Traducido por Manuel Talens
Son varias las razones que han dado lugar a la obsesión con Nasralá [1], que llevó a los responsables israelíes a iniciar la segunda guerra de Líbano. Israel siempre ha considerado a los líderes árabes como meros individuos, no como representantes de sistemas políticos. Incluso entre analistas de los medios y políticos, todos ellos se referían a «Assad», a «Arafat» o a «Nasralá», en vez de a los estados y organizaciones que representan. Para los responsables israelíes, así como para los medios y la ciudadanía, el mundo árabe estaba dirigido por personas, no por sistemas de gobierno, y la mejor manera de influir en él era lanzar una bomba en el lugar adecuado.
Cautivos en Líbano, Ofer Shelah y Yaov Limor [2]
Los israelíes tienen tendencia a personalizar los conflictos, lo cual no los convierte en originales ni innovadores. De hecho, lo único que hacen es seguir el ejemplo de la Biblia. En la cosmovisión judaica, la historia y la ética se reducen a menudo a un banal principio de oposición entre dos conceptos. Por ejemplo, la lucha a muerte entre David y Goliat personaliza la lucha entre los «buenos» israelitas y los «malos» filisteos. Incluso si este relato bíblico puede entenderse desde una óptica meramente literaria, las semejanzas con los israelitas actuales son bastante perturbadoras. En Israel, hay un camino directo que conduce desde el asesinato a un cargo en el gobierno. Una y otra vez los israelitas contemporáneos suplican a sus muy condecorados asesinos que sean sus reyes, que dirijan su ejército y luego que se integren en el gabinete. Eso es lo que pasó con Sharon, Barak, Mofaz, Halutz, Dichter y muchos más.
Sin embargo, los israelíes no son los únicos en esto. La tendencia a personalizar y concretizar la historia es bastante común entre lo demás judíos. Para muchos de ellos el Tercer Reich se limita a Hitler y Goebbels. El antisemitismo se reduce a menudo a Wagner, Marx, Weininger, etc. Esta personificación simplifica la realidad circundante, el curso de la historia y su interpretación: si muere Hitler, el Tercer Reich puede desaparecer; si se prohíbe a Wagner, lo mismo podría pasar con el antisemitismo. Esta tendencia a personalizar los conflictos, las ideologías y la visión del mundo es algo infantil: lo que no se ve deja de existir. Concuerda también con el paradigma bíblico del «ojo por ojo y diente por diente». Sin embargo, eso no es más que una forma de autoengaño que asocia erróneamente lo abstracto con alguna banal concretización y evita cualquier compromiso intelectual con la ideología, la crítica o la reflexión.
Es evidente que la interpretación sionista sólo se implica con el síntoma concreto, con la manifestación más simple de la animosidad que lo rodea, en vez de con el núcleo del problema. Hitler cayó derrotado, los judíos son ahora bienvenidos en Alemania y en Europa, pero el Estado judío y los hijos de Israel son igual de impopulares en Oriente Próximo que sus abuelos en Europa hace sólo seis décadas. Al parecer, es la personificación de la Segunda Guerra mundial y del Holocausto lo que impidió que los israelíes y sus partidarios interiorizasen el verdadero significado de las condiciones y los acontecimientos que condujeron a su destrucción. Si los sionistas comprendiesen el verdadero significado de su Holocausto, el israelita de nuestro tiempo podría prevenir la destrucción que puede estar aguardándolo en el futuro. De manera similar, Wagner puede ser prohibido en Israel, pero las condiciones que llevaron a que Marx, Weininger y Wagner dijeran lo que tenían que decir siguen inalteradas. Parece ser que cada vez hay más gente en el mundo que hoy reacciona política, crítica e ideológicamente contra Israel, contra el sionismo, contra el tribalismo judío y contra las políticas inhumanas y atroces implícitas en el nacionalismo judío y en sus consecuencias políticas y culturales.
Pero seamos claros, no son sólo los israelíes quienes personalizan los conflictos. Gracias a los neoconservadores (neocons) y a su enorme influencia actual en el ámbito político anglo-usamericano, todos estamos sujetos a alguna simplificación y personalización de casi cualquier conflicto occidental. Todas las guerras occidentales tienen un «rostro» en la actualidad: la «guerra contra del terror» se asocia con el rostro de Ben Laden; la supuesta «liberación del pueblo iraquí» incluía el rostro de Sadam Husein en la primera carta de la baraja. En la guerra sionizada de los neocons cualquier conflicto ideológico se convierte en un complot para un asesinato personal. Vale la pena recordar que antes de que los neocons lanzaran su exitoso intento de sionizar USA y el Reino Unido, estos dos países solían comprometerse en guerras ideológicas impersonales y en conflictos políticos: ambos lucharon valientemente contra la Alemania del Tercer Reich (en vez de sólo contra Hitler). También se enfrentaron durante la guerra fría con los «rojos» (no sólo con Stalin).
Hoy ya no es así. En un mundo hecho a la medida por los neocons, el sistema político se reduce a un simplista enfrentamiento bíblico contra Goliat. Nosotros los buenos, los David, nos enfrentamos a los Goliat: Sadam, Ben Laden, Assad y Ahmadineyad.
Sin embargo, a estas alturas ya deberíamos saber hasta qué punto esta manera de actuar es banal. De la misma manera que Israel ha fracasado en su intento de derrotar la resistencia palestina matando a cada uno de sus dirigentes más destacados y en su intento de derrotar a Hezbolá descabezando su dirigencia, USA y el Reino Unido fracasarán en sus luchas homicidas sionistas actuales. Sadam está muerto y, a pesar de ello, Iraq y sus campos petrolíferos todavía siguen lejos de su alcance. Ben Laden nunca muestra su cara en público, pero la guerra contra el terror no ha logrado sus objetivos.
Me gustaría creer que los ciudadanos occidentales sabrán apreciar la derrota cada vez más clara de Israel y de sus grupos de presión. Debemos decir NO a las tácticas sionistas, debemos decir NO a los agentes sionistas, debemos decir NO a los cazadores de Goliat.
Anatomía de una derrota colosal
Un año después de la humillante derrota israelí en Líbano he tenido ocasión de estudiarla a través de los ojos de dos renombrados analistas militares, Yoav Limor y Ofer Shelah. En un reciente libro titulado Cautivos en Líbano, ambos han logrado recopilar un diario muy minucioso de la cadena de acontecimientos que llevaron a la guerra, de la propia guerra y de la interminable lista de fracasos operativos, tácticos y estratégicos israelíes. Pero en su libro Limor y Shelah no se limitan al ejército y sus mandos, sino que retratan hábilmente una sociedad que ha perdido el norte, que se ha alejado poco a poco de su propia realidad y de su entorno; de una sociedad abocada a un fracaso moral absoluto, gobernada por líderes política y militarmente egotistas y egocéntricos.
La derrota militar israelí del año pasado en Líbano pilló al mundo por sorpresa. En un principio asustó al gobierno de Bush y a Tony Blair, que con suma rapidez dieron luz verde a Israel para destruir el liderazgo de la Shía libanesa y de arrasar las infraestructuras civiles de Líbano. Pero Bush y Blair no fueron los únicos sumidos en la conmoción, el mundo árabe también quedó anonadado. Los líderes árabes no están acostumbrados a la derrota del ejército israelí. Los moderados de entre ellos vieron por televisión las imágenes de cómo un solo clérigo musulmán daba una lección a los israelíes de lo que es el desafío. El jeque Hasan Nasralá y un número insignificante de combatientes fueron los primeros árabes que derrotaron en el campo de batalla al ejército israelí. Su victoria dejó hecho añicos a Israel. El poder de disuasión israelí desapareció por completo para convertirse en un tema de investigación histórica. La cúpula de las Fuerzas de Defensa de Israel también quedó conmocionada: un mes después de la guerra, el general Udi Adam, Comandante en Jefe en el frente del norte, había dimitido. No pasó mucho tiempo antes de que Dan Halutz, el jefe de Estado Mayor, siguiera el mismo camino. Amir Peretz, el ministro de Defensa, fue destituido por el primer ministro de entonces, Ehud Barak. Está claro que los israelíes son conscientes de la magnitud de su derrota en Líbano. Pero lo que no saben es cómo solucionar el problema. Están encantados con la «buena vida» que llevan, han sucumbido a la imagen de la tecnología y la riqueza.
Aunque no estoy seguro de que el libro se traduzca a otras lenguas (está escrito en hebreo), me inclino a clasificarlo como «de lectura obligada» para todos los que estén interesados en los asuntos de esa región. Es una mirada a la sociedad israelí en lo que parece su estado final de destrucción disfuncional. Lo mejor que podrían hacer los usamericanos que han estado patrocinando estúpidamente los aparatos de muerte israelíes durante casi cuatro décadas, los que todavía creen que Israel es un «superpoder regional», es leer este diario de la cobardía militar israelí y de una disfunción política general.
Aunque el libro no lo dice de manera explícita, su mensaje está bastante claro. Israel funciona como un megalómano y violento gueto judío motivado por un fanatismo homicida que utiliza como herramientas la letal tecnología yanqui. Tal como revelan Limor y Shelah, a pesar de que el conflicto terrestre tuvo lugar en una franja muy angosta de la región (la frontera israelí en su lado sur y el río Litani al norte), la artillería israelí se las arregló para lanzar más de 170.000 bombas. En comparación, durante la guerra de 1973 contra dos poderosos ejércitos estatales y en dos frentes muy amplios, los israelíes sólo lanzaron 53.000 bombas. Las cifras relativas a las fuerzas aéreas son incluso más sorprendentes. A pesar de que el servicio de inteligencia de las Fuerzas Armadas sólo disponía de unos pocos objetivos concretos, la aviación israelí llevó a cabo no menos de 17.550 misiones de combate, lo cual significa unas 520 misiones diarias, casi tantas como en la guerra de 1973 (605 por día). Pero en 1973 la aviación israelí se enfrentó a dos fuerzas aéreas bien equipadas, entabló una gran cantidad de combates aéreos y luchó sin descanso contra los misiles soviéticos más recientes. Nada de eso ocurrió en la segunda guerra de Líbano. Las Fuerzas Aéreas se dedicaron únicamente a bombardear el territorio libanés. Arrojaron literalmente todo lo que tenían a su disposición, de una manera tan despiadada que en algunos lugares (como, por ejemplo, al sur de Beirut), el efecto fue similar al infamante bombardeo arrasador anglo-usamericano de los años cuarenta.
¿Por qué los israelíes reaccionaron con tanta crueldad ante a un episodio fronterizo local? ¿Por qué los jefes políticos y militares israelíes perdieron su capacidad de hacer uso de consideraciones estratégicas y tácticas? ¿Por qué no determinaron objetivos militares a su alcance, lo cual hubiese podido prestarle a su guerra un marco, una forma y una justificación? En pocas palabras, ¿por qué los israelíes perdieron el norte? Ésta es la cuestión crucial. A pesar de que Limor y Shelah se abstienen de hacer tales preguntas, su libro se las arregla para ofrecer algunas respuestas. Trataré de resumir algunos de sus argumentos.
El ejército
Empezaré por el ejército, que en las últimas cuatro décadas ha experimentado una importante transición. En los años que siguieron a la rápida invasión de 1967, los militares que fueron ascendidos para dirigirlo eran en particular oficiales de tierra y generales de brigada al mando de carros de combate. El Israel posterior a 1967 creía en la guerra relámpago [Blitzkrieg], una violenta ofensiva que utiliza abundantes fuerzas terrestres con apoyo aéreo cercano. Tras la guerra de 1973 y el limitado éxito de la artillería y las divisiones acorazadas, aquella tendencia cambió. Gradualmente, fueron los veteranos de las unidades especiales israelíes quienes ascendieron a los puestos de alto mando. Quizás el más famoso de estos veteranos sea Ehud Barak, el muy condecorado oficial de comando que terminó su carrera militar como jefe de Estado Mayor. Fue él quien eligió a sus antiguos subordinados para puestos en la cúpula del ejército israelí. Los oficiales de tierra fueron relegados.
Esta transformación dentro del ejército israelí tenía dos motivaciones: en primer lugar, la suposición proveniente del servicio de inteligencia de que ningún Estado árabe emprendería por sí solo una guerra total contra Israel en un futuro próximo y, en segundo lugar, el hecho real de que tras la primera intifada y el aumento general de la resistencia civil palestina, el ejército israelí se vio cada vez más comprometido en operaciones de vigilancia. Dicho cambio hizo que no hubiese mucha necesidad de entrenamiento en operaciones terrestres masivas. Las brigadas acorazadas y de artillería parecían inútiles e incluso irrelevantes para las nuevas necesidades de defensa del Estado judío. Grandes unidades de soldados pasaron a ocuparse de vigilar Cisjordania y Gaza. En aquel cambio, quienes tomaron el mando en lo que los israelíes percibían como su «guerra en contra el terror» fueron inicialmente las unidades especiales israelíes y los jefes de seguridad. Ello hizo que cada vez fuesen más los veteranos de los comandos israelíes quienes se abrieran camino en la cúpula del ejército y más tarde en la muy militarizada vida política israelí.
Pero las cosas no pararon ahí; no pasó mucho tiempo antes de que las unidades especiales israelíes dejaran de aportar soluciones a lo que parecía ser una resistencia civil palestina cada vez mayor. Enviar la sal de la tierra judía a Gaza a altas horas de la madrugada pasó a ser demasiado peligroso. Preciso es señalar que de la misma manera que los israelíes adoran ver cómo sus muchachos aterrorizan a palestinos, son incapaces de soportar el espectáculo de sus amados «Rambos» muertos en una emboscada.
Fue sólo una cuestión de tiempo que las Fuerzas Aéreas pasaran a ocuparse del desafío palestino. Aprovechando la avanzada tecnología usamericana, Israel dejó que sus F-16 y sus helicópteros Apache lanzasen misiles teledirigidos contra los objetivos civiles y militares palestinos. El principio que guiaba esta estrategia era bastante simple: la aviación estaba allí para mantener a los palestinos en un constante estado de terror. Como consecuencia de ello, la aviación israelí se convirtió durante la última década en la fuerza principal en la guerra contra Palestina, contra el pueblo palestino y contra su inminente dirigencia islámica. Las Fuerzas Aéreas desarrollaron pronto una táctica que fue denominada «asesinato selectivo». De acuerdo con la nueva doctrina militar israelí, lo único que se necesitaba eran unas pocas operaciones de inteligencia en tierra, seguidas por el lanzamiento aéreo de un misil estadounidense teledirigido en la superpoblada Gaza. Los resultados estaban claros. En unos casos los palestinos fueron selectivamente asesinados, en otros muchos junto a ellos murieron civiles inocentes que habían tenido la mala fortuna de estar en el entorno, en el lugar equivocado y en el momento equivocado. En otras muchas ocasiones los pilotos erraron el tiro o el servicio de inteligencia les dio falsas instrucciones. Muchos civiles palestinos, ancianos, mujeres y niños murieron así. Evidentemente, a nadie le importaba eso en Israel. Cuando a Dan Halutz, que todavía era el comandante de las Fuerzas Aéreas, le preguntaron qué se sentía al lanzar una bomba que mata a catorce civiles palestinos, su respuesta fue breve y simple. «Se siente una ligera sacudida en el ala izquierda». Halutz, el oficial de sangre fría, el militar que ordenó el asesinado de tantos palestinos, era el hombre correcto en el lugar correcto y no pasó mucho tiempo antes de que tomara el mando del ejército israelí.
Conforme pasaba el tiempo, el gobierno israelí se abstuvo de poner en peligro a sus jóvenes soldados. La guerra israelí «contra el terror» se ha convertido en una guerra muy segura, casi en un videojuego. El jeque Yassin, el doctor Rantisi y muchos otros civiles cayeron víctimas de esta táctica homicida. Todo parece indicar que al mando militar israelí se le subió a la cabeza el éxito de su nuevo método de asesinar. Los israelíes tenían un nuevo dios, la «superioridad tecnológica». La última hornada israelí de generales, muchos de ellos pilotos y veteranos de unidades especiales, se acostumbró a la creencia de que Israel puede mantener su superioridad regional haciendo uso de su superioridad tecnológica y de su capacidad armamentística.
Tal como Limor y Shelah muestran en su libro, en la última década los soldados israelíes dejaron literalmente de entrenarse en cualquier forma de operaciones tácticas a gran escala. Si las Fuerzas Aéreas atacan a los enemigos de Israel en sus dormitorios, ¿quién necesita carros de combate y artillería? Tras un entrenamiento inicial y mínimo, los jóvenes tanquistas israelíes fueron destinados a tareas elementales de vigilancia en los territorios ocupados. En la práctica, no sólo dichos soldados cumplían tareas militares ajenas a su formación en carros de combate y artillería, sino que no estaban familiarizados en absoluto con ninguna forma de maniobras tácticas de grandes operaciones. En otras palabras, el ejército israelí dejó de estar listo para el combate.
Por eso los palestinos ganaron la guerra
Muchos analistas consideran que la resistencia palestina es una lucha militarmente inútil. Al fin y al cabo, poco daño puede hacer un grupo de niños que lanzan piedras. La lectura del libro de Limor y Shelah insinúa que, en realidad, la lucha palestina estaba lejos de ser inútil. A decir verdad, fue precisamente la resistencia civil palestina lo que dejó exhausto, en un estado de parálisis, a las Fuerzas Amadas israelíes. Fue la resistencia palestina la que llevó al límite al ejército y logró que los militares israelíes dejasen de prepararse para la «próxima guerra». Fueron los palestinos quienes convirtieron a los soldados israelíes y a sus comandantes en un grupo de cobardes que prefieren ganar guerras sentados frente a monitores y manipulando joysticks. Han sido los palestinos quienes deshabilitaron de forma devastadora la capacidad de ataque de las Fuerzas Armadas.
Esto es lo que el jeque Hasan Nasralá ha estado sugiriendo en la mayoría de sus discursos declamatorios. Israel se estaba «escondiendo tras la superioridad tecnológica para ocultar su cobardía e incomprensión de lo que implica vivir en Oriente Próximo» [3]. El ejército israelí se ha acostumbrado a aniquilar civiles palestinos en sus casas, asesinar a sus nuevos dirigentes, aterrorizar a mujeres embarazadas en puestos de control, bombardear a niños en sus escuelas, lo cual es bastante fácil. Por eso, cuando el ejército israelí tuvo que enfrentarse a pequeños grupos de entusiastas mal entrenados de la organización paramilitar fracasó de forma infamante. Se derrumbó a pesar de su superioridad tecnológica; fue derrotado a pesar de su abrumadora capacidad armamentística, a pesar del apoyo desvergonzado de Bush y Blair. El ejército israelí naufragó porque era incompetente, no estaba preparado para luchar, no sabía cómo hacerlo y, lo que es peor, ni siquiera sabía por qué luchaba.
Poco después de que el conflicto en Líbano se transformase en una guerra total (por lo menos para Israel), la mayor parte de los generales israelíes se dieron cuenta de que su ejército carecía de medios para contrarrestar la lluvia de cohetes Katiusha que lanzaba Hezbolá. Si el objetivo inicial israelí consistía en detener los Katiusha y rescatar a los dos reservistas israelíes capturados, tal objetivo no se cumplió. El mando israelí tuvo que aceptar que sin un buen servicio de inteligencia su superioridad armamentística y tecnológica era irrelevante. Resulta divertido comprobar cómo, en pocos días, los dirigentes israelíes adoptaron un vocabulario de estilo posestructuralista. En vez de ofrecerle a la población de Israel una simple «victoria» empezaron a hablar de «discurso de la victoria». A los pocos días del inicio de la campaña los militares israelíes ya no se referían a la «victoria» en sí misma, sino a la «imagen de la victoria». Shimon Peres utilizó el término «percepción» de la victoria. A pesar de todo, ni la «percepción» ni la «imagen» de la victoria pudieron alcanzarse.
La única democracia de Oriente Próximo
Por muy inútil que resultara el ejército israelí, el gobierno israelí no fue mejor. El primer ministro Ehud Olmert, el hombre al que habían votado para «retirarse» de los territorios palestinos, demostró que sabía muy poco de asuntos militares. Por si esto no fuera suficiente, el antiguo sindicalista Amir Peretz, el hombre a quien Olmert había nombrado ministro de Defensa, carecía también de preparación en asuntos de defensa. Por primera vez en su historia, Israel estaba dirigido por dos políticos profesionales sin pasado militar. Ante una situación así, cualquiera podría esperar que un cambio tan radical limitara la tendencia a la línea dura de los militares y políticos israelíes. En la práctica sucedió lo contrario. Tanto Peretz como Olmert se vieron arrastrados y manipulados por el sanguinario jefe de Estado Mayor hacia un conflicto a gran escala. Teniendo en cuenta su inexperiencia y el poco tiempo que habían estado en sus cargos respectivos, ni a Olmert ni a Peretz se les ocurrieron soluciones alternativas de nuevo cuño para evitar el conflicto y salir airosos. En vez de contener al ejército y darle una oportunidad a la diplomacia, dejaron que Halutz llevase el país hacia una escalada innecesaria. Sin comprender lo que estaba pasando, el gobierno israelí terminó prometiéndole a Halutz el tiempo y el apoyo que necesitaba para lograr objetivos que estaban fuera de su alcance.
Pero la verdad es que Olmert y Peretz no actuaron solos. De hecho, estaban rodeados de analistas militares, expertos en inteligencia, generales retirados y veteranos de los servicios de seguridad. Olmert contaba en su gobierno con el general de la reserva Shaul Mofaz, un antiguo jefe de Estado Mayor que pasó la última etapa de su carrera militar luchando contra Hezbolá, y Avi Dichter, un veterano de los servicios de seguridad que estaba ahí para analizar las sugerencias operacionales del ejército. También estaba Benjamin Ben Eliezer, un brigadier de la reserva que había sido experto en asuntos libaneses durante tres décadas. Shimon Peres era primer Ministro y había sido ministro de Defensa en el pasado. Ami Ayalon, general de la reserva y general retirado del ejército, así como antiguo jefe de los servicios internos de seguridad, se ofreció para ayudar a Amir Peretz. Pero ninguno de estos expertos logró poner en marcha un bloque operativo, ninguno supo moderar el entusiasmo militar de Halutz, Olmert y Peretz. Como una hoja zarandeada por el viento, el gobierno israelí fue manipulado por los generales y después por la opinión pública, que se rebeló contra sus dirigentes y sus malos resultados.
Conforme pasaba el tiempo, cuando el fracaso militar era ya de conocimiento público, Olmert, Peretz y Halutz trataron a la desesperada de cambiar el curso de la guerra para salvar sus carreras. A pesar de que sabían que las posibilidades de lograr una victoria se esfumaban de hora en hora, estaban determinados a presentarle a la ciudadanía algo que pareciese una victoria o al menos un avance. Según parece, en la democracia israelí la supervivencia política se logra presentando algo que pueda parecer una victoria. Para llamarlo por su nombre, Peretz, Halutz y Olmert ordenaron al ejército que provocara una auténtica devastación, a la espera de que eso satisficiese a los votantes israelíes. El ejército y los mandos de artillería reaccionaron al instante y sobre el sur de Líbano empezaron a llover bombas de racimo, misiles y proyectiles. Durante las 48 horas previas al alto el fuego, Israel consumió todas sus reservas de armamento. Según Shelah y Limor, la «luz roja» se encendió en las reservas de municiones de Israel.
Para salvar las carreras políticas de Olmert y Peretz, el ejército emprendió operaciones cada vez más peligrosas y sin sentido, de un valor táctico muy limitado. Dichas operaciones fracasaron una tras otra sin conseguir nada. Eso sí, sacaron a la luz los defectos de las Fuerzas de Defensa israelíes. Revelaron un ejército y una dirigencia política en estado de pánico. Hacia las últimas horas de la guerra, algunos elementos aislados de unidades especiales israelíes estaban perdidos y muertos de hambre en el frente del sur de Líbano, sin agua ni comida. Algunas unidades de combatientes de Hezbolá tenían rodeados a comandos especiales israelíes. Parece ser que en Israel nadie se atrevió a correr el riesgo de enviar convoyes logísticos al campo de batalla. Los alimentos y la munición que lanzaron los aviones de carga cayeron en manos de Hezbolá. En algunos sitios, los comandos heridos del ejército yacían sobre el terreno, esperando durante largas horas a las unidades de rescate. La derrota era total; la humillación, colosal. No sólo el «Ejército de Defensa Israelí» era incapaz de seguir defendiendo a Israel, sino que tampoco se defendía a sí mismo.
El libro de Limor y Shelah saca a la luz muchas más cuestiones interesantes:
Hubo generales de brigada que dejaron de luchar junto a sus soldados para dirigir la batalla desde búnkeres aislados en el interior de Israel.
Para evitar el riesgo de que los derribasen, no se permitió el envío de helicópteros con ametralladoras al espacio aéreo libanés, con lo cual los comandos israelíes tuvieron que luchar contra Hezbolá en condiciones de igualdad (sin apoyo aéreo).
Un teniente coronel que se negó a llevar a sus soldados a territorio libanés admitió que carecía de conocimientos tácticos.
Hubo soldados reservistas que fueron al frente sin equipo de combate debido a la grave escasez que afectaba al ejército. Algunos de esos reservistas terminaron comprando lo que les faltaba con dinero de su propio bolsillo.
El libro ofrece más detalles sobre el caso de las acciones en bolsa del general Halutz, jefe de Estado Mayor, el 12 de julio: al parecer, Halutz telefoneó a su banco y dio órdenes de que vendieran su cartera de inversiones poco después de enterarse de los enfrentamientos en el norte. Todo esto ocurrió justo antes de que el propio Halutz ordenase una nueva escalada militar.
Todo indica que el ejército israelí es «omnipresente», está mal entrenado, es pesado, desordenado y sus jefes son unos corruptos. Los dirigentes políticos israelíes no son mejores. Si bien Peretz ya no está en el Ministerio de Defensa, Olmert, Mofaz, Dichter y, ahora, Barak (todos ellos grandes asesinos de masas) todavía ocupan puestos en el gabinete. Teniendo en cuenta el estado de su ejército, incapaz de luchar y sin resistencia, Israel debería proceder a un cambio rápido de dirigentes. Pero esto no va a ocurrir. Todo indica que en las próximas elecciones israelíes asistiremos a un duelo entre el locuaz y beligerante Benjamin Netanyahu y un Ehud Barak beligerante, sí, pero mucho menos locuaz.
Durante años llegamos a creer que Israel no saldría derrotado en el campo de batalla. Los detalles de la última guerra nos permiten saber que no es así. El Estado judío ya ha mordido una vez el polvo de la derrota y podría morderlo de nuevo más pronto de lo que parece.
Notas
[1] Hasan Nasrallah, transcrito en español como Hasan Nasralá, es el actual secretario general de la milicia libanesa chií Hezbolá (Partido de Dios). (N. del T.)
[2] Cautivos en Líbano (en hebreo), Ofer Shelah y Yaov Limor, Miskal, Yedioth Ahrononth y Chemed Books, 2007. Página 95.
[3] Jeque Hasan Nasralá, discurso pronunciado en Bint Jabel tras la evacuación israelí.
Fuente: http://peacepalestine.blogspot.com/2007/08/gilad-atzmon-saying-no-to-hunters-of.html
Artículo original publicado el 13 de agosto de 2007.
Manuel Talens es miembro de Cubadebate, Rebelión y Tlaxcala, la red de traductores por la diversidad lingüística. Esta traducción se puede reproducir libremente a condición de respetar su integridad y mencionar al autor, al traductor, al revisor y la fuente.