Traducido del inglés para Rebelión por Sinfo Fernández.
Los sirios desplazados están atrapados como nunca antes lo habían estado. Quienes se hallan en el desolado campamento de Rukban, en la remota frontera nororiental jordana (conocida como «la berma»), constituyen un microcosmos de los abandonados civiles sirios. Se enfrentan a una amenaza inmediata porque las fuerzas del gobierno sirio de las que huían están avanzando a lo largo de la frontera con Jordania.
Los medios de comunicación han informado de que cientos de las alrededor de 50.000 personas que allí se encuentran están dirigiéndose ya hacia el norte, abandonando la «tierra de nadie» en la frontera jordano-siria y regresando a Siria para hacer frente a peligros desconocidos y no permanecer en un lugar cada vez más peligroso y donde ya han tenido que soportar grandes sufrimientos.
Desde junio de 2016, cuando Jordania selló su frontera con Siria, a los sirios en Rukban se les ha negado el derecho a buscar asilo en ese país y sólo cuentan con limitadas distribuciones de alimentos y cortes periódicos de agua. Sin ninguna autoridad legal que les proteja, han estado sometidos a la dudosa misericordia de una milicia patrocinada por Jordania, el Ejército Tribal, que parece estar controlando el escaso acceso que tienen a la ayuda humanitaria.
Por toda Siria hay millones de vidas en juego. En la provincia de Idlib, en la esquina noroccidental de Siria que linda con Turquía, dos millones de sirios -de los que aproximadamente la mitad son personas desplazadas- están acorralados. O se vieron obligados a huir de sus hogares hacia Idlib como el único lugar donde podían escapar del régimen de Bashar al-Asad, o fueron trasladados allí como parte de los acuerdos de evacuación entre el gobierno sirio y los consejos locales sirios y grupos de la oposición. La provincia de Idlib está considerada como «zona de desescalada», en base a un pacto entre algunas de las partes en conflicto firmado en Kazajstán el pasado mayo, pero tal desescalada está muy lejos de ser «segura».
Los civiles no tienen garantías reales de seguridad ni confianza en que la zona no se convierta pronto en un territorio de guerra caliente. Mientras tanto, grupos armados -incluido Hayat Tahrir al-Sham, vinculado a Al-Qaida, que controla la mayor parte de la provincia- exacerban su miseria interfiriendo en la ayuda humanitaria. Pero lo que hace que su situación sea verdaderamente desesperada es el muro de hormigón rematado con alambre de espino que bloquea el acceso a Turquía, y el riesgo de que los guardias fronterizos turcos les disparen si intentan cruzar.
Por otra parte, se ha estimado que, desde el mes de junio, 10.000 refugiados y militantes sirios han vuelto del Líbano a Siria, en función de acuerdos negociados principalmente entre Hizbollah y los grupos armados sirios. Bajo estos acuerdos, los sirios han retornado a zonas que están bajo control del gobierno de Asad, como Asal al-Ward, así como Idlib, bajo control rebelde, ninguna de las cuales puede considerarse segura.
La mayor parte de esos regresos se han producido desde la ciudad fronteriza de Arsal, en el noreste, una zona militar de acceso restringido, donde los refugiados declararon a Human Rights Watch que las condiciones de vida y los constantes ataques de las fuerzas de seguridad contra sus campamentos eran las principales razones de haber tomado la decisión de regresar a Siria. En la mayoría de los casos, la Agencia para los Refugiados de la ONU no ha podido entrevistar a los repatriados para asegurarse de que esos regresos son voluntarios. En estos momentos, el ejército libanés está ejerciendo un control mucho más duro sobre una frontera que fue porosa en otro tiempo, y ha arrestado a los sirios que intentan cruzar al Líbano.
Esta desoladora situación no debe sorprendernos. Los vecinos de Siria han venido advirtiendo durante años sobre los límites de sus capacidades para acoger a unos cinco millones de sirios, y los niveles de apoyo internacional siguen estando muy por detrás de las necesidades. El llamamiento humanitario de las Naciones Unidas para Siria sólo ha conseguido un 36,6% de la financiación requerida, mientras que el llamamiento de apoyo a los refugiados sirios en la región está financiado en un 38%. La orden del presidente estadounidense Donald Trump de suspender el reasentamiento de los refugiados sirios y prohibir la entrada de sirios, junto a las miserables ofertas de reasentamiento de la mayoría de los miembros de la Unión Europea, están dejando muy claro a Turquía, el Líbano y Jordania cuál va a ser el alcance del apoyo internacional que pueden esperar y el silencio con que probablemente recibirán el hecho de que estén echando atrás a refugiados y solicitantes de asilo.
Pero esta es una situación que no puede simplemente contenerse. Declarar zonas de desescalada no las convierte en tales. En realidad, Idlib se parece cada vez más a una olla a presión en la que los civiles se sienten cada vez más apretujados no sólo por casi duplicar la población de una provincia controlada mayoritariamente ahora por un grupo vinculado a Al-Qaida, sino también por su miedo a que el gobierno sirio vuelva sus ojos hacia la región y no tengan lugar alguno al que escapar.
Aunque las iniciativas de paz -incluyendo las conversaciones auspiciadas por Rusia, Turquía e Irán, que están ahora en su sexta ronda en Astana, Kazajstán- sean bienvenidas, no pueden ignorarse las necesidades de los civiles. Las zonas de desescalada no pueden ser un pretexto para encerrar a los civiles que tratan de escapar para salvar la vida. Todos los gobiernos con capacidad para apoyar al Líbano, Jordania y Turquía, tanto financieramente como a través del reasentamiento de refugiados, deberían hacerlo, incluida la asistencia a estos países para registrar a los recién llegados, y apuntalar su seguridad nacional. A medida que los gobiernos alejados del conflicto aumenten su ayuda a los países que están en primera línea, es imprescindible insistir también en que empujar de nuevo hacia el peligro a los solicitantes de asilo no es una respuesta aceptable ante la guerra y el desastre humanitario.
Cuando se han perdido todos los derechos humanos, el último derecho que queda, la diferencia entre la vida y la muerte, es el derecho a escapar. Negar ese derecho puede ser una sentencia de muerte. Después de más de seis años de guerra en Siria, no puede permitirse que esa sea la manera en que termine.
Bill Frelick es el director del programa de derechos de los refugiados en Human Rights Watch.
Fuente: https://www.thenation.com/article/trapped-the-desperation-of-syrias-displaced-civilians/
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