El ‘Homus economicus’ no sabe nada de ecodependencia. Y cuando se pretende corregir los hábitos insostenibles, ni avanzamos lo suficiente, ni en la dirección correcta
El ejemplo más habitual de adaptarse al medio al mismo tiempo que lo modifica es el de los castores: su forma de habitar pasa por la construcción de presas que alteran la vida del ecosistema donde se encuentran y, por tanto, afectan a muchas otras vidas. Es decir, no solo se adaptan a su ambiente sino que también lo construyen, por lo que existe una coevolución y una retroalimentación entre el ambiente y los castores. A escala global tenemos un ejemplo aún más relevante. La colonización de la tierra por parte de las plantas contaminó la atmósfera con el oxígeno que ellas generan (o desechan) a partir de la fotosíntesis y, tomando palabras de Emanuele Coccia, “sin incluso moverse”, modificaron globalmente el mundo, abriendo infinitas posibilidades al convertir la atmósfera en un océano donde muchos otros organismos pudieron empezar a respirar. Y vivir.
Si las plantas trajeron la vida a la superficie, las lombrices, como explicó Darwin y su pasión por estos animales, al salir del agua y acomodarse al seco hábitat del subsuelo, lo convirtieron en tierra. Sus desplazamientos arriba y abajo arrastrando hojas descompuestas para alimentarse, tragando tierra para triturarlas (igual que las gallinas tragan piedras) o subiendo sus excreciones, agujerean el suelo con infinitas galerías que permiten oxigenar la tierra y humidificarla, a la vez que devuelven predigerida buena parte de la materia orgánica que tragaron y la hace consumible para los microorganismos que harán, a su vez, que pueda ser asimilable para las plantas.
Las lombrices contribuyen aproximadamente al 6,5% de la producción mundial de cereales, y al 2,3% de la producción de legumbres
Pero si a las plantas, que las vemos, que incluso las valoramos, las tratamos con herbicidas –etimológica y coloquialmente “que mata hierbas”–, ¿qué no haremos con las lombrices? El uso de todo tipo de venenos agrarios, los mismos fertilizantes químicos, el sobreexceso de labrado o la urbanización, está llevando a su extinción. Hay muchos estudios al respecto, pero no nos alejaremos mucho si situamos la cifra del declive en un 2% anual de la población de estas ingenieras invertebradas. Si tenemos en cuenta que según este estudio publicado en Nature, “las lombrices contribuyen aproximadamente al 6,5% de la producción mundial de cereales, y al 2,3% de la producción de legumbres”, además de preocuparnos por el ‘pico del petróleo’ haríamos bien en preocuparnos por el ‘pico de las lombrices’.
En cualquier caso, queda claro que el Homus economicus no sabe nada de ecodependencia. Y cuando se pretende corregir los hábitos insostenibles, ni avanzamos lo suficiente, ni en la dirección correcta. Me explico. Cuando la Unión Europea ha querido introducir normativas para transitar hacia una agricultura ecológica, los lobbies de Syngenta, Bayer y el resto de multinacionales agroquímicas han activado la presión en los despachos para que se retiraran estas propuestas, a la vez que en la calle las movilizaciones de la agricultura industrializada han presionado en la misma dirección. Y lo han conseguido, como hemos visto con el recorte a las medidas ambientales de la PAC aprobadas el pasado 24 de abril.
Pero además, estas medidas correctivas se defienden desde posturas, digamos, de superioridad. Bien porque se promulgan desde discursos conservacionistas donde el ser humano protege y salva a otros seres vivos, o bien por la necesidad de seguir contando con esos ‘servicios ambientales’ de quienes nos dan oxígeno o alimentos. Y, en este caso, la propia nomenclatura, ‘servicios ambientales’, desvela que seguimos abordando la problemática sintiéndonos en el derecho de ser beneficiados por otros.
Le hicimos mucho caso a Adam Smith cuando nos hizo creer que las sociedades funcionan por interés, que solo colaboramos si recibimos algo a cambio. Pero, como advierte Coccia en La vida de las plantas, una metafísica de la mixtura, igual que no podemos vivir sin alimentarnos de otros, gracias a la excreción gaseosa de los vegetales o de la tierra digerida por las lombrices, inversamente, un ser vivo “no se contenta con dar vida a la porción restringida de materia que nosotros llamamos cuerpo, sino también y sobre todo al espacio que lo rodea”.
Ese sobre todo es la mirada a recuperar. Es un cambio de cosmovisión para volver a la racionalidad campesina que, más que productor de alimentos, se sabe y se siente reproductor de espacios de vida. Abonando con materia orgánica, pastoreando animales que con sus heces siembran semillas… y siempre discretamente como las lombrices. Y serenamente como las plantas.
Gustavo Duch. Licenciado en veterinaria. Coordinador de ‘Soberanía alimentaria, biodiversidad y culturas’. Colabora con movimientos campesinos.