El primer mártir palestino en Jerusalén durante la segunda intifada nació en el barrio africano. Tenía 20 años y venía de donar sangre para los heridos en la Explanada de las Mezquitas. Le dispararon en el estómago y una bala de fragmentación le mató en tres minutos.
Si hubiese sido judío, quizás la donación no le hubiese costado la vida. Quizás ni se hubiese molestado, ya que fue hace más de una década cuando se descubrió que toda la sangre procedente de la comunidad etíope iba directamente a la basura.
A pesar de que, desde ese momento, el Gobierno hebreo ha tratado de minimizar la incidencia del racismo dentro de su propia sociedad, las diferencias entre la comunidad africana a uno u otro lado del muro muestran una discriminación racial, que se evidencia hasta en las listas electorales que concurrieron a las elecciones del 10 de febrero. Ninguno de los principales candidatos era negro, a pesar de que esta comunidad tiene su peso específico en Israel. Por lo menos, demográficamente, ya que constituyen una importante minoría de cerca de 100.000 habitantes.
«La discriminación racial para Israel es una ideología», asegura Ali Jedda, quien se autodenomina jocosamente «el alcalde» de la Ciudad Vieja de Jerusalén. «Si un judío es rubio y con ojos azules, no tarda ni un mes en conseguir una buena vivienda», indica. Jedda es afropalestino «de segunda generación». Su padre nació en Chad y llegó a Palestina para defender la mezquita durante la Nakba. Él, miembro del FPLP, pasó 18 años en cárceles israelíes y ahora, envejecido y enfermo, recuerda cuando «tenía 17 años y coloqué una bomba en la calle Jaffa, en la zona nueva (construida por los israelíes). Nueve judíos resultaron heridos» Actualmente vive en el quinto barrio de la Ciudad Vieja, el Harlem que no sale en los mapas. «Poca gente conoce que existe un barrio africano», asegura, desde el salón de su vivienda, casi pared con pared con la Explanada de las Mezquitas.
La ubicación de los africanos en este punto estratégico no es casual en un lugar donde la religión es un tatuaje que marca generaciones. Los palestinos de origen africano tienen sus raíces en Chad y en Sudán, países musulmanes. Llegaron a Jerusalén para custodiar la mezquita. Por su parte, los judíos africanos vinieron de Etiopía. También los cristianos, aunque éstos no tuvieron sitio en las tres operaciones que el Gobierno israelí denominó «de rescate» y que supusieron el traslado de 15.000 personas en la conocida como Operación Moisés. A ella le siguieron la Operación Josué y la Operación Salomón. Nombres bíblicos para un puente aéreo «lleno de promesas» que les ha llevado a convertirse en la escala más baja de la sociedad. En la mano de obra barata que vive en caravanas.
En un país que se sostiene gracias a un apartheid hacia los árabes, la raza constituye un argumento innombrable, aunque la ultraderecha sionista ya se atreve a enarbolar la bandera de la separación racial. Jedda responde antes de la pregunta. «Como palestino no me siento discriminado por el color de mi piel. Aunque, por ser negro y por ser palestino, sufro una doble opresión». La historia de la comunidad africana palestina sigue el mismo camino de lucha por la liberación.
«La primera mujer encarcelada por los israelíes era de este barrio». Ahora, trabaja en la seguridad de la ANP, después de haber sufrido la cárcel y el exilio. «Somos muy respetados dentro de la comunidad», insiste. En el barrio africano, formado por dos bloques de edificios construidos por los mamelucos y utilizados como cárcel por los turcos, conviven medio centenar de familias, alrededor de 250 personas.
«No queremos ser un ghetto. No lo somos. Nuestras actividades no sólo están dirigidas hacia la comunidad africana», explica Yasser, sobrino de Jedda. «Realizamos actividades para niños con problemas de adaptación, deportes y visitas guiadas». Tours que también realizan los propios habitantes de Jerusalén. Actualmente, también recogen ropa para enviarla a Gaza. Yasser y sus tres hermanos también han pasado por las cárceles israelíes.
Al otro lado del muro invisible, los judíos de origen africano no encuentran el mismo acomodo. La propia sociedad israelí los califica de «dóciles» y alaba que no causen problemas. Pero no ha buscado un sitio para ellos. Tiraron su sangre a la basura en 1996. Ahora, comunidades llegadas de la antigua Unión Soviética ponen el grito en el cielo cuando les toca convivir con una familia falasha (judíos llegados de Etiopía). Incluso el Likud buscó un resquicio legal para evitar que uno de los miembros de esta comunidad entrase en un puesto de salida dentro de su propia lista y el Gobierno israelí ha cerrado la puerta a la posibilidad de que los 15.000 judíos que permanecen en Etiopía puedan ir a Israel, argumentando que se ha completado el cupo que fijó Ariel Sharon en 2003. «Son los más discriminados, sin contar con los árabes», argumenta Jedda.
«Les llaman negratas. Les desprecian por el color de su piel. Les trajeron aquí y ahora nadie les quiere», asegura este palestino que llama la atención sobre el intento de confrontarles con esta comunidad. «Ya lo hicieron con los drusos, una etnia árabe que servía el Ejército sionista. Por el día patrullaban juntos, pero al terminar la jornada no podían evitar pensar: sucios árabes. Con los falasha pasa lo mismo». Él cree que éste es el motivo de que los soldados etíopes tengan fama de utilizar un plus de brutalidad. «Les llaman las ovejas negras, y ellos están equivocados de enemigo», argumenta.
Los afropalestinos han tendido puentes hacia los cristianos. Acuerdan trabajos en común y participan en reuniones conjuntas. Pero esto todavía no ha ocurrido con los falasha. «No estamos desesperados. Tratamos de crear lazos de unión, pero son muy cerrados». La comunidad negra israelí tiene sus propias organizaciones.