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Una guerra sin fin

Fuentes: La Estrella Digital

La guerra universal contra el terror que desencadenó Bush tras los atentados de septiembre de 2001, y que él se empeña en mantener activa como elemento esencial de su política doméstica e internacional, posee una peculiaridad que la hace realmente perversa: carece de un fin racional fácilmente perceptible. No tiene objetivo definido, salvo el enunciado, […]

La guerra universal contra el terror que desencadenó Bush tras los atentados de septiembre de 2001, y que él se empeña en mantener activa como elemento esencial de su política doméstica e internacional, posee una peculiaridad que la hace realmente perversa: carece de un fin racional fácilmente perceptible. No tiene objetivo definido, salvo el enunciado, de por sí vago y vaporoso, de acabar con todo tipo de terrorismos sobre la faz de la Tierra.

Esto es así porque las guerras habituales suelen concluir con la rendición de uno de los bandos, con un armisticio, con la destrucción del enemigo y la ocupación de su territorio o, en fin, con algún otro acto, claro y evidente, que desactiva de raíz y para un largo plazo la capacidad agresiva del enemigo derrotado. Solo en esas circunstancias puede decirse que «la guerra ha terminado».

Incluso las luchas locales contra los terrorismos locales, sea en España, sea en Irlanda del Norte, pueden llegar a concluir con un acto en el que las organizaciones terroristas muestran fehacientemente el abandono definitivo de su política de lucha armada; proceden a entregar las armas o a destruirlas ante testigos acreditados; se disuelven, logran condiciones más favorables para sus activistas que se hallen cumpliendo condena y, en ciertos casos, reanudan la búsqueda de sus objetivos políticos a través de la acción habitual en el ámbito democrático, abandonando para siempre el recurso a la violencia.

El problema de la guerra universal de Bush contra el terror es que resulta difícil, si no imposible, imaginar una hipótesis del mismo orden que las anteriores, que significara, a los ojos de la opinión pública mundial, la conclusión definitiva de esa guerra. ¿Quién habría de rendirse? ¿Ante quién? ¿Qué organización u organizaciones habrían de entregar las armas y convertirse en partidos políticos ordinarios? ¿Dónde y cómo habrían de hacerlo? Es imposible responder hoy a ninguna de estas preguntas.

El terrorismo es, por su propia naturaleza, multiforme y perpetuo mientras existan las causas que lo alimentan: unos grupos sucederán a otros. Como se ha visto claramente en Oriente Próximo, ciertas decisiones políticas de Israel fueron haciendo nacer sucesivamente varias organizaciones orientadas hacia la acción terrorista, desde la antigua OLP a los nuevos Hamás o Hezbolá. Las operaciones antiterroristas simplemente represivas -de índole policial o militar- a la vez que pueden descabezar o aniquilar a los grupos terroristas hoy activos, suelen sembrar y abonar el terreno para que en él crezcan mañana los nuevos grupos que defenderán las mismas o parecidas causas, si éstas no son debidamente abordadas y discutidas para hallar el modo de desactivarlas a través de procesos -generalmente prolongados y difíciles- de diálogo y negociación.

Así pues, desde el punto de vista del presidente Bush, éste considera que EEUU está en estado de guerra desde septiembre de 2001, cuando el Congreso le autorizó el uso de la fuerza militar contra los responsables de los atentados en Washington y Nueva York. Sobre este hecho se ha ido desarrollando el proceso degradador de las libertades públicas estadounidenses. El presidente ha ido acumulando poder, argumentando que su condición de Comandante en Jefe de los ejércitos le autorizaba a hacerlo; prescindió de los Convenios de Ginebra cuando le pareció oportuno en atención a las necesidades bélicas (lo que produjo Guantánamo, Abú Ghraib, los vuelos de la CIA y el desprestigio moral de EEUU) y emprendió esta guerra sin fin que hoy está en pleno desarrollo.

Releer «1984» de George Orwell es en estos días una actividad a la vez excitante y peligrosa. Oceanía, el Estado del protagonista de la novela, está siempre en guerra. En lejanos frentes, contra enemigos imprecisos, aliada quizá con Asia Oriental en guerra contra Eurasia, o aliada con ésta contra Asia Oriental. Escribe Orwell: «Desde entonces, la guerra había sido continua, aunque hablando con exactitud no se trataba siempre de la misma guerra». Lo mismo que ahora: ¿es la misma guerra la que tiene lugar en Afganistán, en Irak o en Somalia? ¿Y la que sufrió Líbano en el verano de 2006? Tan difícil sería asegurarlo como negarlo. Solo se sabe que hay una guerra en marcha contra enemigos de muy difícil definición, pero a la que se recurre obsesivamente para justificar muchas decisiones políticas.

Escribe también Orwell: «El enemigo circunstancial representaba siempre el absoluto mal, y de ahí resultaba que era totalmente imposible cualquier acuerdo pasado o futuro con él». Exactamente igual que hoy. La guerra del bien contra el mal, llevada al terreno militar, no tiene fin, tal como la plantea Bush. Sin acuerdos de ningún tipo la paz es imposible. De este modo, el forcejeo bélico o prebélico se instaura como norma principal de las relaciones internacionales y el estado de guerra es el instrumento que permite controlar mejor a poblaciones artificialmente atemorizadas.

Mañana el peligro vendrá de Irán, o de Corea del Norte; más tarde, quizá de China. Parece como si se tratara de tener enemigos siempre a mano que permitan polarizar las mentes, ahogar todo espíritu crítico y sacrificar las libertades personales y los derechos humanos.


* General de Artillería en la Reserva