El próximo noviembre, Estados Unidos celebra sus elecciones presidenciales precedidas de una campaña electoral de casi un año. Un mes más tarde se elige al Congreso y a un tercio del Senado.EEUU, al frente de la cultura occidental, fundamenta su concepción de la democracia en la carácter representativo de sus gobernantes y legisladores elegidos en […]
El próximo noviembre, Estados Unidos celebra sus elecciones presidenciales precedidas de una campaña electoral de casi un año. Un mes más tarde se elige al Congreso y a un tercio del Senado.
EEUU, al frente de la cultura occidental, fundamenta su concepción de la democracia en la carácter representativo de sus gobernantes y legisladores elegidos en sus correspondiente convocatorias electorales. Para el sistema de democracia representativa ese mero acontecimiento que suele celebrarse cada cuatro años es la fuente de su legitimidad, al tiempo que pone fin a cualquier otra vía de participación ciudadana. Un breve acercamiento a la trastienda de las elecciones norteamericanas no permitirá comprobar que sólo son el decorado de una farsa que sonrojaría a cualquiera de las históricos luchadores por la democracia en Estados Unidos al verlas como legitimadoras de un sistema político supuestamente justo y libre.
Tres son las características que dominan las elecciones norteamericanas: la utilización del dinero como medio de lograr el apoyo electoral, la falta de implicación ciudadana como lo demuestran los porcentajes de abstención y la corrupción. Pero, además, esos Tres elementos que siguen incrementándose en cada campaña electoral.
Accionistas en lugar de votantes
Viendo los mecanismos de financiación de los candidatos y sus partidos se diría que en EEUU las organizaciones políticas no son refrendadas por votos de ciudadanos, sino por accionistas que son quienes definen el programa electoral, seleccionan el candidato, financian las campañas, logran los votos, desembarcan a sus hombres en la administración ganadora y aplican las políticas deseadas. Una sociedad empresarial en toda regla a la que llaman democracia y quieren aplicar en todo el mundo mediante bombas y torturas si es necesario.
A finales de abril de este año el candidato Bush ya había recaudado 185 millones de dólares, un 67 % más de lo que logró en la campaña de 2000, frente a los 180 millones del candidato Kerry. Se podría pensar que ese dinero procede de un gran colectivo de ciudadanos que apoya con parte de sus ahorros y su esfuerzo el proyecto político en el que cree, dándole así a la política norteamericana un elemento de participación ciudadana aunque sólo sea mediante humildes aportaciones económicas. Nada más alejado de la realidad, el 96 % de la población estadounidense no aporta dinero a ningún candidato, según revela el periodista Charles Lewis en su libro «La compra del presidente 2004», elaborado para el Centro por la Integridad Pública. El dinero de las campañas está financiado por el 1 % de la población compuesto por millonarios, grandes corporaciones y grupos de presión.
Otras fuentes, como la revista Newsweek, afirmaba en 1998 que el 99’97 % de los norteamericanos no aporta voluntariamente contribución financiera alguna a los partidos o a sus candidatos o lo hace en una medida sumamente modesta. La CNN también afirmaba en 1997 («Democracy for Sale») que el dinero procedía del 0’03 % de la población, y que el grueso de las aportaciones individuales correspondía a 340 personas. En el caso de Bush, según Michael Moore, recibió de tan sólo setecientas personas la cifra record de 190 millones de dólares (1).
Pero en EEUU se estableció por ley el sistema llamado «marching funds» por el cual cada candidato recibe del presupuesto federal una suma igual a la que obtuvo de sus «contribuyentes». De este modo, el 99’97 % de la población se ve obligada a tener que pagar una cifra semejante a la que dieron el 0’03 % y los seleccionados por 340 personas se convierten en los candidatos. Y lo más indignante es que, a diferencia de los contribuyentes obligados, los adinerados sí lograrán recuperar su dinero mediante subsidios y ayudas a sus empresas por parte de los gobernantes una vez elegidos.
Como afirmó el presidente del Parlamento cubano, Ricardo Alarcón, «es difícil encontrar otro asunto en que los norteamericanos coincidan con tal virtual unanimidad (99’97 %) y asimismo es imposible hallar otro en que una ínfima minoría (0’03 %) imponga su voluntad y obligue a todos a hacer algo que evidente no desean… en nombre de la democracia» (2).
La periodista Belén López detalla en la revista española La Clave (3) los mecanismos de recaudación por los que millonarios y grandes corporaciones «votan con sus cheques en un referéndum privado y deciden quién es merecedor de la suficiente financiación para aspirar a la presidencia». «Son los ejecutivos de las compañías de petróleo, de las farmacéuticas, las tabacaleras, las inmobiliarios y las aseguradoras. Son los abogados multimillonarios que representan a las víctimas de negligencia médica o a las grandes corporaciones que se sientan en el banquillo (…). A cambio, buscan acceso a los miembros del Congreso y la Casa Blanca una línea directa con el presidente, su gabinete y las leyes que proponen y aprueban» (ver cuadro 1 y 2).
Cuadro 1
Cuadro 2
Veamos cómo son esos métodos de recaudación.
Dinero y votos
«Soft money» (dinero blando):
Es el resultado de una ley de 2002 de reforma de la financiación electoral. Establece un límite de 2.000 dólares para las contribuciones individuales. Una cantidad que mediante sofisticados mecanismos se logró burlar fácilmente como a continuación veremos.
Pioneros:
Se trata de un método puesto en marcha en la campaña del año 2000 por Bush y que aprovechaba la extensa red de patrocinadores que creó Bush padre. Puesto que quienes designaban presidente eran los mismos, lo más lógico era heredar en el hijo la designación para evitar complicaciones. Los pioneros son personas que se comprometen por escrito a recaudar un mínimo de 100.000 dólares a través de la recolección (compra de acciones) de cheques que no pueden superar los mil dólares. Se lleva un adecuado registro de las personas que aportan esas donaciones y los intereses a los que representa para «compensar» oportunamente sus esfuerzos una vez alcanzado el poder. Belén López desvela cómo el director de «Tejanos por la Justicia Pública» reconoció que al menos 19 de esos «pioneros» (accionistas) habían sido recompensados (dividendos) con puestos de embajadores (consejeros delegados). Por ejemplo el actual embajador en España George L. Argüiros o la secretaria de Trabajo de Bush Elaine Chao.
Rangers:
Es la nueva figura creada por Bush este mismo año. Son personas que asumen el compromiso de conseguir al menos 200.000 dólares (acciones de oro). Está siendo utilizado tanto por Bush como por Kerry.
Organizaciones 507:
Toman el nombre del cogido de clasificación fiscal. Se trata de instituciones sin ánimo de lucro o con fines supuestamente sociales y que por tanto no están sujetas a los limites que impone la legislación electoral. López afirma en la revista La Clave que, según el Centro por la Integridad Pública, estas organizaciones recaudaron un total de 59 millones de dólares en los tres primeros meses del año. Entre estas instituciones «filantrópicas» está el productor de cine Stephen Bing, el financiero George Soros y el magnate de las aseguradoras Peter Lewis. No parece que la filantropía afecte mucho ni a los ciudadanos humildes ni a los pequeños partidos de izquierda.
Lobbys:
Su papel es fundamental. Son grandes empresas y conglomerados que con su generoso apoyo económico se aseguran sus negocios con el nuevo gobierno (ver cuadros 1 y 2). El ejemplo de Halliburton es elocuente, su presidente Dick Cheney dejó el cargo para incorporarse a la administración Bush como vicepresidente y así, la filial Kellog, Brown & Root se llevó un contrato de 7.000 dólares en dos años para la ejecución de un plan de contingencia de posibles daños provocados por la guerra en los campos iraquíes. Un plan por cierto que ya fue presentado seis meses antes de empezar la guerra.
Los casos de relación entre lobbys y programas y decisiones políticos son frecuentes. Durante el periodo en que Bush fue gobernador en Texas, las principales empresas contaminantes se reunieron con él para diseñar un programa sólo fuera voluntario contra la polución. La aceptación de este programa le supuso al candidato Bush una donación de 260.648 dólares para su campaña gubernamental en 1998 y 243.900 dólares para su campaña presidencial. En cambio, el balance de este «programa anticontaminación» fue muy diferente para los ciudadanos del estado de Texas. La Agencia de Protección al Medio Ambiente cuantificó en ese estado, sólo en 1998, la utilización de 30.000 toneladas de pesticidas y alcanzó la más alta concentración de refinerías y plantas químicas del país con la emisión al aire de 804.000 toneladas de contaminantes cada año (4).
Charles Lewis y el Center for Public Integrity ya lo dejaron muy claro en 1996: «En realidad acopiar recursos financieros, duros y blandos, es la principal ocupación del político norteamericano y a ello debe dedicar buena parte de su tiempo (…). Tiene que hacerlo porque conoce la verdadera ley que rige el sistema norteamericano: para cada elección desde 1976 los dos partidos seleccionaron como su candidato al aspirante que, el año precedente, había conseguido más dinero» (5).
La Asamblea Nacional de Ciudadanos sobre Dinero y Política llegó a declarar: «el dinero se ha apoderado de nuestra democracia y de la forma en que ella funciona. Hemos perdido de vista algunos de nuestros principios históricos, como el de una persona, una voto» (6).
¿Y qué queda para los ciudadanos de Estados Unidos?.
Los que no pueden votar
Para Ricardo Alarcón (2), «se puede afirmar categóricamente que la mayoría de las personas que forman la sociedad estadounidense carecen por completo de derechos electorales, o no puede o no quieren ejercerlos. Al primer grupo pertenecen varios millones de extranjeros que allí residen legalmente (no hablo ahora de la incalculable cifra de los indocumentados ni de los numerosos trabajadores de estación), trabajan muy duro, pagan impuestos, están sujetos a las mismas leyes que los demás, nutren sus fuerzas armadas cuando es necesario, pero carecen de derechos políticos por no ostentar la ciudadanía. A fines de los ochenta comprendían unos 7’3 millones de adultos».
A los que no votan y están censados hay que sumar los millones de ciudadanos de todo el país que no tienen o se les ha negado el derecho de expresarse «democráticamente». Se trata de los casi cuatro millones de personas que cumplen penas por un delito mayor, quienes, según la legislación de Estados Unidos, además de la libertad pierden el derecho al sufragio. Junto con ellos, el pueblo de Puerto Rico tampoco tiene voz en la política del país que determina la vida en la isla.
La ley de algunos estados como Florida sostiene que los ex convictos no tienen derecho a votar. Eso significa, según Michael Moore (1), que el 31 % de los hombres negros de Florida no puede votar por el hecho de contar con antecedentes penales. De los que lo pudieron hacer. menos del diez por cien votaron a quien terminó siendo su presidente, lo que confirma el grado de democracia representativa que supone el sistema electoral y lo acertado que estaban los gobernantes de Florida seleccionando el tipo de votante (hombre negro) a eliminar. Para asegurarse de que no se producía ningún voto indeseado, el gobierno de Florida encargó en las elecciones del 2000 a Database -una empresa estrechamente vinculada a los republicanos- que «depurara» el censo electoral con el criterio más amplio posible. «De un plumazo, 173.000 votantes registrados en Florida fueron eliminados a perpetuidad del censo electoral. En Miami-Dade, el mayor condado de Florida, el 66 % de los votantes borrados del censo eran negros» (1).
«El segundo grupo -señala Alarcón (2)- lo integran los ciudadanos que no están inscritos en los registros electorales. En 1988 se acercaban a los 70 millones de personas, equivalente a un 40 % de la población electoral. Debe suponerse que entre ellos son muchos los que expresan de ese modo su desinterés por un sistema electoral en el que no creen, pues lo perciben, justamente, como algo ajeno y distante».
Abstención
Y llegamos, finalmente, al tercer grupo, a los ciudadanos que pueden inscribirse y finalmente lo hacen. Solamente el 49 % de los estadounidenses con derecho a voto participó en las elecciones presidenciales de 1996. En las elecciones del 2000, consideradas de «alta participación» debido al reñido resultado entre Gore y Bush, la afluencia de votantes no superó el 50 %. La abstención lleva una tendencia galopante en Estados Unidos. Atrás quedan porcentajes del 63 % como el de las elecciones de 1960. Se trata de niveles muy inferiores a los índices del 70 y 80 por ciento, habituales en Europa. Así, en 1992, Bill Clinton ganó la presidencia con el apoyo de tan sólo el 43 del electorado que participó en la votación, menos de la cuarta parte de los potenciales electores.
Según un sondeo conjunto del «Proyecto de los No Votantes de la Universidad de Harvard» y el diario The Wahington Post, casi uno de cada cuatro ciudadanos con derecho a voto (un porcentaje similar a los votos que llevaron a Clinton a la Casa Blanca en 1992), dice estar disgustado con la política electoral y un 44 por ciento dice no estar interesado en la política. La mayoría de ellos tiene entre 18 y 30 años y no tienen o sólo alcanzan el nivel de educación primaria. Las encuestas realizadas en las elecciones del 2000 señalaron que de los electores menores de 30 años sólo votó un 28 %. El 35 por ciento de los no votantes afirma que el voto ya ni les importa (4).
Existe también otro sector de población que no vota a pesar de encontrarse en el censo, son los trabajadores cuyos patrones no los autorizan a ausentarse del empleo par ir a votar o no tienen los medios para desplazarse al lugar de la votación. A diferencia de otros países, en EEUU tanto la inscripción como la votación se realiza en días y horas laborales, concretamente un martes.
Entre las irregularidades en las elecciones norteamericanas es de destacar los errores en el censo, algo que sucede en todos los países en una cantidad razonable pero que en EEUU, según el Washington Post supuso en 1990 la «desaparición» de nada menos que entre 10 y 15 millones de norteamericanos. Todos los diarios coincidían en el perfil de los votantes «desaparecidos» del censo: «negros, latinos, aborígenes, jóvenes, inmigrantes, pobres de la ciudad y del campo, pobladores de arrabales o homeless y la masa creciente de personas que no hablan inglés». En otras ocasiones sucede lo contrario, como el número de representantes no varía sea cual sea la población total del país, algunos distritos inflan sus censos para tener un mayor porcentaje de representación. El Washington Post calcula entre seis y nueve millones la cantidad de personas que están contabilizadas más de una vez. Lo que si parece claro es que entre estos contabilizados doble no aparecen los negros, latinos y la gente pobre.
Corrupción
A todo ello hay que añadir los mecanismos de corrupción. Existe un tipo de voto que no cesa de crecer, el denominado «voto ausente». Se trata de un voto que no es secreto porque quien deposita la papeleta no es el elector, sino un agente pagado por las maquinarias electorales que «testifican» cual era la «intención» del «elector». No solamente hay fraudes con la utilización del «voto ausente» de personas sin éstas saberlo, sino que se han conocido casos de que se compraron votos por un módico precio. Con este tipo de votos se han producido escándalos históricos, como el de agosto de 1996, cuando el Miami Herald publicó datos suministrados por la Secretaría de Estado de la Florida que revelaron que entre los electores de ese estado aparecieron cincuenta mil delincuentes encarcelados y diecisiete mil fallecidos, personas todas ellas susceptibles de ser cooptadas para el «voto ausente». En el mismo artículo, el Herald agrega la existencia de cuarenta y siete mil personas -vivas y en libertad- que estaban inscritas como electores en más de un distrito y por lo tanto podían votar más de una vez.
Como afirma Ricardo Alarcón, «el mismo sistema que hace extraordinariamente difícil a los trabajadores realizar los trámites para convertirse en electores y multiplica los obstáculos a quienes quieran ir a las urnas, pone a «votar» a los delincuentes convictos, a los muertos, a los que no quisieron votar y permite a otros hacerlo varias veces».
El nivel mayor de fraude electoral lo logró sin duda George Bush en sus elecciones de 2000. Según revela Michael Moore (1), una de las jugadas fue que el hombre encargado de la cobertura de la noche electoral para Fox News tomó la decisión de anunciar en antena que Bush había ganado en Florida y que, por tanto, la presidencia era suya, sin esperar al recuento. El director encargado de la cobertura de la noche electoral por parte de la cadena Fox era John Ellis. «¿Y quien es John Ellis?», se pregunta Michael Moore. Pues el primo de George W. Y Jeb Bush.
Otra de los fraudes fue el referente al voto de los residentes en el extranjero, procedentes en su mayoría de militares afectos al Partido Republicano. La ley de Florida establece que estos votos sólo se pueden contar en caso de que hayan sido enviados y matasellados en otro países en fecha no posterior a la de la jornada electoral, como es lógico. Una investigación llevada a cabo en julio de 2002 por el New York Times demostraba que de los 2.490 votos de residentes en el extranjero que se aceptaron como válidos, 680 eran defectuosos o cuestionables. Hay que recordar que Bush «ganó» por tan solo 537. (2).
La conclusión es clara. El país que se presenta como baluarte democrático y cuyo modelo se fundamenta básicamente en la democracia representativa, sin otra fórmula de participación ciudadana, decide el resultado electorales mediante la compra de las elecciones por parte de grandes grupos económicos, prohíbe a millones de ciudadanos ejercer ese derecho, la mitad de quienes pueden ejercerlo no lo hacen hastiados de la farsa en que se ha convertido el sistema y, además, no duda en recurrir a fraudes masivos para controlar los resultados electorales.
(1) Michael Moore. Estúpidos hombres blancos. Editorial B
(2) Ricardo Alarcón. Cuba y la lucha por la democracia. Intervención durante la IX Conferencia de presidentes de parlamentos democráticos iberoamericanos, Montevideo, Uruguay, 15 y 16 de mayor de 1998
(3) (Belén López Garrido. «¿Presidente en venta?. Revista La Clave. 14-20 mayo 2004. Madrid.
(4) Pascual Serrano. Se subasta cargo de presidente. 09-11-00. http://www.pascualserrano.net
(5) Citado por Ricardo Alarcón en Cuba y la lucha por la democracia. Intervención durante la IX Conferencia de presidentes de parlamentos democráticos iberoamericanos, Montevideo, Uruguay, 15 y 16 de mayor de 1998
(6) Campaing 98, Aspectos destacados de la campaña electoral de 1988, número 2, publicado por la Oficina de Información del Servicio Informativo y Cultura del Estados Unidos. Citado por Ricardo Alarcón en su intervención durante la IX Conferencia de presidentes de parlamentos democráticos latinoamericanos, Montevideo, Uruguay, 15 y 16 de mayo de 1998.
Nota: Las citas de Ricardo Alarcón de Quesada proceden del libro recién editado por Hiru (http://www.hiru-ed.com ) «Cuba y la lucha por la democracia»