La realidad rebasa cualquier metáfora: Yasser Arafat entró en coma el día en que George W. Bush descolgó su segundo mandato en las urnas apuntalado por las huestes del fundamentalismo cristiano redivivo. Más que el mismo Ariel Sharon, la antimateria de Arafat fue Bush, quien nunca lo recibió en la Casa Blanca e, inclusive, alentó […]
La realidad rebasa cualquier metáfora: Yasser Arafat entró en coma el día en que George W. Bush descolgó su segundo mandato en las urnas apuntalado por las huestes del fundamentalismo cristiano redivivo. Más que el mismo Ariel Sharon, la antimateria de Arafat fue Bush, quien nunca lo recibió en la Casa Blanca e, inclusive, alentó a su confinamiento humillante en Ramallah, cuando, en contrapunto, el ex presidente Bill Clinton lo había acogido 28 veces durante sus dos mandatos.
De cierta manera, Arafat cohesionó al sunismo árabe, hasta que se atravesó el fatídico 11 de septiembre de 2001 que marcó el inicio de su ocaso irreversible, en paralelo al ascenso del chiísmo. Más allá de la retórica del doble discurso y la simulación, la teocracia de los ayatolas de Irán emergió como la gran triunfadora con la nueva re-configuración regional de fuerzas, tanto en Afganistán como en Irak. Son momentos del Hezbollah y de Hamas. Son los tiempos del fundamentalismo, en su variedad cristiana rediviva en la Casa Blanca, hebrea en Israel, islámica sunita en Gaza y chiíta en Irán y su esfera de influencia. Después de la caída del protolaico Baaz iraquí, con Arafat se muere lo más cercano al laicismo en el mundo árabe.
Arafat, de mote Abu Ammar, se extinguió esta vez en definitiva sin haber podido realizar su sueño de ver nacer el Estado palestino y sin haber podido recuperar la parte islámica de Jerusalén ocupada. Su figura planeó durante casi medio siglo en todo el Medio Oriente y formó parte de la contienda bipolar entre Estados Unidos y la URSS. Nadie como él forjó la identidad palestina desde que formó Al Fatah, 11 más tarde a la hecatombe (nakba) de 1948, año de la creación del Estado israelí que tuvo como efecto el éxodo de miles de palestinos a los países árabes fronterizos.
La segmentación demográfica palestina es sustancial para entender su futura orientación. Cisjordania (2.3 millones en 5 mil 860 kilómetros cuadrados) exhibe un promedio de casi 18 años de edad: 43.8 por ciento representa el segmento hasta los 14 años, la leve mayoría de 52.8 por ciento pertenece al segmento de 15 a 65 años, y 3.5 por ciento por arriba de los 65. En Gaza (1.3 millones hacinados en 360 kilómetros cuadrados), más juvenil, el promedio de edad es 15.5 años, el segmento hasta los 14 años es levemente mayoritario con 49 por ciento, el segmento de los 15 a los 64 años representa 48.3 por ciento y solamente 2.7 por ciento es mayor a los 65 años.
Arafat, a su muerte, tenía 75 años de edad y pertenecía a la tercera generación minoritaria de los palestinos. Tampoco es un secreto señalar que las huestes de Ha-mas, primordialmente en Gaza, provienen del pletórico segmento juvenil dispuesto a ofrendar su vida en martirologio.
El sustituto formal de Arafat es Rawhi Fatuh, de 55 años de edad (en el límite de la segunda generación), líder del Consejo Legislativo Palestino, hasta que se celebren elecciones en dos meses. El primer ministro Ahmed Qureia (Abu Ala), 66 años de edad (tercera generación), y el jefe de la OLP, Mahmud Abbas (Abu Mazen), 69 años (tercera generación), controlarán la ANP y sus fuerzas de seguridad. Las elecciones deben ser populares, a lo que se ha aferrado Bassam Abu Sharif, 58 años de edad (segunda generación), consejero de Arafat, mientras el grupo de Abu Abbas desea enmendar la Constitución para que solamente el cuerpo de legisladores decida el sucesor.
Según el analista Jihad Al Khazen («La causa palestina en cuidados intensivos»; Al-Hayat, 5/11/04) no será sencillo realizar elecciones democráticas en medio de la ocupación y la violencia, mientras «las instituciones de la ANP son destruidas». La mayor probabilidad es que «Israel prohíba los comicios» y comenta que «algún día Estados Unidos e Israel llegarán a lamentar la ausencia de Arafat», después de criticar la quimera israelí de que las negociaciones con el sucesor serán más dúctiles, cuando, por el contrario, dependen de la legitimación de la población, que no está dispuesta a tolerar su evicción de las tratativas tras bambalinas.
Se antojan tres escenarios: uno de pacificación forzada de acuerdo a las condiciones unilaterales de Bush y Sharon, un tanto cuanto edulcoradas por la mediación europea: otro de incertidumbre, con deterioro controlado; y un tercero de anarquía deliberadamente fomentada para balcanizar lo que queda de las «tres Palestinas» escindidas entre sí.
Lamia Lahoud, del The Jerusalem Post (5/11/04), afirma que la «Autoridad Nacional Palestina estará mejor con un nuevo liderazgo que hará que el proceso de paz israelí-palestino tenga mejores oportunidades de éxito con la desaparición de Arafat». El periódico, cuyo directivo es Ri-chard Perle, connotado neoconservador israelí-estadunidense, apuesta a que Mahmud Abbas será tanto jefe de la OLP como presidente de la ANP y asevera que los funcionarios palestinos de alto nivel consultados no creen que la ANP se desintegre hacia el caos total. Los «optimistas» israelíes refieren que sin Arafat, Abu Abbas po-dría ser invitado por Bush a la Casa Blanca (como si fuera un gran honor) y que el general Sharon estaría más motivado para reiniciar el mapa de ruta y acelerar el retiro del ejército israelí de Gaza. La obsesión de los funcionarios israelíes se centra en el «control» de Gaza (léase: el sometimiento del grupo fundamentalista islámico Ha-mas, curiosamente, inventado por Israel para debilitar a Arafat, pero que, al parecer, se salió de su control, lo que habría que confirmar) y no ven mejor opción que Mu-hamed Dahlan, de 43 años (segunda generación), anterior ministro de seguridad y líder de Al Fatah en Gaza, quien es un «policía duro» que goza del tácito beneplácito de Bush y Sharon, lo cual se vuelve un estigma irreparable. En realidad, lo que buscan Bush y Sharon es un equivalente palestino del afgano Hamid Karzai y el iraquí Ayad Allawi, y nadie mejor cumple los requisitos como Dahlan, quien sería rechazado ipso facto por los palestinos de Cisjordania, ya no se diga por los palestinos exiliados. La postura reiterada de Bush so-bre la «solución de dos estados», parece más bien un discurso hueco que facilita la «solución final» del contencioso palestino de acuerdo con la teogonía sharonista.
The Times (5/11/04) destaca que «mi-llones de palestinos esparcidos en todo el Medio Oriente temen que su sueño de un Estado se murió con la desaparición del hombre que encarnó su lucha durante cuatro décadas», y da pie a la posibilidad de una cruenta sucesión entre los diferentes segmentos palestinos enfrascados en la lucha del poder.
En medio de la segunda intifada contra la ocupación israelí que se ha prolongado cuatro años, lo cierto es que ninguno entre la media docena de sucesores en esta coyuntura -entre quienes descuella el encarcelado Marwan Barguti, de 45 años de edad (segunda generación)- puede as-pirar al liderazgo de Arafat y menos sustituir su presencia internacional como la expresión de los palestinos de Cisjordania y Gaza, así como de quienes viven en el exilio forzado: más de 3 millones en Jordania, Líbano y Siria, es decir, casi la misma cantidad que Gaza y Cisjordania juntos, lo que en suma representan a «tres Palestinas» inconexas. Para amedrentar al sub reportado medio millón de refugiados palestinos en Líbano, 21 aviones supersónicos israelíes irrumpieron los cielos de los campamentos de refugiados y pusieron sus tropas en alerta a lo largo de la frontera (An-Nahar, 6/11/04).
Le Monde (6/11/04) expresa la probabilidad de un escenario de «gran incertidumbre» y asienta que la propia dirección pa-lestina está consciente de que la sucesión se puede desarrollar en un «contexto de violencias intensas» debido a «las fuertes rivalidades en el seno de la OLP».
Por lo pronto, 13 movimientos palestinos se reunieron en Gaza para prevenir el estallido de violencia en los territorios ocupados (Le Monde, 6/11/04), que debería incluir los campos de refugiados en los países fronterizos con Israel, donde vive la mayoría esparcida y sin «derecho de retorno» por lo que luchó Arafat hasta el final y que contribuyó a descarrilar, con el asunto sensible de Jerusalén, las avanzadas charlas de paz en Campo David en 2000 con el premier laborista, general Ehud Barak.
Ze’ev Schiff, comentarista militar del periódico israelí Ha’aretz (6/11/04), señala que la ausencia de Arafat creó una «nueva realidad» en los territorios porque «Israel no tendrá una clara dirección a quien dirigirse para negociar o coordinarse (…) el inminente peligro es que si el caos estalla, se alzarán demandas para instalar una fuerza internacional en los territorios» por lo que Israel deberá instaurar «nuevas reglas de conducta y quizá una nueva política y el ejército israelí deberá hacer todo lo posible para restringir sus actividades». Explaya que Israel no solamente deberá proseguir los planes de su retiro en Gaza, pese a presiones en sentido contrario en esta delicada coyuntura, sino que deberá acelerarlos «en coordinación con el nuevo liderazgo palestino». Contra la visión rosada de la prensa anglosajona, de que el mundo será mejor sin Arafat, Schiff admite que el deterioro y la anarquía en los territorios podría fortalecer a Hamas como la única dirección palestina». Este escenario no es nada insensato porque conviene a los intereses de los halcones israelíes y sus aliados en Estados Unidos, tanto los fundamentalistas cristianos redivivos como los neoconservadores straussianos, porque no sólo avala el irredentismo del fundamentalismo he-breo, sino, también, justifica el «choque de civilizaciones» huntingtoniano frente a la emergencia del fundamentalismo islámico palestino, el peor escenario que pudo ha-ber vislumbrado Arafat, quien se casó con la cristiana Soha y cuyo movimiento Al Fatah sigue siendo protolaico. El control de Gaza por Hamas (que se desconoce a ciencia cierta si rompió o mantiene en lo «oscurito» sus lazos primigenios con los servicios secretos israelíes) tendría la virtud de prolongar la guerra contra el terrorismo global de la trasnacional del terror de Al Qaeda, de parte del bushismo fundamentalista cristiano redivivo. Schiff expresa que no hay que hacerse muchas ilusiones con el liderazgo de la «generación fundadora», como Mahmud Abbas, que se po-dría establecer y obtener un estatuto formal, pero que carecería del control real so-bre los territorios, donde impera la demografía fundamentalista de Hamas y Jihad islámica: «líderes locales, comandantes de pandillas o Hamas podrían tomar control de los territorios. En cualquier caso es claro que una herencia de lucha se asentará. Puede ser tranquila o estallar en violencia». La «vieja guardia» del exilio arafatista en Túnez o la «guardia juvenil» de Al Fatah puede detener la ola de violencia, pero se pregunta si podrá proseguir con las reformas del mapa de ruta. Reconoce que Israel puede hacer avanzar la paz con el sucesor de Arafat, pero «también puede profundizar la anarquía y dividir los territorios en pequeños enclaves, en los que la creciente desesperación prevalecería».
¿Acaso no es éste el sueño de los halcones israelíes de crear un Bantutistán en Cisjordania, cuyos mantos freáticos alimentan la dramática carencia hidráulica de Israel? Esta es la oportunidad dorada de Sharon, con la bendición bushiana, para balcanizar y dividir aún más a Gaza y Cisjordania, de por sí desconectadas entre sí.