Tenemos que decidir qué priorizamos: si los derroches de energía o el combustible para tractores y cosechadoras, si los casinos o los hospitales, si Amazon o la tienda del barrio
Imagina que una noche dura se avecina. Tienes cuatro hijos, solo una barra de pan y dos opciones: racionar a partes equitativas o dejar que el más fuerte se coma el trozo que le dé la gana, aunque los otros se mueran de hambre. Lo humano, lo honesto, es lo primero, ¿verdad? No hace falta decir mucho más, cualquiera haríamos lo mismo. Bueno, cualquiera no.
Unos pocos dirigentes políticos están demostrando que Einstein intuía correctamente que la estupidez humana era lo único que no conocía límites. Estos dirigentes están patinando sobre hielo muy fino. La principal razón es que el decrecimiento ya no se puede esconder ni detrás de una bandera, ni detrás de un espejismo luminoso. Las personas no comemos banderas y sabemos ver qué es un despilfarro. De ahí el esfuerzo de los grandes poderes económicos en invertir y controlar medios que adulteren tanto la realidad.
Pero el espectáculo está empezando a ser difícil de esconder, y cada vez aparecen más y más artículos, periodísticos y académicos, mejores y peores, que comentan y demuestran una realidad incontestable: tanto el cambio climático como la escasez están haciendo desaparecer el tabú del decrecimiento. Hasta presidentes como el finlandés no han dudado en ponerlo en palabras cristalinas para quien quiera escuchar: la gente en Finlandia y en otros países de la UE tendrán que acostumbrarse a que la economía no crezca todos los años.
Por eso las medidas de ahorro energético propuestas por el Gobierno y aprobadas en el Consejo de Ministros, aunque van en la buena dirección, en realidad se quedarán cortas ante lo que va a venir, y deberían ser tomadas como algo racional y permanente. Algo que deberá ir siendo acompañado por medidas más profundas de redistribución de la riqueza, o de otro modo, habrá problemas.
En la Era del Descenso Energético que estamos empezando a transitar, con el tiempo, estas medidas –que no son algo exclusivo de nuestro país– se van a ir normalizando y ampliando, y haríamos bien en asumirlo con rapidez.
No es un gran sacrificio limitar las horas en las que tener encendidas las luces o moderar la temperatura de la climatización
No es un gran sacrificio limitar las horas en las que tener encendidas las luces o moderar la temperatura de la climatización. Pero claro, hay otra opción para los que dicen ser “amantes de la libertad” cueste lo que cueste. Una opción muy evidentemente perversa: dejar que la sabia mano invisible del mercado asigne los recursos que escasean eficientemente. ¿Hay menos energía disponible? Pues para los –cada vez menos– que puedan pagarla. ¿Que porque unos derrochan combustibles fósiles o tienen beneficios extraordinarios otros no pueden ni calentarse un plato de sopa? ¡Libertad! Desde que el mundo es mundo.
Es curioso cómo la palabra racionamiento significa cosas distintas según el suelo que pisas. En España es sinónimo de pobreza, y para muchos, de derrota. Que el racionamiento se alargase tanto –el pan se racionó hasta 1952 durante una posguerra que fue eterna para los que la sufrieron– mientras en el resto de países occidentales no existía, aumentó la sensación de episodio a olvidar que nunca ha de repetirse. Ese fantasma va a ser agitado por los panfletos de extrema derecha, el temible e indeseable racionamiento (que vino de su propia mano) vuelve. Sin embargo, hay otros casos: los ingleses recuerdan el racionamiento como algo más positivo, ya que les ayudó a “vencer” a los nazis. Las experiencias no son solo lo que son, sino lo que significan.
Quizá por eso, con excesiva frecuencia, la mala política no apela a lo racional, sino a lo emocional. Tratan así de usar lo emocional como una manera de camuflar lo irracional y poco justificable de muchas de sus decisiones. ¿Corrupción? ¿Muertes en residencias? ¿Cierre de hospitales y degradación de los servicios públicos básicos? Nada de eso importa: lo importante es que el Gobierno no os quite la libertad, hombres de poca fe.
Pero entre broma y broma, la verdad asoma: quien pone en peligro tu libertad no es quien te quieren hacer creer. Ni es la Agenda 2030 ni el socialcomunismo. Es el mercado, amigo. En la defensa a toda costa de un neoliberalismo que cada vez será más disfuncional está inserta la inevitable destrucción de lo público. En tiempos de menor energía disponible, seguir las recetas neoliberales de siempre no va sino a exacerbar los problemas, por la propia naturaleza del sistema que los ha originado.
El ejemplo de racionamiento del principio es una caricatura, una simplificación que nos ha ayudado a clarificar la diferencia –material, pero también moral– entre las diferentes opciones, pero en la Era del Descenso Energético en realidad no estamos delante de un dilema, sino de un trilema: tenemos que escoger una entre tres opciones.
La primera opción es la de las Medidas Coyunturales. En este caso se piensa que los problemas con la energía son pasajeros y se trata de racionar lo justo para afectar mínimamente a la economía. Se mantiene la economía de mercado y salvo por los recortes todo sigue igual. Tiene el inconveniente de que si las cosas siguen yendo a peor se van tomando más y más paquetes de medidas del mismo estilo, cada uno rectificando el anterior, causando el escepticismo, la incomprensión y el hartazgo de la población. Éste es el enfoque mayoritario en el mundo, y el que se defiende desde la UE y desde el Gobierno de España. Dentro de estas medidas también caben las elitistas, que buscan recortar más a quien menos tiene. No hace falta poner un ejemplo de esto (con nombre y dos apellidos), una persona que está dispuesta hasta a ir –otra vez– contra la cúpula de su propio partido y contra la cordura más básica.
La segunda opción es la de tomar Medidas Estructurales. En este caso se acepta que los problemas son permanentes. Se hace una previsión de cuánto se va a disponer y se toma una decisión sobre cómo se asigna (cuánto se da y a quién se le da). Obliga a tomar muchas medidas adicionales, disposiciones, supervisiones, regímenes sancionadores, etc. Estas medidas son extraordinariamente complejas de adoptar y costosas de implementar, y tienen el inconveniente de que si el descenso energético prosigue pronto se vuelven obsoletas. Este tipo de racionamiento es por ejemplo el que se está dando en países prácticamente colapsados, como el Líbano o Sri Lanka.
La tercera opción sería la de adoptar Medidas Decrecentistas. Implica aceptar que los problemas no son solo permanentes, sino que irán progresivamente a peor. Se necesita por tanto un esquema de racionamiento flexible, que se adapte a la disponibilidad (o indisponibilidad) de los recursos según ésta va cambiando. Obliga también a abrir un debate en profundidad con la sociedad, clave para hacer comprender qué está pasando, para que se puedan tejer complicidades y cooperaciones sobre un objetivo común compartido por la mayoría, elegir sectores esenciales y sostenerlos con fuerza, incluso incrementarlos, pero también exige asumir que habrá otros que tendrán que reducirse. Es prioritario repartir tanto la carga fiscal como garantizar unos mínimos de calidad de vida. Aunque haya que racionar, el buen vivir es posible y más deseable que nunca.
El problema con las Medidas Decrecentistas es la tentación por parte de ciertos sectores de implementarlas de manera autoritaria, sin necesidad de buscar un consenso social democrático, ya que obviamente sería más sencillo imponerlas por la fuerza; y eso más que a un esquema de racionamiento decrecentista a lo que nos llevaría es al ecofascismo. Ningún país del mundo está adoptando este tipo de racionamiento, aunque algunos países podrían estar deslizándose hacia un ecofascismo que –en formas de baja intensidad– ya está latente.
Quede claro que ninguna opción de racionamiento es buena. Estamos hablando de racionar, y racionar quiere decir limitar. No hay suficiente y se tiene que elegir cómo se reparte. No es una situación que nadie pueda desear. Pero es una situación que no va a ser negociable y que tenemos que enfrentar como adultos, ayudándonos de la inteligencia colectiva.
También es importante dejar claro que hay muchas maneras aceptables de adaptarse al Descenso Energético, pero todas requieren de cierto tiempo. Por ejemplo, uno de los grandes problemas actuales es la falta de fertilizantes nitrogenados debido a la carestía y escasez de gas natural. Y si bien es sabido que el abuso de los fertilizantes nitrogenados lleva a la degradación de los suelos y las aguas, y que tenemos que emprender el camino a otras formas de agricultura realmente sostenibles y resilientes (especialmente destacable el trabajo de la investigadora del CSIC Marta Rivera y de Eduardo Aguilera), también es verdad que no podemos transformar nuestro sistema agrícola de la noche a la mañana mientras seguimos alimentando a la población.
No podemos suprimir los enormes insumos energéticos de la alimentación y de tantas otras cosas de golpe, porque, al igual que una persona adicta a una droga, la falta repentina de la sustancia que generó la dependencia podría causarle más mal que bien. Necesitamos un plan de descenso adecuado, un plan de transición lento y pausado, con mucho trabajo a pie de campo, mucho ensayo y error, hasta poder conseguir que las cosas funcionen sobre el terreno, en todos los ámbitos, desde el sector primario hasta el industrial y de los servicios.
Pero sea como sea, tenemos que irnos desenganchando de la droga de los combustibles fósiles antes que ella nos abandone por la Geología y la Física. Y las renovables serán nuestra metadona. Esencial, para pasar el mono, pero ni por asomo podrá ser igual que la droga original.
Mientras estemos ofuscados en esquemas coyunturales, discutiendo qué sector es más importante por la cantidad de PIB o de empleo que genera, dando por hecho que vamos a poder mantenernos en los paraísos artificiales que crearon los combustibles fósiles, peor lo pasaremos cuando, de repente, se nos corte el suministro de estas sustancias de las que somos tan dependientes. Este es el debate que como sociedad tenemos que abrir. Tenemos que racionar, no nos queda más remedio. Y dado que el racionamiento no va a ser optativo, hay que intentar que sea lo más racional y justo posible.
No se trata de escoger entre un mundo oscuro y deprimente o uno iluminado a miles de vatios de potencia: se trata de escoger entre un mundo donde la mayoría de la gente pueda vivir con dignidad, o uno en el que unos pocos disfrutan y la mayoría está sumida en la miseria abyecta. Y, spoiler, esos pocos no van a disfrutar mucho de una ciudad insegura (o un país, o un mundo). Si la mayoría lo pasa mal, nadie lo pasa del todo bien, eso es lo que hay que entender de una vez.
Tenemos que decidir qué priorizamos, si los derroches de energía o el combustible para tractores y cosechadoras, si los casinos o los hospitales, si Amazon o la tienda del barrio, si el metro y los servicios básicos esenciales o los espejismos brillantes que no pueden durar. No va a haber para todo, y por eso, democráticamente, racionalmente, tenemos que tratar de escoger lo mejor para crear una nueva sociedad que, a partir de los despojos y los errores de la actual, logre renacer con fuerza. Nada está perdido, como algunos quieren hacer creer que decimos.
Antonio Turiel. Investigador Científico en el Instituto de Ciencias del Mar del CSIC.
Juan Bordera es guionista, periodista y activista en Extinction Rebellion y València en Transició.