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En respuesta a Vicenç Navarro

Una nota sobre consistencias e ideologías

Fuentes: Rebelión

En «Franquismo o fascismo» -Público, 28 de mayo de 2009, http://www.rebelion.org/noticia.php?id=86126– Vicente Navarro señala algunas de las razones por las que debemos llamar fascismo a lo que usualmente suele llamarse franquismo o dictadura franquista. El régimen dictatorial español, señala con razones muy atendibles, fue mucho más que un régimen autoritario dirigido por un caudillo. Fue, […]

En «Franquismo o fascismo» -Público, 28 de mayo de 2009, http://www.rebelion.org/noticia.php?id=86126– Vicente Navarro señala algunas de las razones por las que debemos llamar fascismo a lo que usualmente suele llamarse franquismo o dictadura franquista. El régimen dictatorial español, señala con razones muy atendibles, fue mucho más que un régimen autoritario dirigido por un caudillo. Fue, efectivamente, «una dictadura de clase que intentó imponer a toda la sociedad una ideología totalizante, que conjugaba un nacionalismo españolista extremo (promovido por el Ejército golpista) y un catolicismo profundamente reaccionario (promovido por la jerarquía de la Iglesia católica), invadiendo todas las esferas del ser humano -desde la lengua hablada al sexo-, todas ellas normatizadas, cuya desviación era brutalmente reprimida». Ese nacionalismo esencialista y misticista tuvo también su componente racista, una arista que permitía el sometimiento de otras razas inferiores. Entre ellas, claro está, la raza inferior de los republicanos «rojos».

Negar que la ideología de aquel régimen fuera totalizante, presentándola como meramente autoritaria, no sólo es absurdo sino que jugó, y juega sin duda, un papel nada inocente en la lucha político-cultural. Vicenç Navarro remarca nuevamente que el «franquismo» fue una ideología -y mucho más desde luego- que cumplía todos los requisitos de la usual definición de fascismo: nacionalismo extremo, caudillismo, misticismo católico, control de todos los medios para promover su ideología, visión imperialista y racista que justificaba su dominio y represión en base a la purificación de la raza.

Que el régimen «evolucionara» y que, aún siendo fascista al principio, fuera cambiando y al final fuera «sólo una cáscara de lo que había sido, dirigida por gente oportunista carente de cualquier ideología», es una afirmación de la derecha cultural que blanquea nuevamente lo sucedido. Sin negar que ello fuera así, Navarro señala que «lo cierto es que tanto la narrativa como los símbolos fueron fascistas hasta el último día». Para redondear su argumentación, intentado disolver el punto de las descreencias e inconsistencias, Navarro añade: «El hecho de que los que dirigían aquel régimen no se creyeran la ideología oficial también ocurrió en las dictaduras comunistas, sin que por ello se les dejara de definir como comunistas. En realidad, había más diferencias entre un Gorbachov (en 1991) y un Stalin (en 1924) que entre un Franco del 1975 y un Franco del 1936. ¿Por qué se definió entonces al régimen de la Unión Soviética como comunista hasta el último día de su existencia y al régimen español no se le definió como totalitario y fascista?… «

Sorprende la comparación. No resulta tan obvia como parece. Tiene nuevamente razón Navarro cuando apunta que no es inocente que se siguiera usando el término «comunista» para designar a la Unión Soviética hasta el final de su existencia. No lo era y no lo sigue siendo. Tampoco lo es que se usaran términos como autoritarismo o régimen fuerte para hablar del franquismo-fascismo pero sorprende el ejemplo elegido para mostrar inconsistencias entre denominaciones y realidades sociales a lo largo del tiempo. Otras situaciones cercanas estarían al alcance del doctor Navarro. Dos ejemplos:

El perverso y nada inocente uso de términos como «democracia» o «demócratas» para hacer referencia a situaciones políticas y a organizaciones y líderes políticos que de ningún modo, en rigor o incluso con escaso rigor, y por demediado que sea nuestro concepto de democracia, pueden ser designados de ese modo. O, en segundo lugar, el perverso uso, tan frecuente como impropio, de términos como socialista, socialismo, laborismo o afines para hablar de organizaciones y aspiraciones políticas que no tienen nada que ver, más bien lo contrario, con las finalidades asociadas a esas tradiciones de emancipación y transformación social. ¿Hay alguna forma razonable, que no sea mera publicidad política interesada, de llamar «socialista» al comportamiento político de, pongamos por caso, el señor Anthony Blair? ¿A las políticas del vicepresidente económico de varios gobiernos del «socialista» Rodríguez Zapatero se las puede caracterizar de ese modo? ¿A las orientaciones de política educativa del conseller Maragall se las puede llamar socialistas? ¿Al mismo gobierno o partido del que forma parte? No parece, no es fácil ver una forma consistente de hacerlo.

No son esos los ejemplos citados por el doctor Navarro. Él habla de las «dictaduras comunistas» y del descreimiento ideológico-cultural de todos sus dirigentes. Paso por alto la extraña comparación entre el Gorbachov de 1991 y el Stalin de… 1924, sorprende que, sin aclaración alguna, Navarro afirme que a aquellas sociedades se les siguió llamando comunistas hasta el final (lo hizo así la publicidad tardocapitalista de la guerra fría pero, en el ámbito socialista-comunista, fueron legión las voces que se manifestaron contrarias a tal designación), pero, sea como fuere, no estoy seguro que ese descreimiento fuera así en todos los casos ni que se pueda aplicar, sin ningún matiz, el término «dictadura comunista» a todas las sociedades del Este de Europa de aquellos años a las que creo que apunta de forma global Vicenç Navarro.

Que numerosas personas -militantes o no en partidos que dirigían aquellas sociedades con mano de hierro y con serrín en el cerebro en ocasiones- creyeron hasta el final en valores y finalidades socialistas está fuera de toda duda. Los ejemplos se agolpan. Sostener que aquellas sociedades fueron algo más, mucho más, que «dictaduras comunistas» me parece de simple justicia histórica y conceptual. Que algunos dirigentes, sin poder precisar más, sin poder indicar porcentajes ni influencia real, creyeron hasta el final en que estaban embarcados en un combate contra el capitalismo y el imperialismo, no debería ofrecer un rechazo de entrada (hay indicios de ello) y sí, en cambio, programas de investigación que permitieran realizar balances históricos equilibrados de aquellas experiencias. No todos los gatos fueron grises, no todos quisieron cazar ratones ni conquistar privilegios fuera como fuese.

Es cierto que esa «coherencia» ideológica no siempre fue ni es admirable política ni éticamente. Sin atisbos de duda. Vasil Bilak, un dirigente checoslovaco beligerante con la primavera de Praga, falsario en más de una ocasión con Alexander Dubcek, probablemente creyó, y tal vez siga creyendo, que su posición política no sólo fue justa y necesaria para la salvación de su país sino que, además, representaba la auténtica tradición comunista. Probablemente fuera así, sin poder corroborarlo. Saramago ya lo advirtió: la ceguera ciega. Pero no todos los dirigentes comunistas estaban ciegos, no todos vivían cómodamente instalados en un hipócrita y falsario mar de inconsistencias, no todos fueron miembros de un conjunto aléfico de indocumentados irresponsables y no todos tuvieran el mismo comportamiento ruin en unas circunstancias donde los testaferros del Imperio tenía pintada en su frente, con letras negras y símbolos bélicos, la consigna que los enchufaba y movilizaba: «Hay que destruir cualquier vestigio que recuerde que los cielos pueden ser asaltados comunitariamente y en beneficio de eso que alegremente cantan y llaman la Internacional, el género humano».