La ciencia social emergente a mediados del siglo XX en América Latina pensó las desigualdades como parte de la discusión del desarrollo capitalista y la evolución de las relaciones de clase. En el reciente libro Repensar las desigualdades, Elizabeth Jelin recupera las obras trascendentes que pueden servir como contrapunto a debates más contemporáneos sobre las desigualdades y las diferencias.
La igualdad es una preocupación que, implícita o explícitamente, ha estado y continúa estando en el centro de las luchas sociales. Los debates académicos y políticos sobre el tema se han preguntado si lo central es la igualdad de oportunidades o de resultados; si se refiere a la expansión de los derechos de ciudadanía o a los mecanismos de compensación y redistribución frente a la concentración y la polarización producidas por la economía capitalista de mercado; si tiene que ver con el capital humano o con las estructuras sociales; si se trata de una cuestión de capacidades o de oportunidades; incluso si se requiere una revolución social para lograr la igualdad social o puede haber procesos de reforma gradual. Estos debates no son solo teóricos; tienen consecuencias directas para las luchas y las demandas sociales en distintos niveles y en diferentes lugares alrededor del mundo.
Durante las últimas décadas, el paradigma económico neoliberal e individualista, al desechar las estructuras sociales y la función central de las instituciones, ha puesto el énfasis en las capacidades individuales, en el esfuerzo y el logro personal como motores del bienestar, aludiendo solo de un modo tangencial a las desigualdades sociales. Esta perspectiva también tomó como ideal y como supuesto el funcionamiento autorregulado del mercado, una suposición que ya había sido criticada y descartada hace décadas por Karl Polanyi. El acento estuvo puesto en el plano de los individuos, y fue una ideología (o una utopía) dominante durante un tiempo, por encima de interpretaciones ancladas en estructuras sociales y en relaciones de poder, ya sean locales o globales. De ahí que en estas décadas se haya hablado más de pobreza que de desigualdad y que las políticas sociales –allí donde se implementaron– hayan estado orientadas hacia la reducción de la pobreza más que hacia la redistribución de la riqueza. También que se haya opacado, si no perdido, el lenguaje de clases y de lucha de clases, así como el rol del Estado como regulador, más allá de la implementación de políticas compensatorias –en particular, las políticas sociales focalizadas–.
Esta dominación neoliberal coincidió con una explosión de las demandas sociales por el reconocimiento de la diversidad, que generaron cambios en los marcos interpretativos y en las políticas de reconocimiento, centrados en la celebración de la diversidad, el multiculturalismo y la diferencia. Sin duda, es más que una cuestión de coincidencias. Las afinidades entre el individualismo neoliberal y la exaltación de la diversidad –entendida como diferencia y no como desigualdad– son destacables. Los enfoques analíticos siguieron estos cambios y prestaron más atención a la diferencia cultural y a los reclamos por reconocimiento que a las desigualdades estructurales y a los reclamos por los recursos.
Este artículo aborda los vínculos entre las desigualdades estructurales y las diferencias sociales. Como sostiene Rogers Brubaker, las diferencias ancladas en diversas categorías adscriptas –en particular, género, etnia y raza; también ciudadanía– no están intrínsecamente vinculadas a la desigualdad; ser diferente no implica necesariamente ser desigual. La relación entre diferencia y desigualdad es contingente, no necesaria; es empírica, no conceptual. Y el grado y la manera en que la desigualdad está estructurada a lo largo de las categorías varían ampliamente según el tiempo y el contexto[1].
Sin embargo, los vínculos no son simples: las categorías sociales de la diferencia se construyen histórica y culturalmente, y su importancia puede variar en el tiempo y el espacio; una vez establecidas, tienen una influencia cabal en la producción y reproducción de las desigualdades.
No es mi intención presentar y discutir las diversas perspectivas y enfoques que se han desarrollado para abordar estas cuestiones. Mi objetivo es más limitado y concreto: analizar los vínculos entre las diversas dimensiones de las desigualdades sociales y, de manera más específica, discutir la contribución de algunos pensadores latinoamericanos al análisis de estos vínculos. La producción y reproducción de múltiples desigualdades han sido el foco de atención de los debates intelectuales a lo largo del desarrollo histórico de las sociedades latinoamericanas. Enraizados en las tradiciones académicas y en las discusiones teórico-conceptuales, estos debates se desarrollaron en la interacción, el diálogo y la participación activa de intelectuales y activistas en la dinámica de la acción social y política, en la medida en que los y las intelectuales de la región que formulan teorías, modelos e interpretaciones también son protagonistas activos en los escenarios de acción pública y de lucha, antes que investigadores encerrados en torres de marfil.
Luego de una discusión inicial de las múltiples desigualdades, enmarcadas en el binomio desigualdades/diferencias, el texto se remonta varias décadas atrás, a la realidad y los análisis desarrollados en América Latina a mediados del siglo xx. En aquel entonces, la preocupación central de los analistas y los gobernantes era la cuestión del desarrollo capitalista. Este artículo recupera someramente este contexto histórico, para presentar la manera en que los analistas de la época discutieron e interpretaron la relación entre (lo que ellos consideran que era) la dimensión central de las desigualdades sociales –la clase social– y otras dimensiones y divisiones sociales, sobre todo el género, la raza y la etnicidad. La sección final retoma estas discusiones fundacionales como punto de partida para debatir las conceptualizaciones contemporáneas de los vínculos en tres desigualdades y diferencias.
Una nota adicional: el ejercicio consiste en leer obras escritas en los años 60 y 70 del siglo XX desde la perspectiva del siglo XXI, mirando hacia atrás con preguntas y marcos interpretativos del presente. El riesgo de anacronismo es incuestionable. Es injusto pedir a los analistas de aquella época que respondan a los problemas que planteamos hoy. El riesgo alternativo es acaso más grave: pensar que todo lo que se hace en el presente es completamente nuevo y original, que las maneras de conceptualizar y analizar las desigualdades sociales en el pasado son obsoletas y han sido superadas. Desde este lugar, sería innecesario prestar atención al pensamiento y a las elaboraciones de hechos en el pasado. Me cuento entre quienes afirman que reinventar la rueda es suicida para el desarrollo del conocimiento.
Desigualdades múltiples
La existencia de «desigualdades múltiples», es decir, múltiples dimensiones de estratificación y categorización social es, hoy en día, parte del sentido común de las ciencias sociales. Sin embargo, la multiplicidad no significa que todas las dimensiones son intercambiables, o que pueden ser tratadas de manera análoga. En primer lugar, es necesario señalar una diferenciación importante entre las dimensiones definidas analíticamente y los criterios y categorías que los actores sociales construyen y utilizan en su práctica cotidiana, en sus relaciones interpersonales y en sus luchas por el poder. Desde la perspectiva de los actores en los escenarios sociales, las categorías utilizadas para diferenciarse de los otros o identificarse con ellos se construyen a través de sus experiencias, en las situaciones concretas en que se encuentran. Estas categorizaciones son contingentes y empíricas; no puede haber una lista predeterminada de dimensiones. Que una dimensión se problematice y se haga visible, que otra no se utilice de manera explícita en los marcos de interpretación de la acción, que haya diversas regularidades y combinaciones de categorías y temas: todo esto forma parte de las preguntas de investigación y las respuestas se revelarán en el proceso de indagación. Desde una perspectiva analítica o etic, por otro lado, las dimensiones y categorías son instrumentos que sirven para ordenar y explicar qué lleva a los actores a actuar como lo hacen, incluso cuando no es visible o explícito para ellos mismos.
En el nivel estructural, la preocupación por las desigualdades pone a las clases sociales en el centro de la atención. Este ha sido y sigue siendo el núcleo del pensamiento social en relación con las dinámicas de la desigualdad y los mecanismos de su producción y reproducción –sea la explotación o el acaparamiento de oportunidades–. Tanto en el análisis de la estructura de las actividades productivas y los mercados laborales cuanto en la evaluación de sus resultados en forma de distribución del ingreso, la noción de clase social, muchas veces olvidada, resulta significativa y productiva. El objetivo en nuestro caso es develar cómo se entrelazan la estructura de clases y las diferenciaciones y categorizaciones sociales basadas en diversas dimensiones culturales y sociales, en general adscriptas, tales como etnia, «raza», género, edad, nacionalidad, religión o lengua. Las categorías y las categorizaciones operan desde afuera –los «otros» (grupos, instituciones) definen los límites, los derechos y los beneficios derivados de la pertenencia–; en el mismo movimiento definen la desvalorización y la discriminación de los excluidos. También operan desde el interior, a través de los sentimientos subjetivos, la autoidentificación y la concreción de prácticas culturales[2]. En función de sus luchas políticas, además, los actores pueden desarrollar categorizaciones sociales que funcionan como identificaciones estratégicas que los ayudan a definirse a sí mismos y a sus oponentes.
Los vínculos entre las posiciones y relaciones estructurales en los sistemas sociales, por un lado, y las categorizaciones adscritas establecidas culturalmente, por el otro, son contingentes y cambian con el tiempo. Además, la manera en que estas categorizaciones operan en relación con la clase y las desigualdades no es generalizada o universal; hay especificidades para cada dimensión. Mientras que la etnicidad puede llevar a la constitución de comunidades más o menos cerradas, segregadas y a menudo discriminadas por otros, las categorías de género atraviesan todas las clases sociales y todas las comunidades culturalmente definidas.
En el análisis social contemporáneo, el aspecto multidimensional de las desigualdades y de las categorizaciones sociales se aborda a través de la noción de «interseccionalidad». Derivada de las perspectivas feministas relacionadas con la ubicación de las desigualdades de género en un marco más amplio, esta noción alude al hecho de que el género, la etnia y la clase operan de manera simultánea en el proceso de generar y manifestar las desigualdades[3]. El corolario de esta afirmación es una advertencia metodológica: cualquier análisis de las desigualdades será incompleto si no se tienen en cuenta las múltiples dimensiones del fenómeno. Como advertencia metodológica, no hay nada para oponerse o rebatir. En un nivel analítico o teórico, sin embargo, esta afirmación no dice mucho sobre la naturaleza de los vínculos entre las desigualdades de género y las otras dimensiones. ¿Cómo teorizar o generalizar sobre la manera en que interactúan las distintas dimensiones? ¿Cuáles son sus patrones de interacción? La conceptualización que propone este artículo toma como punto de partida la centralidad de las desigualdades estructurales relacionadas con la clase, y observa sus vínculos con diversas categorizaciones sociales y diferencias socialmente construidas, considerando que cada una de estas categorizaciones (las distinciones categoriales de Charles Tilly) tiene su propia dinámica.
El contexto: América Latina después de la Segunda Guerra Mundial
A mediados del siglo XX, América Latina experimentó un rápido proceso de urbanización y migración rural-urbana, la expansión de la educación, los procesos de industrialización, el crecimiento de la población, etc. –todos ellos signos de la «modernización», que tuvo efectos importantes en la redistribución y reestructuración de las desigualdades sociales[4]–. Hubo varios procesos específicos, aunque para nuestro propósito es suficiente resumir sus consecuencias sobre las desigualdades. Como concluye Rosemary Thorp al referirse al periodo de posguerra en la región, mientras que las cifras de crecimiento fueron impresionantes y la historia institucional muestra cambios radicales en muchas áreas, la industrialización y la sustitución de importaciones se insertaron en, y reforzaron, el sistema social y económico preexistente, extremadamente desigual. Aun los esfuerzos de la reforma agraria no modificaron esencialmente el panorama de pobreza y exclusión. Las mujeres y los grupos indígenas permanecieron relativamente desposeídos y las tendencias del mercado de trabajo urbano crearon nuevas desigualdades[5].
En este periodo, las preguntas centrales que se formulaban las ciencias sociales de la región ponían la mira en el tipo de desarrollo capitalista que se estaba gestando. La consideración de las desigualdades estaba anclada en estas preocupaciones: la marginalidad, las discrepancias urbano-rurales, el campesinado, el trabajo asalariado y otras formas de trabajo, las burguesías y oligarquías nacionales, la formación o ausencia de clases medias, etc. La formación de una sociedad de clases, con un fuerte énfasis en el pasaje hacia el mérito y la estratificación anclada más en las características adquiridas que en las adscritas, estaba en el horizonte.
La dinámica de creación de desigualdades combinaba varios procesos simultáneos que, según el pensamiento de la época, correspondían a los diferentes «momentos» de los procesos delineados desde el punto de vista teórico: por un lado, el acaparamiento de recursos por medio de la expoliación y la acumulación primitiva, tanto en referencia al origen de la fuerza de trabajo exigida por el desarrollo capitalista como a la privatización de la tierra para la expansión de la agricultura mercantil, con el desplazamiento de los pueblos originarios y campesinos y la prevalencia del trabajo semiservil en las minas y haciendas; por otro lado, la explotación dentro del propio sistema capitalista y el acaparamiento de otros recursos, en especial de las oportunidades de acumulación de conocimientos y saberes a través de la expansión educativa orientada hacia las clases medias.
El eje analítico explicativo estaba centrado en el mercado de trabajo como la fuerza detrás de la estructura y la distribución de las desigualdades. Las posiciones en el mercado de trabajo podían estar asociadas a otras dimensiones: la etnicidad entrelazada con el sector económico (por ejemplo, un campesinado con fuertes componentes indígenas en el sector rural), una clase obrera asalariada naciente conformada sobre la base de la inmigración europea, o el predominio de mujeres de origen rural en el servicio doméstico urbano. La estructura de clases sociales (con todas las especificidades «locales» necesarias) estaba en el centro; las otras dimensiones de la desigualdad se articulaban con las dinámicas de clase, pero no las determinaban. Estos otros criterios de categorización social, en especial la etnicidad y la raza, podían ser analizados, pero por lo general eran considerados como «herencias» o presencias diacrónicas del pasado. Por su parte, quienes interpretaban los procesos sociales en clave de modernización pensaban que estas categorías adscritas se disolverían en la medida en que el mérito y el logro desplazaran al origen como el anclaje más importante para la definición de las oportunidades sociales.
¿Cuáles eran estas otras categorías de desigualdades que, además de la clase social, merecían alguna atención? Por un lado, la composición étnica y racial de la población y la inserción de grupos no blancos en las posiciones más bajas de la estructura social, y el origen inmigratorio europeo (especialmente mediterráneo) de la clase obrera. La atención a las dimensiones étnicas y raciales tenía antecedentes en los pensadores sociales de la región, como José Carlos Mariátegui en Perú y Gilberto Freyre en Brasil. Las cuestiones de género y el lugar subordinado de las mujeres en la estructura patriarcal, sin embargo, resultaban más novedosos, con poca o ninguna tradición en el pensamiento social latinoamericano, aunque pensadoras y activistas mujeres lo problematizaron de manera progresiva a lo largo de todo el siglo. Las diferencias y desigualdades espaciales eran también significativas, vistas siempre de manera dinámica como parte del proceso de urbanización.
En ese periodo, las desigualdades en el plano internacional se interpretaban en términos de relaciones entre centro y periferia. El desarrollo capitalista en América Latina era «periférico» y el objetivo básico consistía en comprender sus desafíos, originalmente en el pensamiento de Raúl Prebisch y la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal). Luego serían interpretados en términos de «dependencia»[6]. La comprensión de las desigualdades en la perspectiva del sistema mundial[7] aún estaba en un futuro lejano. Esta línea continúa en nuestro enfoque entrelazado multiescalar, en el que los patrones de desigualdad combinan procesos en diferentes niveles, desde el local hasta el global. Dentro de este marco, cuando se observa la escena internacional, la pertenencia a una comunidad política, transmitida por el lugar de nacimiento y una ciudadanía formal otorgada por un Estado nación, tiene que ser introducida como una dimensión categorial fundamental que configura y determina las desigualdades más profundas en las oportunidades de vida en el mundo contemporáneo[8].
Florestan Fernandes: capitalismo y raza
El análisis de Florestan Fernandes sobre el desarrollo capitalista en América Latina y de la integración del «negro» en el desarrollo capitalista en Brasil es, sin duda, un clásico. Fernandes conceptualiza la situación de la región en comparación con el modelo inglés y europeo. Ve el capitalismo latinoamericano como desordenado, «desprolijo», con desfasajes temporales y asincronías entre procesos que en otros lugares fueron simultáneos[9]. No se trata solo de que la región llegó «tarde», sino de que el desarrollo capitalista en América Latina implica una combinación específica de historia y estructura que requiere una explicación e interpretación.
Fernandes rastrea las desigualdades a partir de la conformación –incompleta, específica– de las clases sociales en el desarrollo capitalista dependiente. La doble apropiación –de la burguesía local y del capitalismo global– deja a las clases «bajas» en una situación particularmente desventajosa. Ni los que están integrados en la producción capitalista, ni quienes lo están de manera marginal tienen capacidad para luchar, ni dentro del sistema (porque no están plenamente integrados) ni a través de una transformación revolucionaria.
En este marco de análisis de los procesos de formación de clases, Fernandes aborda la posición social del negro[10] en Brasil[11]. Se trató de un programa de investigación realizado por un equipo que Fernandes coordinó. Además, él se ocupó sobre todo de San Pablo, foco del desarrollo capitalista del país, aunque sus reflexiones y conclusiones se extienden a todo Brasil[12].
La cuestión general está planteada en términos del desarrollo de un «orden social competitivo» inevitable, ineludible. El autor se pregunta acerca de las predisposiciones y habilidades que los diferentes grupos humanos tienen para ingresar en las relaciones de producción requeridas por ese orden. ¿Cuáles son las expectativas –con respecto a lo que se espera de los trabajadores– por parte del sistema en expansión? ¿Quiénes son los potenciales trabajadores predispuestos y preparados para insertarse en ese sistema? En este sentido, el negro está en desventaja frente al trabajador europeo, debido a la historia de esclavitud y a los desafíos que enfrentaron los ex esclavos después de la abolición de ese sistema en 1888.
Dentro de su modelo estructural, Fernandes introduce una dimensión psicosocial, algo que décadas más tarde se incorporaría en lo que se conceptualiza como «subjetividad» y «capacidad de acción (o de agencia)» de los sujetos subalternos. La acción social no es impulsada solo por fuerzas oscuras más allá de la acción humana (es decir, «estructurales»). Por el contrario, Fernandes centra su mirada en las (limitadas) opciones abiertas a los negros y en cómo sus formas de actuar –aprendidas en el pasado esclavista, lo que Zygmunt Bauman llama «memoria de clase»– influyen en su proceso de integración en la sociedad de clases[13].
El negro es visto como una persona que actúa en escenarios y ámbitos sociales. Ante las condiciones planteadas por el trabajo libre y la presencia de inmigrantes europeos, los ex esclavos negros se enfrentan a dificultades de diversa índole. La atención de Fernandes se centra en la situación estructural de los ex-esclavos, a quienes considera sujetos y frente a los cuales plantea la «condición moral de la persona». Ve a los ex esclavos como personas racionales, que se enfrentan a una estructura de oportunidades y elaboran estrategias para encararla. También como personas con principios morales. Así, la nueva condición del mercado laboral, «para el negro o el mulato (…) era secundaria. Lo esencial era la condición moral de la persona y su libertad para decidir cómo, cuándo y dónde trabajar»[14]. Así, los negros y mulatos son presentados como sujetos que tienen que encarar su libertad en un contexto económico y social para el cual su experiencia previa no los ha preparado.
En su modelo de análisis, Fernandes no propone de manera explícita un análisis de las relaciones de género (o de las relaciones de los sexos, según la terminología de su tiempo). Sin embargo, al describir e interpretar la situación en San Pablo y al internarse en un análisis microsocial e interpersonal, los hombres y las mujeres adquieren especificidad. En el mundo urbano de San Pablo, concluye, la vida parece ser más fácil para las mujeres negras. Su inserción en el trabajo doméstico urbano no implica una ruptura profunda en su experiencia. Hay más continuidades con su experiencia previa que en el caso de los hombres. De ahí que caracterice a la mujer negra como «una agente de trabajo privilegiado porque es la única que puede tener puestos de trabajo duraderos y un medio de vida más permanente»[15]. Es debido a esta continuidad de sus tareas en el mundo urbano que las mujeres negras corren el riesgo de convertirse en el único medio de subsistencia para los hombres, pero sin la protección complementaria de una familia estable e integrada. Los resultados de todas estas condiciones son la anomia y la desorganización social de la vida personal y social de los negros. Así, en este punto de su análisis, Fernandes incorpora una consideración explícita de las relaciones de género, y cómo estas interactúan con la clase y la «raza» en un contexto específico.
Una de las preguntas centrales de Fernandes es: ¿la ciudad repelió al negro? Su respuesta es que no se trataba, en realidad, de una cuestión solo racial: «El aislamiento económico, social y cultural del negro fue producto de su relativa incapacidad para sentir, pensar y actuar socialmente como hombre libre»[16]. El ingreso al mundo urbano y al orden social competitivo implicaba una fuerte exigencia: despojarse de su modo de vida anterior y adoptar los atributos psicosociales y morales de un jefe de familia, trabajador asalariado, ciudadano, empresario, etc. «La exclusión habría tenido un carácter específicamente racial si el negro tuviese estas cualidades y, a pesar de ello, fuera rechazado»[17].
Las dinámicas económicas, sociales y culturales, sin duda, fueron y son complejas. El texto revisa los «niveles de desorganización social», destaca las condiciones de empleo y sus oportunidades, y señala el papel mediador de la familia como institución socializadora y los diferentes roles de género en el proceso de socialización. La desorganización no es vista como el origen, sino como la consecuencia de los desfasajes entre la condición esclava y los requisitos de la vida urbana. Es decir, entornos que no se pueden controlar, racionalidades «desubicadas». Como anticipo de un tema que sería centro de atención unas décadas más tarde, Fernandes observa la centralidad de la sexualidad y el cuerpo. También, de manera muy interesante, aborda la calle y el barrio como espacios de sociabilidad, así como la relación entre este tipo de sociabilidad y la integración en la sociedad de clases, en el estilo que se volvería canónico en los escritos de E.P. Thompson[18].
En resumen, lo que hace Fernandes es descartar las esencias e historizar los procesos. No hay nada esencial en la raza; hay procesos históricos que podrían haber sido diferentes. Por ejemplo, señala que «la aptitud para el cambio no tiene que ver tanto con los contenidos y la organización de los horizontes culturales de las personas o las categorías de personas, sino con su localización en la estructura económica y su poder en la ciudad»[19]. El desarrollo capitalista urbano, el trabajo asalariado y el orden social competitivo son los ejes que estructuran la realidad social. Algunas trayectorias y experiencias se adaptan con más facilidad a ellos –como las de los trabajadores inmigrantes–, mientras que otras dificultan los procesos de integración. Las mujeres, acostumbradas a la labor doméstica cotidiana, experimentan más continuidad y menos rupturas en sus modos de vida. De ahí sus posibilidades de «beneficiarse» de su experiencia, doblemente subordinada, a sus empleadores y a sus parejas en la familia. Esta pervivencia de los patrones de comportamiento, heredados del periodo esclavista, no solo está presente entre los negros y mulatos. «El ‘hombre blanco’ también continuó apegado a un sistema de valores sociales y de dominación racial (…) análogo al vigente en la sociedad de castas»[20].
Dados los desajustes en el proceso de creación de este «orden social competitivo», con fuertes desigualdades raciales y la ausencia de una democracia racial –a pesar del mito–, ¿dónde buscar los gérmenes de la transformación de las prácticas sociales y las jerarquías raciales? Fernandes dedica un volumen completo[21] al análisis de los movimientos sociales colectivos, por un lado, y a los «impulsos igualitarios» (orientados hacia la asimilación y la integración), por el otro. La cuestión es, una vez más, planteada de manera relacional: importa estudiar cómo las tensiones raciales son percibidas y controladas socialmente por los diversos actores y, al mismo tiempo, caracterizar la situación como el «dilema racial brasileño».
Rodolfo Stavenhagen: desarrollo capitalista agrario y etnicidad
La cuestión de las relaciones interétnicas en el marco del desarrollo capitalista, en especial en la esfera agraria, fue el centro de atención de Rodolfo Stavenhagen en su libro Las clases sociales en las sociedades agrarias, publicado en 1969[22]. Stavenhagen fue un antropólogo y sociólogo mexicano con una larga trayectoria en el análisis de las relaciones entre el desarrollo, las desigualdades étnicas y los derechos de los pueblos indígenas[23].El marco de su análisis es el desarrollo capitalista a lo largo de la historia, visto no como un proceso lineal que se repite de manera similar en diferentes lugares, sino como proceso situado, anclado en las interconexiones entre la escala global y las escalas nacional y subnacional.
El marco de referencia básico es histórico: existieron formas muy diversas de explotación y dominación precapitalista en diferentes lugares del mundo, pero «ninguna de estas estructuras de clase ha sido capaz de resistir el impacto de la expansión europea sin sufrir modificaciones radicales»[24]. En todas partes, el colonialismo y los procesos de extracción de plusvalía y excedentes estuvieron ligados a la manera en que el capitalismo comercial penetró en las comunidades preexistentes. Los procesos de transformación de las estructuras de clase y estratificación difieren de un lugar a otro, pero tienen efectos significativos en todos los casos, derivados de la economía monetaria, la propiedad privada de la tierra, el monocultivo comercial, la migración laboral y el éxodo rural, la urbanización, la industrialización y la integración nacional de los países subdesarrollados. Estos procesos han actuado de manera diferenciada, según las estructuras sociales preexistentes y los ritmos de su introducción.
En su análisis de estos procesos en la región maya de México y Guatemala, Stavenhagen toma como punto de partida el pasaje de la etapa de la conquista militar a la implantación del sistema colonial, producto de la expansión mercantilista. En ese periodo, los mecanismos de dominación estaban vinculados a los intereses de las clases sociales poderosas del país colonizador. Las comunidades indígenas se convirtieron entonces en una reserva de mano de obra para la economía colonial. A fin de mantenerla, se acumularon leyes restrictivas y se estableció un sistema de control centralizado que mantenía a los nativos en posición de inferioridad con respecto a todos los otros estratos sociales. Esto derivó en que las antiguas jerarquías dentro de las comunidades indígenas perdieron su base económica. De hecho, las comunidades indígenas terminaron siendo solo sociedades tradicionales (folk), unidades corporativas relativamente cerradas bajo el impacto de la política indigenista española. Sin embargo, en la medida en que participaban en la vida económica de la sociedad, estaban integrados en la sociedad de clases.
Tanto el sistema colonial como las relaciones de clase subyacían a las relaciones interétnicas, aunque de diferentes maneras. En términos coloniales, la sociedad indígena en su conjunto se enfrentaba a la sociedad colonial. Las relaciones se definían en términos de discriminación étnica, segregación, inferioridad social y sujeción económica. Las relaciones de clase, por otro lado, se definían en términos de relaciones de trabajo y propiedad; por lo tanto, no era una cuestión de relaciones laborales entre dos sociedades, sino entre sectores específicos de una misma sociedad. Las relaciones coloniales respondían al mercantilismo; las relaciones de clase, al capitalismo.
El sistema colonial funcionaba en dos niveles: entre la metrópoli y la colonia, y dentro de la propia colonia: «Lo que España representaba para la colonia, esta lo representaba para las comunidades indígenas: una metrópolis colonial»[25]. Por esta razón, el periodo posterior a la independencia no transformó la esencia de las relaciones entre los indios y la sociedad global. Pese a la igualdad jurídica, varios factores actuaron para mantener las relaciones coloniales, ahora transformadas en «colonialismo interno».
Los indios de las comunidades tradicionales se encontraron, una vez más, en el papel de un pueblo colonizado: perdieron sus tierras, fueron obligados a trabajar para los «extranjeros», fueron integrados contra su voluntad a una nueva economía monetaria, fueron sometidos a nuevas formas de dominación política. Esta vez, la sociedad colonial era la sociedad nacional misma, que progresivamente extendió su control sobre su propio territorio[26].
En todo el análisis, el énfasis está puesto en la dinámica entre las relaciones étnicas y de clase como una dualidad: las relaciones de clase se encarnan en las relaciones laborales capitalistas que consideran a los sujetos como trabajadores y no como grupos étnicos. Por otro lado, la etnicidad está anclada en estructuras comunitarias y, en la medida en que la estructura comunitaria se rompe, la estratificación interétnica pierde su base objetiva. Sin embargo, las relaciones de clase pueden asumir formas culturales, por ejemplo, cuando la lucha por la tierra se lleva a cabo en nombre de la restitución de tierras comunales.
La articulación entre ambos criterios no es sencilla. La estratificación interétnica no se corresponde con las relaciones de clase emergentes –«no estamos diciendo que los indios y los ladinos son, sencillamente, dos clases sociales»–, en tanto está muy arraigada en los valores de los miembros de la sociedad. De hecho, funciona como una fuerza conservadora que frena el desarrollo de las relaciones de clase. En la medida en que avanza el proceso de formación de clases, se desarrollan nuevas bases de estratificación según criterios socioeconómicos, aun cuando «la conciencia étnica puede, sin embargo, pesar más que la conciencia de clase»[27].
Frente al desarrollo capitalista –que parece ser ineluctable e inevitable–, las reacciones de los indígenas pueden ser de diverso tipo. Puede darse la aculturación, que puede implicar la adopción de los símbolos de estatus de los ladinos (bienes de consumo, por ejemplo), aun cuando se mantenga la identidad cultural indígena. Alternativamente, la reacción puede ser un ascenso económico general de los grupos indígenas, lo cual representa un desafío a la superioridad de los ladinos. También puede producirse la asimilación y ladinización individualizada, que implican el abandono de la comunidad y la integración a la sociedad nacional, a través de un proceso de proletarización. Stavenhagen sostiene que durante los años 60 en México, el rápido desarrollo de las relaciones de clase en detrimento de las relaciones coloniales produjo el desarrollo del indigenismo como ideología y como principio de acción. Esta es una postura «nacionalista», que reclama el fortalecimiento de los gobiernos indígenas y exige la representación política nacional de esos pueblos. La paradoja es que esto puede ser fomentado por el propio Estado nacional, como medio para alcanzar «un objetivo que representa su negación absoluta, o sea, la incorporación del indio a la nacionalidad mexicana, es decir, la desaparición del indio como tal»[28].
El complejo análisis de Stavenhagen cruza varios ejes, en un abordaje que toma como dato central el lugar dominante del Estado-nación y los dilemas implícitos en la construcción de la nacionalidad, temas de gran relevancia en el periodo en que el autor escribía. Visto desde la perspectiva del presente, la cuestión es la relación entre dos marcos de interpretación de esta dinámica. Por un lado, la relación entre desarrollo y desigualdad categorial, que puede ser leída desde la perspectiva de diversos paradigmas: anticolonialismo, marxismo, neoliberalismo o neodesarrollismo. El otro es la formación de la unidad nacional –la «integración» de la que hablaba Fernandes, la nacionalidad mexicana en el pensamiento de Stavenhagen– frente a la lógica de la diferencia que, históricamente, se extiende desde el racismo científico al multiculturalismo.
En este segundo punto, nos enfrentamos, una vez más, con la paradoja entre igualdad y diferencia, planteada décadas más tarde por Nancy Fraser y Joan Scott[29]. Según esta lógica, para Stavenhagen, «la integración nacional solo se puede alcanzar si se resuelven y se superan las contradicciones inherentes en las relaciones coloniales. Esto se puede lograr suprimiendo uno de los términos de la contradicción o cambiando el contenido de la relación»[30]. Para Stavenhagen, la salida de esta disyuntiva es lograr la integración nacional no suprimiendo al indio como tal sino como un ser colonizado.
Clase y género: Heleieth Saffioti, Isabel Larguía y John Dumoulin
A diferencia de la raza o de la etnia, en las que las relaciones entre categorías implican inclusiones y exclusiones, así como la existencia de comunidades basadas en categorías, cuando se trata de género no se puede pensar en la formación de comunidades separadas. El género está presente en todas partes –en todas las clases, de todas las nacionalidades, en todos los grupos étnicos y raciales–. Su presencia universal lo hace menos visible, más «natural», y menos sujeto al análisis y la interpretación. Por lo tanto, no es sorprendente que en el contexto de las preocupaciones sobre el desarrollo y las desigualdades de la época, vistas en especial a través de la lente de la marginalidad social y el desarrollo urbano, en el periodo que analizamos en América Latina hubiera una profunda ceguera con respecto a las desigualdades en las relaciones entre los sexos y el lugar social de las mujeres (no se hablaba de género en esa época).
Hasta los años 70, las mujeres importaban en las ciencias sociales de la región solo en relación con las tendencias de la fecundidad. Preocupaba el desfasaje entre los procesos de urbanización acelerada que experimentaba la región y la persistencia de tasas de fecundidad altas. Algunos se animaban a interpretarlo en clave del «tradicionalismo» de las mujeres, con la esperanza de que la modernidad que acompañaba los procesos de urbanización –en especial, el aumento de los niveles educativos– pronto cambiaría sus actitudes y comportamiento y tendría como efecto casi automático una disminución de la fecundidad. Los retrasos temporales en el proceso de cambio podrían explicar, entonces, la persistencia de este tradicionalismo. Lo que se daba por sentado era que el comportamiento y las actitudes reproductivas eran patrimonio de las mujeres. Los varones aparentemente no tenían nada que ver en el asunto, y sus conocimientos, actitudes y prácticas eran irrelevantes para un tema tan femenino como la natalidad y los hijos.
Los últimos años de la década de 1960 fueron escenario del surgimiento de una nueva ola feminista, primero en los países centrales y muy pronto en otras partes del mundo. Esta ola feminista tuvo que enfrentar un doble desafío: primero, comprender y explicar las formas de subordinación de las mujeres, y segundo, proponer mapas de ruta para la lucha por transformar esta condición. ¿Cuál era la naturaleza de la subordinación? ¿Cómo explicarla? El debate fue intenso, la heterogeneidad y los conflictos teóricos y tácticos, permanentes. La relación entre la investigación y la acción fue sin duda una preocupación central de las académicas feministas.
En este clima de ideas, en 1969 Heleieth Saffioti publicó su libro A mulher na sociedade de classes. Mito e realidade[31]. Producto de su tesis doctoral supervisada por Florestan Fernandes, el libro está enmarcado en la tradición de investigación de ese autor: el desarrollo del capitalismo, en general y particularmente en Brasil. Saffioti observa el lugar que en ese desarrollo ocupan las mujeres. El análisis se orienta a mostrar que las «relaciones entre sexos y, en consecuencia, la posición de la mujer en la familia y en la sociedad en general, constituyen parte de un sistema de dominación más amplio»[32].
En este, y en otros textos de la época, se habla de «la mujer» en singular. Fernandes también habla de «el negro», en singular, aunque en los análisis específicos aparecen las heterogeneidades y diferenciaciones dentro de las categorías mujer y negro. Con el correr de las décadas, se fue pasando al plural, para dejar en claro que las jerarquías, las relaciones de dominación y las desigualdades existen no solo entre las categorías de raza y género, sino también dentro de ellas.
Saffioti rastrea el origen de los mitos y preconceptos que justifican la exclusión de las mujeres de ciertas tareas y su segregación en los roles y las ocupaciones tradicionales reconocidas como femeninas. Encuentra ese origen en la forma en que se organizó y distribuyó el poder en la sociedad esclavista brasileña. Analiza la posición de esclavos y esclavas y las inconsistencias en las relaciones raciales de la esclavitud. Las esclavas negras tenían su función en el sistema productivo, y también tenían un rol sexual, cuyo producto –el mulato– se convirtió en el centro de las tensiones sociales y culturales.
¿Cuál es el efecto del desarrollo capitalista en la posición de las mujeres? Los efectos analizados no son homogéneos para todas las mujeres. En el mundo de la organización productiva, según Saffioti, el desarrollo del capitalismo margina a las mujeres. Y lo hace de manera compleja. El advenimiento del capitalismo representa una disminución de las funciones directamente productivas hasta entonces desempeñadas por las mujeres. Quedan como mano de obra barata, para ser utilizada cuando el capitalismo así lo requiere. Al mismo tiempo, la capacidad limitada para protestar y demandar produce una mayor explotación, que queda enmascarada bajo la apelación a «factores naturales» como el sexo y la raza. En esta perspectiva, las mujeres representan el «anticapitalismo», tanto en referencia a su actividad económica como a la distancia entre ellas y las metas culturales de las sociedades de clases.
Sin embargo, el fenómeno no es tan lineal como parece. La autora analiza los procesos de urbanización y la abolición de la esclavitud en Brasil, procesos que, junto con la inmigración europea, produjeron cambios significativos en la organización de la familia, en particular la desestabilización de la familia patriarcal. La urbanización provocó transformaciones en la posición social de las mujeres urbanas: la expansión de los horizontes culturales, la limitación de la natalidad, el divorcio. Además, hubo una creciente adopción del marco familiar legal occidental (en especial entre los ex esclavos) que paradójicamente implicó un refuerzo de los tabúes sexuales. Juegan entonces factores culturales: el culto a la virginidad femenina en un mundo de doble moral, la exaltación del «macho» como ideal de masculinidad. Como resultado, ciertas áreas de la personalidad femenina están, por así decirlo, experimentando una modernización resultante de las nuevas concepciones acerca del mundo y del ser humano, mientras que otras áreas permanecen prisioneras del clima tradicional en el que ocurre el proceso de socialización más amplio[33].
Las estructuras familiares y las prácticas simbólicas y culturales también se transformaron. Sin embargo, la articulación entre la división sexual del trabajo en el ámbito doméstico y la familia, por un lado, y la estructura productiva capitalista por el otro, no queda planteada ni respondida en el análisis de Saffioti. Este es el tema que abordarán Isabel Larguía y John Dumoulin[34].
El punto de partida de este tema está en el proceso de diferenciación entre «casa» y «trabajo», o sea, la separación entre los procesos de producción social integrados al mercado capitalista a través de la división del trabajo, y los procesos ligados al consumo y la reproducción realizados en el ámbito doméstico, en el mundo privado y en la intimidad de la familia. En la teoría marxista, el foco puesto en los modos de producción implicaba mirar las relaciones entre la producción de bienes y de los medios de subsistencia. El otro lado de la ecuación, la producción de los seres humanos que a través de su trabajo van a participar en los procesos de producción, estaba mucho menos desarrollado desde el punto de vista teórico. Mucho se decía sobre los «modos de producción», pero casi nada sobre los «modos de reproducción». La contribución del debate feminista marxista y, específicamente, el trabajo de Larguía y Dumoulin, responde a esta cuestión. ¿Cómo se producen los seres humanos, esa «mercancía» que es la fuerza de trabajo en el capitalismo? ¿Cómo opera la reproducción en el interior de la economía capitalista?
Las actividades reproductivas se realizan en los hogares. En el capitalismo, la familia no tiene una función económica. No es una clase social. Se mantiene viva como una forma ética, ideológica y jurídica, pero también como ámbito de producción y reproducción de la fuerza de trabajo. El trabajo utilizado para la producción de este «bien» es sobre todo el trabajo de las mujeres. No es remunerado y sus verdaderas productoras, las mujeres, no lo pueden comercializar.
Desde esta perspectiva, el patriarcado, como sistema de subordinación de las mujeres, adquiere importancia analítica. Si el hogar-familia es la institución social a cargo de la organización de la vida cotidiana y la reproducción, se debe prestar atención a su organización interna y a la diferenciación de los roles de hombres y mujeres. En el modelo de familia nuclear patriarcal, el varón trabajador, con su salario, aporta los recursos monetarios requeridos para el mantenimiento de la familia trabajadora, mientras la contrapartida del trabajo doméstico realizado por el «ama de casa madre», que transforma ese ingreso monetario en los bienes y servicios que permiten el mantenimiento y reproducción social, permanece implícita e invisible.
Es en este escenario de debate teórico y político donde se inserta el trabajo de Larguía y Dumoulin. La familia patriarcal implica una división de la vida social en dos esferas bien diferenciadas, la esfera pública y la esfera doméstica[35], que tuvieron una evolución muy desigual:
Si bien los hombres y las mujeres obreros reproducen fuerza de trabajo por medio de la creación de mercancías para el intercambio, y por tanto para su consumo indirecto, las amas de casa reponen diariamente gran parte de la fuerza de trabajo de toda la clase trabajadora. Solo la existencia de una enajenante ideología milenaria del sexo impide percibir con claridad la importancia económica de esta forma de reposición directa y privada de la fuerza de trabajo (…). El obrero y su familia no se sostienen solo con lo que compran con su salario, sino que el ama de casa y demás familiares deben invertir muchas horas en el trabajo doméstico y otras labores de subsistencia (…). El trabajo de la mujer quedó oculto tras la fachada de la familia monogámica, permaneciendo invisible hasta nuestros días. Parecía diluirse mágicamente en el aire, por cuanto no arrojaba un producto económicamente visible como el del hombre[36].
El trabajo doméstico, como parte de la cotidianidad, puede ser visto como el conjunto de tareas, habituales y repetitivas en su mayor parte, que asegura la reproducción social, en sus tres sentidos. Primero, la reproducción estrictamente biológica, que en el plano familiar significa gestar y tener hijos (y en el plano social se refiere a los aspectos sociodemográficos de la fecundidad); en segundo lugar, la organización y ejecución de las tareas de la reproducción de la fuerza de trabajo consumida diariamente, o sea las tareas domésticas que permiten el mantenimiento y la subsistencia de los miembros de la familia que, como trabajadores asalariados, reponen sus fuerzas y capacidades para poder seguir ofreciendo su fuerza de trabajo día tras día; y, por último, la reproducción social, es decir, las tareas vinculadas al mantenimiento del sistema social, en especial las relacionadas con el cuidado y la socialización temprana de los niños –también el cuidado de los enfermos y los ancianos–, incluidos los cuidados físicos y la transmisión de normas y patrones de comportamiento aceptados y esperados[37]. En esto, la reproducción biológica se confunde con la reproducción privada de la fuerza de trabajo.
En suma, la tradición en que se inscriben Larguía y Dumoulin está anclada en el análisis de la organización social y el desarrollo del capitalismo, al vincular familia y domesticidad con el mercado de trabajo y la organización social de la producción. Se trataba, en su momento, de develar la «invisibilidad social de las mujeres»: en el trabajo doméstico no remunerado y socialmente no reconocido, oculto a la mirada pública, en la retaguardia de las luchas históricas, «detrás» de los grandes hombres.
El reconocimiento del valor de la producción doméstica y del papel de las mujeres en la red social que apoya y reproduce la existencia social fue uno de los temas claves de los años 70 del siglo XX, en los nacientes análisis feministas y en las consignas de la lucha y las demandas del movimiento de mujeres. Reconocer y nombrar otorga existencia social, y esa existencia visible parecía ser un requisito para la reivindicación. De ahí la necesidad de conceptualizar y analizar lo cotidiano, lo antiheroico, la trama social que sostiene y reproduce. El debate teórico fue intenso: ¿qué producen las mujeres cuando se dedican a su familia y a su hogar?, ¿quién se apropia de su trabajo? En los años 70, el reconocimiento del ama de casa como trabajadora generó también un debate político: ¿debería ser reconocida como trabajadora con derechos laborales? ¿Se le debe conceder un salario y una pensión? ¿O, antes bien, deben transformarse las relaciones de género en la domesticidad? A partir del estudio y la indagación sobre la naturaleza del trabajo doméstico se ponía al descubierto la situación de invisibilidad y subordinación de las mujeres. Estos saberes abrirían caminos diversos para revertir esa situación[38]. Frente a esta realidad de la división sexual del trabajo y las responsabilidades domésticas de las mujeres, el incipiente análisis feminista ponía su mira en el mundo del empleo. Parecía que, en tanto su subordinación estaba anclada en la distinción entre el mundo público y la vida privada, las mujeres debían salir de la esfera doméstica y participar en el mundo público –hasta entonces, un mundo predominantemente masculino–. Las tendencias seculares mostraban que esto ya estaba ocurriendo y se manifestaba en el aumento de los niveles educativos y de la tasa de participación de las mujeres en la fuerza de trabajo. A partir de los años 70, el incremento de la participación femenina en la fuerza de trabajo en América Latina fue de una magnitud enorme[39].
Sin embargo, ¿qué sucede cuando las mujeres entran en el mercado de trabajo? Ya Saffioti lo había planteado. Hay pocas oportunidades para acceder a «buenos» puestos, las mujeres sufren discriminación salarial y deben seguir las definiciones sociales sobre las tareas «típicamente femeninas», esto es, aquellas que expanden y reproducen los roles domésticos tradicionales (servicio doméstico y servicios personales: secretarias, maestras y enfermeras). La segregación y la discriminación son la regla. En suma, las relaciones de clase se combinan con la subordinación de género de manera específica, tanto en el mercado de trabajo (organización de la producción social) como en el ámbito de la domesticidad (organización de la reproducción social). Esta combinación –entendida como «doble jornada» en los análisis microsociales– se mantiene como fuente de tensión a lo largo del tiempo, y será objeto de diversas modalidades de intervención estatal[40].
Un espacio liminar y descentrado
No es el objetivo de este artículo trazar conclusiones claras y nítidas. Se trata de indagar en las formas de pensar las relaciones entre las múltiples dimensiones de la desigualdad y las lógicas de esas relaciones, tanto en la realidad social como en los modelos interpretativos desarrollados por intelectuales de la región. Para ello, se requiere el desarrollo de conocimientos situados, de reflexiones que combinan visiones teóricas fuertes con una inmersión en, o cercanía con, realidades sociales vividas, con la intención de contribuir a cambiarlas. Los tres elementos –conceptos, realidad, utopía– se entrelazan en los escritos abordados aquí.
¿Qué se puede aprender de esta revisión a la luz de algunos de los debates y dilemas del siglo XXI? En primer lugar, un comentario sobre el tiempo, el proceso y el cambio. Los procesos complejos de cambio ligados al desarrollo capitalista en la región implican ritmos de transformación diferentes en distintos aspectos o dimensiones. Estas asincronías o desfasajes, sin embargo, no son aleatorios. El motor del cambio fue y sigue siendo el desarrollo de nuevas formas de organización económica, en aquel momento observadas en cada país o nación, mientras que hoy se consideran de manera mucho más explícita las interdependencias y entrelazamientos del nivel global. En el nivel de actores y sus escenarios, las preguntas son acerca de qué sucede con las poblaciones que están en el proceso de cambiar sus formas de trabajo y de vida. ¿Quiénes están preparados para este cambio? Fernandes muestra los legados intensos del trabajo esclavo entre la población negra en Brasil, y el desajuste entre sus modos de vida y los valores y exigencias del nuevo sistema. Stavenhagen pone en evidencia las continuidades y los nuevos desafíos que el desarrollo plantea a las comunidades agrarias indígenas. Saffioti se pregunta sobre los cambios en la situación de las mujeres. En todos los casos, se trata de que las formas aprendidas y vividas no encajan en las demandas del desarrollo capitalista.
Estas disyunciones son centrales en las experiencias de formación de clase. Al respecto, el análisis se emparenta con el que Bauman hace de la «memoria de clase». Bauman se refiere a la «memoria histórica» o «historia recordada» en tanto «propensión de un grupo hacia ciertos comportamientos de respuesta antes que a otros»[41]. Esta historia recordada «explica» las reacciones de un grupo ante el cambio en sus circunstancias de vida. Los resultados pueden ser diversos: desde la desorganización reflejada en profecías de una inminente catástrofe a la proliferación de utopías revolucionarias, realineamientos políticos, sociales y culturales. Dado que el proceso de articulación de la sociedad de clases es lento, en cualquier momento histórico, dice Bauman, son las estrategias de clase memorizadas las que proporcionan los patrones cognitivos y normativos para lidiar con lo que se experimenta como crítico. Sin embargo, se debe agregar algo al análisis de Bauman: las otras categorizaciones sociales –étnicas, raciales, nacionales, de género– se entrelazan con la experiencia de clase, y por lo tanto entran de un modo inseparable en la formación de los recuerdos –o, para utilizar el término de Bourdieu, habitus– que guiará las prácticas de los actores.
En segundo lugar, los textos abordados aquí se pueden ubicar en la perspectiva de los análisis que enfatizan la tensión entre demandas de igualdad/redistribución, por un lado, y de reconocimiento de particularidades, diferencias e identidades, por el otro. Como modelo analítico, este paradigma fue elaborado en décadas posteriores[42]. En los años 70, se lo palpaba en la acción de los sujetos históricos más que en los paradigmas o modelos. Sin embargo, es claro que el análisis centrado en el desarrollo capitalista y en las sociedades de clases no se puede completar sin considerar el género y la etnicidad de manera explícita. Entonces y ahora, la sensación de vivir en un mundo de desigualdades e injusticias, y la intención de contribuir activamente a las luchas por la transformación de la situación histórica de los grupos discriminados y marginados, actúan como una fuerte motivación para investigar y llevar a cabo análisis y estudios.
En tercer lugar, para volver una vez más al vínculo entre desigualdades y diferencias, se puede conectar el tipo de análisis aquí presentado con las discusiones actuales sobre la «interseccionalidad», que aluden a la imposibilidad de analizar una dimensión de desigualdad aislada de las otras, ya que no se trata de efectos aditivos (desigualdad de clase que se suma a la de género, a la de edad y a la étnica, por ejemplo), sino de una articulación compleja, de una configuración. Pero ¿cómo se da esta combinación? ¿Existe algún modelo o teoría que permita elaborar una estrategia de análisis? ¿Se pueden establecer relaciones entre las diversas dimensiones implicadas que vayan más allá de la exhortación de no olvidar ninguna?
Los autores considerados aquí comparten una perspectiva teórica en la que prima el desarrollo capitalista, y por lo tanto las desigualdades de clase son la clave para el cambio a nivel macrosocial. A partir de esa premisa, consideran y analizan, en situaciones históricas concretas, cómo juegan el género y la etnicidad/raza. Las propuestas contemporáneas[43] son más abiertas e indefinidas. Un paso importante para abordar la articulación compleja entre dimensiones de desigualdad es seguir el camino marcado por la distinción analítica entre las desigualdades de clase y las diferencias adscriptas y culturales, indagando las formas específicas en que se entrelazan en situaciones históricas concretas[44]. La interacción entre estas diferentes dimensiones se cristaliza históricamente en estructuras de desigualdades; por lo tanto, la lucha por una mayor igualdad requiere actuar sobre sus interdependencias y entrelazamientos. Ninguna estrategia gradual de «uno por vez» puede transformar una estructura cristalizada[45].
Por fin, algo sobre la motivación para haber llevado a cabo este ejercicio. En un artículo reciente que se inserta en el debate post/decolonial, José Maurício Domingues completa su debate con los enfoques postcoloniales y decoloniales instando a sus exponentes a revisar sus supuestos, y a entrar en un diálogo más sistemático con las ciencias sociales[46]. Al mismo tiempo, llama a la sociología latinoamericana a encarar una tarea teórica que vaya más allá de las descripciones regionales y las posiciones «críticas» poco definidas. Para ello, nos llama a retomar la fecunda tradición encarnada en analistas como Florestan Fernandes, Pablo González Casanova y Gino Germani. Leí este artículo mientras repasaba «a contrapelo» varios textos escritos por esa generación de autores, buscando la manera en que habían conceptualizado e investigado las diversas dimensiones de las desigualdades sociales. Mi búsqueda fue en cierta medida genealógica, orientada al origen o las raíces de las ideas y conceptos actuales. También me guió la creencia/intuición/memoria de que esa generación de pensadores combinó de manera muy especial y fructífera las inquietudes público-políticas con el rigor científico de sus investigaciones empíricas. Esta es la tradición que debemos reponer. Encuentro entonces una convergencia atractiva con el llamado de Domingues, hecho desde otro campo de interlocución. En suma, se trata de visitar a quienes pensaron la región latinoamericana desde una perspectiva histórica y estructural, reconociendo que América Latina es parte de la modernidad occidental y, al mismo tiempo, ocupa un espacio liminar, descentrado, marcado por una inserción particular en el mundo global. Recuperar esta tradición puede ser una manera de contribuir a los procesos de emancipación, tanto presentes como futuros, en el subcontinente y a escala global.
Este texto se incluye en Elizabeth Jelin, Renata Motta y Sérgio Costa: Repensar las desigualdades. Cómo se producen y entrelazan las asimetrías globales (y qué hace la gente con eso) (Siglo Veintiuno, Buenos Aires, 2020). La autora agradece los comentarios recibidos a versiones preliminares, presentadas en el Segundo Coloquio de Sociología Política, Mar del Plata, marzo de 2012, y en el Coloquio de desigualdades.net, noviembre de 2013, así como la cuidadosa lectura y las sugerencias de Sérgio Costa y Renata Motta.
Notas
[1] R. Brubaker: Grounds for Difference, Harvard UP, Cambridge, 2015, p. 11.
[2] R. Brubaker: ob. cit.
[3] Ina Kerner: «Questions of Intersectionality: Reflections on the Current Debate in German Gender Studies» en European Journal of Women’s Studies vol. 19 No 2, 2012; Julia Roth: «Entangled Inequalities as Intersectionalities: Towards an Epistemic Sensibilization», Documento de Trabajo No 43, desigualdades.net, 2013.
[4] Juan Pablo Pérez Sáinz: Mercados y bárbaros. La persistencia de las desigualdades de excedente en América Latina, Flacso, San José, 2014.
[5] R. Thorp: Progreso, pobreza y exclusión. Una historia económica de América Latina en el siglo XX, BID/ UE, Washington, DC, 1998, p. 199.
[6] Fernando H. Cardoso y Enzo Faletto: Dependencia y desarrollo en América Latina, Siglo Veintiuno, Ciudad de México, 1969; entre otros que, como Ruy Mauro Marini y André Gunder Frank, fueron más escépticos con respecto a las potencialidades de desarrollo dependiente.
[7] Roberto Patricio Korzeniewicz y Timothy Patrick Moran: Unveiling Inequality: A World-Historical Perspective, The Russell Sage Foundation, Nueva York, 2009; y R.P. Korzeniewicz: «Desigualdad: hacia una perspectiva histórica mundial» en E. Jelin, R. Motta y S. Costa: Repensar las desigualdades. Cómo se producen y entrelazan las asimetrías globales (y qué hace la gente con eso), Siglo Veintiuno, Buenos Aires, 2020.
[8] R. Brubaker: ob. cit.
[9] En la época, el paradigma de la «modernización» era el dominante y permeó el pensamiento de Fernandes y de otros analistas de la región. El proceso de modernización era visto como curso inevitable de la historia, y de ahí provenía la atención dada a las asincronías y desfasajes entre procesos que, a la larga, irían a converger hacia el polo de la modernización. Parecía que la «integración» de los negros era, a la larga, ineludible.
[10] Sigo aquí la terminología de Fernandes en portugués, «negro», cuando hago referencia a su trabajo.
[11] F. Fernandes: A integração do negro na sociedade de classes i. O legado da «raça branca», Dominus, San Pablo, 1965; F. Fernandes: A integração do negro na sociedade de classes II. No limiar de uma nova era, Dominus, San Pablo, 1965; F. Fernandes: O negro no mundo dos brancos, Difusão Européia do Livro, San Pablo, 1972; Roger Bastide y F. Florestan: Brancos e negros em São Paulo, Companhia Editora Nacional, San Pablo, 1959.
[12] Esta parte del texto analiza en particular lo desarrollado en F. Fernandes: A integração do negro na sociedade de classes I. O legado da «raça branca», cit., en el contexto de la obra más amplia del autor sobre el tema.
[13] Z. Bauman: Memorias de clase. La prehistoria y la sobrevida de las clases [1982], Nueva Visión, Buenos Aires, 2011.
[14] F. Fernandes: A integração do negro na sociedade de classes I, cit., p. 13.
[15] Ibíd., p. 43.
[16] Ibíd., p. 67.
[17] Ibíd., p. 68.
[18] E.P. Thompson: The Making of the English Working Class [1963], Penguin, Harmondsworth, 1980.
[19] F. Fernandes: A integração do negro na sociedade de classes I, cit., p. 192.
[20] Ibíd., p. 194.
[21] F. Fernandes: A integração do negro na sociedade de classes II. No limiar de uma nova era, cit.
[22] R. Stavenhagen: Las clases sociales en las sociedades agrarias, Siglo Veintiuno, Ciudad de México, 1969.
[23] Hasta su muerte, en noviembre de 2016, Stavenhagen fue una persona muy activa en el campo de los derechos de los indígenas, como relator de las Naciones Unidas y en organismos de derechos humanos en México y en otros lugares. Aunque su obra abarca diversos temas, en este artículo solo analizo la relación entre clase social y etnicidad desarrollada en el libro mencionado.
[24] R. Stavenhagen: ob. cit., p. 62.
[25] Ibíd., p. 245.
[26] Ibíd., p. 248.
[27] Ibíd., pp. 250-251.
[28] Ibíd., p. 258.
[29] N. Fraser: Iustitia interrupta. Reflexiones críticas desde la posición «postsocialista», Universidad de los Andes / Siglo del Hombre, Bogotá, 1997; Joan Wallach Scott: Only Paradoxes to Offer: French Feminists and the Rights of Man, Harvard UP, Cambridge, 1996.
[30] R. Stavenhagen: ob. cit., p. 259.
[31] Quatro Artes Universitária, San Pablo, 1969.
[32] Ibíd., p. 169.
[33] Ibíd., p. 197.
[34] I. Larguía y J. Dumoulin: Hacia una ciencia de la liberación de la mujer, Anagrama, Barcelona, 1976.
[35] Ibíd.
[36] Ibíd., pp. 15-18.
[37] Ibíd.
[38] Este debate, sin embargo, tan central en la formación de una perspectiva de género, no penetró en el establishment de las ciencias sociales de la región. Fue antes bien un desarrollo que quedó en –o ayudó a constituir– un espacio segregado, conformado por las mujeres académicas y militantes que comenzaban a reivindicar el feminismo y la lucha por los derechos de las mujeres. Ya en el siglo XXI, y acuciado por el «déficit de cuidado» que los cambios en la posición de las mujeres ocasionaron, el tema de la domesticidad y las labores maternales familiarizadas cobra importancia en el análisis y en la discusión de políticas públicas. Para las políticas sociales en Europa, v. Gøsta Esping-Andersen: The Three Worlds of Welfare Capitalism, Princeton UP, Princeton, 1990; G. Esping-Andersen: The Incomplete Revolution: Adapting to Women’s New Roles, Polity Press, Cambridge, 2009. Para un análisis comparativo internacional, v. Shahra Razavi: «The Political and Social Economy of Care in a Development Context: Conceptual Issues, Research Questions and Policy Options», Gender and Development Programme Paper No 1, United Nations Research Institute for Social Development, Ginebra, 2007; S. Razavi (ed.): «Special Issue: Seen, Heard and Counted. Rethinking Care in a Development Context» en Development and Change vol. 42 No 4, 7/2011. Para los debates sobre la «conciliación» en América Latina, v. Valeria Esquivel, Eleonor Faur y E. Jelin: Las lógicas del cuidado infantil. Entre las familias, el Estado y el mercado, IDES / UNFPA / Unicef, Buenos Aires, 2012.
[39] Teresa Valdés Echenique y Enrique Gomariz Moraga: Mujeres latinoamericanas en cifras (tomo comparativo), Flacso / Instituto de la Mujer / Ministerio de Asuntos Sociales de España, Santiago de Chile, 1995.
[40] Entrado el siglo XXI, el tema es presentado como las políticas de «conciliación entre familia y trabajo». Lo interesante es que, como señala Eleonor Faur, el sujeto de la conciliación es femenino. E. Faur: «Género y reconciliación familia-trabajo. Legislación laboral y subjetividades masculinas en América Latina» en Luis Mora, María José Moreno Ruiz y Tania Rohrer (coords.): Cohesión social, políticas conciliatorias y presupuesto público. Una mirada desde el género, UNFPA/ GTZ, Ciudad de México, 2006.
[41] Z. Bauman: ob. cit., p. 10.
[42] En especial, N. Fraser: ob. cit.
[43] J. Roth: ob. cit.
[44] R. Brubaker: ob. cit.
[45] N. Fraser: ob. cit.; Albert O. Hirschman: Bias for Hope: Essays on Development and Latin America, Yale UP, New Haven, 1971, y Crossing Boundaries: Selected Writings, Zone Books, Nueva York, 1998. [46] J.M. Domingues: «Global Modernization, Coloniality, and Critical Sociology for Contemporary Latin America» en Theory, Culture and Society vol. 26 No 1, 2009.
Fuente: https://nuso.org/articulo/genero-raza-ciencias-sociales/