a la institución misma y, por tanto, sin suscitar el recelo de otros.

Como la dinastía omeya no pudo permanecer ajena a semejante problemática, ya en su seno mismo se abrió el debate acerca de qué medios y eran los apropiados para alcanzar ese objetivo indiscutible que era reforzar la autoridad califal para hacer posible la supervivencia del Imperio. Así, encontramos dos modelos de gobierno que comparten una misma finalidad, la de reforzar el poder del Califa, pero pretenden hacerlo sobre bases distintas. El modelo de los Qays (propio de prácticamente toda la dinastía Omeya) estaba basado en el ejercicio de un poder militar vertical en los territorios ocupados, de manera que los ocupantes árabes, en connivencia con las elites locales, sometían a las poblaciones de dichos territorios. El modelo de los Yaman, por su parte, consideraba mucho más productivo terminar con la segregación étnica, asumir y fomentar la asimilación entre la nueva población árabe y la autóctona, y establecer como único criterio de distinción el religioso, de manera que todos los musulmanes, independientemente de su origen étnico, estuviesen en una situación similar. Este segundo modelo fue seguido por los Omeyas durante un corto período de tiempo, pero de forma tímida y sin mucho éxito.

(3) Califato Abbasida. Será la revolución Abbasida la que aplique el criterio de la asimilación hasta sus últimas consecuencias, pero esta estrategia también será un arma de doble filo. En el contexto del desarrollo de las ciudades, se intensificará el conflicto entre las masas campesinas y las oligarquías comerciales. El estatus de la población campesina, sin embargo, se transforma significativamente con el tiempo, ya que si antes la dominación de la oligarquía comercial era justificada a través del derecho de conquista y la diferencia étnico-cultural, ahora el Islam establece un principio de igualdad formal que no se cumple en la práctica. Dicho de otra forma, lo que sucede es que se pone en manos de una vasta masa de creyentes una herramienta política, la de la ley islámica, que puede ser empleada para poner en jaque el gobierno, crecientemente centralizado y poderoso, de las oligarquías comerciales y del mismísimo Califa. A pesar de los intentos de los Abbasidas para satisfacer las demandas de todos y mantener la integridad del Imperio, el uso de la fuerza será constante pero insuficiente; el desenlace será la desintegración del Imperio.

(4) Califato en Egipto. El fin del Imperio islámico, que supone también el fin de la época clásica del Islam, dará lugar a la aparición de múltiples autoridades políticas regionales (emires, sultanes, reyes…) para los que la combinación de ley islámica y ley humana será ya algo natural y necesario. La autoridad del Califa pasará a ser simbólica, con una capacidad política desigual según el territorio y el momento histórico, y las jerarquías religiosas locales pasarán a convertirse en una fuerza político-social con la que el poder secular prefiere por lo general no enemistarse. Por otra parte, los conflictos entre las zonas campesinas y los núcleos urbanos comerciales seguirán marcando una parte importante de la vida política de las distintas entidades político-territoriales en que se descompondrá el Imperio, y en el seno de esos conflictos la población rural seguirá utilizando la ley islámica como herramienta política de reivindicación y la población urbana y las elites optarán por el desarrollo de leyes propias que permitan hacer frente a los desafíos internos y externos (porque, no lo olvidemos, todo ello sucede mientras existe una relación oscilante con las grandes potencias cristianas).

La invasión otomana de Egipto, y por tanto el hecho de que el Califato caiga bajo la influencia del Sultán, dotará de una mayor fuerza simbólica a la institución califal como elemento de cohesión de la población musulmana, pero desde luego no es más que un poder simbólico, geográficamente limitado, y que depende en última instancia del poder político secular del Imperio Otomano. De hecho, en muy pocas ocasiones harán uso directo los sultanes de la autoridad que puedan tener como Califas.

¿Cómo interpretamos entonces la abolición del Califato decidida por Atatürk? Posiblemente en términos de una decisión estratégica. El movimiento de «liberación nacional» liderado por Mustafá Kemal se enfrentaba no sólo a las potencias vencedoras de la I Guerra Mundial sino también al gobierno del Sultán. En ese enfrentamiento, no sólo se hizo uso de la identidad nacional turca incipiente y del discurso antiimperialista que tenía su fuente en la Revolución Bolchevique, sino también del sustrato identitario que emanaba de la adscripción religiosa compartida. La propia construcción de la nación turca depende de la «turquización» de las poblaciones musulmanas no turcas de Anatolia y de la asunción de que no es posible asimilar a las poblaciones anatolias no-musulmanas.

Pero el sustrato religioso no podía ser manejado sólo por Atatürk, sino que tenía que enfrentarse también a la jerarquía religiosa turca, que llevaba dos siglos oponiéndose sistemáticamente a los proyectos de reforma y modernización impulsados por la élite política otomana, y, aún más peligroso, a la autoridad califal. Con los primeros se podía tal vez negociar, pero dejar abierta la posibilidad de que un pronunciamiento público del Califa pudiera poner en peligro su proyecto era sin duda demasiado arriesgado.

La abolición del Califato, que de hecho no fue fácil ni inmediata, sino que se produjo en 19246, se presentó entonces como una medida democrática, modernizadora, y que garantizaba la soberanía del pueblo turco y su independencia de cualquier injerencia exterior.

Hecha esta panorámica, y espero que se me disculpe su extensión, pero creo que era necesaria, cabe preguntarse a qué se refiere Santiago Alba cuando habla de la restauración del Califato. ¿Se trata acaso de restaurar un poder califal instituido por aclamación popular y con funciones de coordinación?¿O tal vez de un retorno al Califato como institución de gobierno árabe basado en el uso de la fuerza?¿O quizás, y ello resulta más plausible, de restaurar la figura de una autoridad con poderes simbólicos político-religiosos que articule a los pueblos musulmanes como bloque contrahegemónico? Si se trata de esta opción, ¿por qué no abogar por una democratización radical de la Organización para la Cooperación Islámica?¿Qué distingue la situación actual de la de 1924, cuando abolir el Califato era sin duda una medida de seguridad para garantizar el desarrollo autónomo y soberano de los pueblos musulmanes?

Habrá quienes no ducen que Erdoğan sueña con pasar de Primer Ministro a Presidente de la República (ello después de dotar a la figura de más atribuciones de las que tiene actualmente), y de Presidente de la República a Califa, pero ello no sería en ningún modo garantía de que emergiera un bloque geopolítico soberano, independiente y contrahegemónico, sino más bien la subsunción de la infinita multiplicidad del Islam (a la que sin duda no hemos hecho justicia en ese texto) bajo la autoridad político-religiosa de un Califa del que, por otra parte, no se dice ni cuáles serán sus funciones ni cómo será elegido, sino sólo que supondrá el medio idóneo para alcanzar el socialismo.

 

III – ¿En qué se traduce nuestro compromiso con el socialismo?

Santiago Alba hace hincapié, y es sin duda acertado e importante, en la necesidad de olvidar las actitudes paternalistas que se encuentran en el núcleo de nuestros intentos por recomendar a otros lo que tienen que hacer. Es ciertamente importante desprendernos de la idea de que las luchas antiimperialistas las libran otros pero siguiendo nuestros programas.

Ello sin embargo no puede defenderse a costa de olvidar que nuestro cambio de actitud no cambia el pasado ni supone empezar de cero, sino que las opciones entre las que los pueblos subyugados pueden elegir «libremente» son, a no ser que tengan el tiempo y la posibilidad de crear otras, aquellas que el imperialismo les ha dado. Ignorar este hecho es también una forma de ser cómplice.

En el caso de Oriente Medio (y en general de las regiones periféricas) es evidente la estrategia de derribo diseñada y aplicada, al menos desde después de la Segunda Guerra Mundial, por las potencias occidentales. Ésta consistía en buscar la erradicación de todo movimiento socialista, soberanista o laico (baazismo, panarabismo, ciertos sectores del kemalismo…) a costa de financiar y apoyar (directa o indirectamente) el desarrollo de movimientos de corte religioso.

Por supuesto la victoria de estos últimos (Hamás en Palestina, el AKP en Turquía, los «islamistas» en Túnez y Libia…) no se debe exclusivamente al apoyo que hayan podido recibir directa o indirectamente de Occidente, sino también a la crisis endógena de modelos socio-políticos supuestamente alternativos que han sido incapaces de dar respuesta a los problemas que pretendían resolver.

La posición socialista supone argumentar que toda opción permitida por el sistema es parte del sistema y, por tanto, no es una solución sino un factor más que contribuye al problema mismo. El problema se llama capitalismo en tanto que proceso social global de acumulación, dominación y control, y su manifestación en los países de la periferia es el imperialismo. El fin del socialismo es entonces crear las condiciones de posibilidad del desarrollo libre y autónomo de los pueblos, y ello parece difícilmente posible bajo la hegemonía del actual gobierno turco y mucho menos sobre la base de la creación de un nuevo Califato.

Resulta llamativo que sea Santiago Alba Rico, que ha formulado con brillantez y dureza la idea de la «pedagogía del millón de muertos»7, quien parezca olvidarse ahora de esa misma idea para plantear que el socialismo pase por la elección estratégica de una opción propiciada por el sistema de acuerdo sobre la base de esa misma pedagogía8.

Es además contradictorio que lo haga él, que creo que ha defendido, con enorme sensatez, que la opción socialista en el caso de Libia no puede significar tomar partido ni por Gadafi ni por la OTAN. Si esto es así, si tomar partido estratégicamente es un error porque secorre el riesgo de confundir fines y medios, haciéndonos perder de vista nuestros objetivos políticos a largo plazo, ¿en virtud de qué principio se puede defender ahora la toma de partido estratégica por Turquía frente a Arabia Saudí?

Elegir de dos opciones desagradables la que parece menos mala es un planteamiento estratégico que la izquierda viene practicando desde hace demasiado tiempo con resultados más que dudosos. Aún así creemos que puede ser defendible su pertinencia táctica en el marco de una estrategia política más amplia, pero ésta desde luego no puede pasar por enunciar, sin mayor argumentación, que la hegemonía regional turca, apoyada por la creación de un nuevo Califato, sea la vía al socialismo.

No se trata de negar a los tunecinos o a los turcos su derecho a decidir, se trata de hacer ver que nuestro compromiso con el socialismo nos obliga a no negar a los socialistas de estos países la posibilidad de romper los esquemas que nuestras élites gobernantes (y nosotros, cómplices pasivos) llevan años construyendo.

Miguel León es Estudiante de Ciencias Políticas en la Universidad Complutense de Madrid y la Universidad del Bósforo.

NOTAS

1. http://www.rebelion.org/noticia.php?id=138607

2.

Cf. Andrés Bilbao, «Las raíces teológicas de la lógica económica», UNAM, 1999.

3.

Dos obras especialmente relevantes, y al mismo tiempo geográficamente separadas, son Nasihat al-Muluk («Consejo para Reyes») de Algazel y Kutadgu Bilig («Sabiduría de la Gloria Real») de Yusuf Khass Hajjib. Ambas obras incorporan la reflexión de que, si el gobernante se ve forzado a elegir entre seguir los preceptos religiosos o mantener el orden a través de la producción de leyes humanas, entonces ha de preferirse la injusticia religiosa al desorden en el mundo.

Es importante hacer notar que estas ideas son incorporadas por el Islam sólo a partir del momento en que la autoridad califal no se opone a la asimilación cultural, y que al mismo tiempo estas obras intentan encontrar una solución al problema práctico de controlar el conflicto social que está poniendo en peligro la unidad del Imperio (ver infra).

También se puede establecer un vínculo entre el desarrollo de estas ideas y la importancia que la Mu’tazila adquiere en el período. Esta escuela teológica, que es la que impulsa de forma más intensa el desarrollo de las ciencias y las artes en el mundo islámico clásico y al mismo tiempo la que paradójicamente pretende imponerse si hace falta por la fuerza, ofrece una base teológica fundamental para el desarrollo de ordenamientos legales humanos:

Uno de sus elementos centrales de discusión y estudio es el de la unidad absoluta e incuestionable de Allah, lo cual lleva a pensar cuál es la naturaleza del Corán, en tanto que palabra de Dios hecha libro. Si el Corán es eterno, entonces se corre el riesgo de concebirlo como una hipostasis de Allah, que tiene que ser único e indivisible; ello lleva necesariamente a considerar que el Corán es una creación de Dios, una «emanación» de la divinidad (menos perfecta que ésta), y su contenido ya no puede ser considerado como una verdad eterna y por tanto su validez jurídica también puede ser puesta en cuestión.

4. http://www.rebelion.org/noticia.php?id=135744

5.

Las consideraciones históricas que aquí condensamos parten especialmente de la obra del historiador M.A. Shaban. Sus dos obras principales, The abbasid revolution (1970) e Islamic history: a new interpretation (volumes 1 and 2) (1971, 1976), ambas publicadas por Cambridge University Press, suponen una revisión a conciencia de la historiografía académicamente dominante y un interesantísimo ejercicio de interpretación histórica.

6. Cf. Bernard Lewis, The emergence of modern Turkey, Oxford University Press, 2002, pp.262 y ss.

7. http://www.rebelion.org/noticia.php?id=32765

8. Y no se trata sólo de los efectos del gobierno de Ben Alí en Túnez. El actual sistema político turco, que no está siendo reformado en su esencia por el AKP, es fruto del golpe de Estado militar de 1980, que supuso un ejercicio de represión brutal contra todos sus opositores, pero no especialmente contra los partidos islamistas, sino contra la oposición comunista y los sectores kemalistas que simpatizaban con propuestas de gestión económica estatalizada y de independencia política. Los primeros sufrieron censura, marginalización, prisión… los segundos fueron simplemente ejecutados, torturados hasta la muerte o desaparecidos… (cf. Hamid Bozarslan, Histoire de la Turquie contemporaine, La Découverte, 2007, pp. 62-67).

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.