Traducido por Carlos Sanchis y revisado por Caty R.
El 25 de mayo de 1967, doce días antes de la Guerra de los Seis Días, publiqué en Haolam Hazeh, la revista de la que era editor, un artículo titulado «Nasser ha caído en una trampa». Esto parecía una locura porque, por aquel entonces, todo Israel estaba atenazado por un miedo mortal.
Pocos meses antes me invitaron a dar una conferencia en un kibbutz del norte. Tras la conferencia me convidaron a tomar café con unos pocos integrantes del mismo. Allí mi anfitrión me dijo en confianza que el jefe del Comando Norte, el general David («Dado») Elazar, había estado allí solamente una semana antes. En la misma estancia, Dado había contado confidencialmente al mismo pequeño grupo: «Cada noche, antes de irme a dormir, rezo para que Nasser concentre sus tropas en el desierto del Sinaí. Allí los aniquilaremos».
Cuando Nasser concentró sus tropas en el Sinaí a mediados de mayo de 1967, pareció como una respuesta a esta plegaria. Así, mientras todo el mundo a mí alrededor estaba paralizado por el miedo yo no me alarmé.
El miedo era auténtico. Se hablaba mucho sobre un inminente Segundo Holocausto. Desde el principio de la crisis hasta el comienzo de la guerra, durante tres semanas enteras, el miedo que había atenazado a Israel se intensificaba de día en día. La «Voz del Trueno», la emisora de radio de El Cairo, que emitía en un hebreo desbaratado -hasta entonces considerado más bien ridículo- fue emitiendo amenazas cuajadas de sangre. El propio Gamal Abd-al-Nasser -que en realidad estaba muerto de miedo por la posibilidad de un ataque israelí y ni soñaba con atacar- pensó que amenazando con arrojar a Israel al mar nos amedrentaría y abandonaríamos cualquier idea de guerra. Naturalmente ocurrió el efecto contrario.
La cadena de hechos que hicieron inevitable la guerra se parecía en algunos aspectos a la que condujo a la Primera Guerra Mundial,» la guerra que nadie quiso».
Siria apoyaba la guerra de guerrillas iniciada por Yasser Arafat en su frontera. Israel respondió con terribles amenazas. El jefe del Estado Mayor, Isaac Rabin, amenazó públicamente con ocupar Damasco y derribar el régimen. Los sirios se asustaron y pidieron ayuda a Egipto.
Justo antes del comienzo de la crisis, el embajador soviético, Chubakhin, me pidió que fuera a visitarlo a su embajada de Ramat Gan. Me dijo que Israel estaba planeando atacar a Siria y que ya estaba concentrando tropas en la frontera. Veía esto como parte de un plan de Estados Unidos para poner regímenes pro estadounidenses por toda el área, empezando por el reciente golpe de Estado de los coroneles en Grecia (Abril de 1967) y las maquinaciones en Irán. El embajador quería que yo utilizara mi posición como miembro de la Knesset y redactor jefe de una popular revista para alertar a la opinión pública.
Me temo que mi respuesta fue más bien cínica: «Si teme esto, ¿por qué no instruye a su embajador en Damasco para que pida a sus amigos sirios que detengan los ataques de la guerrilla a Israel, al menos durante algún tiempo? ¿Por qué dar a nuestro gobierno un pretexto para la guerra?»
Chubakhin me respondió asombrado. «¿Cree que alguien en Damasco escucha a nuestro embajador?»
El relato sobre Israel «concentrando tropas en la frontera» era, por supuesto, ridículo. Un general soviético podría creer que antes de empezar una ofensiva, las tropas debían concentrarse en la frontera. Pero en el diminuto territorio de Israel, «concentrar» tropas era tan imposible como superfluo.
De todas maneras, enfrentado con el requerimiento de ayuda de Siria y con el relato soviético sobre la concentración de tropas israelíes, Nasser vio una oportunidad de afirmar su liderazgo en el mundo árabe. Mandó sus tropas al Sinaí. Si realmente hubiera tenido la intención de empezar la guerra, hubiera hecho esto tan secretamente como le hubiera sido posible. Pero sus tropas cruzaron El Cairo a plena luz del día, prueba de que lo que quería era mostrarlas.
Entretanto, en una fiesta, me encontré con Ezer Weitzman, que hasta hacía poco había sido comandante del ejército del aire israelí. Me dijo que estaba atónito. El servicio de inteligencia militar israelí había sido tomado por sorpresa por la aparición de las tropas egipcias en el Sinaí. Habían estado convencidos de que todo el ejército egipcio estaba concentrado en el lejano Yemen donde Nasser estaba interviniendo en una guerra civil. Verdaderamente, la capacidad de la fuerza aérea egipcia para abastecer a sus tropas allí produjo, a regañadientes, la admiración de Weitzman.
El 23 de mayo Nasser anunció (mintiendo) que había minado el mar en las proximidades de Eilat. Esto era para Israel un casus belli (motivo de guerra, N. de T.). Eilat era la puerta de entrada de Israel al mundo oriental, un paso franco que tenía una importancia emocional mucho más allá de su valor real. Recuerdo que al regresar de la Kensset aquel día les dije a mis colegas del comité ejecutivo del partido Nueva Fuerza: «La guerra ahora es inevitable», y añadí: «Esta guerra lo va a cambiar todo».
Para exagerar sus actuaciones Nasser pidió al secretario general de la ONU, U Thant, que retirase las fuerzas de las Naciones Unidas, pero solamente de cierto sector (estas fuerzas estaban apostadas en la frontera desde la guerra del Sinaí en 1956).
U Thant, que malinterpretó por completo la situación, retiró todas sus tropas quedando así enfrentado a la posibilidad de un ataque preventivo israelí y creyendo su propia propaganda de que Israel no era sino una marioneta estadounidense, Nasser envió a su vicepresidente a EEUU para intentar que los estadounidenses detuviesen a Israel. Entretanto los israelíes vieron solamente la amenaza concurrente y creyeron que podrían ser atacados en cualquier momento.
Puedo atestiguar cuál era el estado de ánimo en las altas esferas. Unos días antes de la guerra, Menajem Begin me apartó a un lado en la Knesset y con una gran agitación me dijo: «Uri, tenemos diferentes opiniones, pero en esta crisis existencial todos tenemos la misma meta: salvar a Israel. Tú y tu revista tenéis una gran influencia en la gente joven. ¡Por favor úsala para endurecer su moral!»
En mi última intervención en la Knesset antes de la guerra, dije: «En este momento de duda, justo al borde de la guerra, un gran estadista israelí tomaría una iniciativa revolucionaria para empezar un diálogo directo, quizás secreto, quizás público e impresionante, que podría conducir a un cambio fundamental de nuestra posición en el área».
La demostración del apego a la desesperación general fue la personalidad de Levy Eshkol, el sucesor de David Ben-Gurion como Primer Ministro y ministro de Defensa, a quien se veía, de forma totalmente equivocada, como un arrogante, indeciso e incompetente líder. En un discurso crucial emitido por radio tropezó con una palabra que había sido colocada en el último minuto por uno de sus consejeros y parecía que tartamudeaba.
En el transcurso de aquellos «días de ansiedad», como se conocen desde entonces, Eshkol estuvo bajo una intensa presión. Destacados generales (entere ellos Matti Peled, que después se convertiría en mi amigo y un activista por la paz) acudieron a Eshkol y le plantearon lo que equivalía a un ultimátum, exigiendo un ataque inmediato. Con casi la totalidad de la población masculina movilizada y esperando en las fronteras, la vida normal llegó a una virtual congelación. Todo el país contenía el aliento.
Yo recibía casi diariamente informes sobre lo que hacía el gabinete. Mi fuente era Yigal Allon, antiguo comandante del Palmach (las fuerzas de choque del Haganah) y comandante del frente sur en 1948, que ahora era ministro de Trabajo. Nos hicimos amigos tras la guerra de 1948. Cuando empezó la crisis de 1967, decidí publicar temporalmente un diario llamado Daf («página»). Sin embargo, no había imprenta preparada y capaz de imprimirlo excepto la del movimiento kibutzí de Allon.
Durante la crisis me reunía con Allon casi diariamente para tratar el asunto y en una de esas ocasiones se sinceró. Su empleo de subordinado en el gobierno era frustrante para el héroe militar de 1948. Pretendía dirigir el ministerio de Defensa y la profundización de la crisis le ofrecía la oportunidad.
Todos los días, casi perceptiblemente, crecía la exigencia de que Eshkol dejara su cargo de Primer Ministro o al menos que renunciara a la cartera de Defensa. Al principio se pusieron en circulación los nombres de varios candidatos para dicho ministerio de Defensa. Allon estaba en lo más alto de la lista. Otros candidatos creíbles eran el «viejo» David Ben-Gurion -jefe provisional del Estado Mayor en 1948-, el general Yigael Yadin, antiguo viceministro de Defensa, Simón Peres, y el ex jefe del Estado Mayor Moshé Dayán.
Allon confiaba en obtener el cargo, puesto que ya era miembro del gobierno y había sido un general muy exitoso en la guerra. De día en día se volvió más radiante. En la calle la lista se volvía cada vez más corta hasta que al final la exigencia del público se centró en Dayán. Un grupo de mujeres (inmediatamente apodadas «las alegres comadres de Windsor») se manifestó por su patrocinio frente a la sede del Partido Laborista.
A finales de Mayo, cuando volví a ver a Allon, estaba destrozado. Acababa de oír que Eshkol había nombrado a Dayán. Allon despreciaba al famoso general. Como la mayoría de los comandantes de 1948, consideraba a Dayán como un mal soldado, incapaz de organizar el trabajo en la Plana Mayor y completamente irresponsable. (Ciertamente, escuche una vez a Dayan jactándose de su «irresponsabilidad»).
Dayán tuvo poca influencia en la planificación de la guerra, pero tuvo un impacto inmenso en la moral de las tropas; carismático, glamouroso y con una reputación de comandante atrevido y agresivo.
Los reservistas que habían sido movilizados sólo para esperar, esperar y seguir esperando, saludaron su nombramiento con entusiasmo. Entendieron que la larga espera casi había acabado.
Cuando nuestro ejército atacó, fue como la liberación de un potente muelle.
El primer día de la guerra, tras una sesión parlamentaria de emergencia, yo estaba sentado en el refugio antiaéreo de la Knesset al resguardado del bombardeo de la artillería jordana en Jerusalén Este, cuando un amigo me susurró al oído: «Ya hemos ganado la guerra. La aviación ha destruido los aviones egipcios en tierra».
Esta información se escondió al público. Todas las informaciones de las increíbles victorias de nuestro ejército fueron suprimidas por la censura. La ONU quería imponer un alto el fuego -que en ese momento parecía obstructivo-. Así el público estaba expuesto a las absurdas hipérboles de la Voz del Trueno, según la cual Tel Aviv estaba ardiendo.
Muchos de los territorios fueron conquistados casi por accidente. Había un plan para la destrucción de las fuerzas egipcias en el sur, pero no había planes para una guerra de gran amplitud. Dayán no sólo estaba en contra de la ocupación de la Franja de Gaza, sino incluso contra la ocupación de Jerusalén Este. Cisjordania fue ocupada en una operación improvisada después que el rey Hussein, inesperadamente, abrió fuego para demostrar su solidaridad con Egipto. Al principio Dayán también objetó la operación contra Siria, por miedo a una intervención soviética. Por todo ello, no hubo planes de futuro para la numerosa población de los territorios ocupados.
El quinto día de guerra, justo después de que nuestro ejército hubiera conquistado Cisjordania y la Franja de Gaza, escribí una carta abierta a Levy Eshkol proponiéndole que aprovechase la oportunidad histórica y ofreciera al pueblo palestino la posibilidad de establecer un estado propio. Yo había estado abogando por esta idea desde 1949, pero estaba convencido de que este momento, con toda la región en un estado de conmoción, era el tiempo apropiado de hacer la paz con los palestinos haciéndoles una oferta histórica.
Justo después de la guerra, Eshkol me invitó a una conversación privada. Me escuchó pacientemente mientras yo exponía esta idea. «Uri, ¿qué clase de negociador eres tú?, dijo con una sonrisa condescendiente. «En las negociaciones uno empieza ofreciendo lo mínimo y exigiendo lo máximo. Entonces, gradualmente, eleva la oferta hasta alcanzar un compromiso en algún punto medio. Lo que tú propones es ofrecerlo todo incluso antes de que las negociaciones hayan empezado».
«Eso es cierto cuando uno vende un caballo», le contesté, «no cuando uno quiere alcanzar una paz histórica.»
En oposición a su imagen, Eshkol era en realidad un tipo duro. Estaba disfrazado por una amigable disposición, un sentido del humor yiddish y una sintaxis que hacia subirse a los taquígrafos de la Knesset por las paredes. Toda su vida había sido partidario de levantar las colonias judías y ahora todo lo que podía ver era un vasto espacio que podía ser usado para nuevos asentamientos.
En los siguientes meses y años hice docenas de intervenciones en la Knesset (además de mis artículos en Haolam Hazeh) abogando por la idea de un estado palestino en los territorios recién ocupados. En uno de mis discursos informé de que había estado con todos los destacados líderes de Cisjordania y la Franja de Gaza, incluyendo a aquellos que eran conocidos como los «partidarios de Jordania», y que todos ellos me habían dicho que preferían un estado palestino que la restauración de la gobernación jordana. Tanto Dayán como Eshkol lo negaban, pero Eshkol envió a su consejero para los territorios ocupados, Moshé Sassoon, a preguntarme sobre mi información en una conversación privada. El 13 de Agosto de 1969, Sassoon escribió un informe al Primer Ministro (con una copia para mí) en el que confirmaba que su propia información era idéntica a la mía.
Para mi sorpresa placentera, encontré que tenía un buen número de partidarios en el alto mando del ejército.
Los generales, se ha dicho, siempre luchan la última guerra. También tienen en su mente la última paz. En 1956 el presidente Eisenhower y los líderes de la Unión Soviética habían obligado a Ben-Gurion a devolverle a Egipto todos los territorios ocupados durante la guerra del Sinaí. Ahora todo el mundo esperaba que pasara lo mismo. Enfrentados a esta posibilidad, muchos generales preferían la idea de un estado palestino desmilitarizado junto a Israel que la perspectiva de devolver los territorios a Jordania, un estado mucho mayor que podría servir de área de escenificación para los ejércitos de Jordania, Siria, Iraq y Arabia Saudí. En las encuestas de opinión pública, el apoyo a la idea de un estado palestino junto a Israel alcanzó un asombroso 37%.
Esta fase pasó rápidamente. EEUU, que en las vísperas de la guerra había informado secretamente a nuestro gobierno de que no habría objeción a un ataque israelí, ahora no hacían nada para obligar a Israel a retirarse. Gradualmente, el liderazgo israelí se dio cuenta de una total ausencia de presión internacional para devolver nada. Además los tres «NO» adoptados el 7 de septiembre por la cumbre de los humillados líderes árabes reunidos en Jartum (No paz, No reconocimiento, No negociaciones) jugaron a favor de los anexionistas israelíes.
Equipos de personas del movimiento kibutzí ya estaban hormigueando por Cisjordania buscando emplazamientos favorables. Los hallaron en el llano Valle del Jordán, adecuado para los tractores y regado por el río. Inmediatamente después de la guerra, grandes cantidades de refugiados de la guerra de 1948 fueron expulsados de los campos de refugiados de Jericó cercanos al río. El acicate colonizador, que cambiaría totalmente el mapa, estaba en marcha.
Casi automáticamente se llevaron a cabo acciones de limpieza étnica. Nunca se averiguó quién dio las órdenes que claramente se transmitieron verbalmente. Sobre ellas sobrevolaba el espíritu de Moshé Dayán.
Inmediatamente después de la lucha, el escritor Amos Kenan vino a verme. Estaba en un estado de conmoción y me dijo que acababa de ser testigo de la expulsión de miles de habitantes de tres poblaciones del área de Latrun. Le pedí que se sentara y que escribiera un informe de lo que había visto. Era un documento nauseabundo. Me dirigí inmediatamente a la aldea de Imwass (quizás la Bíblica Emaús) y vi las excavadoras arrasando casa tras casa. Cuando traté de tomar fotografías los soldados me llevaron lejos.
De allí me fui rápidamente a la Knesset y repartí copias del informe a varios ministros, incluyendo a Begin y Mapam, así como a los asistentes del Primer Ministro. No sirvió para nada. El trabajo fue acabado antes de que nadie pudiera intervenir. Hoy el «Parque Canadá» cubre el lugar.
Por aquel entonces todavía todo el mundo creía que Israel sería presionado para devolver los territorios que había conquistado. Las aldeas de Latrun eran una especie de abombamiento en la Línea Verde que dominaba la carretera principal entre Tel Aviv y Jerusalén. Por esta razón, alguien decidió crear un fait accompli (hecho consumado) que eliminaría la presión para devolver esta área.
Casi al mismo tiempo me informaron de que el ejército había comenzado a destruir la ciudad de Qalquilya. Desde los aledaños de esta ciudad la artillería jordana había tratado de bombardear Tel Aviv desde unos 25 Km. de distancia. Me apresuré hacia allí y vi que un barrio estaba ya casi completamente demolido. De nuevo fui a la Knesset para inducir al Primer Ministro y a los otros ministros a que intervinieran. Y efectivamente se detuvo la demolición y las casas arrasadas se reconstruyeron. No sé exactamente qué papel jugó mi intervención en esto pero desde entonces, cada vez que paso por el lugar, tengo un sentimiento de satisfacción. (Aunque Qalquilya está ahora cortada por el muro monstruoso)
Poco después un soldado vino a mi oficina en un evidente estado de depresión nerviosa. Me dijo que cada noche los refugiados trataban de cruzar el río Jordán para volver a sus hogares y que las órdenes eran matarlos en el sitio, mujeres y niños incluidos. Le escribí una larga carta al jefe del Estado Mayor, Isaac Rabin y recibí una respuesta de su jefe de oficiales, Samuel Gat, fechada el 29 de octubre de 1967, diciendo que el ejército había investigado el asunto «sacando la conclusión que podía sacar». Hasta donde sé, las matanzas sistemáticas se detuvieron.
(Hace unos días volví a encontrarme con ese soldado. Estaba tocando la flauta en la calle).
El primer día de combate fue una guerra defensiva. Dayán declaró que no teníamos intenciones de conquista y casi todos los israelíes también pensaban lo mismo. Un día después de que acabasen los combates, se había convertido en una guerra de expansión y anexión. Completamente intoxicada por paisajes bíblicos, el diluvio de «álbumes victoriosos», las nuevas canciones patrióticas y los lemas mesiánicos, el público se envalentonó. El gobierno de Eshkol, que primeramente había decidido oficialmente negociar la devolución de los territorios, se olvidó del asunto cuando se dio cuenta de que no era necesario hacerlo.
Poco después escribí un relato sobre cómo capturar monos. Se fija una botella a la rama de un árbol con una fruta dentro. El mono pone la mano dentro de la botella, agarra la fruta con la mano y trata de sacarla, pero su puño agarrando la fruta es demasiado grande. Así se le captura. Puede, por supuesto, quedar libre en cualquier momento soltando la fruta, pero, muerto de ganas por la fruta, es incapaz de hacerlo. De la misma manera, aferrándonos a los territorios ocupados, hemos sido rehenes de nuestra propia avaricia.
Tras la guerra el profesor Yeshayahu (Isaias) Leibowitz, un judío ortodoxo, predijo que la ocupación nos corrompería y nos convertiría en un pueblo de «agentes del servicio secreto y encargados de mano de obra barata», le llamé el «profeta Isaías tercero», lo que le puso furioso. Dijo que un profeta se hace eco de la voz de Dios, mientras que él estaba hablando en el lenguaje de la lógica.
Retrospectivamente parece como si todo el escenario fuera el trabajo de un director de cine con talento; la ansiedad, el aumento del miedo, la milagrosa victoria. Esto ayuda a explicar lo que paso más tarde.
En la leyenda de Fausto, Mefistófeles paga por el alma del culto doctor con cada imaginable clase de placer. Algo así nos sucedió en junio de 1967. La cadena de hechos dirigidos por un ser superior, una tentación deliberadamente puesta frente a nosotros para probarnos. Lo que parecía un regalo de Dios era realmente una tentación de Satanás, un intento de comprar nuestra alma.
¿Sucedió eso? ¿Perdió Israel su alma?
Espero que no. Espero que la borrachera desaparezca ahora. Esta semana se han dicho y escrito muchas cosas que lo indican.
Cuarenta años después de los hechos la cuestión sigue abierta.
(Algunas partes de este artículo se han publicado en la revista judío-estadounidense Tikkun.)
Original en inglés: http://zope.gush-shalom.org/home/en/channels/archive/1182406019
Carlos Sanchis y Caty R. pertenecen a los colectivos de rebelión, Tlaxcala y Cubadebate. Esta traducción se puede reproducir libremente a condición de respetar su integridad y mencionar al autor, el traductor y la fuente.