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¿La nostalgia es una vía muerta?

Fuentes: Jacobin América Latina

Una inmersión en la historia estadounidense de mediados del siglo pasado descubre cómo un fuerte movimiento obrero fue fundamental para construir la unidad social, la igualdad y el avance de los derechos civiles. Aunque la nostalgia pueda parecer una vía muerta, el pasado encierra valiosas lecciones para forjar un futuro mejor.

Es probable que muchos lectores de Jacobin encuentren —a regañadientes— muchas cosas con las que estar de acuerdo en la obra de Matt Yglesias, inspirada en Max Weber, Slow Boring (Aburrimiento lento). Después de todo, el liberalismo weberiano tiene mucho que ofrecer, incluso a los socialistas.

Al mismo tiempo, los liberales como Yglesias todavía pueden aprender mucho de los socialistas, sobre todo en términos de análisis histórico. Uno de sus últimos ensayos se beneficiaría de un poco más de análisis social e, irónicamente, un poco menos de determinismo económico.

Yglesias sostiene que «la política de la nostalgia es un callejón sin salida», y en cierto modo tiene razón. Tiene razón en que el poder psíquico de los llamamientos nostálgicos conservadores se basa en la vaga sensación que tiene el público de los buenos viejos tiempos, mientras que no ofrece soluciones políticas positivas para lograr algo parecido a un futuro mejor. También tiene razón en que la política de la nostalgia es en gran medida subjetiva: a menudo sentimos nostalgia de aquellos tiempos en los que éramos más jóvenes, disponíamos de más ingresos, teníamos menos responsabilidades o gozábamos de mejor salud que ahora. Es justo. Pero, ¿significa esto que todas las apelaciones nostálgicas son siempre un truco de este tipo? No. La nostalgia de la posguerra en concreto no es simplemente una especie de «falsa conciencia»; en muchos aspectos está arraigada en una realidad objetiva.

Quizá nuestra sociedad estaba en un lugar mejor —y plausiblemente en el camino hacia un futuro mejor— en aquellas décadas posteriores a la guerra.

No, el tiempo no es un círculo plano

Yglesias observa que gran parte de la política de la nostalgia tiene sus raíces en la experiencia personal. Y lo que no es nostalgia de ciclo vital puede atribuirse a una tendencia hacia una apreciación cíclica de periodos anteriores, sobrealimentada por las agencias de marketing y las empresas de medios de comunicación que astutamente la explotan. Como decía sucintamente un titular de Onion: «El Departamento de Retro de EE.UU. advierte: Puede que nos estemos quedando sin pasado».

La actual moda por la moda, la televisión y la música de los 90 entre los adolescentes es un ejemplo. Para Yglesias, este ejemplo es representativo de la mayor parte del atractivo de cualquier viaje nostálgico. Sin embargo, la política de la nostalgia que intenta refutar no es la de los primeros años de la década de los noventa. Se trata más bien de la idea predominante —expresada de forma viral a través de los memes «¿Qué salió mal?»— de que las décadas de posguerra fueron una época fabulosa para las masas estadounidenses. Yglesias no está de acuerdo y afirma que «no es cierto que las cosas fueran mejor» en esas décadas.

Para demostrarlo, explica lo ricos y acomodados que somos ahora. Tenemos más coches, más microondas, casas más grandes, etc. Pero si hoy es tan bueno, ¿por qué tanta gente —de mundos políticos muy opuestos y de cohortes de edad muy diferentes— encuentra tan atractivo este periodo específico? Claro que algunos conservadores añoran una sociedad más blanca, segregada y patriarcal, y la década de 1950 les ofrece una imagen de ello, pero también lo hacen la década de 1880, la de 1890, la de 1910 o la de 1920, y nadie se pone poético con los años de Coolidge. Y aunque a algunos reaccionarios les guste la época anterior a la Ley de Derechos Civiles, no se puede decir lo mismo de todos los socialistas milenials que llenan sus casas de muebles modernos de mediados del siglo pasado y de discos de los 60 (¡en vinilo!).

De hecho, en 2016 el New York Times publicó los resultados de una encuesta de Morning Consult que preguntaba «¿Cuándo Estados Unidos fue más grande?» Los resultados confirman una especial afición por la mitad del siglo pasado. Los republicanos tendían a alabar la década de 1950 (y la de 1980 de Ronald Reagan) como los días felices. Curiosamente, sin embargo, entre los demócratas, el Times señala que «los votantes del señor Sanders eran más propensos a elegir un año de la década de 1960, y más de los partidarios de Hilary Clinton eligieron los mejores años de la década de 1990, cuando su marido era presidente».

Seguramente estos partidarios de Sanders no están añorando las leyes Jim Crow. La realidad es que una parte sustancial de la gente de todo el espectro político y de todas las generaciones siente una fuerte nostalgia por esas décadas. Incluso aunque no las hayan vivido.

Para los que sí las vivieron, el afecto parece aún más profundo. En su libro Stayin’ Alive, Jefferson Cowie cita al hijo de un obrero siderúrgico de Pensilvania: «Si lo que vivimos en los años 50 no fue liberación, entonces la liberación nunca ocurre en las vidas humanas reales». La liberación a la que se refiere es la «completa transformación en la vida de su familia: desde su bienestar material hasta la actitud de su padre hacia los supervisores en el taller». Como señala Cowie, la década fue realmente una revelación para la clase obrera, ya que los salarios de los trabajadores aumentaron casi un 62% entre 1947 y 1972. En comparación, entre 1998 y 2022, los salarios medios reales de los hogares sólo aumentaron un 13,88%. Por mucho que se hable del impresionante crecimiento de los años de Clinton, y a pesar del resurgimiento de la serie Friends, la década de 1990 no fue nada parecido a una «liberación».

Es más, la velocidad vertiginosa con la que se romantizó el momento de la posguerra revela algo sobre su grandeza percibida y la comprensión contemporánea de su importancia. El clásico de George Lucas American Graffiti se sitúa en 1962 y se proyectó por primera vez en 1973, sólo once años después. Es difícil imaginar que una película nostálgica sobre el año 2013 se convierta hoy en un fenómeno de la cultura pop. El afán por rememorar la mitad del siglo surgió casi al instante. Y la prisa por canonizar el periodo era palpable: La Belle Époque suena pintoresca comparada con Les Trente Glorieuses.

Para ser justos, Yglesias admite que la afición por este periodo tiene que ver con el rápido crecimiento económico. Pero no logra captar la amplitud de los logros sociales que culminaron en el momento de la posguerra. De hecho, las décadas de 1950 y 1960 no fueron simplemente un breve parpadeo de crecimiento sobrealimentado en un desarrollo que, por lo demás, fue lento pero ascendente. Por el contrario, desde 1900 hasta 1970, prácticamente todos los parámetros de la vida social mejoraron de forma lenta y constante, antes de invertirse repentinamente. Es decir, el cariño por la mitad del siglo no se debe sólo a la aprobación partidista del New Deal y la Gran Sociedad (o de Jim Crow y las amas de casa), sino también al reconocimiento de que fue un momento crucial en la historia. Desde entonces, el mundo social avanzó hacia la disolución.

Los años 50 y 60 no sólo fueron un punto álgido para el desarrollo social sino también un punto de inflexión.

La mitad del siglo fue realmente especial

En 2020, Robert Putnam y Shaylyn Romney Garrett publicaron un libro notable que, debido a la pandemia, pasó casi desapercibido. En él, sostienen que desde alrededor de 1900 hasta hoy, Estados Unidos experimentó lo que ellos llaman una curva «yo-nosotros-yo». Es decir, la sociedad pasó del rudo individualismo de Teddy Roosevelt al colectivismo americano de su primo Franklin antes de retroceder hacia la independencia libertaria y la desintegración social.

La curva que presentan es sorprendente. Traza una importante tendencia ascendente hacia la igualdad económica, la cortesía política, la fraternidad social y la solidaridad cultural que culmina a mediados de siglo antes de detenerse y dar la vuelta. El punto álgido de esta curva se produce —sorpresa, sorpresa— a finales de los años cincuenta y principios de los sesenta. Desde entonces estamos en fase descendente.

En términos de renta y riqueza, nuestra sociedad alcanzó su punto álgido de igualdad a finales de los años sesenta. Los historiadores económicos Peter H. Lindert y Jeffrey Williamson demostraron que la desigualdad disminuyó incluso en las clases medias y bajas entre 1913 y 1970. Además, los afroamericanos experimentaron el crecimiento salarial más rápido y la menor brecha salarial entre blancos y negros durante finales de la década de 1950 y principios de la de 1960. La creciente igualdad económica de esta época fue lo que hizo que la Ley del Derecho al Voto y la Ley de Derechos Civiles fueran programas políticos concebibles. Y es una tragedia de la historia que la tendencia hacia una mayor igualdad se estancara y se invirtiera tras la exitosa aprobación de estas leyes.

El progreso económico generacional sigue la misma curva. Según el economista Raj Chetty, «las perspectivas de los niños de ganar más que sus padres cayeron del 90% al 50% en el último medio siglo». Los trabajos del economista laboral Yonatan Berman indican que la movilidad económica intergeneracional estaba en su apogeo absoluto en 1965. La progresividad del tipo impositivo sigue la misma curva, subiendo hasta un tipo máximo del impuesto a las corporaciones del 53% a finales de los sesenta antes de volver a bajar.

Hoy, tras décadas de recortes fiscales, y gracias en particular a los fuertes recortes del presidente Donald Trump, el tope máximo del impuesto para las corporaciones es el más bajo de los últimos ochenta años. El gasto social en los pobres, como era de esperar, siguió el mismo camino: un aumento constante hasta alcanzar un máximo en la década de 1960 y un descenso a partir de entonces. Lo mismo ocurrió con el salario mínimo, que alcanzó su máximo en 1968, el mismo año en que la desigualdad de la riqueza alcanzó su nivel más bajo de la historia. La afiliación sindical comenzó su ascenso en la década de 1910, alcanzó su punto álgido en la década de 1940, se mantuvo en ese nivel hasta 1966, y desde entonces no dejó de disminuir.

La igualdad económica coincide con la cohesión social

Las tendencias sociales muestran un patrón similar. El número de miembros de asociaciones cívicas y fraternales aumenta de forma más o menos constante desde finales del siglo XIX hasta alcanzar un máximo en la década de 1960. En aquella época, según Putnam y Romney Garrett, una mayoría significativa de estadounidenses, sin distinción de raza ni sexo, formaba parte de uno o más de estos grupos: Estados Unidos tenía una de las tasas de participación cívica más altas del mundo. Incluso la pertenencia en la Iglesia sigue la curva »yo-nosotros-yo», a pesar de las representaciones populares de un declive constante desde el advenimiento de la modernidad ilustrada. La cúspide de la afiliación y la asistencia a la iglesia no se alcanzó a mediados del siglo XIX, sino un siglo más tarde.

Putnam y Romney Garrett también destacan una serie de marcadores culturales y políticos que siguen la misma curva. En la literatura, el individualismo característico de los años veinte, plasmado en las novelas de la Generación Perdida, acabó desplazándose a las películas de inspiración social de los años cuarenta, como las dirigidas por Frank Capra. Se pasó gradualmente de un individualismo caprichoso y aislado a una cultura que hacía hincapié en la solidaridad. Putnam y Romney Garrett demuestran este cambio a través de cambios en el lenguaje. El uso de la frase «hombre común» alcanzó su punto álgido en 1945. Más fundamentalmente, la palabra «nosotros» alcanzó su mayor uso a mediados de la década de 1960 y cayó en picado a partir de entonces. Desde entonces, en la literatura, el «yo» ocupò su lugar.

La cohesión social y la igualdad económica de la época fueron buenas para la sociedad, como queda claro en numerosas estadísticas vitales. Por ejemplo, según el Comité Económico Conjunto del Congreso de Estados Unidos, las «muertes por desesperación» alcanzaron su nivel más bajo a principios de los años sesenta, un nivel nunca visto antes ni después. Del mismo modo, los homicidios descendieron desde los altos niveles de la década de 1900 hasta su nivel más bajo a principios de la década de 1960, marcando el periodo menos mortífero del que se tiene constancia.

La retrospectiva de setenta y cinco años de Filadelfia, publicada recientemente por el Pew Charitable Trust, subraya este punto. Una de las conclusiones más sorprendentes y deprimentes es que 1960, el año más poblado de la ciudad, fue también uno de los más seguros, con sólo 150 asesinatos sobre 2,1 millones de habitantes. En cambio, en 2021 se produjeron 562 asesinatos en una ciudad que se había reducido en 500.000 personas. Esto significa que la tasa de homicidios per cápita pasó de 7,2 homicidios por cada 100.000 habitantes al año en la década de 1960 a 32,74 en 2021, un aumento de más del 350%.

Todo esto debería demostrar que todos esos lavavajillas, ordenadores, coches y microondas no están haciendo mucho por nuestra salud social y cívica. De hecho, algunos bienes de consumo reflejan el retroceso social de nuestro tiempo. La proliferación de la propiedad de automóviles está obviamente ligada a la expansión socialmente nociva de los tiempos de desplazamiento y el empuje atomizador hacia suburbios cada vez más extensos. Y a estas alturas parece claro que la gran proliferación de teléfonos inteligentes, lejos de impulsar el progreso social, no hizo más que empapar a la sociedad con un poderoso disolvente antisocial.

¿Puede el pasado ser un prólogo?

Independientemente de lo que represente la nostalgia de mediados del siglo pasado, es difícil sostener que el afecto popular por ese periodo es meramente estético, subjetivo o simplemente reaccionario. Había aspectos de la sociedad que funcionaban mejor. Para la izquierda, este es un punto especialmente importante de asimilar por varias razones. En primer lugar, estudiar periodos en los que la sociedad parecía estar, en algunos aspectos profundos, más sana puede enseñarnos mucho sobre las características de una sociedad próspera. En segundo lugar, al reconocer, en lugar de negar, que algunos aspectos de la vida social podrían haber sido mejores en el pasado, podemos entender mejor la enorme división política a la que nos enfrentamos hoy en día. Tal reconocimiento no implica respaldar la política conservadora o las posiciones políticas. Irónicamente, son los conservadores los que fueron sorprendidos chillando sobre la idea de la llamada «Ciudad de Quince Minutos», aparentemente inconscientes de que los barrios de mediados de siglo eran esencialmente ciudades de quince minutos.

Por supuesto, Yglesias tiene razón en que no podemos simplemente volver al mundo social de la posguerra. Pero, ¿por qué deberíamos apartar la vista? Es cierto que Estados Unidos, gran parte de Europa y algunas zonas de América Latina lograron un notable progreso social en los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial, posiblemente más rápido que en ningún otro momento anterior o posterior. También es cierto que la creciente saturación de bienes de consumo y la incesante mercantilización de todo, citada por los liberales como demostración de la marcha firme del progreso, coincidió con el amplio declive de la vida social. Y, por tanto, podría ser cierto que lo que una sociedad necesita para florecer no es exactamente sinónimo de lo que los individuos pueden querer comprar en el mercado capitalista.

Comprender la época de mediados de siglo puede ayudarnos a liberarnos de la visión aterradoramente estrecha del futuro que prevalece en la actualidad. Al fin y al cabo, imaginar una sociedad mejor resulta más fácil cuando somos conscientes de nuestros logros pasados y, más aún, cuando comprendemos las ambiciosas posibilidades que imaginaron nuestros predecesores.

La nostalgia no siempre es un callejón sin salida; de hecho, es una de las razones por las que esta revista se llama Jacobin.

Dustin Guastella: Director de operaciones de Teamsters Local 623 en Filadelfia.

Fuente: https://jacobinlat.com/2024/09/la-nostalgia-es-una-via-muerta/