«Como supimos gracias a las revelaciones de Snowden, la NSA puede acceder directamente a los servidores de Facebook, Paltalk, Microsoft, Apple, Yahoo!, etc., de modo que obtienen toda nuestra información y pueden vigilarnos.»
Bernard Harcourt no se deja encasillar. Doctor en Ciencias Políticas formado en Harvard, ha pasado decenas de horas en los juzgados del Sur de los Estados Unidos, defendiendo sin cobrar por ello a condenados a muerte por la justicia criminal más injusta y racista del mundo desarrollado. Jurista de prestigio, trabajó como financiero antes llegar a la Universidad de Columbia, donde actualmente dirige el Centro de Pensamiento Crítico Contemporáneo. Francófono integrante arquetípico de la élite neoyorquina, fustiga implacablemente a las estructuras de poder del mismo sistema en el que ocupa un lugar de privilegio. Y su trabajo académico, como no podría ser de otra manera, navega entre las diversas y turbulentas aguas de la teoría política (The Counterrevolution: How Our Government Went to War Against Its Own Citizens, en camino), la sociología del castigo (The Illusion of Free Markets: Punishment and the Myth of Natural Order, 2011) o la vigilancia digital (Exposed: Desire and Disobedience in the Digital Age, 2015). Es precisamente en la convergencia entre las nuevas tecnologías de la comunicación digital y el control político donde Harcourt pone el acento de sus análisis del Estados Unidos que produjo a Trump. Para Harcourt, Trump es un maestro del impacto mediático en la era del tuit, pero también reflejo de problemas estructurales sobre cómo se conforma (y para beneficio de quién) nuestra interacción social en la era digital. «Llegados a este punto», indica, «debemos desarrollar intervenciones que den respuesta a los problemas y paradojas de cómo funciona el deseo en esta nueva era».
Su último libro, Expuestos, tiene como subtítulo «Deseo y Vigilancia en la Era Digital». ¿Qué sentido tiene situar el binomio deseo-vigilancia en el centro de la ecuación? ¿A qué tipo de respuestas sobre el mundo en que vivimos le lleva su análisis?
Hay algo novedoso en las posibilidades que ofrecen las nuevas tecnologías digitales para vigilar a la gente. El elemento clave es que nos presentamos constantemente, dejando rastros digitales adondequiera que vamos: la ubicación GPS, las compras online, etc., todo eso deja rastros digitales, y funciona aprovechándose de nuestro deseo y haciendo que nos auto expongamos.
En el libro, hace una suerte de cronología de las técnicas de vigilancia a lo largo de la historia en las sociedades occidentales: Orwell, Bentham, Foucault… ¿Ante qué paradigma nos encontramos ahora?
Antiguamente, la vigilancia utilizaba medios de coerción. Por eso siempre hemos pensado en la vigilancia como algo oscuro. Orwell hablaba de la telepantalla, que nos obligaban a instalar en casa y podía observarnos en todo momento. Para Foucault, la figura era el panóptico dentro de una prisión circular, en la que había una torre central que permitía ver el interior de todas las celdas, situadas en torno a la torre. Pero hoy en día el sistema es completamente diferente. Hoy, todo gira en torno a los ‘me gusta’ y la gente que te sigue en redes sociales, y la gente que comparte tus publicaciones, que a su vez ‘gustan’ a otra gente, etc. De modo que hemos pasado de un mundo de vigilancia opresiva, basada en el odio y la imposición, a uno en el que somos nosotros los que nos autoexponemos.
¿Podemos afirmar que el «estado de vigilancia» es algo del pasado, casi un oxímoron? Pareciera que debamos más bien hacia nuevos sectores como las grandes empresas tecnológicas de Silicon Valley, a las redes sociale o Wall Street para entender quién nos vigila hoy…
La idea del «Estado de vigilancia» pertenece al pasado, porque ya no es el Estado el que recaba toda la información. Simplemente la absorbe. Y las fronteras están cada vez menos claras; cada vez son más fluidas. Las entidades privadas como Facebook, Google, etc. son las que capturan inicialmente toda nuestra información, para luego venderla con el fin último del beneficio económico a través de la publicidad. Esa el la economía política de esta era digital.
Y a partir de ahí, el gobierno, la NSA y otras agencias de inteligencia pueden absorber toda esa información directamente de los servidores de las empresas privadas. Como supimos gracias a las revelaciones de Snowden, la NSA puede acceder directamente a los servidores de Facebook, Paltalk, Microsoft, Apple, Yahoo!, etc., de modo que obtienen toda nuestra información y pueden vigilarnos.
Usted afirma que «la sociedad expositiva explota, más que reprime, nuestros deseos». Da la sensación de que sitúa el peso de la culpa sobre los vigilados en lugar de los vigilantes. ¿Nos está acusando a nosotros, como sujetos, de desear irresponsablemente, o de no controlar nuestras conductas ante el deseo?
Se me podría acusar de estar echando la culpa a las víctimas de todo esto, pero al fin y al cabo somos nosotros los que compartimos nuestros propios datos en último término, y lo hacemos para satisfacer nuestros placeres. Es precisamente eso lo que está en el centro de la ‘sociedad de la exposición’: el deseo.
Así que debemos pensar de manera sofisticada en formas de resistencia, por un lado, y en las tecnologías digitales, y en cómo las unas se alimentan de las otras, como las formas de resistencia pueden utilizar las tecnologías digitales, pero también como las tecnologías digitales pueden afectar a las formas de resistencia. A menudo nos encontramos con formas de protesta o desobediencia que están muy digitalizadas, y que en realidad dejan rastros peligrosos de quienes participan en la desobediencia.
¿Está tratando, tal vez, de articular una crítica de la construcción del ‘yo’, una especie de construcción del sujeto como marca basado en la exposición virtual?
Cada vez más, la policía recurre a seguir a la gente en Facebook o en Twitter, a observar su actividad en redes sociales y lograr así rastrearlos. Y eso tendrá necesariamente un efecto de retroalimentación en cómo se producen la resistencia y la desobediencia.
Los rastros que dejamos crean un sujeto diferente, nuestro «doble de datos». Por un lado, creemos que podemos manipular nuestra propia representación como sujetos. Por otro, están todos estos datos que permiten rastrearnos, cada email, cada ubicación, cada cosa en la que hemos hecho click, cada cosa que leemos. El GPS sabe donde dormimos y con quién lo hacemos. Podemos simular otra cosa, podemos decir que no tenemos una relación sentimental. Pero si se cruzan los datos del GPS, queda claro que la tenemos. No solo nos exponemos constantemente, sino que además nos dedicamos a observar a los demás. Como individuos, como sujetos, pensamos a la vez en la manera en la que nos presentamos, en producir un efecto viral en los demás.
¿En qué medida puede leerse a Trump como un caso paradigmático de nuestro tiempo de la lógica del ‘Doppelgänger’, concepto al que hace referencia con frecuencia en su trabajo?
Donald Trump es un maestro de la era digital, porque ha logrado crear ese efecto del que estaba hablando. Ese golpe de efecto que logra que la gente le preste atención. La manera en que circula el poder, lo que hace moverse a la sociedad de la exposición, es que logremos que la gente nos haga ‘click’. Es la temporalidad del ‘meme’ en cierta medida, con un subidón rápido y exponencial, al que sigue mucha atención, y acto seguido se olvida y se pasa a lo que venga después. Y tiene que haber siempre algo que viene después.
Da la sensación de que hemos cedido el control de aspectos fundamentales de nuestra vida, de nuestro propio ser social, a intereses privados. ¿Le preocupa quién es dueño de las tecnologías que dominan el mundo, y nuestra vida cotidiana?
La propiedad de la tecnología es clave. Y también lo es, desde un punto de vista político, no ya a quien le pertenecen las tecnologías, sino de quien son los datos. El hecho de que nuestra información personal no sea nuestra propiedad está, probablemente, en la raíz de todos estas desviaciones y problemas tecnológicos.
Podría decirse que incluso la actividad misma del control y el espionaje se ha privatizado…
Los actores económicos están empezando a desempeñar papeles que antes le estaban reservados al Estado. Apple decide qué aplicaciones se permiten y cuáles no, y en ese proceso resulta que siempre entran en juego consideraciones políticas.
Es algo que se entiende mejor cuando uno observa, por ejemplo, la relación entre la NSA y la empresa de telecomunicaciones AT&T. Vemos como se da la orden a AT&T de que, esencialmente, se quede con los datos de sus clientes, en lugar de simplemente redirigirlos a la NSA. De modo que llegamos al sistema neoliberal perfecto: el Estado, mediante las leyes, autoriza esencialmente a las empresas de telecomunicaciones a guardar nuestros datos. Le pide que recolecte y almacene esos datos, e incluso le paga por hacerlo. Así que vemos esta disolución de las fronteras, en la que de pronto los actores económicos hacen política. Y los actores políticos se dedican a la economía. Mientras, todo se convierte en una especie de gran banco de datos.
A menudo se observan estas dinámicas, incluso desde perspectivas críticas, como resultado de la desregulación que domina la política desde hace décadas. Usted, sin embargo, señala que debajo de esa fachada de liberalización hay un proyecto basado en el control y regulación. ¿A qué se refiere? ¿Cómo encaja la figura de Trump en ese esquema?
Lo cierto es que esta gubernamentalidad neoliberal, aunque hable mucho de desregulación, o no regulación, esta en realidad enormemente regulada, y va de la mano de una potente estructura disciplinaria. Históricamente, si nos remontamos al siglo dieciocho, al nacimiento del liberalismo, si nos fijamos en los fisiócratas del siglo dieciocho, había, ligada a la idea de la libertad en el contexto económico, otra idea de un estado policial. Aquello se llamaba Despotismo Legal del dieciocho. Esa teoría del Despotismo Legal, gradualmente, devino en el concepto que hoy tenemos del mantenimiento del orden público por parte de la policía.
Es algo que hemos visto en gobiernos demócratas. Lo vimos con Bill Clinton. E incluso si analizamos el discurso del propio Obama, adoptó mucha de esta retórica del libre mercado y la desregulación. Es la paradoja que ya vimos emerger en el siglo dieciocho y a lo largo del diecinueve, y que de nuevo ha cuajado durante el periodo neoliberal, desde los setenta.
Es una versión perfeccionada, ahora mismo, en alguien como Trump. Es el ejemplo perfecto de ese fenómeno, alguien que dice estar en contra del estado y querer recortar sus funciones sociales, pero sin embargo confía profundamente en sus funciones de seguridad. Se quiere eliminar al estado, porque es incompetente, pero por otro lado se mantiene el presupuesto militar más alto jamás visto en la historia de Estados Unidos.