Los vigilantes se sientan en la frontera, con armas en el regazo, buscando detectar a quienes intenten cruzar. Bush promete enviar a 6 mil efectivos de la Guardia Nacional y levantar un muro. Los archiconservadores amenazan convertir en felonía la condición de indocumentados y las acciones de quienes les ayuden. Pero los inmigrantes procedentes del […]
Los vigilantes se sientan en la frontera, con armas en el regazo, buscando detectar a quienes intenten cruzar. Bush promete enviar a 6 mil efectivos de la Guardia Nacional y levantar un muro. Los archiconservadores amenazan convertir en felonía la condición de indocumentados y las acciones de quienes les ayuden. Pero los inmigrantes procedentes del sur de la frontera, junto con sus simpatizantes, se han venido manifestando, en el orden de cientos de miles, en pro de los derechos de los que nacieron fuera del país, sean calificados de legales o ilegales. Y la consigna es recurrente: «Ningún ser humano es ilegal».
La discriminación contra los nacidos en el extranjero tiene larga historia, que se remonta a los inicios de la nación. Irónicamente, después de sumergirse en su propia revolución, Estados Unidos estaba temeroso de alojar revolucionarios en su seno. Francia acababa de derrocar a su monarquía. Los rebeldes irlandeses protestaban contra el dominio británico y el nuevo gobierno estadunidense era consciente de los «peligrosos extranjeros» -irlandeses y franceses- en el país. En 1798, aprobó una legislación que extendía el periodo de residencia requerido para volverse ciudadano, de cinco a 14 años. Autorizó también al presidente a deportar a cualquier «extraño» que considerara peligroso para la seguridad pública.
En las décadas de los 40 y 50 del siglo XIX, hubo un virulento sentimiento antirlandés, especialmente después de la fallida cosecha de papas en Irlanda que mató a un millón de personas y arrastró a millones al exilio, la mayoría de ellos a Estados Unidos.
«Ni se les ocurra a los irlandeses presentar su solicitud», fue la consigna que simbolizaba este prejuicio. Esto fue parte de un largo tren de miedos irracionales con los que una generación de inmigrantes, que ahora estaba bastante asimilada, reaccionaba con odio contra la siguiente oleada. Ahí está el caso de Dennis Kearney, nacido irlandés, que se convirtió en vocero de los prejuicios antichinos. Sus ambiciones políticas lo condujeron a él y al Partido de los Trabajadores de California a adoptar la consigna «Los chinos deben irse».
Los chinos habían sido bien recibidos en la década de 1860 como mano de obra barata para la construcción del ferrocarril transcontinental, pero comenzaron a verlos, especialmente después de la crisis económica de 1873, como gente que le quitaba empleos a los nativos. Este sentimiento se volvió norma con la ley de exclusión de chinos de 1882 que, por vez primera en la historia de la nación, creó la categoría de inmigrantes ilegales. Antes no había controles fronterizos. Ahora los chinos intentaron evadir la ley cruzando desde México. Algunos aprendieron a decir «yo soy mexicano». Pero la violencia continuó, conforme los blancos se percataban de que sus empleos recaían en los mal pagados chinos. Y reaccionaron con furia. En 1885, en Rock Springs, Wyoming, los blancos atacaron a 500 chinos y masacraron a 28 de ellos a sangre fría.
En el este, los europeos eran requeridos en fábricas de prendas de vestir, minas, textileras, o como jornaleros, canteros o cavadores de zanjas. Los inmigrantes fluyeron del sur y el este de Europa, de Italia, Grecia, Polonia, Rusia y los Balcanes. En la década de 1880 llegaron 5 millones de inmigrantes, 4 millones entre 1890 y 1900. Y de 1900 a 1910, arribaron 8 millones más.
Los recién llegados se enfrentaron a una enconada hostilidad. Un típico comentario en el Sun de Baltimore era: «El inmigrante italiano no sería más objetable que algunos otros si no fuera por su singular disposición hacia el derramamiento de sangre, su terrible temperamento y su ánimo de venganza». En 1908, el comisionado de policía de Nueva York, Theodore Bingham, insistía en que «la mitad de los criminales» de la ciudad son judíos.
La decisión de Woodrow Wilson de meter a Estados Unidos en la Primera Guerra Mundial trajo amplia oposición. Para suprimirla, el gobierno adoptó una legislación -la ley de espionaje y la de sedición- que condujo al encarcelamiento de casi mil personas. Su delito fue protestar, de viva voz o por escrito, la entrada de Estados Unidos en la guerra. Otra ley contemplaba la deportación de los «extraños» que se opusieran al gobierno organizado o promovieran la destrucción de la propiedad.
Después de la guerra, la atmósfera superpatriótica condujo a más histeria contra los nacidos en el extranjero, intensificada por la revolución bolchevique de 1917. En 1919, tras la explosión de una bomba frente a la casa del procurador general A. Mitchell Palmer, se emprendió una serie de redadas contra los inmigrantes. Los agentes de Palmer aprehendieron a 249 personas de origen ruso, no ciudadanas, muchas de las cuales habían vivido en el país durante mucho tiempo, y las subieron a un transporte para deportarlas a la Rusia soviética. Entre ellas se encontraban los anarquistas Ema Goldman y Alexander Berkman. J. Edgar Hoover, que por aquel entonces era un joven agente del Departamento de Justicia, supervisó personalmente las deportaciones.
Poco después, enero de 1920, se arrestó a 4 mil personas en 33 ciudades, y se les mantuvo en aislamiento por largos periodos. Luego se les juzgó en audiencias secretas, y más de 500 fueron deportadas. En Boston, agentes del Departamento de Justicia, auxiliados por la policía local, arrestaron a 600 personas tras redadas en lugares públicos o después de invadir sus hogares temprano por la mañana. Se les esposó o encadenó en grupos, y se les hizo marchar por las calles. Fue en este ambiente de jingoísmo e histeria antinmigrantes que sometieron a juicio a Nicola Sacco y Bartolomeo Vanzetti tras un robo y asesinato en una fábrica de calzado en Massachussetts. Un juez y un jurado anglosajones los declararon culpables y los sentenciaron a muerte.
En 1924, el sentimiento nacionalista y antinmigrante provocó que el Congreso aprobara una ley nacional de cuotas de origen. Estas cuotas impulsaron la migración desde Inglaterra, Alemania y Escandinavia, pero limitaron estrictamente la migración procedente del sur y el este de Europa.
Tras la Segunda Guerra Mundial, la atmósfera de guerra fría e histeria anticomunista condujo a la ley McCarran-Walter, de 1952, que fijó cuotas de 100 inmigrantes de cada país de Asia. Los inmigrantes procedentes del Reino Unido, Irlanda y Alemania habrían de absorber 70 por ciento de la cuota anual de inmigración. La ley revivió también, en forma virulenta, la legislación contra los «extraños» de 1798, y creó la base ideológica para la exclusión de inmigrantes y el trato recibido por todos los residentes nacidos en el extranjero que podían ser deportados por «cualquier actividad perjudicial al interés público» o que fuera «subversiva de la seguridad nacional». Los no ciudadanos sospechosos fueron apresados y deportados.
Los grandes movimientos sociales de los 60 del siglo XX condujeron a numerosas reformas legislativas: derechos de voto para los negros, atención de salud para los ancianos y los pobres y una ley que abolía el sistema nacional de cuotas de origen, lo que permitió que de cada país entraran 20 mil inmigrantes. Pero ese respiro no duró.
En 1995, fue bombardeado el edificio federal de Oklahoma City, lo que ocasionó la muerte de 168 personas. Pese a que los dos convictos por el crimen eran estadunidenses, al año siguiente el presidente Clinton aprobó la ley antiterrorista y de pena de muerte efectiva, que contenía previsiones especialmente duras contra personas nacidas en el extranjero. La ley reintrodujo, para inmigrantes y ciudadanos, el principio, propio de la era macartista, de la culpabilidad por asociación. Es decir, podía meterse a alguien a la cárcel -o ser deportado si había nacido en el extranjero- no por algo que hubiera cometido, sino por el apoyo a cualquier grupo designado de «terrorista» por el secretario de Estado. El gobierno podía negarle visas a cualquier individuo que deseara entrar a Estados Unidos si era miembro de alguno de esos grupos, aun si las acciones del grupo apoyado por dicho individuo fueran perfectamente legales. Con la nueva ley, una persona marcada para ser deportada no tenía derechos procesales, y podía ser deportado sobre la base de evidencia secreta.
Que Clinton firmara esta ley reafirmó el hecho que enfocarse contra los inmigrantes y privarlos de derechos constitucionales no era una política exclusiva republicana sino también demócrata que, en la atmósfera militar de la Primera Guerra Mundial y la guerra fría, se unieron en ataque bipartidista contra los derechos de nativos y nacidos en el extranjero.
En la estela de la destrucción de las Torres Gemelas en Nueva York el 11 de septiembre de 2001, Bush declaró «una guerra al terrorismo». Un clima de temor se esparció por toda la nación y muchas personas nacidas en el extranjero se volvieron objeto de sospecha. El gobierno contaba ahora con los nuevos poderes legales de la ley patriota de 2001, lo que le otorgó al procurador general la potestad de encarcelar a cualquiera que hubiera nacido en el extranjero y que él señalara de «sospechoso de terrorismo». Para esto no requería de pruebas ni necesitaba mostrarlas; todo dependía de su palabra. Y así, los detenidos podían permanecer presos indefinidamente, sin que se requirieran pruebas del gobierno ni se hiciera audiencia alguna. La ley fue aprobada con respaldo masivo de ambos partidos, el demócrata y el republicano. En el Senado, sólo una persona, Russ Feingold, de Wisconsin, votó en contra.
En la excitada atmósfera de la «guerra contra el terrorismo» era predecible que como efecto hubiera violencia contra gente nacida fuera de Estados Unidos. Por ejemplo, tan sólo cuatro días después de los sucesos del 11 de septiembre, un estadunidense, de origen sij, de 49 años, que realizaba trabajos de jardinería afuera de su estación de gasolina en Mesa, Arizona, fue acribillado a tiros por un hombre que le gritó: «Estoy con América hasta el fin». En febrero de 2003, un grupo de adolescentes de Orange County, California, atacó con palos de golf y tubos a Rashid Alam, joven estadunidense de origen libanés, de 18 años. El joven quedó con la mandíbula fracturada, heridas punzocortantes y daños en la cabeza.
Poco después del 11 de septiembre, documentó el Center for Constitutional Rights y Human Rights Watch, musulmanes de varios países fueron detenidos y recluidos por varios periodos en minúsculas celdas sin ventanas, golpeados con frecuencia y torturados. Como lo informó el New York Times, «cientos de no ciudadanos fueron apresados por violaciones a su visa en las semanas posteriores al 11 de septiembre, y detenidos por meses en el muy criticado centro federal de detención de Brooklyn como «personas de interés» para investigadores del terrorismo, para luego deportarlos».
Los musulmanes fueron blanco especial de la vigilancia y el arresto. Miles fueron detenidos. Anthony Lewis, columnista del New York Times, refirió el caso de un hombre que, desde antes del 11 de septiembre, fue arrestado de acuerdo con evidencia secreta. Cuando un juez federal determinó que no había razón para concluir que el hombre era una amenaza para la seguridad nacional, se le liberó. Sin embargo, después del 11 de septiembre el Departamento de Justicia, ignorando la decisión del juez, lo volvió a encarcelar y lo mantuvo en confinamiento solitario 23 horas al día sin permitir que su familia lo visitara.
Conforme escribo esto, republicanos y demócratas intentan una medida conciliatoria respecto de los derechos de los inmigrantes. Pero en ninguna de estas propuestas hay el reconocimiento de que merecen los mismos derechos que cualquier persona. Olvidando o más bien ignorando la indignación de las personas amantes de la libertad ante la construcción del Muro de Berlín, y la exaltación que produjo su caída, habrá un muro en la frontera sur, en California y Arizona. Dudo que haya alguna figura pública que señale que este muro intenta mantener a los mexicanos fuera de la tierra que le fue violentamente arrebatada a México en la guerra de 1846-1848.
Unicamente las manifestaciones en tantas ciudades de todo el país nos recuerdan las palabras labradas en la Estatua de la Libertad en el puerto de Nueva York: «Dénme sus cansadas, sus pobres, sus amontonadas masas, que anhelan respirar con libertad, esos desencajados residuos de vuestras fecundas costas. Envíenme a éstos, los descastados, los aventados por la tempestad, a mí. Levanto mi luz junto a la puerta dorada». En la ola de ira contra las acciones gubernamentales de los 60, había cartonistas que dibujaban la Estatua de la Libertad con un paño que le cubría los ojos. La venda en los ojos permanece, aunque ésta sea simbólica, hasta que actuemos, sí, asumiendo que «ningún ser humano es ilegal».
Traducción: Ramón Vera Herrera
* Howard Zinn es coautor, con Anthony Arnove, de Voices of a People’s History of the United States. Este artículo, aparecido en The Progressive, en su número de julio de 2006, es una adaptación que escribiera para el próximo libro de Deepa Fernandes: Targeted: Homeland Security and the Business of Immigration.