Recomiendo:
4

Un hombre camina

Fuentes: Rebelión

Un hombre camina entre los escombros. La estrecha calle por donde avanza, otrora bulliciosa y rebosante de vida, ha quedado hundida bajo un montón de cascotes que no la dejan transitar con facilidad. Pero su paso es firme y decidido: su corazón no tiene ya tiempo ni hueco para el temor. No sabe lo que le espera allí hacia donde se dirige, pero es muy consciente de lo que su dignidad no puede seguir soportando.

Al fondo de la calle, dos inmensos monstruos metálicos le esperan. Conducidos por jóvenes infanticidas de uniforme −a su vez manejados por viejos infanticidas encorbatados, a quienes han movido desde siempre oscuras energías que han cuajado en una moral tan civilizada como infame­− se plantan ante nuestro hombre. Todas estas agencias de muerte juntas, unas dentro de otras al modo de una matrioska, como capas más y más hondas de una inmensa y secular mostruosidad de blindada ignorancia, son ahora el horizonte hacia el que nuestro hombre camina.

Atrás quedaron otros horizontes de cientos de miles, de millones, de hombres y mujeres que también caminaron en circunstancias parecidas. Pues para huir o para buscar, para crear o para matar, para construir o destruir caminaron otros hombres, mujeres, ancianos y niños. Y aún otros seres antes de ellos caminaron también para llegar aquí, a este horizonte angosto y quebrado que ahora encara nuestro hombre cubierto con una bata blanca.

Desde la noche de los tiempos, allí donde hay armas y uniformes, en todas partes, un trapo blanco simboliza rendición, solicitud de diálogo o de alto el fuego. Es un símbolo que cualquiera entiende. Aunque quizás esté manchada con los restos de sangre de algún niño colateral, la bata de nuestro hombre también es blanca, del color de la pureza, y, en sí misma, evidencia que quien la porta no es un combatiente, sinó un médico que ha salido de los restos del bombardeado hospital donde trabaja.

Pero su significación va mucho más allá. Lo primero: usamos batas para trabajar. Las portan panaderos, carniceros, tenderos y también médicos. Y quizás en un médico sea lo primero en que pensamos al ver a un hombre con una bata blanca. Pero no solo asociamos las batas blancas con la medicina, sinó también con la ciencia misma, en su conjunto. Quienes dedican su vida al estudio y a la investigación científica visten también bata blanca, y de ahí que incluso se haya convertido en un signo vinculable a la ciencia y el progreso, con todo lo bueno o malo que pueda ello implicar. Y, seguramente por contraste, este sentido que posee hoy en día una bata blanca −símbolo palmario de ciencia y medicina− queda especialmente reforzado en medio del contexto de destrucción, barbarie y sinrazón más infame que hayan visto nuestros ojos. Su blanco refulge aún más en medio de los cascotes y de los corazones en sombra.

La imagen del Dr. Hussam Abu Safiya caminando entre escombros vestido con su bata blanca posee un poder y una fuerza impresionantes. Sin duda, con el tiempo pasará a ser uno de los iconos del genocidio más documentado e impune de la historia. Ante ella nos abruman muchas preguntas, algunas profundamente desazonadoras. Se viene a la memoria la magistral “Dialéctica de la Ilustración” (de Adorno y Horkheimer), y el recuerdo de sus tesis hace que nos planteemos si el citado contraste entre la bata y los uniformes tiene de por sí un fundamento real, o si no es otra cosa que mero espejismo fruto de nuestro adoctrinamiento cultural. Si el holocausto judío no fue desatino ni desvarío alguno, sino la más abyecta consecuencia ideológica última de un cierto tipo de racionalidad surgida de la Ilustración misma, es decir, fruto de esa rutilante y autocomplaciente “razón” que funda nuestro modelo de “civilización” y que, por lo demás, se siente impelida desde su nacimiento a hacerse universal y totalitaria, entonces ¿por qué íbamos a oponer esta razón o esta civilización a “barbarie” ninguna si ya ella misma lo es “todo”?

Entonces, podemos plantearnos −y quizá concluir− que probablemente detrás de los cascotes, en el diseño de las bombas y en la fabricación de infanticidas uniformados, hayan trabajado unas cuantas batas blancas al servicio de la Ciencia y el Progreso de la humanidad. Y entonces el contraste deviene un mero espejismo, solo cierto y solo útil en la medida en que nos permite entender una ideología dominante.

Uno de los marcos interpretativos con los que la propaganda sionista pretende justificar el genocidio que está perpetrando ahora mismo (mientras desolado escribo estas líneas), así como los más infames abusos, torturas y crueldades a él aparejados, es que los colonizadores occidentales autoproclamados “pueblo elegido” se enfrentan a “bestias” inhumanas; que lo que está en juego en Gaza es la victoria de la civilización sobre la barbarie. Entonces, además del poema de Kavafis, uno recuerda también a Goya con su sueño de la razón y sus monstruos, nacidos no tanto porque la razón duerma, sino precisamente porque se cree despierta… Eterna y omnipotente, como el dios que elige a unos y masacra a otros.

A estas alturas, con todos estos genocidios a nuestras espaldas, con todos esos millones de caminantes vagando entre la colosal escombrera que llamamos historia, cuando nuestro vecino (o quizá tú) entiende y admite que la razón, llevada de la mano por Estado y Capital, pueda operar sin ningún tipo de conciencia de sí y de sus necesarios límites éticos, y que de la misma manera que tiene que haber médicos, debe haber obedientes y uniformados soldados, diligentes fabricantes y comerciantes de armas, algoritmos e inteligencia artificial seleccionando y decidiendo cuántos niños deben morir… Cuando uno, bien adoctrinado en la razón de Estado, llega a confundir cuidar de la vida con administrar la muerte; cuando ya no distingue entre estar delante o detrás de las rejas… Entonces la razón, esa “razón” −como bestia que es− ha despertado…

Monstruos, bestias, oscuras energías y voluntades, ignorancia blindada, escombros, una calle intransitable, muerte y destrucción… Un trapo blanco y un hombre que con él camina desbordante de dignidad, de una dignidad que conmueve y nos sitúa ante un abismo moral, que nos confronta con la barbarie de nuestra propia razón: he aquí nuestro horizonte ahora.

Un hombre camina entre los escombros… Entre los escombros del hombre.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.