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Represión trumpista de la educación

Fuentes: Rebelión - Imagen: Manifestantes afrodescendientes de EE.UU. Crédito: Bettmann / Ernest C. Withers. 1968

No es racista meramente Trump, sino el Estado y la sociedad estadounidenses.

La orden ejecutiva de Donald Trump para cancelar fondos del gobierno federal a instituciones en que se enseñe la ‘Teoría crítica de la raza’ (Critical Race Theory) promete numerosos desafíos en los tribunales. Como otras órdenes que emitió, luce que se empantanará en objeciones legales y confrontará problemas prácticos para aplicarse, entre otras cosas por lo inexacta y confusa que es, como si hubiese sido formulada a la ligera.
La fiereza de la nueva administración en sus primeros días sugiere una angustiosa resistencia del Estado norteamericano a aceptar su disminución en el mundo. Trump abandona el interés usual en el consenso en las relaciones políticas y genera relaciones de antagonismo comercial y diplomático con otros países. Concentra esfuerzos en Latinoamérica y el Caribe, históricamente la zona más oprimida y controlada por Estados Unidos. En política interior intenta desmantelar a toda velocidad el sistema que empezó FD Roosevelt, que en el último medio siglo se hizo predominante, de incluir los afroamericanos y pobres en un clientelismo social de abundantes subsidios y amplia burocracia federal, en un ‘estado benefactor’ agrandado.
Varios autores acuñaron en los años 70 y 80 el nombre ‘teoría crítica racial’, si bien continuaban antiguas y amplias discusiones sobre la cuestión afroamericana y la sociedad estadounidense. Argumentan que el racismo no es simplemente un ‘prejuicio’ personal, sino que está en la formación misma de instituciones principales de Estados Unidos. En Estados Unidos esta idea es escandalosa, pero para muchos alrededor del mundo es evidente.
Desde hace largas décadas las discusiones sobre sociedad e historia admiten que la opresión racial es parte de la cultura de la nación norteamericana, la cual instaló un ‘colonialismo interno’, ya que sus plantaciones de esclavos no estaban fuera del país (como en los casos de Gran Bretaña, Francia, etc.), sino dentro.
Textos como The Black Jacobins (1938), de CLR James, Capitalism and Slavery (1944) de Eric Williams, y How Europe Underdeveloped Africa (1973), de Walter Rodney, aumentaron la conciencia de que la opresión de los negros ha sido inseparable de la historia moderna y de Occidente. Después siguió un torrente de investigaciones, publicaciones y cursos académicos en Norte y Latinoamérica, el Caribe, África y Europa.
Asimismo, el conocimiento científico, e incluso la cultura general, ya admiten que desde hace milenios la división social del trabajo y el desarrollo tecnológico producen un excedente cada vez mayor que hace posible el progreso histórico, y las clases dominantes suelen apropiarse. El capitalismo occidental es un perfeccionamiento de este mecanismo, especialmente por expandir la actividad financiera como nunca antes.
La teoría que ve el progreso –el conocido– inseparable de la explotación del trabajo, inicialmente elaborada por Karl Marx, ya no es tabú y ha enriquecido las ciencias sociales e incluso las naturales. Ha incidido en los temas del colonialismo, la formación del sistema global, y la extraordinaria experiencia del trasiego y trabajo de africanos esclavizados, entre los siglos XV y XIX, en un vasto mercado que incluyó África, las Américas y Europa occidental y en que participó gran cantidad de gobiernos, bancos, empresas, y las iglesias católica y protestante. Estuvo en la base de la era moderna.
El presente, pues, encierra un complejo ‘pasado’ lleno de contradicciones. Por ejemplo, las naciones americanas actuales no existirían sin el sometimiento y el genocidio de las sociedades indígenas, desde el tiempo de Cristóbal Colón, en el Caribe, Centroamérica, México, los países andinos suramericanos y el resto del hemisferio. En Estados Unidos, el crecimiento industrial, financiero y militar del norte no hubiese sido posible sin las plantaciones esclavistas del sur –el algodón iba a la industria de ropa en Inglaterra– que producían riqueza que se convertía en dinero y en actividad bancaria que financió la expansión del norte.
Parece que muchos votantes de Trump, a los cuales éste quiere cumplir lo prometido, se sienten ofendidos al escuchar estas duras realidades, que resultan claras una vez se les estudia y desmontan la historia tradicional oficial idealista y ‘blanca’. Creen que comprender la historia de manera crítica es un ‘racismo contra los blancos’.
No debe subestimarse que Trump reproduzca esta actitud infantil atacando la libertad de expresión y de cátedra y la discusión sobre la sociedad y la historia, en una suerte de regreso a la represión medieval del conocimiento y del debate de ideas libre e informado. El temor a la discusión delata la crisis de Estados Unidos, cuyo actual declive –junto al de Occidente– en el mercado mundial hace aflorar muchas inseguridades.
La orden de suprimir la ‘teoría crítica’ confirma la sensación de que Trump expone el racismo más crudamente que otros presidentes y políticos de Washington, al menos desde que en los 70 se hizo políticamente incorrecto ser racista, y alimenta la ignorancia e impulsividad de grupos supremacistas blancos.
Si Trump persigue liberar las contribuciones intelectuales y los debates sociales del paternalismo y los subsidios del gobierno, su forma de hacerlo es bastante torpe.
Pero, de nuevo, la orden encontrará obstáculos para aplicarse en la práctica, cuando menos referentes al derecho a la libre expresión. Es confuso además si persigue suprimir las específicas lecturas que en los 70 y 80 se llamaron Critical Race Theory, o más ampliamente la enseñanza de la historia y del carácter contradictorio y complejo del proceso social, que durante siglos ha incluido opresión de pueblos y explotación del trabajo y de la mujer. En cualquier caso sería una involución reaccionaria.
No es racista meramente Trump, sino el Estado y la sociedad estadounidenses. Trump lo expone crudamente también con la deportación de miles de inmigrantes latinoamericanos en pocos días, de forma destemplada y carente de consideraciones legales y humanitarias en muchos casos. Ha sido como el traslado de ganado, en vez de seres humanos.
Las ordenanzas de Trump, y la forma en que se anuncian y ejecutan, han agudizado la tensión nerviosa y moral de la sociedad. Puede preverse que restarán aún más solvencia a Estados Unidos.

El autor es profesor jubilado de la Universidad de Puerto Rico.

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