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La Plaza Tahrir está muerta, pero la Revolución no

Últimas chispas de la Plaza Tahrir

Fuentes: CounterPunch

Traducido del inglés para Rebelión por Germán Leyens

EL CAIRO. La Plaza Tahrir está oscura, y de repente interminablemente triste. Todavía hay incontables carpas en medio de la rotonda, oriflamas que ondean al viento, incluso un pequeño y provisorio «Museo de la Revolución». De vez en cuando se puede oír, como si fuera un eco de tiempos pasados y gloriosos, música apasionada y los discursos ardientes de los manifestantes. De cuando en cuando las chispas de la antigua euforia estallan en un delicado y breve fuego artificial solo para acabar disolviéndose en la noche.

Pero no es la misma Plaza Tahrir que atrajo a multitudes electrizadas hace dos años. Ahora, las miradas son sospechosas y hay poca confianza. Hay un temor omnipresente en toda la plaza; demasiado miedo, demasiado…

La mayor parte de la bondad y la solidaridad se han evaporado, y lo que las reemplazó es horripilante. Las pandillas locales desarrollaron tácticas precisas que les permiten aislar a mujeres solas entre la multitud a las que arrastran a las carpas y espacios abandonados y las violan brutalmente. Ya ha ocurrido en varias ocasiones en las últimas semanas.

Muchos negocios de los alrededores de la plaza han sido saqueados, algunos repetidamente. Las pandillas insultan y acosan a los periodistas, de hecho a cualquiera con una cámara, a cualquiera que haga preguntas. Después de la puesta de sol, a menudo soy la única persona de aspecto extranjero que trabaja en el área de la Plaza Tahrir.

«¡No!» grita inquietantemente un muchachito, penetrándome con sus mirada adulta y criminal. Precisamente cuando dirijo mi cámara hacia el alto muro que corta en dos el centro de la ciudad ‘protegiendo’ la embajada de EE.UU. Sé que mostrar debilidad sería mortal y me acerco al muchacho, apartándolo literalmente de mi camino. Retrocede y grita algunos sonoros insultos. Unos segundos después toda una pandilla de entre 10 y 14 años comienza a rodearme, tirándome de las mangas, golpeando mi chaquetón. Lo hacen durante casi un minuto. Sigo trabajando. Los ignoro. Entonces intervienen algunos manifestantes adultos y genuinos.

El olor nauseabundo de la orina está por doquier. La basura cubre la plaza. Solía estar relativamente limpia; el orgullo de la Revolución. Ahora todo está sucio, basura por todas partes.

«EE.UU. está involucrado, no cabe duda», explica mi amigo el doctor Mohammed Shafik. Antes de volver a la plaza, estamos arrellanados en la sala psiquiátrica en la que cumple su turno de 24 horas. Atiende a los pacientes, pero durante su trabajo bebemos café, discutimos de Egipto y mis informes que quiere traducir al árabe.

«EE.UU. no dice de forma indirecta: Tuvisteis vuestra revolución, vuestras elecciones; tenéis vuestros partidos políticos», continúa el doctor Shafik. «¡Ahora consumid! Y votad cada 4 años a partidos que no os representan en absoluto… EE.UU. ha estado apoyando a la Hermandad Musulmana y a los liberales, incluido El-Baradei. Incluso ayudó a sacar del camino a Mubarak. Mientras la oposición no tenga un mensaje social fuerte, EE.UU. estará satisfecho con el cambio de régimen. Y con la Hermandad Musulmana el sistema de «libre mercado» está garantizado. Incluso llevaron en avión a EE.UU. a dos dirigentes de la Hermandad; uno de ellos es Khairat El-Shater.»

¿Pero está todo perdido?

En Tahrir probablemente sí, pero no en todo Egipto.

Las masas que se mueven de aquí para allá parecen fragmentadas. El viernes es su gran día, pero a estas alturas la mayoría de la gente está extenuada y confusa. Unos jóvenes pintan grafitis. Las ilustraciones de las pareces dada vez son más violentas: muestran a personas con disparos en la cabeza, parte de sus mandíbulas ha desaparecido. El optimismo ha desaparecido: las heridas sangrientas y aterradoras se han convertido en los tópicos mostrados por el arte contemporáneo. El martirologio está de moda, pero no es inventado; es real. Hay pinturas y fotos de los mártires de la revolución. Los que murieron, los que murieron jóvenes, los que murieron muy jóvenes. Por lo menos 59 personas resultaron muertas en la última ola de violencia, y todos saben que la cantidad real es muy superior.

Pregunto al señor Ali, un pintor local sentado a la entrada al Museo de la Revolución ¿qué pasará ahora?

«Mubarak, los militares y la Hermandad Musulmana» son lo mismo, responde melancólicamente. «Y la Hermandad Musulmana mantiene estrechos vínculos con Israel y EE.UU. Mubarak, está ahora en prisión, encerrado por un cuarto de siglo por asesinar gente. ¿Y qué? ¡Mursi se hizo cargo! Ahora el que efectúa la matanza es él».

«La gente votó por él», digo.

«La mitad, sí. Un 51%. Y las elecciones fueron una farsa. Pero incluso si no fueron una farsa, se sabe que la gente en Egipto no está formada no sabe pensar en términos políticos. La Hermandad resultó elegida, sí. Pero una vez que comenzaron a asesinar a la gente, desde el punto de vista ético, ¡su mandato expiró!»

Espero a mis amigos de la organización de los Socialistas Revolucionarios.

Mientras filmo y fotografío la escena, se me acerca una mujer y comienza a gritarme: «¿Quién eres? ¿Cuál es tu nacionalidad? ¿Para quién trabajas? Le doy mi tarjeta pero sigue gritando sin molestarse en leerla. Quiere insultarme, no saber.

Un anciano con los dientes podridos viene por detrás: «Piensa que usted es un espía israelí… ¿Es periodista? ¿Quiere entrevistar a El-Baradei?»

«No», replico sarcásticamente. «¿Y si fuera Khaled Ali, del movimiento sindical?»

¡Buena idea! Puedo organizarlo. Puedo organizar a Mursi, El-Baradei y Khaled Ali. Tengo contactos en todas partes. Soy el director del museo. Todos me conocen aquí; mi nombre es Magdy».

Sé quién es. No soy nuevo en el lugar. Magdy es dueño de una galería que solía vender papiros falsos a los turistas. Exageradamente la llaman el «Museo del Faraón». Es una institución bastante grande y Magdy es un gran embaucador. Pero me queda un poco de tiempo antes de la llegada de mis amigos, de modo que le pregunto: «Señor Magdy, ¿qué pasa en la Plaza Tahrir? Solía ser un sitio tan alegre, tan lleno de esperanza…»

Es diplomático. No está ni a favor ni contra los manifestantes: «La gente de Egipto no tiene educación. No sabe lo que quiere. No tiene la menor idea de lo que es una verdadera revolución.»

«¿Y usted lo sabe, señor Magdy? ¿Sabe lo que es una verdadera revolución?»

Me lanza una sonrisa astuta, un poco torcida. «Vamos a mi museo», dice, finalmente.

«Adiós, señor Magdy», le hago un gesto. Maldice por lo bajo.

Y luego llegan mis amigos. Tres hombres y dos mujeres todo sonrisas, determinados, honestos, puros. Todos son jóvenes; son socialistas, todos educados y todos entregando sus vidas a la Revolución de manera incondicional.

No son demasiado optimistas; ven claramente los monumentales desafíos que los esperan. Todos viven en El Cairo excepto Manal, quien acaba de volver de Londres donde trabaja para un importante periódico árabe.

Le hago la misma pregunta: ¿Qué pasó en la Plaza Tahrir?

«Cambió», responde con una triste sonrisa». «Desde que me fui, hace solo unos meses, ha cambiado. Ahora es sombría. Teníamos muchas esperanzas después de nuestra Revolución, pero ahora hay mucha vioencia en la sociedad egipcia. Y es una violencia muy peligrosa, sin reglas. Antes la policía usaba la fuerza contra los civiles. Ahora los civilen se atacan entre ellos. Existe en algún lugar algo muy sucio; algo terrible…. Hay fuerzas ocultas. Y mire la dirección del ejército: la violencia que está utilizando contra nosotros es incluso peor que la que aplicaba Mubarak».

Nos detenemos en un café local. Los jóvenes están indignados por la cobertura que hacen de Egipto de los medios de comunicación occidentales. «Es un desastre total, especialmente lo que propaga la BBC. Actúan como si no estuvieran familiarizados con el Islam y su cultura. Han adoptado íntegramente la terminología de Mursi. Llaman «matones» a los manifestantes. Lo confunden todo, generalizan…»

Antes de partir del hospital pregunté al doctor Shafik quiénes ocupan ahora la Plaza Tahrir.

Se encogió de hombros: «Nosotros -izquierdistas- pero también partidarios de Mubarak que ahora protestan contra Mursi y la Hermandad Musulmana… Hay agentes del servicio secreto por doquier. Hay pandillas así como gente común y corriente, que simplemente expresa sus agravios contra la Hermandad…»

Miro a Manal y luego miro a su amigo Ahmed, de dos metros de alto.

«Oigan», digo. «De alguna manera nada me convence, aquí…»

«Se dio cuenta… Tahrir ya no existe; está destruida. Ya no es el símbolo de nuestra Revolución».

«Vayamos al Palacio entonces», sugiero.

Manal acaba de volver de Londres. Está cansada. Estamos todos cansados, exhaustos. Duda unos segundos, pero luego asiente con la cabeza.

Tomamos un minivan destartalado y nos metemos dentro. Cada vez somos más; el grupo crece rápidamente. Jóvenes hombres y mujeres cantan al unísono, bromean y se burlan. Nos fotografiamos, nos damos palmadas en la espalda y alentamos a los que parecen tener miedo.

Antes solía preguntar si nuestras revoluciones latinoamericanas tenían alguna similitud con la Revolución de Egipto. Ahora no tengo que preguntar; lo veo con mis propios ojos. Esa gente, mis nuevos compañeros, esta joven vanguardia egipcia, es tan valiente y abnegada como la que derribó los regímenes derechistas de Bolivia, Venezuela y Ecuador.

Mientras Egipto cae en el caos, mientras la brutalidad, la deshonestidad y la inmoralidad asolan la capital y las provincias, mientras la desesperanza se convierte en violencia, transito por las calles de El Cairo con un grupo de revolucionarios valientes.

«Estos jóvenes», murmura la señora Wesam, hermana de Manal, «lucharon por Egipto desde los primeros días de la Revolución; desde hace dos años. Nunca dejaron de hacerlo. Y nunca dejarán de hacerlo».

«Hasta la victoria final», sonrío.

La luz del van parpadea. Las sirenas afuera aúllan. Y de repente llegamos a Heliópolis.

Hay neumáticos que arden y las explosiones lejanas rasgan la noche.

«Oculta tus cámaras», me dicen. «Hay francotiradores por todas partes. Mataron a nuestro amigo -un periodista- directamente frente al Palacio.

En la intersección absolutamente oscura, un anciano rodeado de un pequeño grupo nos tiende las manos.

«Su hijo fue asesinado por el régimen de Mursi», dice Manal, con la voz grave. «Tiene que estar afuera con la gente. De otra manera su dolor es insoportable»

Abrazamos al hombre y vamos hacia el palacio, siguiendo los rieles del tranvía, hacia el fuego y las explosiones. Fotografío ambulancias y una escena espectacular, una bandera egipcia que ondea frente al fuego.

Miles de manifestantes se mueven como fantasmas, a lo largo y lo ancho de la avenida. No quiero utilizar el flash; es peligroso para los manifestantes; los destellos del flash provocan reacciones indeseables de las fuerzas armadas. Pero sin usarlo, incluso a la velocidad de 2,500, todo sale demasiado oscuro.

De repente oímos gritos. Provienen de adelante y miles de personas corren hacia nosotros. No tengo idea de lo que sucede: por un momento pienso que el ejército está enviando tanques o que los policías han comenzado a utilizar munición de guerra, como vi que lo hicieron en Port Said solo unos días antes.

«Están lanzando gas lacrimógeno», grita Wesam.

¿Gas lacrimógeno? Me pregunto. He cubierto docenas de conflictos y guerras en todo el mundo; el gas lacrimógeno es definitivamente una de las cosas menos atemorizantes que se pueden enfrentar en una zona de conflicto. Estoy un poco desilusionado, incluso molesto ante la rapidez y determinación con la que escapa la multitud.

Y entonces lo siento. El gas… Primero un poco, mientras penetra en mi nariz y en mis ojos. Después me llega una dosis total. Comienzo a maldecir. Casi pierdo el equilibrio, casi me desmayo. ‘¿Qué diablos es esto?’ pienso. No es un gas lacrimógeno como en Perú o Indonesia; no es una suave mezcla chilena. Ni siquiera es lo que aspiré en las orillas del Nilo, el 28 de enero de este año. ¡Esto es monstruoso, potente y letal!

Doy un traspié, recupero el equilibrio y vuelvo a tropezar. Ahmed me lanza su toalla. La aprieto contra la nariz. Ayuda un poco.

«¡Cabrones!» grito.

«Es venenoso y cancerígeno, estamos haciendo análisis en el laboratorio», explica alguien, mientras huye. «Nos están envenenando…»

Recuerdo lo que me dijeron, muchos manifestantes son jóvenes doctores, ingenieros y maestros.

«Un chaval se ha desmayado», grita Ahmed, medio indignado, medio riendo. «Así que sus amigos comienzan a reanimarlo, pero al abrir los ojos dos cartuchos de gas lacrimógeno estallan a su lado y vuelve a desmayarse… ‘¡Llévenselo!’ les grito».

Es un drama y una fiesta. Las calles laterales están repletas de gente. Ahmed y sus amigos forman un círculo, se abrazan y comienzan a saltar y cantar: «Nos gusta cantar a nuestros queridos amigos muertos: ¡Mursi, Mursi, Mursi!»

La noche no ha hecho más que empezar. Más tarde, en El Cairo y en las provincias, casi 100 manifestantes son arrestados y 120 resultan heridos. Los detenidos en Egipto frecuentemente sufren torturas. Algunos desaparecen.

Bien entrada la noche caminamos hacia la estación del metro. Estamos cansados y hambrientos, pero seguimos bromeando. Ahmed y sus amigos juegan, persiguiéndose los unos a los otros, haciéndose los locos. Nuestro grupo es como un rayo de luz en la deprimente oscuridad de esta ciudad en decadencia.

La Plaza Tahrir está muerta; ya no es el símbolo de la Revolución.

Pero esa noche en El Cairo comprendí que aquí no han derrotado la Revolución, que nunca la derrotarán, que continuará hasta la victoria final.

También comprendí que es hora de dejar de hacer preguntas estúpidas sobre la ‘falta de liderazgo’ en este país. Hay líderes fuertes -Khaled Ali y otros- y hay una sólida agenda socialista encarnada en los diversos grupos que participan en esta Revolución. Las batallas no se librarán de la misma forma que en Bolivia o Venezuela. Egipto no es Latinoamérica. Pero se libran y se seguirán librando, se harán las cosas y todos los que podamos ayudar debemos hacerlo. Porque esos valerosos hombres y mujeres que encontré en las calles de El Cairo, lo sepan o no, están luchando por Egipto y por el resto del mundo oprimido, el mundo aplastado por el imperialismo.

En junio de 2012, en mi debate con Noam Chomsky, expresé mi escepticismo respecto al futuro de las revoluciones árabes. Estaba equivocado. Noam me escuchó y luego dijo: «Hace dos décadas la situación en Latinoamérica era terriblemente deprimente. Nunca se habría pensado que la gente vendería en esos países, que lograría lo que ha logrado ahora. Es el mismo caso ahora en los países árabes».

Que este artículo sea un réquiem a la Plaza Tahrir. Pero que no sea un réquiem desesperanzado y triste. Un sitio ha caído, ¡pero la lucha continúa!

Hace dos años la gente vino aquí, a Tahrir, a luchar por un mundo mejor contra una brutal dictadura pro occidental. Las personas estaban dispuestas a arriesgar su vidas, a sacrificar sus puestos de trabajo y su rutina diaria.

En algún momento ganaron, o les dijeron que habían ganado. En realidad fue una ilusión. Un hombre renunció pero el sistema sobrevivió.

Entonces la Plaza se convirtió en algo parecido a un viejo roble; un sitio de cuento de hadas, como un espacio al que la gente va a recordar, a sentir tristeza y nostalgia por sus corazones henchidos de orgullo, por todos los hermosos sueños que nunca se cumplieron.

Como amantes cuyo amor está prohibido por su clan o su familia, los viejos revolucionarios siguen viniendo a repetir en murmullos sus deseos más íntimos e incumplidos, a renovar sus juramentos; a lamentar, a llevar mensajes y depositarlos en la seguridad del tronco hueco del árbol imaginario. Después de todo, ¿cómo olvidar toda esa euforia, esa repentina expectativa, una promesa de un futuro mejor que coloreó durante unos meses ese impenetrable gris con los brillantes colores de la primavera?

La rebelión, la Revolución, todo sucedía hace solo dos años, incluso hace solo un año, y para algunos hace unos meses. Y para casi todos los que combatieron aquí y soñaron con un mundo mejor, parece que todo ocurrió ayer…

Algunos dicen: «y de repente todo se acabó. Todo cambió. La esperanza agonizó y murió lentamente. La cancelaron como se cancela una dirección secreta de correo electrónico que contenía todo el universo que daba sentido a la vida». Así nada más la esperanza desapareció; se apagó. El vacío que vino después fue mucho peor que la cólera que llevó a la gente a las calles hace dos años. La esperanza traicionada es lo más terrible que se pueda imaginar; más vale vivir en la oscuridad toda una vida que ser envuelto por el resplandor unos instantes y luego volver a las tinieblas.

Pero sé, y mis amigos lo saben, que no se ha perdido todo. Simplemente no es posible. No importa su brevedad, el sueño era demasiado hermoso; valía la pena vivir y luchar por él. Todavía puede volver; tiene que volver y volverá. Se cometiron errores y resultó muy dañado, pero lo principal se mantiene intacto.

Mis ojos arden y mis pulmones se retraen después de aspirar demasiado gas venenoso. Pero la brillantez del pueblo que lucha incansablemente por un Egipto mejor, me hizo quedarme despierto toda la noche y escribir este simple artículo, el relato de un testigo presencial.

Una vez más las prisiones de Egipto están llenas. Los hospitales están desbordados de hombres y mujeres heridos. Pero la lucha, el «proceso» continúa; no muere. La Plaza Tahrir ha muerto, pero la revolución se fortalece.

Andre Vltchek ( http://andrevltchek.weebly.com/ ) es novelista, cineasta y periodista de investigación. Ha cubierto guerras y conflictos en docenas de países. Su libro sobre el imperialismo occidental en el Sur del Pacífico se titula Oceania y está a la venta en http://www.amazon.com/Oceania-André-Vltchek/dp/1409298035 . Su provocador libro sobre la Indonesia post Suharto y su modelo fundamentalista de mercado se titula Indonesia: The Archipelago of Fear , http://www.plutobooks.com/display.asp?K=9780745331997 . Recientemente produjo y dirigió el documental de 160 minutos Rwandan Gambit sobre el régimen pro occidental de Paul Kagame y su saqueo de la República Democrática del Congo, y One Flew Over Dadaab sobre el mayor campo de refugiados del mundo. Después de vivir muchos años en Latinoamérica y Oceanía, Vltchek vive y trabaja actualmente en el Este de Asia y África.

Fuente: http://www.counterpunch.org/2013/02/12/last-sparks-from-tahrir-square/

rCR