Una de cada cuatro estudiantes sufre agresiones sexuales durante el grado. El mensaje que se trasmite desde las universidades es que violar a una persona es punible de la misma forma que lo es copiar en un examen.
Emma Sulkowicz, alumna de la Universidad de Columbia, protagonizó una de las performances más mediáticas para denunciar su presunta violación llevando a todas partes el colchón donde en teoría se produjo el acto.
Las fraternidades, los atletas y la cultura de la violación
No es extraño encontrarse en los medios estadounidenses con noticias que informan de violaciones ocurridas en terreno universitario. De hecho, la cultura de la violación está tan arraigada en la vida estudiantil del país americano que incluso las sobrecogedoras cifras que se manejan en cuanto a crímenes perpetrados representan una nimiedad si se comparan con el 80% de los casos de violencia sexual que no se reportan, según un estudio del Departamento de Justicia. Violar, que en el contexto educativo ha sido estudiado como un acto de socialización masculina y preparación para la vida adulta, conforma el sustrato de un entramado de poder en el que participan las masivas donaciones de antiguos alumnos, el prestigio que aportan a los centros las fraternidades y los diferentes deportes de élite, así como la legislación que obliga a las universidades a investigar estos hechos a cambio de recibir financiación pública. A la hora de analizar el fenómeno, no existe una sola respuesta sino, más bien, un conglomerado de factores que lo posibilitan y lo explican a medias. Lo que sí está claro es la magnitud del problema, como ya demostrara en su día la reconocida antropóloga Peggy Reeves Sanday en su libro Fraternity Gang Rape, en el que examina las violaciones grupales ocurridas en las fraternidades.
La obra de Sanday, que recoge investigaciones que indican cifras similares de agresiones sexuales a las de hoy desde los años setenta, enfatiza el privilegio de estos colectivos masculinos, los «frat boys», junto al que detentan los atletas, lo cual los vuelve más proclives a la violencia de género. Ambos grupos operan con relativa independencia dentro del conglomerado universitario gracias a la afiliación a sus respectivas organizaciones, cuya influencia y presupuestos abultados suelen actuar como barrera protectora. Sin embargo, como se ha podido comprobar en casos recientes, en la era del #metoo existe cada vez mayor presión -mediática y por parte de la comunidad estudiantil- por desmontar esta intricada urdimbre que encubre o normaliza los hechos. Sólo hace falta examinar los casos más polémicos. En 2015, Brock Turner, miembro del equipo de natación y alumno de la llamada Ivy League del oeste, la universidad de Stanford, violó a una chica inconsciente junto a un contenedor de basura. La condena, seis meses de cárcel de los cuales sólo cumplió tres por no tener antecedentes penales, fue considerada insuficiente para una ciudadanía cada vez más sensibilizada con la discriminación de género y el abuso sexual. Si bien la presión popular no consiguió que se modificara la sentencia, la fotografía y el nombre de Turner se propagaron como la pólvora en las redes y el caso llegó a suscitar la compasión del mismísimo Joe Biden, antiguo vicepresidente durante las dos legislaturas de Obama y ahora candidato a las primarias con el Partido Demócrata, quien calificó a la víctima de «guerrera». Meses más tarde se hizo público que el juez encargado de condenar a Turner, Aaron Persky, fue depuesto de su cargo en el condado de Santa Clara por votación popular.
El ejemplo de Turner es uno de tantos en la cadena imparable de violaciones que, en muchos casos, quedan impunes pero que, cuando no lo hacen, revelan, más que un hecho aislado, la red de intereses que envuelve a sus perpetradores. La lista es larga: en 2018, el presidente de una fraternidad de la Universidad de Baylor, Jacob Anderson, fue juzgado por haber violado a una compañera tras haberla drogado, aunque en su caso la sentencia lo eximió de encarcelación y, en su lugar, le impuso el pago de una multa de 400 dólares. La condena fue más dura para tres ex jugadores de fútbol americano de la Universidad de Vanderbilt, condenados por haber violado a una alumna inconsciente a varios años de privación de libertad en sendos juicios celebrados entre los años 2016 y 2018. También era atleta Jameis Winston, el reputado quarterback de la Universidad Estatal de Florida que fue acusado de violación en 2013 por una compañera del mismo centro. Winston, ganador del premio Heisman al mejor jugador en la categoría de fútbol americano universitario, estrella de su equipo y de este deporte a nivel nacional, nunca fue juzgado, ya que el caso terminó con un acuerdo en el cual la víctima y su abogado recibieron 950.000 dólares con la condición de retirar los cargos. La suma provino directamente de la Universidad, a la que la alumna había demandado por obstruir presuntamente la investigación de la agresión con el propósito de que Winston pudiera seguir jugando.
Lisa Wade, profesora de sociología en Occidental College, ha estudiado a fondo la cultura sexual que prevalece en las universidades de todo el país. En un artículo publicado en The Conversation, Wade explora el papel que juega el estatus de ciertos alumnos a la hora de dominar la escena sexual, entre los que destacan los atletas. Si bien estos suelen ser los más codiciados -junto a los frat boys– por muchas de sus compañeras, son también los más protegidos a nivel administrativo en caso de que cometan algún delito grave como una agresión sexual. Tras su visita a 24 instituciones diferentes, varias entrevistas y la lectura atenta de testimonios escritos, Wade concluyó que los atletas suelen tender a justificar los abusos sexuales, se identifican con modelos de hipermasculinidad y confiesan actos de agresión sexual más frecuentemente que otros estudiantes. La autora no menciona, no obstante, una industria deportiva que cada año mueve miles de millones no sólo en torno a los partidos, sino en forma de un capital simbólico que determina el número de matriculaciones, de cuyos precios abusivos depende en muchos casos la supervivencia de los centros. En el caso de las fraternidades, se produce un fenómeno análogo: como asevera Caitlin Flanagan en su extenso análisis para The Atlantic, una vez graduados, los miembros de estas asociaciones tienden a ser generosos con sus respectivas universidades, dado el sentido de pertenencia que desarrollan para con la institución gracias a la comunidad de «hermanos» de la que son parte.
Además del poder que representan las sustanciosas donaciones, las fraternidades cuentan con sus propias casas en los campus, y estos espacios son prácticamente los únicos donde se celebran fiestas en las que se sirve alcohol en un país cuya edad legal para beber está marcada en 21 años, lo que condiciona sobremanera la vida social de una comunidad universitaria incapaz de acudir a bares u otros lugares de ocio. Por otra parte, las fraternidades constituyen motivo de adhesión y fidelidad institucional y ofrecen una oportunidad única para hacer contactos que serán clave en la vida profesional de sus miembros. Los ingredientes de ese poder casi ilimitado son relevantes para comprender una falta de supervisión de las actividades que se realizan en sus sedes y «áticos», incluidas las violaciones, que Sanday ya identificó como un componente esencial en la construcción de vínculos entre sus miembros. Según la antropóloga, cuando estos hechos se producen de manera grupal, ayudan a establecer una complicidad entre los agresores que, de otra manera, sufrirían una intensa rivalidad en su preparación para el mercado laboral. La violación actúa así como el ritual que sella una hermandad en la que la mujer sólo sirve como objeto, normalmente para disfrazar un acto fundamentalmente homoerótico de experiencia heterosexual. La gravedad de estos ataques sobrepasa a la víctima en cuanto que está integrada en un tejido social que fomenta modelos de masculinidad violenta y los perpetúa más allá de la vida estudiantil. Si, como demuestran multitud de estudios, estas prácticas comienzan en el instituto y prosiguen más allá de la graduación, se entenderán ahora las declaraciones de un presidente, Donald Trump, que presumió de lo fácil que es disponer del cuerpo femenino cuando el hombre es «una estrella».
El título IX: un sistema paralelo de justicia
Susan Sorenson es profesora de la Universidad de Pensilvania y directora del Centro Ortner en Violencia y Abuso. En una entrevista personal niega en redondo el hecho de que la edad legal para beber juegue a favor del poder de las fraternidades y, ante la siguiente pregunta, asegura la inutilidad de prohibir estas asociaciones para evitar casos de violación, pues sus miembros «encontrarían otra forma de organizarse». Estas hipotéticas soluciones parecen poco efectivas a una investigadora que destaca, en nuestra conversación, el rol de las universidades en la prevención, control y gestión de los casos de agresión sexual. Sorenson se refiere al cumplimiento del título IX de la Constitución, que prohíbe la discriminación de género en instituciones educativas. Bajo esta ley, las universidades que reciben fondos federales están obligadas a documentar, informar y tomar medidas frente a casos de abuso o agresión sexual a riesgo de perder dichos fondos o enfrentarse a serias sanciones. A lo largo del tiempo, los requisitos que las universidades deben cumplir en relación al título IX se han ido modificando y multiplicando hasta representar, en la era Obama, el mayor nivel de escrutinio con respecto a épocas anteriores, todo lo cual ha contribuido a crear un sistema paralelo a la vía legal para juzgar los casos de violación pues, aunque el mandato federal proviene de la Oficina por los Derechos Civiles, dependiente del Departamento de Educación, son las propias universidades las encargadas de implementar una normativa para proteger a las víctimas. Sorenson se muestra en contra de disminuir la presión a que están sometidas las universidades a la hora de regular estos crímenes, ya que las afectadas siempre pueden recurrir a los tribunales. A su juicio, «disponer de un sistema en la universidad para ser consciente de lo que ocurrió y responder a ello puede ser beneficioso para los estudiantes». Ésta suele ser la opinión de grupos de activistas feministas y asociaciones de víctimas, mientras que algunos representantes de fraternidades han propuesto que las universidades sólo puedan evaluar los hechos una vez que estos hayan sido debidamente procesados por la vía judicial.
El debate sigue abierto. La administración de una justicia meramente burocrática por parte de los centros educativos podría interpretarse como un arma de doble filo. Por una parte, las universidades son capaces de proteger a la víctima con el objetivo de que ésta pueda continuar sus estudios mediante, por ejemplo, la imposición de sanciones al presunto agresor como impedirle visitar el colegio mayor de la primera; por otra parte, al no contar con los medios ni la capacidad legal para examinar lo que a todas luces constituye un delito, a menudo se cometen errores graves que son resultado de estos juicios internos liderados por personal administrativo. Abby Jackson, en un artículo para Business Insider, comenta el caso de un acusado de violación que salió indemne del escrutinio administrativo pero resultó ser, en realidad, culpable, una vez que el asunto fue llevado a los tribunales. La periodista señala además que «las universidades imponen castigos leves por incidentes atroces», en referencia a las violaciones. Así, entre las sanciones más comunes se encuentran la apertura de un expediente disciplinario, horas de asesoramiento psicológico, voluntariado forzado, escribir una reflexión sobre lo ocurrido o, en menor medida, la expulsión del centro. El mensaje que se trasmite desde las universidades es que violar a una persona es punible de la misma forma que lo es copiar en un examen.
Los detractores de las investigaciones internas que resultan del cumplimiento del título IX también apuntan a otro fenómeno: el hecho de que, desde la era Obama, las universidades pueden juzgar a un acusado basándose en un número ínfimo de pruebas. Esto, según han indicado multitud de colectivos -incluyendo a profesores de Harvard y la Universidad de Pensilvania- violaría los derechos de los presuntos agresores a un juicio justo, además de su presunción de inocencia. Esta postura parece ser la adoptada por la administración de Trump que, desde la llegada al Departamento de Educación de la Secretaria Betsy DeVos ha emprendido una campaña legal para proteger a los acusados de agresión sexual, relajando las normas que afectan a cómo las universidades investigan los hechos. Algunas medidas como requerir mayores pruebas para determinar la culpabilidad de los supuestos violadores o enfocarse en sucesos ocurridos dentro del campus -y no fuera pero que también afectan a estudiantes- son las propuestas más recientes. Aunque el objetivo último sea proteger al agresor, algunos medios como The Economist han celebrado los cambios y hay hasta quien considera, como Jackson, que restringir el rol de las universidades en estos casos haría un favor a ambas partes implicadas. Finalmente, es necesario considerar la maraña de intereses -económicos, pero también de prestigio- que están en juego en estos procedimientos internos donde la universidad es, al fin y al cabo, juez y parte. Son frecuentes las situaciones en que es la misma administración la que disuade a la víctima de denunciar al violador, esconde información o la falsifica para mantener su reputación intacta o evitar suprimir el flujo pecuniario -sonada fue la condena a la Universidad de Eastern Michigan, que ocultó la agresión sexual y el asesinato de la estudiante Laura Dickinson en diciembre de 2006 hasta que hubo pasado el plazo para darse de baja como alumno con la consecuente devolución de la matrícula.
Un problema sin solución inmediata
El ático de las violaciones fue cerrado temporalmente; sin embargo, la epidemia de violaciones masivas no muestra visos de erradicarse. Las varias décadas de cifras similares a lo largo de múltiples presidencias apuntan a un fenómeno que está asentado en los cimientos mismos de un país del que Sanday afirmó ser uno de los más propensos a que se den este tipo de crímenes. Lo que sí ha mudado, no obstante, es su tratamiento, la percepción de la desigualdad de género y el grado de visibilidad que ahora mismo ostenta la injusticia social gracias al activismo, las redes sociales y un hartazgo colectivo que está actuando como terapia de choque hasta en las mentes más conservadoras. Cada caso que sale a la luz genera protestas generalizadas que, aunque no compensan los que se desconocen, sirven para movilizar conciencias. Las propias afectadas se han convertido, en ocasiones, en voces públicas de gran impacto: Emma Sulkowicz, alumna de la Universidad de Columbia, protagonizó una de las performances más mediáticas para denunciar su presunta violación llevando a todas partes el colchón donde en teoría se produjo el acto; las entrevistadas para del documental The Hunting Ground no dudaron en ponerse frente a las cámaras para narrar las agresiones sexuales sufridas y su experiencia como expertas en la defensa del título IX; recientemente, la víctima de Broke Turner ha anunciado que sacará un libro en septiembre contando lo vivido. Sólo queda esperar que los esfuerzos por suprimir unos modelos dañinos de masculinidad tan arraigados, por desarticular la tupida maraña de intereses que los envuelve, den sus frutos muy pronto.