Traducido para Rebelión por LB.
Cuán afortunados somos de tener a la ultraderecha velando por nuestra democracia.
Esta semana, la Knesset votó por amplia mayoría (47 contra 34) a favor de una ley que amenaza con pena de prisión a cualquiera que se atreva a negar que Israel es un Estado judío y democrático.
La propuesta de ley presentada por el parlamentario Zevulun Orlev, del partido «Hogar Judío», que surcó con éxito su escrutinio preliminar, promete un año de prisión a quienquiera que publique cualquier «llamamiento que niegue la existencia del Estado de Israel como un Estado judío y democrático», si el contenido de la convocatoria es susceptible de provocar «actos de odio, desprecio o deslealtad contra el Estado o las instituciones de gobierno o los tribunales».
Uno puede prever los pasos siguientes. Existe un millón y medio de ciudadanos árabes de los cuales no cabe esperar que reconozcan a Israel como Estado judío y democrático. Lo que ellos desean es que sea «un Estado de todos sus ciudadanos», judíos, árabes y otros. También afirman, con razón, que Israel los discrimina y, por lo tanto, no es un Estado realmente democrático. Y, además, también hay judíos que no quieren que Israel sea definido como Estado judío en el que los no-judíos tienen, a lo sumo, la condición de extranjeros tolerados.
Las consecuencias son inevitables. Las cárceles no podrán albergar a todos los condenados por este delito. Serán necesarios campos de concentración en todo el país para alojar a todos los negadores de la democracia israelí.
La policía no podrá hacer frente a tantos delincuentes. Será necesario crear una nueva unidad. Se la puede bautizar como «Seguridad Suprema» o, por sus siglas, SS.
Cabe esperar que estas medidas bastarán para preservar nuestra democracia. Si no, deberán adoptarse medidas más estrictas, tales como la revocación de la ciudadanía de los negadores de la democracia, así como su deportación del país, junto con los judíos izquierdistas y todos los demás enemigos de la democracia judía.
Tras la lectura preliminar del proyecto de ley, éste se envía ahora a la Comisión Jurídica de la Knesset, que la preparará para la primera lectura, seguida posteriormente de la segunda y la tercera. Dentro de unas pocas semanas o meses será la ley del país.
Por cierto, el proyecto de ley no menciona explícitamente a los árabes, aunque claramente ésa sea su intención, como entendieron todos los que votaron por ella. También se prohíbe a los judíos defender el cambio en la definición del Estado, o la creación de un Estado binacional en la totalidad de la Palestina histórica, o la difusión de cualquier otro tipo de ideas no convencionales. Uno sólo puede imaginar lo que ocurriría en los EE.UU. si un senador propusiera una ley para encarcelar a cualquier persona que solicitara una enmienda a la Constitución de los Estados Unidos de América.
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El proyecto de ley no desentona en absoluto en el contexto de nuestro nuevo paisaje político.
Este gobierno ya ha aprobado un proyecto de ley para encarcelar durante tres años a cualquiera que conmemore la Nakba palestina -la expulsión en 1948 de más de la mitad del pueblo palestino de sus tierras y hogares.
Los patrocinadores esperan que los ciudadanos árabes se sientan felices con aquel acontecimiento histórico. Es cierto que los palestinos padecieron ciertos inconvenientes, pero ello sólo fue una consecuencia secundaria de la fundación de nuestro Estado. El Día de la Independencia del Estado judío y democrático debe henchirnos de júbilo. Cualquier persona que no exprese ese júbilo debe ser encerrada, y tal vez tres años no sean suficientes.
Este proyecto de ley ha sido confirmado por la Comisión Ministerial para Asuntos Jurídicos antes de ser presentado a la Knesset. Dado que el gobierno de derecha tiene la mayoría en la Knesset, el proyecto de ley será aprobado casi automáticamente. (En el ínterin, un ligero retraso ha sido causado por un ministro que apeló la decisión, por lo que la Comisión Ministerial tendrá que confirmarla de nuevo).
Los patrocinadores de la ley tal vez albergan la esperanza de que en el Día de la Nakba los árabes saldrán a bailar a las calles, izarán banderas israelíes sobre las ruinas de las cerca de 600 aldeas árabes que los israelíes borraron del mapa y darán gracias a Alá en las mezquitas por la milagrosa buena suerte que les ha sido deparada.
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Esto me retrotrae a los años 60, cuando la revista semanal que por entonces editaba, Haolam Hazeh, publicaba una edición en árabe. Uno de sus empleados era un joven llamado Rashed Hussein, oriundo de la aldea de Musmus. Ya en su juventud fue un talentoso poeta con un futuro prometedor.
Me dijo que unos años antes el gobernador militar de su zona le había citado a su oficina. En aquella época todos los árabes de Israel se hallaban sujetos a la jurisdicción de un gobierno militar que controlaba su vida en todos los asuntos grandes y pequeños. Sin permiso [de la autoridad militar israelí], un ciudadano árabe no podía salir de su pueblo o ciudad ni siquiera durante un par de horas, ni conseguir un trabajo como profesor, adquirir un tractor o cavar un pozo.
El gobernador recibió a Rashed cordialmente, le ofreció café y elogió efusivamente su poesía. Hasta que llegó al meollo del asunto: faltaba solo un mes para el Día de la Independencia, y el gobernador iba a celebrar una gran recepción para los «notables» árabes, de modo que le pidió a Rashed que compusiera un poema especial para la ocasión.
Rashed era un muchacho orgulloso, nacionalista hasta la médula, y no exento de valor. Le explicó al gobernador que el Día de la Independencia no fue precisamente una jornada feliz para él, ya que sus parientes fueron expulsados de sus hogares y los israelíes expropiaron la mayoría de las tierras pertenecientes al pueblo de Musmus.
Cuando Rashed regresó a su aldea algunas horas más tarde, no pudo dejar de advertir que sus vecinos le miraban de una manera peculiar. Cuando entró en su casa se llevó un buen susto. Todos los miembros de su familia estaban sentados en el suelo, las mujeres plañiendo a grito pelado, los niños apiñados temerosamente en un rincón. Lo primero que pensó fue que alguien había muerto.
«¡Qué nos has hecho!», gritó una de las mujeres: «¿Qué te hemos hecho nosotros?»
«Has destruido a tu familia», le gritó otra, «Nos has arruinado!»
Al parecer, el gobernador había llamado a la familia y les había dicho que Rashed se había negado a cumplir con su deber para con el Estado. La amenaza era clara: a partir de ese momento la familia extensa, una de las más grandes del pueblo, quedaba incluida en la lista negra del gobierno militar. Las consecuencias eran evidentes para todos.
Rashed no fue capaz de resistirse a las lamentaciones de su familia. Cedió y escribió el poema, según lo solicitado. Sin embargo, algo se rompió dentro de él. Algunos años más tarde emigró a los USA, obtuvo un empleo en la oficina de la OLP y falleció trágicamente: ardió vivo en su cama, al parecer a causa de un cigarrillo encendido.
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Aquellos días se fueron para siempre. Participamos en numerosas y agitadas manifestaciones en contra del gobierno militar hasta que finalmente fue abolido en 1966. Como recién elegido miembro del Parlamento tuve el privilegio de votar a favor de su abolición.
La atemorizada y subordinada minoría árabe, que por entonces contaba con unas 200 mil almas, ha recuperado su autoestima. Una segunda y tercera generación ha crecido, su orgullo nacional pisoteado ha vuelto a levantar la cabeza y hoy constituyen una comunidad numerosa y confiada de 1,5 millones de personas. Pero la actitud de la derecha judía no ha mejorado. Todo lo contrario.
En la panadería de la Knesset (en hebreo panadería se dice ‘mafia’) están horneando algunos pastelillos nuevos. Uno de ellos es un proyecto de ley que estipula que toda persona que solicite la ciudadanía israelí debe declarar su lealtad al «Estado judío, sionista y democrático», así como comprometerse a servir en el ejército o en su alternativa civil. Su patrocinador es el parlamentario David Rotem del partido «Israel es Nuestro Hogar», que también es el presidente de la Comisión de Derecho de la Knesset.
Una declaración de lealtad hacia el Estado y sus leyes -un marco para salvaguardar el bienestar y los derechos de sus ciudadanos- es razonable. ¿Pero lealtad al Estado «Sionista»? El sionismo es una ideología, y en un Estado democrático la ideología puede cambiar con el tiempo. Sería como exigir una declaración de lealtad a unos «USA capitalistas», a una «Italia derechista», a una «España izquierdista», a una «Polonia católica» o a una «Rusia nacionalista».
Tal obligación no acarrearía ningún inconveniente a las decenas de miles de judíos ortodoxos de Israel que rechazan el sionismo, ya que judíos no se verán afectados por esta ley. Los judíos obtienen la ciudadanía israelí automáticamente en el momento en que llegan a Israel.
Otro proyecto de ley que aguarda su turno ante el Comité Ministerial propone modificar la declaración que cada nuevo miembro de la Knesset debe realizar para poder asumir su cargo. En lugar de la lealtad «al Estado de Israel y a sus leyes», como hasta ahora, él o ella estará obligado a declarar su lealtad «al Estado de Israel judío, sionista y democrático, a sus símbolos y a sus valores». Tal cosa dejaría fuera de juego automáticamente a casi todos los parlamentarios árabes, ya que proclamar su lealtad al Estado «sionista» significaría que ningún árabe volvería a votarles jamás.
También supondría un problema para los parlamentarios ortodoxos de la Knesset que no pueden expresar lealtad al sionismo. Según la doctrina ortodoxa, los sionistas son depravados pecadores y la bandera sionista es inmunda. Dios exilió de este país a los judíos a causa de su maldad, y sólo Dios puede autorizarles a regresar. El sionismo, al anticiparse al trabajo del Mesías, ha cometido un pecado imperdonable, y muchos rabinos ortodoxos prefirieron permanecer en Europa y ser asesinados por los nazis antes que cometer el pecado sionista de ir a Palestina.
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La fábrica de leyes racistas con un señalado hedor fascista está trabajando a toda máquina. Está incorporada en la nueva coalición.
En su centro está el partido Likud, una buena parte de cuyos miembros son puros racistas (perdón por el oxímoron). A su derecha se encuentra el ultra-racista partido Shas, a cuya derecha están el ultra-ultra racista partido de Lieberman «Israel es Nuestro Hogar», el ultra-ultra-ultra racista «Hogar Judío», y a su derecha la incluso más racista «Unión Nacional», que incluye a kahanistas confesos y que mantiene una pata en la coalición y otra en la luna.
Todas estas facciones están tratando de superarse mutuamente. Cuando una de ellas presenta una propuesta de ley desquiciada, la siguiente se siente obligada a presentar otra aún más descabellada, y así sucesivamente.
Todo esto es posible porque Israel no tiene Constitución. La capacidad de la Corte Suprema de Justicia para anular las leyes que contradicen la «legislación básica» no está anclada en ninguna parte, y los partidos derechistas están tratando de abolirla. No es casualidad que Avigdor Lieberman exigiera para sí -y obtuviera- los ministerios de Justicia y Policía.
Justo ahora, cuando los gobiernos de USA e Israel están claramente en una trayectoria de colisión por la cuestión de los asentamientos, la fiebre racista puede infectar a todos los miembros de la coalición.
Si uno se va a la cama con un perro no debe sorprenderse si amanece con pulgas (que me disculpen los perros que pueda haber entre mis lectores). Los que eligieron ese gobierno, y más aún los que se sumaron a él, no deben sorprenderse por sus leyes, supuestamente concebidas para salvaguardar la democracia judía.
El nombre más apropiado para estos santos guerreros sería el de «Racistas por la Democracia».