Traducido para Rebelión por Germán Leyens
Resumen: Este informe de primera mano presenta una mirada íntima al fracaso total del sistema en la atención a los damnificados del huracán Katrina. Racismo, ignorancia, desinformación y hostilidad los confrontan por todas partes cuando intentan evacuar la ciudad. En un momento, el departamento del sheriff local les roba sus raciones a punta de pistola. También es una historia que hay que escuchar, de comunidad y de héroes locales que ayudaron siempre que podían hacerlo.
Dos paramédicos abandonados a su suerte en Nueva Orleans después del huracán Katrina presentan su relato de auto-organización y de abandono en la zona del desastre. FTW
Dos días después que el huracán Katrina azotara Nueva Orleans, el negocio de Walgreen en la esquina de las calles Royal e Iberville sigue cerrado. El escaparate de productos lácteos se veía claramente a través de las ventanas. Habían pasado 48 horas sin electricidad, agua potable, alcantarillado. La leche, el yogurt y los quesos comenzaban a pudrirse al calor de 45 grados. Los propietarios y los gerentes encerraron los alimentos, el agua, los pañales y las recetas y huyeron de la ciudad.
Delante de las ventanas de Walgreen, residentes y turistas sufrían cada vez más hambre y sed.
La tan prometida ayuda federal, estatal y local nunca se materializó y las ventanas de Walgreen cedieron ante los saqueadores. Hubiera habido una alternativa. Los policías podrían haber roto una pequeña ventana y distribuido las nueces, los jugos de fruta y el agua embotellada de una manera organizada y sistemática. Pero no lo hicieron. En lugar de hacerlo, pasaron horas jugando al gato y el ratón, dando caza temporalmente a los saqueadores.
Finalmente nos aerotransportaron fuera de Nueva Orleans hace dos días y llegamos a casa ayer (sábado). No hemos visto todavía ninguna parte de la cobertura televisiva o leído un periódico. Podemos imaginar que no hay imágenes de vídeo o fotos en primera plana de turistas europeos o blancos ricos saqueando Walgreen en el Barrio Francés.
También sospechamos que los medios habrán sido inundados con imágenes «heroicas» de la Guardia Nacional, de los soldados y los policías luchando por ayudar a las «víctimas» del huracán. Lo que no verás, pero que nosotros sí vimos, son los verdaderos héroes y heroínas del esfuerzo de ayuda: la clase trabajadora de Nueva Orleans. Los obreros del mantenimiento que utilizaron una carretilla elevadora para transportar a enfermos y discapacitados. Los ingenieros, que equiparon, alimentaron y mantuvieron en funcionamiento los generadores. Los electricistas que improvisaron sus gruesos cables alargadores para extenderlos a bloques enteros a fin de compartir la poca electricidad que teníamos y liberar coches que estaban varados en el techo de aparcamientos. Enfermeras que reemplazaron los ventiladores mecánicos y pasaron interminables horas forzando manualmente el aire dentro de los pulmones de pacientes inconscientes para mantenerlos en vida. Porteros que rescataron a personas atrapadas en ascensores. Obreros de las refinerías que irrumpieron en varaderos, «robando» botes para rescatar a sus vecinos aferrados a sus techos en aguas de la inundación. Mecánicos que ayudaron a hacer partir cualquier coche que podían encontrar para llevar gente fuera de la ciudad. Y los trabajadores del servicio alimentario que dieron una batida por las cocinas comerciales para improvisar comidas comunitarias para cientos de personas abandonadas.
La mayoría de estos trabajadores habían perdido sus casas, y no habían oído de sus familias, pero se quedaron y armaron la única infraestructura para el 20% de Nueva Orleans que no se hallaba bajo el agua.
El segundo día, quedábamos aproximadamente 500 en los hoteles del Barrio Francés. Éramos una mezcla de turistas extranjeros, participantes en conferencias como nosotros, y gente local que se había registrado en los hoteles para buscar seguridad y protección contra Katrina. Algunos de nosotros teníamos contacto por teléfono celular con nuestra familia y amigos al exterior de Nueva Orleans. Nos dijeron repetidamente que toda clase de recursos, incluyendo la Guardia Nacional y numerosos autobuses estaban llegando a la ciudad. Los autobuses y otros recursos deben haber sido invisibles porque ninguno de nosotros los había visto.
Decidimos que teníamos que salvarnos nosotros mismos. Así que juntamos nuestro dinero y reunimos 25.000 dólares para que vinieran 10 autobuses para sacarnos de la ciudad. Los que no poseían los 45 dólares necesarios para un pasaje fueron subvencionados por los que tenían dinero de más. Esperamos 48 horas a los autobuses, de las cuales las últimas 12 las pasamos parados afuera, compartiendo la poca agua, los alimentos y las vestimentas que teníamos.
Creamos un área de prioridad para enfermos, los mayores y los bebés recién nacidos. Esperamos hasta tarde por la noche la llegada «inminente» de los autobuses. Nunca llegaron. Más tarde averiguamos que llegaron al límite de la ciudad, pero que fueron requisados por los militares.
Al cuarto día, a nuestros hoteles se les acabó el combustible y el agua. Los servicios sanitarios estaban en un estado peligrosamente catastrófico. A medida que la desesperación y la desesperanza aumentaban, el crimen callejero así como los niveles del agua comenzaron a aumentar. Los hoteles nos echaron y cerraron sus puertas, diciéndonos que los «funcionarios» decían que fuéramos al centro de convenciones para esperar más autobuses. Al entrar al centro de la ciudad, encontramos por fin a la Guardia Nacional.
Los Guardias nos dijeron que no se nos permitiría entrar al Superdome ya que el refugio principal de la ciudad se había deteriorado hasta convertirse en un infierno humanitario y sanitario. Los guardias nos dijeron además que el único otro refugio de la ciudad, el Centro de Convenciones, también caía en el caos y la sordidez y que la policía no permitía que nadie más ingresara. Naturalmente, preguntamos: «¿Si no podemos ir a los únicos 2 refugios en la ciudad, qué alternativa nos queda?» Los guardias nos dijeron que ese era un problema nuestro, y que no tenían agua de más para darnos. Éste fue el comienzo de nuestros numerosos encuentros con un «mantenimiento del orden» insensible y hostil.
Caminamos hasta el centro de comando policial en Harrah’s en Canal Street y nos dijeron lo mismo, que teníamos que arreglárnoslas nosotros mismos, y que no tenían agua para darnos. Ya éramos varios cientos. Realizamos una reunión masiva para decidir qué hacer. Acordamos acampar afuera del puesto de comando policial. Así seríamos claramente visibles para los medios y constituiríamos un embarazo altamente visible para los funcionarios de la ciudad. La policía nos dijo que no podíamos quedarnos. A pesar de ello, comenzamos a establecernos y a montar un campamento. Al poco tiempo, el comandante de la policía cruzó la calle para dirigirse a nuestro grupo. Nos dijo que tenía una solución: debíamos caminar a la autopista Pontchartrain y cruzar el gran Puente Nueva Orleans donde la policía tenía autobuses preparados para sacarnos de la ciudad. Los reunidos se animaron y comenzaron a partir. Llamamos a todos a que volvieron y explicamos al comandante que había habido mucha información errónea y desinformación y si estaba seguro de que había autobuses esperándonos. El comandante se volvió hacia la multitud y declaró enfáticamente: «Les juro que los autobuses están ahí».
Nos organizamos y 200 de nosotros partimos hacia el puente con gran excitación y esperanza. Al pasar por el centro de convenciones, mucha gente local vio a nuestro grupo determinado y optimista y preguntó adónde íbamos. Les contamos la gran noticia. Varias familias inmediatamente tomaron sus pocas pertenencias y rápidamente nuestro número se duplicó y luego volvió a duplicarse. Ahora se sumaron bebés en cochecitos, personas con muletas, ancianos agarrados a ayudas para caminar y otras personas en sillas de ruedas. Caminamos los 3 a 5 kilómetros hasta la autopista y subimos la empinada rampa hacia el Puente. Ahora comenzó a llover, pero la lluvia no disminuyó nuestro entusiasmo.
Al acercarnos al puente, sheriffs de Gretna armados formaron una hilera frente a la base del puente. Antes de que pudiéramos acercarnos suficientemente para hablar, comenzaron a disparar sus armas por sobre nuestras cabezas. Esto provocó la huída de la multitud en varias direcciones. Mientras la gente se dispersaba y desaparecía, unos pocos seguimos adelante y logramos iniciar una conversación con algunos de los sheriffs. Les contamos nuestra discusión con el comandante de la policía y de las promesas del comandante. Los sheriffs nos informaron que no había autobuses esperando. El comandante nos había mentido para que nos fuéramos.
Preguntamos por qué a pesar de todo no podíamos cruzar el puente, especialmente ya que había poco tráfico en la autopista de 6 carriles. Respondieron que el West Bank no se iba a convertir en Nueva Orleans y que no había Superdomes en su ciudad. Lo que querían decir es: eres pobre y negro, no vas a cruzar el río Mississippi y no vas a salir de Nueva Orleans.
Nuestro pequeño grupo se retiró por la carretera 90 a buscar refugio de la lluvia bajo un viaducto. Discutimos nuestras opciones y al final decidimos construir un campamento en medio de la Autopista Ponchartrain en la isla divisoria, entre las salidas O’Keefe y Tchoupitoulas. Razonamos que así seríamos visibles para todos, que contaríamos con alguna seguridad por estar en una autopista elevada y que podríamos esperar y ver la llegada de los autobuses que aún no habían aparecido.
Durante todo el día, vimos a otras familias, individuos y grupos que realizaban el mismo viaje subiendo la rampa en un intento de cruzar el puente, sólo para ser rechazados. Algunos alejados a tiros, otros simplemente por negativas, otros que fueron recriminados y humillados verbalmente. A miles de habitantes de Nueva Orleans se les impidió y prohibió que se auto-evacuaran a pie de la ciudad. Mientras tanto, los únicos dos refugios de la ciudad cayeron aún más en la inmundicia y el deterioro. La única manera de cruzar el puente era en un vehículo. Vimos a trabajadores robando camiones, autobuses, furgonetas, y cualquier coche que podían hacer partir. Todos estaban repletos de gente que trataba de escapar de la miseria en que se había convertido Nueva Orleans.
Nuestro pequeño campamento comenzó a progresar. Alguien robó un camión cisterna con agua y nos lo llevó. ¡Que hablen de saqueo! A algo como un kilómetro y medio por la autopista, un camión del ejército perdió en una curva un par de paletas de raciones C. Llevamos la comida a nuestro campamento en carritos de supermercado. Ahora que habíamos asegurado dos necesidades: alimento y agua: florecieron la cooperación, la comunidad y la creatividad. Organizamos una limpieza y colgamos bolsas de basura de las barras de refuerzo del hormigón. Hicimos camas con paletas de madera y con cartón. Establecimos un desagüe como baño y los chicos construyeron una compleja cerca de plástico, paraguas rotos, y otros desechos para obtener privacidad. Incluso organizamos un sistema de reciclaje de alimentos gracias al cual las personas podían intercambiar partes de las raciones C (¡salsa de manzanas para los bebés y golosinas para los chicos!)
Fue un proceso que observamos repetidamente después de Katrina. Cuando una persona tenía que luchar por conseguir alimento o agua, significa que se preocupaba sólo por ella. Tenías que hacer lo que fuera para encontrar agua para tus niños o alimentos para tus padres. Cuando se satisfacían esas necesidades básicas, la gente comenzó a preocuparse por los demás, trabajando en conjunto y construyendo una comunidad.
Si las organizaciones de socorro hubieran saturado la ciudad con alimentos y agua en los primeros 2 o 3 días, la desesperación, la frustración y la violencia no habrían aparecido.
Con las necesidades cubiertas, ofrecimos alimentos y agua a las familias y a los individuos de paso. Muchos decidieron quedarse y unirse a nosotros. Nuestro campamento creció a 80 o 90 personas.
Una mujer con una radio a pilas nos dijo que los medios hablaban de nosotros. A plena vista en la autopista, cada organización de ayuda y noticiosa nos vio cuando iban a la ciudad. Preguntaban a los funcionarios qué iban a hacer con todas esas familias que vivían en la autopista. Los funcionarios respondieron que iban a preocuparse de nosotros. Algunos de nosotros se sintieron desalentados. «Ocuparse de nosotros» tenía un tono ominoso.
Por desgracia, nuestra desazón (junto con la ciudad que se hundía) era justificada.
Con el comienzo de la madrugada apareció un sheriff de Gretna, saltó de su patrullero, nos apuntó a la cara y gritó: «¡Salgan de la maldita autopista!». Llegó un helicóptero y utilizó el viento de sus palas para hacer volar nuestras endebles estructuras. Cuando nos retiramos, el sheriff cargó su vehículo con nuestros alimentos y agua.
Una vez más, a punta de pistola, nos obligaron a abandonar la autopista. Aparecieron todas las agencias de mantenimiento cada vez que nos reuníamos en grupos de 20 o más. En cada congregación de «víctimas» veían una «turba» o un «disturbio». Nos sentíamos seguros cuando éramos numerosos. Nuestro «tenemos que seguir juntos» se hizo imposible porque las agencias nos dividían por la fuerza en pequeños grupos atomizados.
En el pandemonio de ver nuestro campamento atacado y destruido, volvimos a dispersarnos. Reducidos a un pequeño grupo de 8 persones, a oscuras, buscamos refugio en un autobús escolar abandonado, bajo la autopista en Cilo Street. Nos ocultábamos de posibles elementos criminales, pero igual y definitivamente, nos escondíamos de la policía y de los sheriffs con su ley marcial, su toque de queda y su política de tirar a matar.
Durante los días siguientes, nuestro grupo de 8 caminó casi todo el día, estableció contacto con el Departamento de Incendios de Nueva Orleans y terminamos por ser aerotransportados por un equipo urbano de búsqueda y rescate. Nos depositaron cerca del aeropuerto y logramos que nos llevara la Guardia Nacional. Los dos jóvenes guardias se disculparon por la reacción limitada de los guardias de Louisiana. Explicaron que gran parte de su unidad estaba en Irak y que eso significaba que les faltaba personal y que no podían completar todas las tareas que les fueron asignadas.
Llegamos al aeropuerto el día en que había comenzado un masivo puente aéreo. El aeropuerto se había convertido en otro Superdome. Los 8 nos vimos atrapados en una masa de seres humanos, ya que los vuelos fueron retardados durante varias horas mientras George Bush aterrizaba brevemente para una sesión fotográfica con los medios. Después de ser evacuados en un avión de flete de los guardacostas, llegamos a San Antonio, Texas.
Allí continuó la humillación y la deshumanización del esfuerzo de socorro oficial. Nos colocaron en autobuses y nos llevaron a un gran campo donde nos obligaron a permanecer sentados durante horas y horas. Algunos de los autobuses no tenían aire acondicionado.
En la oscuridad, cientos de nosotros fueron obligados a compartir dos inmundos orinales que rebasaban. Los que lograron llevar alguna posesión (a menudo unas pocas pertenencias en bolsas plásticas medio rotas) fuimos sometidos a dos cacheos, olfateados por perros.
La mayoría no habíamos comido en todo el día, porque nos habían confiscado nuestras raciones C en el aeropuerto porque las raciones provocaban la reacción de los detectores de metales. Sin embargo, no habían suministrado alimentos a los hombres, mujeres, niños, ancianos, discapacitados, mientras estaban sentados durante horas esperando el «examen médico» para asegurarse de que no éramos portadores de alguna enfermedad contagiosa.
Este tratamiento oficial se encontraba en agudo contraste con la calurosa, sincera, recepción que nos dieron los texanos de a pie. Vimos a una trabajadora de una línea aérea que dio sus zapatos a alguien que estaba descalzo. Desconocidos en la calle nos ofrecieron dinero y artículos de tocador, con palabras de bienvenida.
En todo momento, el esfuerzo oficial de auxilio fue insensible, inepto y racista. Hubo más sufrimiento que lo que hubiera sido necesario. Se perdieron vidas innecesariamente.
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