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Verdades inconvenientes acerca del Sionismo ‘realmente existente’

Fuentes: Monthly Review/CEPRID

Las celebraciones con ocasión del sexagésimo aniversario de la fundación del estado de Israel trajeron sentimientos encontrados para aquellos de nosotros que sobrevivimos al Holocausto. La razón de esta ambivalencia es que, mientras los supervivientes del genocidio Nazi celebraban la creación de un estado judío en 1948, pocos a la vez se daban cuenta de […]

Las celebraciones con ocasión del sexagésimo aniversario de la fundación del estado de Israel trajeron sentimientos encontrados para aquellos de nosotros que sobrevivimos al Holocausto. La razón de esta ambivalencia es que, mientras los supervivientes del genocidio Nazi celebraban la creación de un estado judío en 1948, pocos a la vez se daban cuenta de los costes humanos y las injusticias que se cometieron, se estaban cometiendo y se seguirían perpetrando contra los árabes palestinos en nuestro nombre. El eslogan «Nunca Más» que era el pensamiento dominante en la psique judía en aquellos años se relacionaba principalmente con el destino de los judíos europeos. No obstante, algunos supervivientes encontraron difícil comprender por qué, tras la masacre científica e industrializada de millones de judíos, así como de otros grupos étnicos y nacionalidades, junto con el persistente antisemitismo tanto en la Europa de la posguerra como en América, las grandes potencias estuvieron entonces dispuestas a acceder al proyecto de una patria judía. ¿Era este cambio de corazón una mera reacción de culpabilidad por el trato dado a los judíos europeos o había algún «diseño inteligente» que implicaba el trazado de una futura arquitectura política internacional a cuyo advenimiento podía contribuir la formación del nuevo estado?

De hecho, con la creación de Israel parecía tener lugar un cambio en la cultura política de judíos, gentiles y árabes. En retrospectiva, esta transmutación demostraría ser de gran trascendencia en la forma del mundo por venir. El pleno alcance de este fenómeno histórico no se vio en aquel momento. No fue hasta el final de la Guerra Fría y la desaparición de la Unión Soviética cuando se pudo discernir el contorno del nuevo orden internacional. La verdad es que el mundo no había llegado a un punto final como sugería la tesis de Francis Fukuyama del «final de la historia». En su lugar se propuso una estructura nueva de enfrentamiento formulada por el experto británico sobre Israel y el Islam, Bernard Lewis, y propalada más tarde por el científico político estadounidense Samuel Huntington. Básicamente, la tesis del «Choque de Civilizaciones» implantó un nuevo paradigma en la agenda de la política internacional que fue rápidamente adoptado por los neoconservadores de Estados Unidos y el Partido Likud de Israel.

Teórica e ideológicamente la tesis dibujó una línea divisoria entre «Occidente y lo demás» En esta proyección, Occidente es considerado depositario de la civilización judeocristiana y eso incluye al estado judío. Durante la era de la Guerra Fría Israel se fue desplazando desde su posición inicial de neutralidad entre las dos superpotencias en la época de su establecimiento, para convertirse en un bastión occidental en Oriente Medio. En este contexto a menudo se olvida que la Unión Soviética expresó su reconocimiento diplomático del nuevo estado a los pocos minutos de su proclamación – sin apenas considerar las consecuencias para los partidos comunistas del mundo árabe. El apoyo de la Unión Soviética al estado emergente, en forma de asistencia militar a la lucha de liberación sionista, se basaba en la razón lógica de que esto debilitaría el imperialismo británico en la región. Esta suposición se mostró correcta, pero con mayor perspicacia podía haberse previsto que Estados Unidos reemplazaría a Gran Bretaña y se convertiría en el actor principal en la región así como el principal aliado de Israel.

Las relaciones entre EE.UU. e Israel se han vuelto tan estrechas desde los años 60 que los intelectuales estadounidenses están empezando a debatir si no será el lobby israelí de Washington quien determina la política estadounidense en Oriente Medio a expensas de los intereses nacionales de los EE.UU.1 Desde el 11-S, esta alianza se ha hecho aún más fuerte. La fidelidad al estado de Israel se ha convertido en un criterio de corrección política para los candidatos a la Casa Blanca que debaten qué será lo mejor para proteger los intereses israelíes. En su discurso conmemorativo del Knesset (Parlamento israelí) el 15 de mayo de 2008, el presidente Bush declaró que Estados Unidos estaba orgulloso de ser el «mejor y más íntimo amigo del mundo» de una nación que era «la patria del pueblo elegido» que «ha trabajado incansablemente por la paz y… luchado valientemente por la libertad».2 En lo que respecta a los palestinos, que conmemoraban la Nakba («la catástrofe») -cuando 700.000 de sus antepasados huyeron o fueron expulsados de sus casas por la violencia militar que acompañó a la declaración de independencia israelí-el presidente tuvo palabras «alentadoras». Cuando Israel celebrase su 120 aniversario, él tenía la visión de que los palestinos tendrán «la patria que tanto tiempo han soñado y merecido -un estado democrático gobernado por la ley». Para 2068, profetizaba el presidente, Oriente Próximo estará formado por «sociedades libres e independientes» y Hamás, Hizbulá y al-Qaeda habrían sido derrotadas. En otras palabras, serán necesarias seis décadas más antes de poder declarar la «misión cumplida» -la aceptación completa por parte del mundo musulmán-árabe de un orden regional impuesto por EE.UU e Israel. Incluso en comparación con los miembros de la administración Bush que creyeron que podrían crear su propia realidad, esta predicción parece ilusoria.

Aparte de las suposiciones futuristas respecto de la evolución de las políticas en Oriente Medio, este pronóstico se basa en el supuesto de que los países de la región aceptarán semejante régimen geopolítico y que los intereses políticos de EE.UU. e Israel permanecerán fijos en ese objetivo sin importar el coste que ello acarree. La crisis de hegemonía que actualmente sufre Estados Unidos no puede sino afectar a las posibilidades futuras de imponer una «Pax Americana» en el mundo. Ni siquiera hay alguna garantía de que las contradicciones de la sociedad israelí no influirán en las políticas del estado o de que la lealtad de la Diáspora judía con los objetivos a largo plazo del Sionismo vaya a seguir siendo viable. Después de todo, los primeros sesenta años de existencia de Israel no han logrado, incluso según las actuales propuestas del Sionismo, cumplir sus promesas de seguridad para los judíos en general. Esto a pesar del hecho de que el estado de Israel tiene un arsenal de doscientas bombas atómicas, una de las más fuertes y modernas maquinarias militares de Oriente Medio, una de las economías más desarrolladas del mundo, y por último pero no menos importante, una alianza con la primera superpotencia militar del mundo. A pesar del hecho de que la islamofobia ha reemplazado al virus de la judeofobia en occidente, los judíos de la Diáspora se sienten incómodos ante la perspectiva de identificarse con un estado que viola los derechos humanos de otro pueblo y que sirve a los intereses del imperialismo de EE.UU. en todo el mundo.

El propósito existencial de Israel ha sido cuestionado por muchos israelíes así como por una cantidad creciente de judíos de la Diáspora. El concepto de «patria nacional de los judíos» está perdiendo su atractivo. Según Tony Karon, «el hecho sencillo es que casi dos tercios de nosotros hemos elegido libremente vivir en otro lugar, y no tenemos intención de establecernos nunca en Israel». Es en cierto modo paradójico que 750.000 israelíes vivan en Estados Unidos o en otros países europeos y que la norma hoy día sea que los ciudadanos israelíes que pueden adquieran un pasaporte extranjero. Una de las conclusiones más relevantes de Karon para el análisis de la problemática de Oriente Medio y en contradicción abierta con los pronósticos de Bush, es que «Israel puede que sea un hecho histórico inextricable, pero la ideología Sionista que espoleó su creación y dio forma a su identidad y a su sentido de propósito nacional se ha colapsado -no bajo la presión exterior, sino pudriéndose desde dentro. Son los judíos, y no los yihadistas quienes han enviado el Sionismo a la papelera de la historia».3 ¿Se reafirmará la cuestión judía a si misma después del segundo fracaso de los tiempos modernos en hallar una «solución final»?

Un repaso a las raíces del sionismo

Para comprender lo que ha sucedido, puede ser útil volver a las raíces del Sionismo e incluir las fuerzas exteriores al movimiento que influyeron en la evolución de las políticas judías. Es importante tener en cuenta el pasado para analizar el presente así como los proyectos de futuro. La memoria colectiva judía está contaminada por el discurso sionista. A este respecto, tomar el Holocausto como punto de referencia de la rica experiencia del pueblo judío no es suficiente. De entrada debe quedar claro que el Sionismo es sólo un intento entre otros, en los tiempos modernos, de resolver la cuestión judía que causa su situación específica en el contexto europeo. El esfuerzo por unificar los diferentes elementos del judaísmo tras el proyecto sionista fue una apuesta hecha a finales del siglo diecinueve que nunca cristalizó hasta después del Holocausto. El nacionalismo secular entre las poblaciones judías de Europa apareció paralelamente al surgimiento de ideologías nacionalistas en el continente después de la década de 1840. Pero las ideas del movimiento empezaron a recibir el apoyo de una base judía sólo como resultado del surgimiento del antisemitismo después de 1881. Aunque la población judía pobre y discriminada de Europa del Este era la más receptiva al mensaje de una nueva vida en Palestina, la mayoría sin embargo, intentó emigrar a Europa occidental, las Américas y Australia.

La composición sociológica en la gestación del movimiento sionista se caracterizó por una gran variedad: judíos religiosos, judíos no religiosos identificados no obstante con la tradición judía, y hebreos sin interés en el judaísmo pero aun así considerados como judíos por los gentiles. El denominador común, además de su ascendencia, era la manera en que eran vistos por los otros: es decir, el antisemitismo. Los judíos europeos estaban dispersos y pertenecían (de modo desigual) a ciertas capas sociales en algunos lugares y a unas diferentes en otros. Algunos estaban más integrados mientras que otros no lo estaban tanto. Algunos compartían una particularidad cultural, por ejemplo, los hebreo-hablantes de Europa oriental, y de la misma manera, los judíos de Europa estaban divididos en muchas corrientes ideológicas.4 Los vínculos del pueblo llano judío estaban bastante limitados por su entorno inmediato y situación.

El nacionalismo reclutó sus tropas de apoyo entre los judíos pobres y perseguidos de Europa del Este. A este respecto es útil recordar que los judíos integrados en Europa occidental no eran demasiado entusiastas ante la idea de ver inmigrantes judíos de Europa del Este en sus países. Esto era debido al desdén que la burguesía judía occidental sentía por estos trabajadores pobremente cualificados así como a la aprensión porque semejante influjo pudiese reforzar el antisemitismo latente.5

Bajo estas condiciones, era casi natural que el liderazgo del movimiento sionista tendiese a ser de intelectuales de clase media de Europa central y occidental que buscaban el apoyo de la grande bourgeoisie judía de Occidente la cual, de acuerdo con Maxime Rodinson, era «simplemente demasiado feliz para desviarse de Europa Occidental y América; una oleada de inmigrantes de clase inferior con extrañas características étnicas y tendencias revolucionarias ponían en peligro sus propias posibilidades de integración».6

En los años de la formación del sionismo, la izquierda política judía estaba escindida entre partidarios y opositores del nacionalismo judío. Ambas tendencias reclamaban un marco de clase para dar legitimidad a sus posiciones.7 En el contexto de los debates, los sionistas de izquierdas pusieron el énfasis en la fuerza del elemento proletario judío y la ideología socialista del movimiento sionista, sugiriendo que bajo determinadas circunstancias la formación de su estado ideal podría contribuir a la lucha antiimperialista a escala mundial. En cuanto a la izquierda antisionista, enfatizaba (al igual que algunos oponentes de derechas al sionismo) el liderazgo burgués y capitalista del movimiento así como sus ataduras imperialistas.

Las diferentes corrientes que contribuyeron a la aparición del sionismo hacen difícil considerar el movimiento meramente como el producto de una clase específica de judíos. Su relación con el judaísmo es igual de complicada. El Sionismo trató de instrumentalizar la religión para servir a su interés político. Quiso mantener intacta la función social del judaísmo para unificar al pueblo judío, eliminando al mismo tiempo su contenido místico. Entre las corrientes seculares favorables a la reunificación de los judíos hubo proyectos de patrias en otros lugares distintos de Palestina. Theodor Herzl, autor de Der Judenstaat (El Estado de los judíos sería mejor traducción que El Estado judío) manifestó su interés personal acerca de una entidad judía en Argentina o en África. Los judíos religiosos ortodoxos estaban prevenidos contra las paradojas contenidas en el proyecto Sionista, el cual por una parte, abogaba por mantener la identidad religiosa, mientras por otra amenazaba su existencia sustituyendo la constante del mesianismo judío con la extraña doctrina del nacionalismo judío. Como formuló Yakov M. Rabkin, el dilema era que «mientras (el Sionismo) se autodefinía como una fuerza modernizadora contra el peso muerto de la tradición y la historia, idealizaba el pasado bíblico, manipulaba los símbolos originales de la religión y proponía convertir en realidad los sueños milenarios de los judíos. Pero sobre todo, el Sionismo propuso una nueva definición de lo que significa ser judío».8

Aunque el movimiento sionista acompasaba diversas tendencias políticas y sociales – desde las clases trabajadoras de Europa del Este y Rusia hasta la integrada clase media y los profesionales de los países occidentales- el proyecto no habría sido capaz de fundirse sin los esfuerzos de los elementos judíos integrados en Occidente que buscaron el apoyo de diversas potencias imperialistas europeas y americanas, a pesar del postulado del sionismo político en torno a la incompatibilidad entre los judíos, especialmente los de Europa del Este, y las poblaciones cristianas. Proyectó la emigración a un territorio extra-europeo para establecer una nación de corte occidental. Como hizo notar Nathan Weinstock: «Semejante ideología sólo podía aparecer durante la época del imperialismo y debe situarse en la continuación de la expansión colonial europea».9

Los líderes sionistas de aquellos días estaban muy atentos a que su movimiento no operase en un vacío geopolítico o en un ambiente cultural globalizado. Entre las divisiones que había dentro del movimiento, como entre secularismo y religión, o entre la ideología de la clase trabajadora y el liberalismo capitalista, es la disonancia entre las identidades occidental y oriental del pueblo judío la que persiste en la sociedad israelí moderna. Mientras que el sionista cultural, Martin Buber, consideraba a los judíos de Palestina como pertenecientes a la esfera de las culturas orientales y enfatizó los lazos históricos judíos con Oriente por tradiciones culturales y religiosas, Theodor Herzl, en contraste, se adhirió a una conceptualización eurocéntrica de la identidad del judaísmo. En esta perspectiva, ¡sólo importaban los judíos askenazíes! El punto crucial en la visión de Herzl de la condición judía en el contexto europeo y la visión mundial de una entidad judía en la era del imperialismo se basa en la suposición de que aunque el antisemitismo no podía ser derrotado en la sociedad cristiana, ¡el estado judío podía sin embargo convertirse en parte de la comunidad imperialista! Como un estratega realista, se dio cuenta de que era necesario considerar el interés de las grandes potencias en el proyecto de una entidad judía en Palestina. En su importante documento Der Judenstaat (1886), escrito antes de la caída del Imperio Otomano, Herzl afirma claramente cómo un estado judío estaría a favor de la gran potencia que promoviera la causa sionista: «Si Su Majestad el Sultán nos diera Palestina, tomaríamos la responsabilidad de poner completamente en orden las finanzas de Turquía. Para Europa podríamos representar parte de la barrera contra Asia; serviríamos como puesto de avanzada de la civilización contra la barbarie. Como estado neutral seguiríamos aliados con toda Europa, que a cambio tendría que garantizar nuestra existencia».10

La interesante paradoja de esta postura, que cobró preeminencia en la Organización Sionista Mundial (WZO), era que asumía que aunque la judeofobia no podía derrotarse en el mundo occidental, estas mismas potencias podían movilizarse para resolver su propio problema judío interno aceptando el establecimiento de una patria para los judíos. Como señalaba Lenni Brenner: «La acomodación al antisemitismo -y su utilización pragmática con el propósito de lograr un estado judío- se convirtió en la principal estratagema del movimiento, y permaneció fiel a su concepción primigenia antes de y durante el Holocausto».11 En consecuencia, mientras una corriente del Sionismo, representada por Martin Buber, esperaba que los judíos asimilasen sus raíces y se convirtieran en parte de Oriente Medio, la corriente principal del Sionismo, en contraste, adoptó una postura colonialista ante la población árabe de Palestina. En la visión mundial de Theodor Herzl, la solución a la cuestión judía en Europa solo podía comprenderse comprometiéndose con las potencias imperialistas y presentando el proyecto sionista como concordante con sus intereses. Con lo que más tarde se llamaría solidaridad con el tercer mundo, Buber se opuso al eurocentrismo de esta postura, y puede decirse que su comprensión de la problemática fue uno de los primeros ejemplos de políticas de identidad étnica.12

La aparición del nacionalismo judío estaba teniendo lugar durante un periodo dramático de la historia europea. E. J. Hobsbawm etiquetó la evolución del capitalismo durante el siglo diecinueve tanto de Era de la Revolución como de Era del Imperio. Es en este contexto de disrupción sociopolítica que acompañaba al proceso de modernidad, en el que las poblaciones judías se vieron inmersas en el torbellino de las políticas europeas. El antisemitismo era parte de la xenofobia general que se hizo patente en tiempos difíciles. En países como Francia y Alemania donde los judíos representaban una pequeña parte de la población, el antisemitismo se dirigió contra los banqueros, empresarios, y otros a quienes la gente sencilla identificaba con los estragos del capitalismo. Hobsbawm hace notar que el antagonismo contra los judíos adquirió una nueva dimensión con el aumento de la xenofobia en la ideología de la derecha nacionalista: «El antisemitismo, dijo entonces el líder socialista alemán Bebel, era ‘el socialismo de los idiotas’. Aun así lo que nos choca acerca del ascenso del antisemitismo político de finales de siglo no es tanto la ecuación ‘judío ≈ capitalista’, lo que no era inverosímil en gran parte de Europa oriental y central, sino su asociación con el nacionalismo del ala derecha».13

El siglo veinte abrió una ventana de oportunidad para el Sionismo, y el compromiso de la WZO con las grandes potencias le dio una influencia sustancial hacia el final de la inter-imperialista Primera Guerra Mundial. Aunque muchos sionistas habían sido pro-alemanes, la organización había hecho esfuerzos principalmente en Gran Bretaña. Aunque no directamente relacionado con estos esfuerzos, el curso de la Guerra y los acontecimientos en Rusia, con la caída del Zar, cambió las fortunas del proyecto sionista. Las fuerzas socialistas entre los judíos de las clases trabajadoras de Rusia y de otras naciones europeas inclinaban sus simpatías hacia la Revolución Soviética y una cantidad de judíos vinieron a jugar un papel influyente en el nuevo régimen. Visto desde Londres, la WZO apareció como una herramienta útil en su estrategia diplomática para debilitar el impacto de la Revolución Soviética así como, de acuerdo con Lenni Brenner, en influir para que los judíos de EE.UU presionasen a Washington para que tomara parte en la guerra de Europa.14

La relación de mutuo interés entre la WZO y el imperialismo británico dio como resultado la notoria Declaración Balfour. Esta fue una carta que el Secretario de Exterior Arthur James Balfour escribió a su amigo Lord Lionel Walter Rotschild. En ese documento Balfour prometía que el gobierno británico se esforzaría en facilitar la consecución de un «hogar nacional para el pueblo judío» con el complicado anexo de que «no se hará nada que pueda perjudicar los derechos civiles y religiosos de las comunidades no judías existentes en Palestina, o los derechos y el estatus político disfrutados por judíos en cualquier otro país».15 La ambivalencia del documento puede explicarse como el resultado de la insistencia del ministro judío, Edwin Montagu, quien acusó al gobierno de antisemitismo por convertir implícitamente a los judíos británicos en «extraños y ajenos». De hecho, la comunidad anglojudía se encontraba dividida en la época del proyecto sionista. Mientras los Samuel y los Rotschild estaban a favor del apoyo británico a la creación de una patria judía, las familias Cohen, Magnus, Montefiore y Montagu estaban en contra.

El argumento de los opositores integrados a la conceptualización sionista de la condición judía se basaba en la suposición de que la integración era posible y que los judíos debían esforzarse en lograrla. En mayo de 1917, un comité publicó una carta en el London Times, en nombre de las principales organizaciones anglojudías, diciendo explícitamente que los judíos emancipados no tenían otra aspiración nacional distinta que la de ser británicos. Además el comité consideraba que el establecimiento de una nación judía en Palestina basado en la presunción del desamparo judío «tendría el efecto de mostrar a los judíos como extraños en sus países de nacimiento».

Pero, la disputa sobre el caso no se quedó en un mero asunto entre las facciones sionista y no sionista dentro de la comunidad judía británica. De no haber participado otros actores hay pocas dudas acerca de que los judíos antisionistas hubieran podido ganar. Pero como afirmó Chaim Bermant «Había que tener en cuenta a los gentiles sionistas y ellos fueron los ganadores».16

Sin embargo aplacar las presiones sionistas no era el interés primario del imperialismo británico en aquel tiempo. La ocasión de la Declaración Balfour es interesante desde el momento en que tuvo lugar hacia el final de la Primera Guerra Mundial y la disolución del Imperio Otomano. En ese momento Inglaterra estaba en proceso de posicionarse y redefinir con Francia el mapa de Oriente Medio. Estas dos potencias acabaron definiendo las fronteras de Palestina. Sin embargo, la élite política británica tenía que conciliar su compromiso en el establecimiento de un estado judío con su conocimiento de los intereses del movimiento nacionalista árabe para no defraudar las expectativas árabes en cuanto a Palestina en la nueva geopolítica de la región.

La amenaza de la Revolución de Octubre

Pero había otro desafío importante enfrentándose al imperialismo británico que afectó a su estrategia hacia el Sionismo durante este periodo. En 1917 estaba teniendo lugar una importante transformación política en Rusia. La Revolución de Febrero terminó con la abdicación del Zar Nicolás II, el colapso de la Rusia Imperial, la exigencia popular de paz con Alemania, y el fin de la dinastía Romanov. El gobierno provisional de Alexander Kerensky era una alianza entre fuerzas liberales y socialistas que esperaba reformar el sistema. Su fracaso, que condujo a la Revolución de Octubre, significó un cambio en la estructura sociopolítica de Rusia y supuso una amenaza para el sistema capitalista mundial. Esta era al menos la percepción en los círculos políticos de Londres. La elite política británica se opuso a la intención de los bolcheviques de sacara a Rusia de la guerra, lo que podría haber reforzado a los alemanes en el frente occidental. Pero aún más importante era el temor de que triunfase una revolución socialista que se extendiera por Europa debido en parte a la impopularidad del baño de sangre interimperialista. De hecho, la Primera Guerra Mundial terminó en 1918 a la sombra de la Revolución Rusa. La paz sin embargo no impidió una intervención militar aliada en la subsiguiente guerra civil rusa del lado de los Blancos contra los Rojos. El coordinador de este esfuerzo fue el joven Winston S. Churchill, entonces ministro de defensa del gobierno británico.17

La carta Balfour debe ser vista en este contexto. La población judía de Europa estaba dividida entre diferentes clases y diferentes filiaciones ideológicas y aspiraciones. Pero el intento del Sionismo de imponer límites nacionalistas a la identidad judía no era fácilmente aceptado. El Yiddishe Arbeiter Bund, el partido socialista judío más popular, era militantemente antisionista.18 Generalmente, la clase trabajadora judía se sentía atraída por las ideas del socialismo y algunos judíos jugaron un papel influyente en la Revolución Bolchevique. Bajo estas condiciones, el apoyo británico al Sionismo en aquel tiempo podría ser interpretado como un intento de debilitar el experimento soviético desde el principio desligando a los judíos del socialismo universalista. La proyección de una «conspiración judeocomunista» se convirtió en el elemento justificativo tras la estrategia británica así como de la posterior visión Nazi del mundo. Ambas posturas estaban basadas en un antisemitismo político implícito ¡y paradójicamente no en oposición a los principios fundadores del Sionismo!

En un interesante artículo publicado en el Illustrated Sunday Herald en 1920, Winston Churchill aclaraba la estrategia británica de ayudar al Sionismo al tiempo que surgía el espectro de la judeofobia. Bajo el título «Sionismo versus Bolchevismo – La lucha por el espíritu del pueblo judío», el artículo distinguía entre «judíos buenos y malos». Los judíos buenos eran los «judíos nacionales» que estaban integrados en su país, practicantes de la fe judía, como era el caso en Inglaterra. Los judíos nacionales rusos que promovieron el desarrollo del capitalismo durante el régimen zarista también pertenecían a la categoría de «judíos buenos». Los malvados son los «judíos internacionales» que pertenecen a una siniestra confederación atea y «han abandonado la fe de sus antepasados, y apartado de su mente toda esperanza espiritual en el otro mundo». De acuerdo con Churchill, esta corriente incluía a Karl Marx, Leon Trotsky, Bela Kun, Rosa Luxemburgo, y Emma Goldman. Se decía que algunos de estos judíos internacionales malos habían jugado una parte importante en la creación del Bolchevismo y el advenimiento de la Revolución Rusa. En consecuencia, lo importante para el Sionismo era «promover y desarrollar cualquier movimiento marcadamente judío que conduzca directamente lejos de estas fatales asociaciones». De acuerdo con esta línea de pensamiento, el Sionismo ofrecía así una tercera concepción política de «la raza judía». En palabras de Churchill: «En claro contraste con el comunismo internacional, le muestra al judío una idea eminentemente de carácter nacional». Incluso aunque no pudiese dar cabida a toda la población judía, la creación de un estado judío bajo la protección de la corona británica sería un evento que podría ser beneficioso y estaría en armonía con «los intereses más genuinos del Imperio Británico».19

El anticomunismo de Churchill y la instrumentalización del Sionismo político para debilitar las aspiraciones socialistas de los judíos eran esfuerzos que no estaban libres de contradicciones. En la cuestión judía, el Bolchevismo de aquel tiempo se había opuesto al Sionismo en el frente ideológico y al antisemitismo a nivel político. En contraste, el imperialismo británico promovía el Sionismo en contra del Bolchevismo a la vez que apoyaba a los elementos de los Guardias Blancos en la guerra civil rusa, que tenían una larga tradición de antisemitismo y pogromes. Durante la guerra civil, las fuerzas antibolcheviques mataron a al menos 60.000 judíos.20 Otra dificultad para el imperialismo británico en Oriente Medio era que no podía actuar abiertamente en favor de la creación de un estado judío sin despertar la oposición árabe a los intereses del imperio.

Lo que logró este discurso prosionista fue sin embargo hacer ideológicamente aceptable el antisemitismo en términos sociales y políticos. Más sofisticado que los «Protocolos de los Mayores de Zion», cuya inspiración retrocedía a los tiempos de la Revolución Francesa a finales del siglo dieciocho cuando los círculos reaccionarios franceses denunciaron una mano judía en aquel suceso histórico, Churchill repetía no obstante el bulo de una conspiración judía internacional. Semejante mito había seguido vivo en la Europa del siglo diecinueve, en países como Alemania y Polonia. La sofisticación tras el enfoque de Churchill era que su antisemitismo se basaba en un análisis clasista de la cuestión judía, ¡como muestra la diferenciación entre los «judíos buenos» (capitalistas integrados y sionistas) y los «judíos malos» (socialistas)!

En consecuencia, lejos de devolver a su lámpara al genio del antisemitismo moderno, el fenómeno se movilizaba ahora en la cruzada contra el socialismo y a favor del sionismo político. En lo que concierne al antisemitismo de aquel tiempo, acabó basándose en la noción de que los judíos ¡habían inventado el socialismo y el Bolchevismo con la intención de asumir el poder sobre los desamparados goyim (gentiles)! En el caso del antisemitismo continental, el postulado de un conglomerado judeosocialista coexistía con la visión de que los banqueros judíos controlaban el mundo. Mientras la postura de Churchill sobre la cuestión judía estaba basada en el odio de clase hacia los judíos socialistas, el antisemitismo de Adolf Hitler era más patológico. Como dijo en una frase del Mein Kampf citada a menudo: «Si, con la ayuda de su credo marxista, los judíos triunfan sobre los pueblos del mundo, entonces su corona será la corona funeraria de la humanidad».

A pesar del antisemitismo primordial de Adolf Hitler y el proyecto de aniquilación de los judíos europeos, una faceta menos conocida del Holocausto es que había una implícita simpatía nazi por el proyecto sionista y paradójicamente un acuerdo con el axioma del sionismo en cuanto a la incompatibilidad de judaísmo y ciudadanía alemana. El eslogan «Juden raus!» y «¡Kikes a Palestina!» que estaban en boga en Europa en aquel tiempo reforzaban el mensaje sionista. Lenni Brenner en un capítulo de la relación nazismo-sionismo hace referencia a un dirigente político nazi de Bavaria que apostilló «que la mejor solución a la cuestión judía, para judíos y gentiles por igual, era la patria nacional palestina».21 El objetivo original del nazismo había sido hacer a Alemania «Judenfrei» lo que se extrapoló al resto de Europa. En principio ello no suponía el exterminio del pueblo judío. Los nazis habían planeado el proyecto de un «principado judío» en el centro de Polonia como una forma de reserva para los judíos alemanes. Tras la derrota de Francia, Adolf Eichmann trabajó un año entero en un proyecto para convertir la colonia francesa de Madagascar en un «principado judío» para los judíos europeos.22

En la recién nacida Unión Soviética-con la mayor concentración de judíos del mundo en aquel tiempo (cinco millones) -la cuestión judía requirió la atención inmediata del nuevo régimen por las condiciones específicas de los judíos en Rusia por una parte, y de otra por las presiones del Sionismo. En tiempos del Zarismo, la actividad económica tradicional de la mayoría de judíos se había concentrado en el comercio y la pequeña artesanía. Políticamente, y al contrario que otras minorías, los judíos no reclamaban una nacionalidad. Estaban dispersos entre las entidades nacionales y hablaban en yiddish. Como si se tratase de un principio de doctrina, el régimen soviético desde el principio combatió las manifestaciones de antisemitismo en una sociedad ya infectada por el virus, atrayendo así a los intelectuales judíos hacia el Partido Comunista. Mientras la Nueva Política Económica estuvo vigente, tras las penurias de las intervenciones extranjeras y la política económica del «comunismo de guerra», la pequeña burguesía política se aprovechó de la reaparición del sector privado y consolidó su posición económica.

No obstante, esto junto con el empleo de judíos en la administración, avivó el antisemitismo entre los rusos de todas las nacionalidades. El nuevo régimen se encontró a sí mismo rodeado por el antisemitismo residual, y a veces virulento, de la sociedad rusa, por la necesidad de encontrar una solución socioeconómica y política a la situación de los judíos, la necesidad de desarrollo de las regiones remotas y económicamente atrasadas, la presión del Sionismo, y por último y no menos importante por su propia comprensión teórica de la cuestión nacional. En El Marxismo y la Cuestión Nacional (1913), Stalin, que tras la revolución se había convertido en Comisario Popular de Asuntos Nacionales, formuló la idea de que para ser calificada de nación, una minoría nacional debía estar caracterizada por una cultura específica, un idioma, y un territorio común. Por supuesto la última característica no se correspondía con los judíos de Rusia ya que vivían dispersos a lo largo del territorio. No obstante, eran identificados como una nacionalidad. Para desarrollar las regiones del Lejano Oriente y para paliar la ofensiva del Sionismo político por una patria, se lanzó una alternativa soviética al proyecto sionista en 1928, cuando Birobidzhan fue apartado de la colonización judía. En 1934, la región autónoma era proclamada como patria judía con una floreciente cultura yiddish. Como dijo Nathan Weinstock, este sustituto de Palestina tenía probablemente la intención de apartar a los judíos soviéticos de Palestina y de su lealtad al Sionismo político. Pero de hecho elevar la identidad de los judíos al estatus de nacionalidad no podía sino ser beneficioso para la construcción ideológica y el proyecto político sionistas. Contrarestar el sueño de un «Eretz Israel» (Tierra de Israel) con un «Ersatz Israel» (Sustituto de Israel),23 aunque una solución defensiva y pragmática a la cuestión judía rusa, supuso en última instancia reforzar los fundamentos ideológicos del nacionalismo judío.

Mucho se ha escrito sobre la persistencia del antisemitismo en la sociedad soviética así como en las luchas políticas internas del Partido Comunista de la Unión Soviética, pero el judaísmo occidental no ha prestado atención al hecho de que en los años 1935-43, fue el «Imperio del Mal» quien vino a dar cobijo a la mayoría de los judíos europeos que huían del genocidio nazi. Mientras Estados Unidos e Inglaterra permitieron sólo el 6,6 por ciento y el 1,9 por ciento de inmigrantes judíos respectivamente, el 75,3 por ciento de los refugiados judíos de Europa, que se acercan a los dos millones, encontraron refugio en la Unión Soviética.24

La tarea del nacionalismo judío como una construcción ideológica y política del Sionismo implicaba la remodelación de la psique de los judíos europeos en una (¿falsa?) conciencia de singularidad. Para hacer esto, la diversidad de experiencias de los judíos en la Diáspora se consideró de menor importancia que la presunta permanencia de la judeofobia, la cual llegó a su culmen en Europa con el Holocausto. El Sionismo era por supuesto un proyecto de los judíos europeos que para legitimar su reconocimiento debía aplicarse a la situación de judíos con experiencias históricas diversas. Incluso en el estado sionista, la dominación Askenazí ha sido evidente desde el principio. Como afirmó Ella Shohat: «Dentro de Israel, y en el escenario de la opinión mundial, la voz hegemónica de Israel ha sido casi invariablemente la de los judíos europeos, los Askenazíes, mientras que la voz Sefardí/Mizrahí (judíos orientales/árabes) ha sido en gran medida velada o silenciada».25 Merece la pena señalar que aunque la situación de los judíos árabes no fuera idílica, los Sefardíes vivían, en términos generales, cómodamente dentro de la sociedad árabe-musulmana. Según Ella Shohat durante el año de la formación del Sionismo político, los judíos Sefardíes eran bastante indiferentes al respecto. En algunos casos, los líderes religiosos judeoárabes denunciaron el Sionismo protestando contra la Declaración Balfour. En su fase temprana, el movimiento árabe en Palestina y Siria distinguió cuidadosamente entre los inmigrantes sionistas y la población judía local (mayoritariamente Sefardí) que vivía pacíficamente con sus vecinos.26

En medio de la descolonización y del recrudecimiento de las luchas de liberación nacionales, la aparición en Oriente Medio de la nueva nación euro-israelí-cuya elite política se identificaba con Occidente-no podía dejar de influir en las políticas árabes. Las luchas antiimperialistas en estos países fueron desviadas en la dirección de hacer política en función de la relación o antagonismo hacia Israel. Como dijo Paul Sweezy tras la guerra de 1967 entre Israel y sus vecinos árabes: «El resultado de concentrar la lucha contra los actores locales en la alianza imperialista Israelí resulta ser lo contrario de lo que se pretendía: mantiene dividido al mundo árabe y lo debilita, a la vez que refuerza la garra del imperialismo».

Implícitamente venía a decir que era una trampa que los árabes debían evitar.27 Esta reflexión es interesante hasta el punto de que muestra la comprensión del conflicto árabe-israelí que existía entre las fuerzas progresistas de Occidente en aquel tiempo. El consejo de que los progresistas árabes deberían tratar de acentuar las divisiones en la sociedad israelí buscando campos comunes con elementos del proletariado israelí, que comprende a la mayoría de los judíos provenientes de Asia y África, asignaba la responsabilidad de la madurez política a la parte árabe. Los judíos socialistas en la Diáspora mantuvieron una unilateralidad aún más acentuada. Esto se ejemplifica en un segundo comentario editorial del mismo ejemplar de Monthly Review, cuando Leo Huberman fue un paso más allá al escribir que: «Los socialistas árabes deberían mirar a su objetivo real-si van a tomar parte en una ‘guerra santa’ deberían dirigir esa guerra contra el enemigo número uno que no es Israel sino el feudalismo y el imperialismo».28

El proto-fascismo de Israel

No fue hasta décadas después de la guerra preventiva del ejército israelí en 1967 que la Nakba («catástrofe») palestina recibió la atención o la simpatía del mundo occidental. Con la derrota de los ejércitos árabes y la conquista de Cisjordania y Gaza, la cultura política dominante de Israel tomó la forma de un proto-fascismo. Desconocida hasta el momento, una sensación de invencibilidad vino a permear los fundamentos ideológicos de la sociedad israelí y a hacer que la Diáspora prosionista pasara a considerar al Sionismo «real» como un derecho político. Como afirmaba un académico israelí: «Con la victoria aérea de 1967 y la ocupación de Cisjordania y Gaza, la expansión repentina de las fronteras de Israel dio lugar a una erosión más rápida de los valores socialistas y humanistas que fueron una vez el distintivo del Sionismo obrero». Con la euforia hubo poca resistencia a «el nuevo y dinámico movimiento de un Gran Israel, que buscó convertir la conquista más reciente de Israel en una parte integral del país».29 En este clima político la empatía con los palestinos entre los israelíes y los judíos de la Diáspora estaba a su nivel mínimo.

A pesar de lo cual, surgió una crítica radical desde el interior de la sociedad israelí. Un grupo de intelectuales y académicos empezó a reinterpretar el nacimiento de Israel reconociendo la limpieza étnica que acompañó a la imposición del estado judío sobre la población árabe-palestina. Esto sacó a la luz el aspecto más desagradable del Sionismo-el pecado original de Israel. Estos historiadores revisionistas y sociólogos críticos encapsulados bajo la denominación de «postsionistas» cuestionaron la narración oficial acerca de la formación del estado y desafiaron la comprensión aceptada de los orígenes del conflicto árabe-israelí. Al hacer esto se puso en tela de juicio el monopolio sionista sobre la historiografía y las suposiciones ideológicas.30 Rehabilitando a la identidad palestina como un pueblo y como víctimas históricas, el «postsionismo» hizo posible analizar la estrategia israelí en términos de un «politicidio» perpetrado sobre las poblaciones árabes con la intención de disolver al pueblo palestino como «entidad económica, social y política».31 El eslogan sionista de «una tierra sin pueblo para un pueblo sin tierra», que había reducido a los árabes palestinos a un estatus de no existencia, demostraba ahora haber sido un mito, haciendo visible la «miopía moral» del Sionismo.32

La Intifada en los territorios ocupados contra las fuerzas armadas israelíes hizo más concreta la presencia del pueblo palestino. En consonancia con la cuestión judía en general y con el conflicto palestino-israelí en particular ha habido y hay aún un dilema para la opinión progresista en Occidente. Al tiempo que se reconoce que las políticas árabes y su cultura política se vieron afectadas por la intrusión del estado judío en la región y su alianza con los Estados Unidos, no se dio la misma consideración a la transformación de la cultura política judía, tanto en Israel como en la Diáspora, como resultado de la creación del estado sionista y su relación de patrón-cliente con los Estados Unidos. Los judíos proisraelíes de todas las corrientes políticas han sido embaucados por el discurso ideológico del Sionismo, que ha saludado la existencia del estado judío como garante de la seguridad de los judíos en todo el mundo.

Habiendo capturado las «alturas superiores» de la moralidad usurpando el manto del victimismo del judaísmo europeo, el estado sionista, en un raro ejemplo de chutzpah («audacia» o también «insolencia») transformó la experiencia del Holocausto en capital político. En este contexto es interesante observar que el Holocausto no se convirtió en un punto universal de referencia hasta pasada la década de 1960. El motivo de la demora tiene que ver con la convergencia de corrientes estratégicas e ideológicas en el periodo de posguerra. Tras la derrota de la Alemania nazi, la coalición antifascista dio lugar a la Guerra Fría entre el Este y el Oeste. La cuestión alemana jugó un papel central en el establecimiento del sistema de alianzas occidentales bajo el liderazgo de los Estados Unidos. Bajo estas condiciones había poco interés por parte de la política exterior de EE.UU y del mismo gobierno de EE.UU de alejar a Alemania de la responsabilidad Nazi en el exterminio de los judíos europeos. Además, mirar de cerca el Holocausto nos revela el provecho de las industrias de EE.UU al armar la maquinaria de guerra de Hitler. En lo que concierne a la élite judía americana, dio su aquiescencia al silencio público sobre este crimen monstruoso y aceptó la política de EE.UU de rearmar a una Alemania apenas desnazificada. Motivado tal vez por el interés en no reactivar el antisemitismo americano poniendo en riesgo su mejorada situación, el judaísmo de EE.UU siguió una estrategia oportunista.33

En el caso de Israel, la cuestión del Shoah («el Holocausto») reflejó la compleja relación de la ideología sionista hacia los judíos no israelíes. El exterminio de los judíos europeos legitimó la causa del Sionismo, hasta el punto de que el Holocausto confirmó que los judíos no podían sobrevivir y prosperar en la Diáspora y que la integración y la asimilación en estas naciones era una ilusión. Al mismo tiempo, había un sentimiento ampliamente extendido entre los israelíes tras la Segunda Guerra Mundial de que los judíos europeos eran culpables de su destino, por no haber recurrido a la resistencia armada. En contraste, los israelíes se vieron a sí mismos rechazando el pasado y creando una nueva clase de judío, capaz de defender a su pueblo y al estado judío.34 A medida que evolucionó el enfoque sobre el Holocausto, se hizo visible la transformación de la lucha por un Israel seguro en una de expansión y de Estado conquistador. El paradigma del Shoah se hizo útil para recordar a la opinión pública lo justificable de la creación de un estado judío y para desviar las críticas hacia las políticas israelíes, especialmente en los territorios ocupados de Palestina.

El discurso del Holocausto, sin embargo, era más importante en la Diáspora que en el propio Israel e introdujo un elemento de confusión en las filas de los políticos progresistas. Los sesenta habían sido una década de activismo juvenil en Occidente que había incluido la dirección de algunos participantes judíos. Muchos activistas antiimperialistas judíos en la Diáspora se vieron desequilibrados por el descubrimiento de que Israel, como encarnación del victimismo del pueblo judío, podía ser capaz de victimizar a otro pueblo y de seguir una política exterior a favor del imperialismo de EE.UU. En los términos de Churchill, los «judíos malos» (internacionalistas y antiimperialistas) se acabaron convirtiendo en «judíos buenos» (prosionistas y bien establecidos en Occidente). ¡Algunos de ellos se convirtieron en figuras clave del neoconservadurismo!

La desesperación con la que el paradigma del Holocausto es proyectado por los dirigentes políticos del Sionismo moderno y de Occidente (en especial EE.UU) no es kosher. El intento de adelantarse a las críticas a la política y estrategia de Israel y EE.UU en Oriente Medio difícilmente será viable a largo plazo. Además de la disidencia hacia la ideología dominante en Israel, el éxito del Sionismo en establecer un estado capitalista judío moderno contiene la semilla de su propio «post-Sionismo» social. Desde una proyección inicial de social-nacionalismo pionero, en los últimos años la sociedad israelí parece estar afectada por una crisis de identidad y material acentuada por la implementación del neoliberalismo. De haber sido inicialmente una de las sociedades occidentales más igualitarias, la sociedad israelí se ha convertido desde los años 80 en una de las más desiguales. El índice de pobreza en Israel es uno de los más elevados de los países capitalistas avanzados con aproximadamente el 22 por ciento de la población viviendo por debajo del umbral de pobreza.35 Los pronósticos socioeconómicos son sombríos para un número considerable de israelíes y esta crisis que se filtra se traduce en una crisis de identidad para la generación nacida en Israel que no sintoniza con el judaísmo. «Es ideológicamente indiferente, secular, pequeñoburguesa en su estilo de vida y en su visión general, apática respecto del mundo judío, e interesada solamente en su autosatisfacción».36

El disidente político israelí Avraham Burg, antiguo portavoz del Knesset (Parlamento israelí), teme que el experimento sionista lleve al estado judío a la tragedia. Sin haberse convertido en antisionista, siente sin embargo que los principios originales del Sionismo y los valores de la declaración de independencia han sido traicionados y que Israel se ha transformado en un estado colonialista liderado por una camarilla corrupta de forajidos. En una entrevista en el periódico israelí Yediot Aharonot en 2003, prevé un futuro sombrío para el proyecto sionista: «El fin del Sionismo está a las puertas… es posible que sobreviva el estado judío, pero será otra clase de estado, alarmante por ser ajeno a nuestros valores».37

Notas

1. John J. Mearsheimer y Stephen M. Walt, El loby israelí y la política exterior de EE.UU- (New York: Farrar, Strauss and Giroux, 2007). Los autores del artículo escribieron un artículo sobre el mismo asunto que no pudo encontrar una editorial en EE.UU que lo quisiera publicar. Fue publicado en el London Review of Books 28, no. 26 (26 de marzo de 2003) con el título «The Israel Lobby.»

2. Donald Macintyre, «Bush aclama a Israel como ‘el pueblo elegido’ pero ignora a los palestinos en el día de ‘la catástrofe'» – The Independent, 16 de mayo de 2008.

3. Tony Karon, «Israel tiene 60 [años], el Sionismo ha muerto, ¿ahora qué?»

4. Ver Maxime Rodinson, Culto, gueto y estado- (London: Al Saqi Books, 1983), 144.

5. Ver Nathan Weinstock, Le pain de misère-Histoire du mouvement ouvrier juif en Europe, Volume II L’Europe centrale et occidentale jusqu’en 1914 (Paris: Editions La Découverte, 1984). V

6. Rodinson, Cult, Ghetto and State, 145.

7. Rodinson ironiza acerca de este tipo de análisis escribiendo que era «de acuerdo con el dogmatismo marxista» 144.

8. Yakov M. Rabkin, Una amenaza desde el interior- (London: Zed Books, 2006), 22.

9. Nathan Weinstock, Le zionisme contre Israel (Paris: Francois Maspéro, 1969), 44.

10. Theodor Herzl, El estado judío- (Northvale, NJ: Jason Aronson, 1997), 148-49.

11. Lenni Brenner, El Sionismo en la era de los dictadores- (Westport, CT: Lawrence Hill, 1983), 1.

12. Para una discusión sobre los dos enfoques ver: Nina Berman, «Pensamientos sobre el Sionismo en el contexto de las relaciones Alemania-Oriente Medio» – Comparative Studies of South Asia, Africa and the Middle East 24 (2004): 133-44.

13. E. J. Hobsbawm, La era del Imperio- 1875-1914 (London: Abacus, 1995), 158-59.

14. Brenner, Zionism, 10. Esta opinión es interesante en el contexto de la presente discusión acerca del poder del loby israelí en Washington, que es quien supuestamente determina la política de EE.UU en Oriente Medio (ver pie de página 1). No tengo pruebas que mostrar en contra, pero dudo mucho que Washington haya seguido el consejo de una organización judía para determinar su política y estrategia. Los intereses nacionales de EE.UU son en mi opinión el elemento determinante tras la decisión de entrar en la Segunda Guerra Mundial.

15. Walter Laqueur, El lector israeloárabe- (Middlesex, England: Penguin Books, 1970), 36.

16. Chaim Bermant, Los primos- (London: Macmillan, 1971), 260.

17. El inicio de la Guerra Fría puede datarse a partir de los sucesos que tuvieron lugar en aquel momento. Ver D. F. Fleming, La Guerra Fría y sus orígenes-, 1917-1950, vol. I (Garden City, NY: Double Day & Company, 1961).

18. Tony Karon, «Hay una Glasnost judía llegando a América?» September 14, 2007.

19. Winston S. Churchill, Zionism versus Bolshevism.

20. Brenner, Zionism, 10.

21. Brenner, Zionism, capítulo 7, p. 83.

22. Zygmunt Bauman, La modernidad y el Holocausto-, (Cambridge, UK: Polity Press, 1989), 15-16.

23. Weinstock, Le zionisme contre Israel, 31.

24. Weinstock, Le zionisme contre Israel, 146

25. Ella Shohat, «Sephardim in Israel,» de Adam Shatz, ed., El paria de los profetas– (New York: Nation Books, 2004), 278.

26. Shohat, «El sefardismo en Israel- 290.

27. Paul M. Sweezy, «Israel e imperialismo- Monthly Review (octubre 1967): 5.

28. Leo Huberman, «Israel no es el enemigo principal- Monthly Review (October 1967): 9.

29. Simha Flapan, «El nacimiento de Israel y la destrucción de Palestina- de Shatz, ed., Prophets Outcast, 138.

30. Herbert C. Kelman, «Israel en la transición del Sionismo al postsionismo- The Annals of the American Academy (January 1998): 47.

31. Baruch Kimmerling, «Politicidio- Manière de voir, no. 98 (April-Mai 2008): 57-58.

32. I. F. Stone, «Guerra Santa- de Schatz, ed., Prophets Outcast, ver pie de página 24.

33. Norman G. Finkelstein, La industria del Holocausto- (London: Verso, 2000), 11-16.

34. Tony Judt, «Trop de Shoa, tue la Shoa,» Le Monde diplomatique, June 2008.

35. «Hunger in Israel».

36. Sammy Smooha, «Implicaciones de la transición a la paz para la sociedad israelí- The Annals (January 1998): 33.

37. Quoted by Eric Rouleau, «L’autre judaisme d’Avraham Burg,» Le Monde diplomatique, May 2008, 27.

Jacques Hersh es profesor emérito de la Universidad de Aalborg, Dinamarca y ex director del Centro de Investigación sobre Desarrollo y Relaciones Internacionales. Este artículo fue publicado inicialmente en Monthly Review en el mes de junio y enviado corregido para el CEPRID.

Traducción para el CEPRID de Manuel Gancedo Florín

http://www.nodo50.org/ceprid/spip.php?article611