Consciente del descenso de su popularidad, el martes pasado Bush se trasladó a la base militar de Fort Bragg (Carolina del Norte, EEUU) para dirigir una alocución televisada a toda la nación, ante una audiencia básicamente militar -y, por ello, presumiblemente fiel y entusiasta- con motivo del primer aniversario de la instauración del nuevo Gobierno […]
Consciente del descenso de su popularidad, el martes pasado Bush se trasladó a la base militar de Fort Bragg (Carolina del Norte, EEUU) para dirigir una alocución televisada a toda la nación, ante una audiencia básicamente militar -y, por ello, presumiblemente fiel y entusiasta- con motivo del primer aniversario de la instauración del nuevo Gobierno iraquí en Bagdad.
No encontró los calurosos aplausos de otras ocasiones entre los uniformados. El Washington Post informó de una acogida en «silencio pétreo, poco televisivo» y sólo en un par de ocasiones se escucharon las anheladas ovaciones, estimuladas por personal de la Casa Blanca. Se ha discutido en los medios estadounidenses sobre las razones de tan inusitada frialdad: no ha quedado claro si se debió a órdenes procedentes de Washington -fielmente cumplidas por una audiencia muy disciplinada- para no convertir el acto en un mitin de fogosos simpatizantes, o si fue muestra del incipiente distanciamiento que se aprecia entre los ejércitos y su comandante en jefe.
En cualquier caso, si se trataba de conmemorar el primer paso hacia la democracia iraquí
-simbolizado por el actual Gobierno títere que apenas gobierna-, la verdad es que el presidente no habló mucho del asunto. Aludió más a los atentados del 11S, al terrorismo y a la guerra global antiterrorista. Teniendo en cuenta que Iraq nada tuvo que ver con el 11S ni albergó terrorismo alguno hasta ser ocupado por los invasores, se deduce que Bush se vio obligado a insistir en las mentiras con las que ha arropado sistemáticamente la intervención militar en ese desdichado país. Naturalmente, no se refirió a las armas de destrucción masiva ni a la vasta operación de engaño con la que se ha intentado justificar a posteriori la invasión y la ocupación de Iraq.
Uno de los motivos dominantes de su discurso, entre una serie de lugares comunes que últimamente se acumulan en cualquier intervención pública presidencial, fue la elaborada exhortación a «apoyar a nuestros soldados». Es evidente que esto tenía que encontrar un eco muy favorable entre los asistentes al acto.
Una lectura somera del texto publicado basta para deducir que Bush no se sintió capaz de pedir al pueblo estadounidense un apoyo manifiesto a la política desarrollada en Iraq, como hizo en ocasiones anteriores. Tan desacreditada está ya dicha política -según indican los últimos sondeos de opinión- que parecería un empeño chusco, cuando no contraproducente, insistir en ese aspecto. En vista de lo cual recurrió a solicitar el apoyo popular a los soldados de EEUU desplegados en Iraq y Afganistán. ¿Quién no apoyaría al propio ejército, tanto más cuando continúa sufriendo bajas?
En esto consiste precisamente la trampa del discurso de Bush. Es natural que quienes defienden con entusiasmo la política de un Gobierno respalden la acción de los ejércitos desplegados sobre el terreno para llevarla a cabo. Pero cuando se disiente esencialmente de esa política es imposible aceptar y dar por buena la misión que los ejércitos están desempeñando. En este caso, el verdadero apoyo a los propios soldados consistiría en exigir que cesen de sufrir bajas indeseables e inútiles y que el Gobierno organice del mejor modo posible su necesaria retirada. Asunto importante, pero no esencial para lo que nos ocupa, es que tal retirada se haga de modo que no implique consecuencias más nefastas -para Iraq, para Oriente Próximo y el resto del mundo- que las que trae consigo la ocupación.
A lo largo de la Historia son incontables los soldados que han muerto por causas muy diversas, con valor y heroísmo al servicio de los demás. Pero no todos murieron para lograr un mundo mejor, más libre, digno, justo o seguro. Algunos sirvieron a su país con coraje y abnegación, hasta el sacrificio personal, en guerras injustas, opresivas o criminales, que agravaron la suerte de muchos pueblos. Mostrando las mismas cualidades en el combate y la misma entrega a su sentido del deber, unos y otros inspiran necesariamente consideraciones opuestas.
No es traidor a su pueblo el que sabe distinguir entre éstas y tiene la valentía de proclamar (como ocurrió en EEUU durante la guerra de Vietnam) que no es antipatriota el que se opone a una agresión injusta de los ejércitos propios, cuyos efectos en último término padece, como ocurre casi siempre, una población civil inocente.
La trampa se completa porque cada nuevo muerto en combate es utilizado como un argumento reforzado para continuar la intervención militar, en una espiral sin límite. Para salir de ella es preciso que la población entienda que puede oponerse abierta y tenazmente a una política que considera intervencionista y agresiva, sin que por ello ponga en peligro la vida de sus soldados que, al fin y al cabo, son sus propios hijos. Saber reconocer que algunos de ellos han muerto inútilmente y por una causa equivocada es muy doloroso pero, en todo caso, es mucho mejor, a la larga, que persistir en una cadena de engaños y justificaciones falsas que, tarde o temprano, acabarán desvelándose.
Pero hay otra cara de la misma moneda: los gobernantes que decidieron y emprendieron ese tipo de guerras son los que habrán de responder -ante su pueblo y ante la Historia- por el despilfarro inútil de lo que la nación puso en sus manos: las vidas de los que tenían como misión defenderla. Esto, a pesar de que raras veces los pueblos lleguen a tener ocasión de juzgar y castigar a sus gobernantes delincuentes y aunque el juicio de la Historia se produzca, como suele ser usual, demasiado tarde.
* General de Artillería en la Reserva
Analista del Centro de Investigación para la Paz (FUHEM)