Traducido del inglés para Rebelión por Paco Muñoz de Bustillo
En Túnez, al igual que en Egipto, los islamistas que asumieron el poder a través de las urnas están perdiendo popularidad y se ven tentados a conservarlo adoptando medidas autoritarias. Pero tienen que lidiar con el legado de la primavera árabe y afrontar una nueva cultura política; ahora quienes no respaldan al gobierno toman las calles, no se acata al poder establecido ni se teme al ejército ni a la policía.
Los islamistas se ven forzados a buscar aliados, ya que no controlan el ejército ni la esfera religiosa. Y aunque consiguieran encontrarlos entre los salafistas (conservadores religiosos) y el ejército, ninguno de los dos les permitiría gobernar en solitario. Los islamistas tienen que negociar. Nos encontramos con la clásica lógica de poder: al grupo dominante le resulta difícil aceptar que el poder cambie de manos, por lo que intenta preservar su posición por cualquier método que sea necesario. Por si fuera poco, no existe ninguna dinámica revolucionaria entre el populacho que le permita mantener el poder apelando al sentimiento en las calles.
Es interesante considerar la imprecisa naturaleza de este giro autoritario porque apenas guarda semejanza con la «revolución islámica» que solemos asociar con los Hermanos Musulmanes en Egipto, ni con el Partido del Renacimiento, al-Nahda, en Túnez. Se trata, por el contrario, de una «contrarrevolución» conservadora y curiosamente pro-occidental. Fijémonos en Egipto. Si en la Plaza Tahrir acusan a Mohamed Morsi de ser el nuevo Mubarak (que no Jomeini), es porque sus oponentes se han dado cuenta de que su intención era establecer un régimen autoritario utilizando medidas clásicas (solicitando la intervención del ejército y controlando el aparato del Estado).
La base electoral y social del régimen egipcio no es revolucionaria. En lugar de intentar alcanzar un compromiso con los principales protagonistas de la Primavera Árabe, Morsi está intentando poner de su parte a todos los simpatizantes del nuevo orden. Está construyendo una coalición basada en la empresa, el ejército, los salafistas y aquellos elementos del «pueblo» supuestamente hartos de anarquía.
El modelo económico de Morsi es neoliberal: está rodeado de «Chicago boys» que tienen una fe absoluta en el libre mercado. Él es partidario de la desregulación, del fin de las prestaciones y de una apertura al mercado global. Su gobierno acaba de firmar un acuerdo con el FMI que incluye un préstamo con intereses que ha justificado por mor de la necesidad. Morsi ha secundado la propuesta del FMI no por haber sido forzado a ello sino porque comparte plenamente sus puntos de vista. Se ha abierto la puerta para nuevas privatizaciones y mayor competencia. Y como las consecuencias de este proceso serán graves para gran parte de la población, el gobierno necesitará desarticular los sindicatos y poseer un aparato de represión plenamente operativo. Deberá asimismo ganarse la conformidad del ejército, a cambio de inmunidad y del derecho a regular sus propios asuntos, especialmente en la esfera económica.
Mientras tanto, para obtener el apoyo de los salafistas bastaría con llevar a cabo una islamización cosmética de la sociedad, al estilo saudí más que al iraní: obligatoriedad del uso del velo, continuidad de la discriminación contra los cristianos coptos, exigencia de respetar en público las normas religiosas y una restricción de las prácticas religiosas no-ortodoxas (específicamente las ceremonias sufíes que celebran los adeptos al misticismo islámico).
En la escena internacional
Para poder tener las manos libres dentro de casa, los islamistas deben hacerse indispensables para Occidente, lo que explica el papel mediador desarrollado por Egipto en la última crisis de Gaza. Morsi ha actuado brillantemente en la escena internacional, y ha conseguido la aprobación de los norteamericanos. Ha combatido a los radicales islamistas en el Sinaí y se ha distanciado de Irán y del régimen sirio de Bashar al-Assad. Ha conseguido restaurar el prestigio y la influencia de la política exterior egipcia, sin caer en un panarabismo o panislamismo agresivo al estilo de Nasser.
Los éxitos de Morsi en la escena internacional le han animado a desentumecer sus músculos en casa. A pesar de las irregularidades cometidas en las elecciones que les otorgaron el poder el año pasado, que incluso provocaron una denuncia legal por parte de la judicatura, nadie pone seriamente en duda que fueron cómodamente ganadas por los Hermanos Musulmanes y los salafistas. Pero Morsi ha ido demasiado rápido en su pretensión de reforzar el poder de la presidencia a costa de un aparato judicial que fue capaz de retener cierto grado de autonomía bajo Hosni Mubarak. Su incapacidad para prever y comprender la fuerza de la opinión pública no ha hecho sino empeorar las cosas. Las manifestaciones en las que ha participado buena parte de la sociedad y que se han prolongado mucho más de lo esperado han socavado la confianza en la Hermandad Musulmana. Y, dentro de ésta, se han alzado voces contra este súbito arranque de autoritarismo.
El tiempo corre contra Morsi, porque las medidas económicas que desea introducir debilitarán cada vez más la popularidad del gobierno. Y, por otra parte, si las protestas populares continúan, solicitará la intervención del ejército, que le apoyará sin dudarlo pero le cobrará un precio: la autonomía política y económica que demanda éste es contraria al programa de liberalización económica de los Hermanos Musulmanes. En resumen: el nuevo régimen está aislado políticamente.
El tercer campo de batalla de los Hermanos Musulmanes, además de las calles y la escena política, es por el control de la esfera religiosa. Como le ocurrió a al-Nahda en Túnez, el gobierno ha descubierto enseguida que ésta es considerablemente más variada de lo que había supuesto. Por si fuera poco, figuras que hasta el momento se habían comportado con relativa docilidad en lo que concierne al Estado, como Ahmed el-Tayeb, el Gran Imán de al-Azhar, se han reafirmado en la autonomía que tuvieron durante la Primavera Árabe. Esto significa que la única manera que tiene el gobierno de retomar el control de la esfera religiosa es situarla bajo la autoridad del Estado (específicamente, someter a las mezquitas al dictado del ministro de asuntos religiosos).
De hecho, el control estatal de la religión iría más allá de las instituciones y se extendería a la propia ortodoxia religiosa, lo que supondría imponer limitaciones a las prácticas sufíes y a las discusiones teológicas. Incluso si los Hermanos Musulmanes tuvieran éxito en la primera parte de esa operación (la nacionalización de las instituciones religiosas) el precio que tendrían que pagar sería grande, pues los imanes no apreciarían que se les convirtiera en funcionarios públicos. Además, correrían el riesgo de destruir la dinámica religiosa del movimiento: si el Estado controla la religión, ¿de qué sirve una «hermandad» religiosa? Y si se identifica a la religión con el Estado, se corre el riesgo de que la impopularidad del gobierno salpique a las instituciones de la fe, como ha ocurrido en Irán.
Se identificaría a la Hermandad Musulmana exclusivamente con su ala política. Como en Irán, la nacionalización de la religión podría provocar el resurgimiento de prácticas no-ortodoxas o la propia secularización de la sociedad. La Hermandad perdería su alma, y en el proceso también saldrían perdiendo los cristianos coptos, los liberales y muchas mujeres, por lo que todos ellos temen la perspectiva de una islamización impuesta por el Estado.
Los Hermanos Musulmanes han asumido un riesgo tremendo al intentar mantener el poder por la fuerza. La primera víctima ha sido su ideología. El Islam no es la solución, pero, bien manejado, sirve de discurso para sacar a la calle a los salafistas, y para disfrazar políticas que recuerdan más al Chile de Pinochet que al Irán de Jomeini.
Si la denominada oposición liberal (que contiene también algunos elementos no tan democráticos) cree que no puede asumir un enfrentamiento directo con el gobierno y prefiere presentarse a sí misma como una alternativa política creíble, los Hermanos Musulmanes pagarán caro sus coqueteos con el autoritarismo, que están provocando la «secularización» de la política egipcia. La religión se está convirtiendo en un instrumento más de control, en lugar de ser una alternativa social, económica y e ideológica. Esto supondría, en resumen, el fracaso del islam político.
El mismo juego
En Túnez se está desarrollando el mismo juego. Al-Nahda no es tan fuerte como los Hermanos Musulmanes ni tiene raíces tan profundas como ellos. El movimiento es más variado, con una corriente, si no más liberal, al menos más realista. Y los salafistas tunecinos no resultan aliados fidedignos por su vocación violenta. Además, la sociedad ha absorbido la cultura de la protesta más profundamente que en Egipto. A escala local, las manifestaciones y los disturbios contra el gobierno son moneda común, aunque a menudo resulte difícil comprender los motivos y la estrategia de estos actores locales (pues las actividades delictivas y las luchas de clanes desempeñan un papel que no debemos subestimar). Túnez cuenta a su vez con el movimiento sindical más fuerte de todo el mundo árabe. La UGTT (Unión General de Trabajadores de Túnez) posee una red nacional de militantes bien organizada, con capacidad para canalizar las protestas populares. Al-Nahda está entrando en conflicto con los sindicatos, por las mismas razones que en Egipto (una fascinación por el libre mercado) o por razones más específicas del país (busca aliados a su izquierda pero no puede competir con un movimiento auténticamente popular de activistas de base).
Por si fuera poco, al-Nahda no tiene el control de las fuerzas de seguridad. El ejército quiere preservar el orden, pero no se atreverá a tomar partido por la represión contra el pueblo tunecino. Por último, al-Nahda ha sido incapaz de controlar la esfera religiosa y cuenta con menos medios para hacerlo que los Hermanos Musulmanes en Egipto. El pasado mes de octubre circuló una petición firmada por cientos de imanes que habían votado o estaban dispuestos a votar por al-Nahda, pero que se mostraban contrarios a cualquier intento de situar a las mezquitas y otras instituciones de la fe dentro de la órbita del Estado. Al igual que en Egipto, al-Nahda propone su propio ministerio de asuntos religiosos para controlar dicho ámbito, aunque la iniciativa podría volverse en contra del movimiento.
Pérdida de popularidad
Las dificultades encontradas por los islamistas han provocado una notable caída de popularidad en ambos países, exponiéndoles al riesgo de ser derrotados si se convocan elecciones. Pero la cuestión más candente es la de su alternativa política. Los líderes de los partidos políticos nuevos tienen un problema de credibilidad: sus conexiones con las protestas de las calles son poco sólidas, suelen estar asociados a antiguos regímenes y mantienen una concepción elitista de la vida política. En resumen, la oposición se encuentra muy lejos de poder formar una coalición creíble. La tunecina, en concreto, se resiente de su identificación con la élite profana de la capital, Túnez, que se opone implacablemente a cualquier «reislamización» de la sociedad. También carece de la debida reputación democrática, ya que siempre ha apoyado las políticas de represión contra los militantes religiosos. Por último, le resulta más sencillo hacer campaña en París que en las calles tunecinas. Sin embargo, si existiera una oposición creíble y unificada, no hay duda que se impondría a al-Nahda en las elecciones. Por consiguiente, las posibilidades de que Túnez mantenga su democracia son mayores que las de Egipto.
No obstante, en ambos países la Primavera Árabe ha cambiado las cosas de manera irrevocable. Aparte de los aspectos que recalqué en mi primer artículo para el New Stateman hace casi dos años (una nueva cultura política vinculada al advenimiento de una nueva generación; la diversificación de la esfera religiosa; un cambio en el contexto geopolítico que ha supuesto que los islamistas ya no se encuentren siempre enfrentados al campo occidental; el «aburguesamiento» de los islamistas; la reorientación de los movimientos revolucionarios hacia partidos conservadores), hay un nuevo factor que está contribuyendo a la normalización de los islamistas: el ejercicio del poder. En realidad, no están consiguiendo producir mejoras en términos económicos o sociales ni están dando la impresión de ser los arquitectos de un proyecto social auténtico, más allá de estampar el «sello islámico» en una sociedad sobre la que cada vez tienen menos control.
Pueden utilizar viejas tácticas (tratar de «traidores» a sus adversarios políticos, introducir la censura, la ley marcial o un estado de emergencia), pero ello no evitará que la gente les exija responsabilidades. Deberían haberse esforzado más por lograr un «compromiso histórico» con los liberales para atravesar el periodo de austeridad y dificultades económicas que se avecina. Pero la «revolución islámica» no es la alternativa a esa alianza. Lo que se está gestando es una coalición conservadora en política y moral pero neoliberal en lo económico y, por tanto, abierta a Occidente. En este aspecto, sigue el modelo del partido Justicia y Desarrollo (AKP) de Turquía, que ha aprendido a trabajar con las instituciones y la sociedad civil existentes, gracias a lo cual ha podido reconciliar un Estado fuerte con una economía liberal, un partido islámico conservador con una sociedad abierta.
Por el contrario, si los Hermanos Musulmanes pretenden reforzar el aparato del Estado en su propio beneficio lo perderán todo. Perderán el apoyo de «los fieles» en favor de los salafistas (que están menos comprometidos) y la comunidad empresarial se decantará por los liberales, o por el ejército, ahora que ha sido eliminada su vieja guardia de mariscales y generales. En cuanto al espíritu de protesta, ése no va poder ser extinguido.
Olivier Roy es director del Programa Mediterráneo del Instituto Universitario Europeo en Florencia. Es autor de «Holy Ignorance» (C. Hurst & Co)
Fuente original: http://www.newstatesman.com/world-affairs/middle-east/2012/12/myth-islamist-winter