El 1 de julio de 1937, hace ahora 70 años, la jerarquía de la Iglesia católica española selló oficialmente el pacto de sangre con la causa del general Franco. Ese día vio la luz la «Carta de los Obispos españoles a los de todo el mundo con motivo de la Guerra de España». Redactada, a […]
El 1 de julio de 1937, hace ahora 70 años, la jerarquía de la Iglesia católica española selló oficialmente el pacto de sangre con la causa del general Franco. Ese día vio la luz la «Carta de los Obispos españoles a los de todo el mundo con motivo de la Guerra de España». Redactada, a petición de Franco, por el cardenal Isidro Gomá, la apoyaron con su firma todos los obispos españoles, menos Mateo Múgica y Francesc Vidal i Barraquer, que se encontraban en ese momento en Italia. Múgica, obispo de Vitoria, había sido expulsado de su diócesis unos meses antes por la Junta de Defensa de Burgos por haber «amparado con excesiva transigencia a los sacerdotes nacionalistas» y excusó su firma alegando precisamente que no estaba en su puesto.
Vidal i Barraquer, arzobispo de Tarragona, que había podido escapar de la violencia anticlerical del verano de 1936, le dijo a Gomá que ese documento colectivo podría servir de pretexto «para nuevas represalias y violencias» y para «colorear las ya cometidas» y que además le molestaba, en clara alusión a Franco, «aceptar sugerencias de personas extrañas a la Jerarquía en asuntos de su incumbencia».
Nada nuevo, desde el punto de vista doctrinal, había en esa «Carta» que no hubiera ya sido dicho por obispos, sacerdotes y religiosos en los doce meses que habían pasado desde la sublevación militar. Pero la resonancia internacional fue tan grande, editada inmediatamente en francés, italiano e inglés, que muchos aceptaron para siempre la versión maniquea y manipuladora que la Iglesia transmitió de la guerra, del «plebiscito armado»: que el «Movimiento Nacional» encarnaba las virtudes de la mejor tradición cristiana y el Gobierno republicano todos los vicios inherentes al comunismo ruso.
Además de insistir en el bulo de que el «alzamiento militar» había frenado una revolución comunista planeada a fecha fija y de ofrecer la típica apología del orden, tranquilidad y justicia que reinaban en el territorio «nacional», los obispos incorporaban un asunto de capital importancia, que todavía hoy es la posición oficial de la jerarquía: la Iglesia fue «víctima inocente, pacífica, indefensa» de esa guerra y «antes de perecer totalmente en manos del comunismo», apoyó la causa que garantizaba «los principios fundamentales de la sociedad». La Iglesia era «bienhechora del pueblo» y no «agresora». Los agresores eran los otros, los que habían provocado esa revolución «comunista», «antiespañola» y «anticristiana».
La «Carta colectiva» consiguió la adhesión de los episcopados de treinta y dos países y de unos novecientos obispos. El respaldo sin contemplaciones al bando rebelde sirvió de argumento definitivo para los católicos y gentes de orden del mundo entero. Fundamentalmente porque iba acompañado de un descarado silencio acerca de la violencia exterminadora que los militares habían puesto en marcha desde el primer momento de la sublevación. La «Carta» demonizaba al enemigo, al que sólo movía la voluntad de persecución religiosa, y codificaba definitivamente el apadrinamiento de la guerra como Cruzada santa y justa contra la disgregación patriótico-religiosa emprendida por la República.
Franco y la Iglesia católica salieron notablemente reforzados. La conversión de la guerra en un conflicto puramente religioso, en el que quedaban al margen los aspectos políticos y sociales, justificó la violencia ya consumada y legitimó a Franco para seguir matando. El entonces director de Propaganda del bando franquista, Javier Conde, le transmitió al jesuita Constantino Bayle, hombre de confianza de Gomá, lo satisfechos que estaban en los círculos políticos y militares con aquel milagroso documento: «Diga Ud. al Señor Cardenal que se lo digo yo, práctico en estos menesteres: que más ha logrado él con la ‘Carta colectiva’ que los demás con todos nuestros afanes».
Acabada la guerra, los vencedores ajustaron cuentas con los vencidos, recordándoles durante décadas los efectos devastadores de la matanza del clero y de la destrucción de lo sagrado, mientras se pasaba un tupido velo por la «limpieza» que en nombre de ese mismo Dios habían emprendido y seguían llevando a cabo gentes piadosas y de bien. Obispos y sacerdotes celebraron durante mucho tiempo actos religiosos y ceremonias fúnebres en memoria de sus mártires. Bajo aquellos «días luminosos» de la paz de Franco, sus restos fueron exhumados y trasladados en cortejos que recorrían con gran solemnidad numerosos pueblos y ciudades, desde los cementerios y lugares de martirio a las capillas e iglesias elegidas para el descanso eterno de sus restos.
La Iglesia católica española quiso, no obstante, perpetuar la memoria de sus mártires con algo más que ceremonias fúnebres y monumentos, y reclamó, apoyada por los dirigentes franquistas, su beatificación, un camino que tardó casi cuatro décadas en recorrerse y que, paradójicamente, empezó a encontrar frutos varios años después de muerto Franco, con la democracia ya implantada en la sociedad española. Pío XII se había opuesto a una beatificación indiscriminada y masiva de miles de «caídos por Dios y por España» y una actitud similar adoptaron sus sucesores Juan XXIII y Pablo VI, quien ordenó incluso la paralización de los procesos canónicos que desde el final de la guerra estaban llegando al Vaticano.
Las cosas cambiaron con Juan Pablo II. En marzo de 1982 comunicó a los obispos españoles que iba a impulsar la beatificación de los mártires de la persecución religiosa en España. El 29 de marzo de 1987 beatificó a tres monjas carmelitas de Guadalajara, asesinadas el 24 de julio de 1936. Fueron las primeras beatificaciones de mártires de la cruzada. A partir de ese momento, se aceleró la conclusión de procesos anteriormente paralizados y se abrieron otros muchos.
A la jerarquía eclesiástica española, sin embargo, los más de cuatrocientos beatificados desde entonces le parecen pocos y reclaman que sean elevados a los altares muchísimos más: los cerca de siete mil eclesiásticos «martirizados» y unos tres mil seglares de ambos sexos, militantes de Acción Católica y de otras asociaciones confesionales, a quienes se quiere aplicar la misma categoría. Si se cumple lo anunciado por la Conferencia Episcopal, la Iglesia española tendrá 498 nuevos mártires de la «persecución religiosa» en octubre de este año, una ceremonia de beatificación masiva para la que se está organizando una peregrinación multitudinaria a Roma.
Nada ni nadie le impide a la Iglesia católica recordar y honrar a sus mártires. Pero con esas ceremonias de beatificación, la Iglesia católica española continúa siendo la única institución que, ya en pleno siglo XXI, mantiene viva la memoria de los vencedores de la Guerra Civil y sigue humillando con ello a los familiares de las decenas de miles de asesinados por los franquistas, quienes, por cierto, a la espera de la Ley de Memoria Histórica, todavía no han encontrado la reparación moral ni el reconocimiento jurídico y político después de tantos años de vergonzosa marginación.
A la jerarquía de la Iglesia católica no le gusta esa Ley ni tampoco desea que un Parlamento democrático apruebe un reconocimiento público y solemne a las víctimas del franquismo. Prefiere su memoria, la de sus mártires, la que sigue reservando el honor para unos y el silencio y la humillación para otros. Como hizo siempre la dictadura de Franco.